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Un pequeño relato de ciencia-ficción para disparar las neuronas:

El famoso antropólogo británico Bronislaw Brown descubrió una tribu que jamás había tenido contacto con el hombre blanco: los inké. No eran más de cien individuos que vivían como cazadores-recolectores en lo más profundo de la región del Mato Grosso, en algún lugar entre la frontera de Bolivia y Brasil. A Brown le costó muchísimo establecer contacto. Si los inké habían sobrevivido hasta ahora era, precisamente, porque habían evitado el contacto con el hombre blanco, y sobre todo, con sus microorganismos. Una gripe o un simple resfriado común podrían acabar con toda la tribu en unos días. Sin embargo, Brown era obstinado y, después de casi cinco años merodeando sus territorios e intentando comunicarse con ellos de las más diversas formas, lo consiguió. Y como a todo buen antropólogo no le bastó con observarlos desde fuera, sino que tenía que hacerlo desde dentro, es decir, debía practicar lo que los etnógrafos llaman observación participante: había que convertirse en un inké más.  Y también lo consiguió: Bronislaw Brown estuvo veinticinco años conviviendo con ellos. Después presentó sus descubrimientos ante la Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland. Incluimos aquí algunos fragmentos de su discurso del 23 de mayo de 2021:

El aspecto de la aldea inké era completamente diferente a todo lo que yo haya visto jamás en mi dilatada carrera como antropólogo. Las típicas chozas de paja y adobe estaban todas repletas de pintadas de símbolos y grafías de la más diversa índole. Entre ellas reconocí muchas letras latinas propias del guaraní, pero eran pocas en comparación con la gran variedad de símbolos totalmente desconocidos. El suelo estaba lleno, por doquier, de las más diversas configuraciones de piedras, igualmente pintadas de distintos colores y símbolos idénticamente ininteligibles para mí. En un claro en el centro de la aldea había dispuestos más de diez columnas hechas de palos de junco, que, luego descubrí, representaban algunas de las más de cuarenta deidades que tenía el panteón inké.

La vida inké era extraña pero, aparentemente, sencilla. Se pasaban gran parte del tiempo rezando, meditando y hablando sentados en corros. También se pasaban largos ratos escribiendo en cualquier lugar mediante una tinta negra que obtenían del fruto del wituk. A diferencia de todo cuánto yo había estudiado en otras culturas, los inké trataban por igual a mujeres y hombres. Ambos sexos participaban por igual en todos los debates y rituales religiosos. También es llamativa la escasez de relaciones sexuales que mantenían. Mientras que en los pueblos colindantes la sexualidad se llevaba con mucha naturalidad, no existiendo, prácticamente, más tabús que el incesto y el adulterio, los inké sólo mantenían relaciones en fechas muy concretas de su calendario y siempre rodeaban el acto de una gran parafernalia ritual.  Y es que, en general, ni el sexo ni el disfrute de los placeres de la vida eran motivaciones para ellos.

[…] de entre todas estas perplejidades, la que me pareció más notoria y, en un primer momento, incomprensible, era el número de ataques epilépticos que sufrían los inké. En los individuos jóvenes lo habitual era tener dos o tres ataques diarios, mientras que el número subía con la vejez. Como todo, estos ataques se interpretaban de forma religiosa, pensándose que eran formas mediante las que los dioses se comunican con los mortales. Consecuentemente, los individuos que no sufrían ataques eran minusvalorados y considerados inkés de segunda.  Consultando a colegas psiquiatras y neurólogos del King’s College de Londres, me indicaron que, aunque jamás se había observado en un conjunto tan grande de individuos, los inké podrían sufrir un raro tipo de epilepsia del lóbulo temporal denominado síndrome de Gastaut-Geschwind, cuyos síntomas en la conducta coincidían con mucha exactitud con las costumbres inké. En breve lo explicaremos mejor.

[…] El idioma inké derivaba de una antigua versión del tupi, del Ñe’engatú, e incorporaba formas clásicas del guaraní. Sin embargo, tenía una cantidad tal de vocabulario, excepciones, nuevas estructuras y formas gramaticales, que bien podría decirse que estamos ante un idioma nuevo, y diferenciado del resto, de pleno derecho. Es muy reseñable el gran número de palabras abstractas que hacían referencia a aspectos religiosos y espirituales, muchísimas más que cualquier otra lengua de pueblos vecinos.

Su sistema de numeración era mucho más amplio que el típico guaraní, que no suele tener más que palabras para contar hasta cuatro, a partir del cual se utiliza la expresión «heta» para referirse toscamente a «muchos». El inké disponía de un sistema decimal completo que, sorprendentemente, incluía el cero y, ya contra todo pronóstico posible, incluía seis expresiones diferentes para hablar del infinito. En mis estudios solo llegué a comprender con precisión el significado de tres de ellas: «borai» significa infinito potencial, «borume» hace referencia a la inmensidad del universo y «acai» a la infinitud de Dios; la expresión «omoti» parece tener alguna relación con la infinitud del tiempo aunque no sabría precisar en qué sentido. Las otras dos expresiones son completamente incomprensibles para mí. En conversaciones con ellos descubrí que conocían la existencia de infinitos más grandes que otros o de infinitos que avanzaban a más velocidad que otros, lo cual, dicho sea de paso, no entendí muy bien.

