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Tal como sugirió Bacon con sus ídolos de la tribu, la maquinaria humana de reconocimiento de patrones tiende a dispararse en exceso, lo cual conlleva que creamos ver patrones en lo que en realidad es simple ruido. Hay un famoso experimento en el que este fenómeno produce el divertido resultado de que los sujetos humanos suelen rendir peor que las palomas y las ratas al afrontar la misma tarea. Al sujeto se le muestran dos lámparas, una roja y otra verde. A intervalos regulares, una de ellas se enciende y a los sujetos se les pide que predigan qué lámpara se encenderá a continuación. No se les informa sobre ningún mecanismo subyacente a la secuencia de encendidos de la lámpara roja y de la verde, pero lo cierto es que se encienden al azar, con un 0,8 de probabilidad para la roja frente a un 0,2 para la verde, independientemente de lo que haya sucedido antes. Los sujetos humanos observan la asimetría, intentan imitar el intrincado patrón de las luces, y predicen que la lámpara roja se enciende el 80% de las veces y la verde el 20% restante. De este modo acaban averiguando el correcto encendido aproximadamente 0,8 . 0,8 + 0,2 . 0,2 = 68% de las veces. Los animales más simples rápidamente averiguan cuál es la que se enciende con más frecuencia, con lo que aciertan un 80% de las veces. Ver, por ejemplo, Hinson y Staddon (1983), y Wolford, Miller y Gazzaniga (2000).

Häggström, Olle. Aquí hay dragones

Bacon tenía toda la razón del mundo: la metafísica tradicional tendió a ver en la realidad muchísimo más de lo que en ella había. La navaja de Ockham y el tenedor de Hume fueron una buena terapia aunque, parece ser que todavía no lo suficiente. Seamos humildes y aceptemos nuestro papel de intentar, al menos, ser unos buenos escépticos.

Véase, por supuesto, la superstición en las palomas de Skinner.

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Ya expusimos en alguna que otra entrada que el ser humano prefiere tener una teoría, aunque sea falsa, a no tener ninguna. Esto produce que gran parte de las explicaciones con las que nos movemos en nuestra vida cotidiana suelan padecer una gran inflación narrativa respaldada por una, más que deficiente, pequeña cantidad de hechos. Un ejemplo que seguro que será familiar al lector: nuestro cuñado se va de viaje a Francia y cuando vuelve nos cuenta sus reflexiones. Realmente, solo ha estado cinco días en París, pero eso le es suficiente para tener una teoría antropológica completa sobre el pueblo francés. Nos cuenta una anécdota: en tal restaurante le sirvió un camarero con el uniforme sucio y los platos de la comida estaban, igualmente, manchados. Conclusión: los franceses son unos guarros. Obsérvese que de la experiencia ocurrida con un único francés (que ni siquiera demuestra que ese francés fuera un guarro. A todos se nos ha manchado la camisa alguna vez), se deduce que todos, los 66 millones de habitantes de Francia tienen problemas de higiene. Pero es que cuando uno vuelve de viaje, tiene que tener algo que contar. Sería extraño que alguien volviera de París y cuando, siguiendo el protocolo social, le preguntásemos qué tal ha ido el viaje (sin que, habitualmente, nos importe un bledo), no tuviese nada que contar. Hay que tener historias curiosas, divertidas, anécdotas graciosas… Si no las tenemos, no seremos interesantes y nuestro éxito social decaerá. Por eso nos da igual que lo que decimos no sea preciso, ni siquiera que, prácticamente, sea una sandez. Y es que tener un buen conocimiento sobre algo es difícil. Para saber con autoridad los usos y las costumbres del pueblo francés no bastan cinco días en París. Habría que pasar allí mucho tiempo, leer, informarse… hacer lo que los antropólogos llaman trabajo de campo, observación participante… Para sustentar la afirmación de que «todos los franceses son unos guarros» habría que hacer grandes encuestas y sondeos estadísticos para que el resultado sea significativo.  Es muchísimo más fácil sacar una afirmación general de un único dato anecdótico, si puede ser, divertido.

El libanés Nassim Nicholas Taleb hace un ameno recorrido por todos y cada uno de los sesgos cognitivos que nos hacen comprender mal, muy mal, la realidad. Desde lo que él denomina un empirismo escéptico que nos recuerda muchísimo a mi querido David Hume, no solo nos habla del exceso de narración que comentamos arriba, sino de prácticamente, todos los errores lógicos y no lógicos que cometemos constantemente, de los que ha hablado la tradición filosófica occidental: explicaciones «a toro pasado» que dan como totalmente deterministas hechos absolutamente impredecibles, errores de inducción, malos usos de informaciones incompletas, importancia excesiva de lo anecdótico y lo sensacional… Taleb se centra, sobre todo, en lo mal que comprendemos los fenómenos altamente improbables que suceden por doquier y lo ilustra con una infinidad de divertidos ejemplos sacados, en muchas ocasiones, de su experiencia como analista financiero. El Cisne Negro es un magnífico libro que podría considerarse como la Biblia del escepticismo de comienzos del XXI. Es, como lo fue la filosofía de Hume en su momento, una cura de humildad para tantos opinadores sabelotodo que tienen explicaciones certeras para todo cuanto sucede. Una invitación a atreverse a decir mucho más «no lo sé».

