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Dos historias:

Corre el año 1602 cuando Kepler por fin tiene acceso a los datos de las observaciones del genial Tycho Brahe. Kepler, como excelente matemático y amante de la geometría no puede comprender lo que sucede. Las formas geométricas simples, las que cualquier Dios racional hubiera utilizado para diseñar el Universo, no encajan con la observación. Los planetas no siguen órbitas circulares, sino elípticas. Dios hace cosas extrañas.

Cuando en 1937 se descubrió el muón, el físico Isidor Rabi quedó perplejo: ¿Qué sentido tiene que exista esa partícula? El muón es exactamente igual que el electrón sólo que es 206,8 mayor y extremadamente inestable: su vida rara vez llega a los dos microsegundos. ¿Para qué vale que exista algo así? ¿Cambiaría algo el mundo si no existieran muones? No podía ser, Dios hace cosas extrañas.

La elegancia es un valor muy apreciado por los matemáticos. Se pretenden demostraciones que utilicen el menor número de elementos relacionados de la forma más sencilla posible. Es común que el profesor de matemáticas diga: «la solución está bien pero es poco elegante» invitando a que su alumno a que vuelva a hacerlo todo de nuevo. Por eso cuando Kepler o Rabi se encontraron con una realidad que no respondía a dicha elegancia no cabía en sus mentes que eso pudiera ser así. Es más, su conducta no fue confiar en su descubrimiento confirmado empíricamente sino sospechar de que algo estaba mal, dudando de sus cálculos y procedimientos.

Veamos otra historia más actual. En el 2006 la NASA lanzó en órbita geoestacionaria tres microsatélites en la misión ST5. Dichos satélitas estaban equipados con múltiples antenas que les permitían comunicarse con la tierra y entre sí constantemente. Dada la naturaleza de los campos electromagnéticos implicados en las comunicaciones, era muy difícil dar con el diseño idóneo para las antenas, pero los ingenieros tuvieron una idea genial: en vez de partir del enfoque clásico (diseños en forma de «paellera», helicoidales, etc.) dejaron el asunto en manos de un algoritmo evolutivo que funcionaría siguiendo las reglas de la selección natural. Se fueron probando en simulaciones por ordenador infinidad de diseños aleatorios, eliminando los que no funcionaban y conservando los más eficientes. A su vez, a los más eficientes se les introducían pequeñas variaciones y, de nuevo, solo se conservaban los mejores. Lo curioso fue el resultado que tenemos en la imagen.

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Esta antena era la más eficiente y es la que actualmente vuela en los satélites. Sin embargo, el diseño es realmente feo, no es nada elegante. Nadie compraría un televisor que portara semejante espantajo por mucho que el vendedor nos quisiera persuadir de sus virtudes. De nuevo, Dios hace cosas extrañas (o en este caso su sustituto como ingeniero: la selección natural).

Resulta turbador que las soluciones aportadas por algoritmos evolutivos pueden resultar, no solo mejores que las dadas por un ingeniero humano, sino incluso difíciles de comprender para él. Y es que la elegancia es tan solo un prejuicio, una valoración subjetiva propia de nuestra especie. ¿Y si para una inteligencia extraterrestre este estrambótico diseño aparentemente irregular fuera el súmmum de la elegancia? ¿Y si las leyes que gobiernan nuestro universo estuvieran lejos de la elegancia que los físicos atribuyen a la actual teoría de cuerdas? ¿No sería entonces la elegancia un prejuicio que obstaculizaría encontrar la auténtica teoría final? ¿No es un sesgo cognitivo, no es algo que nosotros «ponemos» en la realidad para que ésta se adecue a nuestros deseos? Y es que, ¿por qué la realidad está obligada a ser elegante?

¿Nueva racionalidad o tomadura de pelo?

¿Es posible otra lógica diferente a la lógica matemática? ¿Es posible un discurso teórico válido como conocimiento y que no respete el principio de no contradicción? ¿Existen racionalidades diferentes a la racionalidad científica? Cuando criticamos la religión o determinados tipos de metafísica, las respuestas suelen ir en tres direcciones:

1. Atacar la racionalidad científica. Siempre se apela a Kuhn, Feyerabend, Lakatos, el Strong Program y demás escuelas de relativismo epistemológico. Lo que se dice es: «Sí, nuestro discurso es una castaña, pero es que el vuestro también». Así, al final, siendo todo una castaña, llegamos al feyerabendiano «Todo vale» y la religión sale dañada pero viva (realmente no le pasa nada. Si su ya de por sí escasa carga racional sale dañada no le importa tener alguna menos y algo más de fe).