El genio maligno

Publicado: 14 octubre 2011 en Filosofía general
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Yo era un mal estudiante. Las distintas asignaturas no me decían nada. La fascinación que ahora siento al ver la elegancia de una ecuación o la indescrifable complejidad de la maquinaria celular no se daba en mí en absoluto. Perseguir chicas o emborracharme me parecían actividades mucho más interesantes que sentarme a leer (y aún hoy en día, casi siempre, me lo siguen pareciendo). Afortunadamente, la historia de mi vida dio un giro cuando conocí la filosofía. De repente me pareció que, por fin, alguien se había parado a pensar sobre las cosas realmente importantes. No hacer logaritmos ni descifrar el latín, sino preguntarse por si la vida tiene sentido o no, o si hay un Dios allí arriba. La asignatura de historia de filosofía del antiguo COU me supo a poco y me marché a la facultad en busca de respuestas.

Respuestas, eso era lo importante. Quería aprender a vivir, quería tomarme mi vida en serio, y para ello necesitaba saber muchas cosas, tener muchas respuestas. Ingenuo de mí, pensaba que habría algún filósofo que habría encontrado alguna, creía que alguien habría dado en el blanco y me regalaría, tras una tarde de placentera lectura, el auténtico sentido de la vida. Pronto quedé decepcionado. Ni la más brillante inteligencia de la humanidad había conseguido aproximarse, ni un millón de años luz, a alguna conclusión ante tan peliagudas cuestiones. Había muchas más preguntas que respuestas y, encima, los filósofos presumían de ser mejores en crear problemas que en solucionarnos. ¡Estaba estudiando el arte de crear preguntas sin solución por excelencia!

Esto me hizo preguntarme, y me lo sigue haciendo, qué sentido tiene tan extraña labor. Cada sistema filosófico, cada gran corriente o escuela que estudio constituye una nueva derrota, una nueva decepción de la razón humana. Pero lo curioso es ver como el hombre, cual Sísifo furioso, continúa obstinado sin rendirse, generando, a cada generación, una nueva hornada de esperanzas truncadas. Entonces me pregunto (usando mi habilidad de filósofo), en días oscuros como hoy, qué sentido tiene que yo me dedique a esto. Si genios sin igual como Aristóteles o Newton no consiguieron solucionar, a fin de cuentas, nada, ¿qué diablos voy a hacer yo? Y cuando veo los miles de artículos y libros que se publican a diario me pregunto qué sentido tiene que yo haga lo mismo, añadiendo unas páginas más de fracaso a este universal holocausto que es la cultura occidental.

Descartes se equivocaba. Nunca pudo superar su hipótesis del genio maligno. Si hay un Dios está claro que nos ha condenado, ha huido llevándose con él todos los secretos. La caja de Pandora no guardaba nada ni nadie comió jamás una fruta del árbol del conocimiento. Nunca obtendremos ninguna respuesta. ¿De qué vale esta búsqueda perpetua?

Perdonadme, hoy es un día oscuro.

Todos los años, un grupo de profesores del instituto donde trabajo escriben un libro sobre diversas temáticas. El año pasado se hizo sobre etnografía manchega. Yo, al que nunca le ha interesado el folclore popular (menos si es manchego. Ya se sabe que nadie es profeta en su tierra), no sabía de qué escribir, pero, rindiendo honor a una picaresca también muy manchega,  se me ocurrió una treta: usando como pretexto alguna superstición popular, hablaría de algo que sí me interesa, a saber, las falsas creencias. Así, hice una pequeña investigación sobre el mal de ojo, una superstición muy arraigada por aquí, como pretexto para reflexionar acerca del origen de la superstición en general y de su supervivencia a lo largo de los siglos.

Y aquí os dejo lo que me atrevería a decir que es lo mejor que jamás nadie ha escrito sobre la superstición. Son treinta páginas, pero tal es su calidad y la sapiencia que se desprende de entre sus páginas, que no os arrepentiréis de su lectura 😉

El Logos de la Superstición en pdf.

En su Blog Una nueva conciencia y, a raíz de un post publicado por José Luis Ferreira, Carlos realiza un feroz ataque al naturalismo, al positivismo y al racionalismo. Si bien yo sólo me sumo de modo militante a la primera de estas tres corrientes (algo a la tercera y nada a la segunda), entiendo que se me englobe dentro de estas tendencias. Aquí va mi respuesta.

Abro un manual de fisiología vegetal y me encuentro con una bella ilustración de, por ejemplo, una clásica célula vegetal. Veo como cada una de sus pequeñas partes esta cuidadosamente catalogada (con nombres muy feos eso sí), como se han establecido funciones (sabemos para qué vale cada cosita), redes de relaciones entre cada uno de los distintos orgánulos, complejas interacciones físicas, térmicas, químicas… Cuando veo la célula vegetal, me imagino los arduos años de trabajo de laboratorio, me imagino al curioso naturalista mirando por su microscopio (aparato que requirió siglos de trabajo para su refinamiento actual y que, leches, ¡funciona dogmáticamente!). Años, becas de investigación, horas y horas de trabajo muchas veces mal remunerado… Esa es la gran empresa del conocimiento humano. Cuando ojeo las páginas de ese manual, la fuerza que me guía es la curiosidad  de comprender mejor el mundo (la cual creo que también guió al fisiólogo gracias al cual puedo entender la célula) y la fascinación ante ver lo maravillosa que es realmente la naturaleza. A cada página que paso voy encontrando algunas respuestas, entiendo por qué la pared celular está hecha de celulosa o para qué valen las vacuolas, pero inmediatamente surgen otras mil preguntas: ¿cómo almacenan las sales las vacuolas? ¿cómo atraviesan los nutrientes la pared celular? Para algunas vuelven a darse respuestas, pero para muchas otras no. Y lo bonito, a la vez que trágico, es que no se pueden dar rápidamente. He de esperar a otros años de cuidadosa y precisa investigación, a muchas hipótesis atrevidas pero refutadas, o a que quizá no se sepa nunca. Sin embargo, al mirar la imagen de la célula me cuesta pensar que exista algo de mentira aquí, algo de conocimiento relativo o de escepticismo… ¿Es que acaso la célula vegetal no tiene las partes que aquí se mencionan? ¿Es que los procesos químicos de los que aquí se hablan no ocurren realmente? Podría darse que algunas cosas estuvieran equivocadas pero no la mayoría: las proteínas se sintetizan en los ribosomas, esto es algo extremadamente difícil de negar.

¿Hay algo de dogmatismo, de fortín de seguridad psicológica, de nueva ideología de moda, de servilismo estatal, de perezosa comodidad intelectual que ingenua no duda de sus fundamentos, en mi paseo por el manual de fisiología vegetal? No, aunque puede derivar en ello. Si afirmo que eso es lo único que puede decirse sin más sí, si niego toda posibilidad de otro discurso por principio sí, si tacho a priori de estupidez todo lo demás sí. Pero no es el caso, porque lo que se hace es tachar algunas cosas sólo a posteriori.

Después de comprobar los terribles esfuerzos de miles de biólogos durante siglos por conseguir hablar dos líneas de un minúsculo orgánulo, me encuentro con el filósofo posmoderno de turno (a lo Lyotard por ejemplo), el cual tira por la borda todo a partir de tres libros que ha leído y de dos tardes de pensar frente a la estufa. El conocimiento es relativo, una invención, una fabulación del hombre atormentado que no sabe  vivir en la incertidumbre… No hay hechos, sólo interpretaciones decía Nietzsche.¡Gödel lo ha demostrado desde las matemáticas, Feyerabend desde la historia de la ciencia! La ciencia es una ideología burguesa, cuya única justificación  es servir a la clase dominante… ¡Heisenberg ha destruido todos estos dogmas desde la física cuántica! Entonces vuelvo a mirar mi manual de fisiología y pienso: será verdad entonces y es que los ribosomas no sintetizarán proteínas. Será verdad, así que voy a negar todo esto no sea que me llamen dogmático o positivista que, en un alarde de ingenuidad, no se ha dado cuenta de que es un burócrata al servicio de un opresivo statu quo. Y es que, habitualmente, la mayoría de esta peña no se ha asomado ni por un segundo a mi querido manual.