2. Ampliar la racionalidad científica. Se dice que la ciencia está genial pero se la acusa de reduccionismo, de situarse como testaferro único de la verdad excluyendo todo lo demás. Se afirma que existen más tipos de racionalidad (razón poética, valorativa, intuitiva, sintiente, dialéctica, dialógica…) e incluso se afirman otros tipos de contrastación empírica (experiencia religiosa, verificar a Dios en la vida cotidiana…). Lo gracioso de hacer esto es que se agranda tanto la racionalidad, «se abre tanto la caja de Pandora» para que los absurdos de la religión entren dentro de ella, que nos quedamos sin criterios para determinar si la afirmación «He visto un burro volando» debería considerarse como un enunciado aceptable racionalmente.

3. Separar los ámbitos de la racionalidad. Ciencia y religión son dos cosas diferentes y como tales no pueden medirse ni compararse. Suele apelarse una determinada interpretación del segundo Wittgenstein, afirmando que cada discurso cobra su sentido sólo en su contexto. Un científico no tiene nada que decir en una Iglesia y un sacerdote no pinta mucho en un laboratorio. La ciencia nos dice qué es el cielo y la religión como se va al cielo. Postura protestante, fideísta por antonomasia. La religión queda blindada ante cualquier crítica racional ya que no forma parte de su ámbito.

¿Qué camino escoger de los tres? NINGUNO. Refutemos las tres opciones:

1. La crítica a la racionalidad científica es exagerada y equívoca. Que el método científico no sea tan estricto como los miembros del Círculo de Viena quisieran pensar o que el contexto de justificación y el de descubrimiento sean, en ocasiones contadas, difíciles de diferenciar, no nos lleva al anarquismo epistemológico de Feyerabend. A todos los relativistas y escépticos radicales les invitamos gentilmente a que vayan a un chamán en vez de a un médico ante un ataque de apendicitis.

2. Los nuevos ámbitos de la racionalidad son tremendamente «cutres». La dialéctica hegeliana, como ejemplo de lógica alternativa a la matemática, es, en palabras de Marvin Harris, «un montón de ruinas sin valor». Aquí queda muy bien el dicho «Por sus obras lo conoceréis». Metodologías alternativas al rigorismo formal y a la contrastación empírica como, por ejemplo, la fenomenología o la hermeneútica no han conseguido grandes logros… ¡No han conseguido ni siquiera una teoría más o menos sólida a lo largo del Siglo XX!

3. Si tienes contenido teórico, estás sujeto a la verificación. Las religiones o las teorías metafísicas, en cuanto a que tienen un corpus doctrinal o teórico, sus proposiciones están sujetas a ser mostradas como falsas. Por lo tanto, nada está blindado al análisis racional. Todo, en palabras kantianas, puede pasar por el gran tribunal de la razón. Los cristianos dicen que «Cristo resucitó», enunciado declarativo y, por lo tanto, verificable.

¿Con esto eliminamos toda filosofía? No, pero la lógica matemática y la contrastación empírica nos deben llevar siempre de la mano. No está mal especular, pero una especulación alejada completamente de cualquier tipo de contacto con la experiencia acabará por ser ridícula (como el Universo geométrico del joven Kepler) mientras que un conjunto de datos empíricos sin interpretación será algo tosco y pobre.

Zeus era un mujeriego y, en perfecta simetría cósmica, Hera era muy celosa. El rey del Olimpo bajaba constantemente a la Tierra en busca de carne de doncella. En una de sus correrías sedujo a Alcmena mientras su marido estaba ausente, haciéndose pasar precisamente por él (Era astuto este Zeus, Dios mucho más humano que otros por cierto, con mucha menos mala leche que aquel del Antiguo Testamento). De allí nació Heracles (más conocido por su nombre romano Hércules), héroe trabajador donde los hubiere. Pues bien, Hera no quería amamantar a un niño que no era hijo suyo (al que llamaron concretamente Heracles para ver si la descabreaban) pero un día, Zeus se lo puso en el regazo para que mamara mientras ella dormía. Al despertarse, lo quitó furiosa de su pecho  y, al hacerlo, un poco de leche cayó y se esparció por el Universo. Será la Vía Láctea.

Tintoretto pinta El origen de la Vía Lactea

Nosotros, la Tierra, nos encontramos en un lugar periférico de esta galaxia, en el llamado brazo de Orión. Si el centro del Universo fuera el centro de la Vía Láctea, aún así estaríamos a unos 30.000 años luz de él (Perdóneme mi querido Aristóteles, pero no somos el centro de nada, sólo un diminuto planeta perdido en un lugar remoto). Nuestro sistema solar, viajando a unos 270 Km/s tarda unos 225 millones de años en dar una vuelta completa a su luminoso centro.  Y la Vía Láctea sólo es una galaxia más. Junto con Andrómeda, las Nubes de Magallanes y otras, forman lo que se denomina el Grupo Local que, a su vez, orbitan alrededor del gran cúmulo de galaxias de Virgo.

Es curioso pensar en todo lo que nos movemos estando aparentemente quietos. Ahora mismo, sentado en el sofá de mi casa, me muevo a algo menos de 1650 km/h (serían exactamente esos si estuviera en el ecuador) con respecto al eje terrestre (el movimiento de rotación de la tierra), a 29,5 Km/s respecto al sol (movimiento de traslación), a 270 Km/s respecto al centro de la Vía Láctea, y vete tú a saber a cuánto con respecto al centro del gran cúmulo de Virgo y, vete a saber aún más, con respecto de Virgo con otros sistemas… A esas velocidades tan increíbles… ¡Y yo me creo que estoy quieto! ¿Tenemos un sistema perceptivo mal dotado para las velocidades? O, siendo coherentes con la selección natural, ¿no captamos nada de esas velocidades porque son evolutivamente irrelevantes? Me inclino a pensar que así es. Las únicas velocidades que nos interesa captar son las propias que ocurrirán en nuestra vida: unos pocos kilómetros por hora.

Otra cosa que llama la atención es la forma de la Vía Láctea, esa preciosa espiral barrada. ¿Por qué esta geometría? Gravedad, amigos. Las galaxias no giran como discos compactos, sino que las partes que están en el centro (más pesado) giran con más velocidad que las que están en la periferia (más ligera). Es la segunda ley de Kepler: el radio que une el centro del sistema solar con cualquiera de sus planetas (aplicable a cualquier objeto y al centro sobre el que orbita) barre áreas iguales en tiempos iguales. Cuanto más te acercas al centro, menos área que barrer y, por lo tanto, más velocidad.

La Vía Lactea

Universo aristotélico

Cabe Recordar que el año 2009 es el año internacional de la astronomía. Así que aprovechemos esta oportunidad para repensar nuestra imágen del universo. Aquí tenemos el viejo cosmos geocéntrico aristotélico. Estaba dividido en dos regiones (sublunar y supralunar) en la que regían leyes bien diferentes (una zona imperfecta, corrupta, material, «humana»; y otra celestial, etérea, perfecta). Los planetas estaban engarzados en esferas de un material trasparente denominado éter. La última esfera, era opaca y en ella estaban las estrellas que no eran más que puntos luminosos en la negrura del límite del universo. Más allá, el motor inmóvil, acto puro que mueve todo el universo sin moverse a sí mismo, causa incausada, principio y fundamento de todo.

Esta explicación dominó gran parte de la historia pues, aunque las predicciones que de aquí pudieron sacarse eran lógicamente erróneas, era una gran teoría que explicaba casi todo de una forma bastante razonable (aunque ahora nos pueda parece absurdo). Ptolomeo se las tuvo que ver negras para hacer encajar un cosmos así con las observaciones astronómicas que cada vez iban siendo más precisas.

El universo según el joven Kepler

En la imagen vemos la concepción del universo del joven Johannes Kepler. Consiste en ir introduciendo los sólidos platónicos unos dentro de otros como si de muñecas rusas se tratasen. Este imaginativo cosmos está aún más lejos de la experiencia que el aristotélico y, simplemente, obedece a exagerar el neoplatonismo matematizante propio de la Revolución Científica. Tycho Brahe, un genio de la observación, vio que la obra de Kepler no tenía ni píes ni cabeza, pero tomó debida cuenta de que Kepler era un gran matemático y lo hizo su discípulo. Con las precisas observaciones de Brahe, Kepler formuló sus famosas tres leyes que, a la postre, servirían para que Newton formulase su ley de gravitación universal.

El cosmos copernicano

Será Nicolás Copérnico el primer astrónomo moderno que defenderá el heliocentrismo. Sí amigos, si ponemos el sol en el centro, ya no hacen falta tantos epiciclos y deferentes para que las predicciones cuadren. Pero… ¿la tierra se mueve? Eso parece ¿Cómo es posible que así sea y no nos percatemos de ello? Galileo Galilei sacará a la luz su principio de relatividad: si viajas en un tren no hay forma de saber si tú eres el que te mueves o tú estas quieto y es el universo el que así lo hace. La inquisición, lógicamente, le obligará a retractarse.

La Pequena Nube de Magallanes

Desde la época de estos primeros pioneros del universo ha llovido mucho. Ahora tenemos radiotelescopios que alcanzan a ver más allá de lo que jamás hubiera soñado Newton. Sabemos que el Universo observable tiene una longitud de unos 46.500 millones de años luz desde la tierra y una antigüedad de unos 13.500 millones de años (algo más que lo que los defensores de la Bilbia afirmaban). Sobre su origen, forma y destino todavía no tenemos demasiada seguridad y hay teorías para todos los gustos: Big Bang, Big Cruch, expansión permanente, universo cíclico, universo infinito, universos múltiples… Estudiar el cosmos ha sido desde siempre uno de los campos favoritos del ser humano. Así que, esperemos a una noche clara, cojamos nuestro telescopio y nuestro termo de café y salgamos al campo a contemplar el cielo como ya casi nunca hacemos: ver el cielo límpio de la contaminación lumínica de las ciudades. Es uno de los espectáculos más maravillosos que pueden contemplarse y, además, es gratuito, como todo lo que merece la pena.