A partir de este conocimiento tan dogmático e ingenuo, que se caracteriza (entre otras carencias) por su precisión, por haber sido elaborado con sumo cuidado en un trabajo comunitaro de muchísimas personas, y porque su modus operandi reside precisamente en no creerse nada hasta tenerlo muy pero que muy comprobado, podemos permitirnos el lujo (sin ser tachados de fanáticos o tiranos espero) de tachar a posteriori aquellas cosas que están hechas con menos precisión, esfuerzo o cuidado. Y eso es lo que se hace. Planteamientos como las filosofías de Aristóteles, Hegel o Leibniz (por las que tengo un sumo respeto) pierden la partida contra las teorías científicas porque adolecen de ciertas carencias. Aristóteles fue un gran observador pero lo faltó la experimentación, y Hegel o Leibniz se alejan tanto de la observación y del sentido común que acaban por plantear posturas excéntricas o descabelladas. Lo que criticamos (o yo critico) son las posturas alejadas de la naturaleza, que no tienen cuidado en comprobar de algún modo sus tesis (la teología cristiana es un claro ejemplo), que caen en las trampas del lenguaje (es la gran aportación de la filosofía analítica), que se pierden en infructuosas especulaciones (el pensamiento trinitario por ejemplo) o que, a fin de cuentas, no solucionan ningún problema (¿Me puede alguien decir qué problema teórico o práctico solucionó Heidegger?). Criticamos a aquel que se lanza a hablar páginas y páginas de la vida sin haber tocado mi manual de fisiología (estará faltando al respeto a todos los que lo hicieron posible).

Pero estoy abierto a que me ofrezcan otras cosas. Si alguien tiene algo mejor a la lógica matemática (la razón) y a la verificación experimental (la observación) que, por favor, me lo presente.

Estatua de Hume en EdimburgoSiempre me ha resultado curioso como los planteamientos filosóficos que pretendieron ser más estrictamente realistas, en el sentido de partir exclusivamente de la experiencia, sin inventarse nada, como los de Ockham o Hume, acaban en cierto escepticismo.  Por el bando contrario, otras menos cuidadosas, acaban en posturas más dogmáticas como las de Descartes o Leibniz, por seguir en la misma época.

Desde que me lo explicaron por primera vez en el instituto, he tenido una cierta debilidad por David Hume. Su famosa crítica al principio de causalidad me parece una idea tan fantástica como simple… ¿cómo todo el mundo había sido tan sumamente dogmático de no darse cuenta de algo tan evidente? ¿Cómo era posible que Santo Tomás no se diera cuenta de que es imposible deducir desde los efectos alguna característica de la causa? Para los profanos en el tema o para los que quieran repensar esto, voy a explicarlo tal y como lo hago en clase.

Cuando observamos un fenómeno causal, del tipo que digamos  «El fenónomeno A es causa de B», lo único que realmente percibimos es:

a) Una contigüidad entre el fenómeno causa y el efecto: A y B siempre se dan juntos en el tiempo, no separados por una distancia temporal considerable. Ej.: nada más encender el fuego sale humo.

b) Una prioridad de la causa sobre el efecto: percibimos que A siempre va antes que B. Ej.: el fuego va antes que el humo.

c) Una unión constante entre la causa y el efecto: siempre que percibo A percibo B. Ej.: siempre que percibo fuego hay humo.

La clave está en lo siguiente: unión constante no quiere decir conexión necesaria. Nuestro entendimiento tiende a crear expectativas de futuro cuando ve dos fenómenos que se dan parejos en el tiempo. Si cada vez que he visto fuego he visto salir humo, tiendo a pensar que, en un futuro, cada vez que vea fuego, veré humo. Sí, pero el único fundamento de tal expectativa sólo reside en la costumbre: como hasta ahora ha pasado esto, pienso que en un futuro pasará lo mismo… ¡pero ese es mi único fundamento! La costumbre nunca puede expresar necesidad lógica: que algo haya pasado así hasta ahora, no quiere decir que vaya a pasar así siempre.

Bertrand Russell expresaba muy bien esta crítica en su cuento del pavo inductivo: supongamos que tenemos un pavo muy inteligente que vive en una granja. Es muy curioso y quiere entender cómo funciona su mundo. Apunta cuidadosamente las cosas que le suceden todos los días e infiere leyes por inducción. Así, comprueba que todos los días el granjero le echa comida a las 9, de lo que infiere inductivamente que «Todos los días como a las 9″. El pavo cree en sus leyes y las eleva al rango de ciencia. Así vive tranquilo en su ordenado y estable mundo. Sin embargo, la víspera de Navidad, el granjero no vino ni con la comida ni con el agua, sino con un hacha. Las leyes inductivas de nuestro desdichado pavo jamás hubieran podido  predecir algo así.

Conclusión: nuestras leyes científicas están basadas en el principio de causalidad por lo que, como hemos visto, no podemos decir que se cumpliran de modo necesario en el futuro. Pudiera ser que mañana cambiara el orden del Cosmos y las cosas cambiaran radicalmente. ¿Y si mañana dejara de funcionar la ley de la gravedad? Sería un serio problema, pero no podemos decir con necesidad lógica que no pudiera ocurrir.