Los inké poseen ciertas matemáticas, siendo un enigma de dónde las han sacado, ya que los demás pueblos indígenas de la región no poseen nada más que las operaciones aritméticas básicas.  Un inké llamado Embael, me habló de ciertas reglas de transformación de formas espaciales mientras dibujaba en el suelo con un palo distintos cuerpos geométricos. Por lo que pude inferir, no utilizaban las matemáticas para nada práctico, ya que llevando un estilo de vida primitivo en la selva amazónica no hay demasiadas cosas que contar, sino de una forma muy parecida a la de los pitagóricos griegos. El concepto de número no se entendía como una abstracción sino que tenía un significado ontológico, como si de un constituyente de la propia realidad se tratara. Embael se maravillaba ante el hecho de que la realidad pudiese obedecer reglas matemáticas y eso, para él, era una prueba de que la realidad «emanaba del número».

[…] disponían de las cuatro formas tradicionales de pronombres interrogativos pero, y esto es de suma importancia, tenían una quinta: «Mba’rain». No he acertado a entender qué puede significar a pesar de que los inké la utilizan muchísimo, tanto en sus conversaciones habituales, como en sus largas disertaciones y en sus frecuentes rituales. Pero es que tener un nuevo pronombre interrogativo te permite preguntarte, y por lo tanto descubrir, una nueva sección de la realidad. Los inké tenían acceso a una realidad que el resto de lo humanos no tenemos.

[…] parecía paradójico el hecho de que mientras mostraban un desarrollo religioso y filosófico a años luz de los pueblos vecinos, no ocurría lo mismo con su desarrollo tecnológico. Es más, estaban incluso más atrasados. Únicamente utilizaban arcos y flechas para cazar, actividad que realizaban con muchísima menos asiduidad que la mayoría de los otros pueblos . Su pericia en la caza también era inferior. Los inké son malos cazadores. Su alimentación estaba mucho más basada en la recolección, lo que hacía que el hambre fuera algo bastante común entre ellos, no obstante que no parecía importarles demasiado. El ayuno como ritual religioso estaba a la orden del día. Así, la mayoría de los inké estaba flacucho y famélico. Tampoco disponían de muchos útiles de cocina ni de herramientas de ningún tipo. Parecía como si el hecho de dedicar tanto tiempo y esfuerzo al mundo espiritual les hubiera hecho descuidar el mundo práctico. Parecía que vivían más en otro mundo que en éste.

[…] y es que los síntomas del síndrome de Gastaut-Geschwind encajaban perfectamente con todo lo que estamos contando: hiperreligiosidad, hipergrafía, preocupaciones filosóficas excesivas, e hiposexualidad. Lo extraño es que este síndrome es muy raro y nunca se ha documentado un caso en el que muchos individuos lo posean a la vez. La única explicación posible es la genética. Siento no poderles ofrecer datos genéticos en estos momentos porque el análisis del genoma de los inké está todavía realizándose en laboratorios de la Universidad de Reading.

[…] Costó más de cuatro meses trasladar la enorme máquina de tomografía por emisión de positrones a lo más profundo de la selva amazónica. De hecho, esto triplicó el presupuesto que la universidad me concedió para mi investigación, pero creo que mereció la pena, porque, señoras y señores, gracias a la observación del cerebro de los inké, creo estar ante uno de los acontecimientos científicos más importantes en lo que va de siglo: el descubrimiento de una nueva especie dentro del género homo. Los inké tienen un cerebro tan diferente al nuestro que creo que es lícito hablar de una nueva especie. En primer lugar, la corteza ventromedial postorbital es morfológicamente diferente y más grande que la nuestra. Del mismo modo, el área de Brodmann 25 es prácticamente inexistente, lo que quizá podría explicar el hecho de que los inké siempre se encontraran en un estado de ánimo muy sosegado, prácticamente estoico. Y, lo más importante, tienen una estructura completamente nueva: en el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo, pegada a la cisura longitudinal, justo encima de las fibras comisurales del cuerpo calloso, existía una protuberancia de casi dos centímetros de tamaño. Cuando observábamos a los inké mediante la tomografía por emisión de positrones veíamos que esa zona se activaba muchísimo cuando hacían reflexiones metafísicas. Es más, cuanto más incomprensibles eran para mí esas reflexiones, más actividad mostraba esa zona. También se activaba mucho cuando los inké tenían ataques epilépticos, y es que esa zona estaba muy conectada con diversas zonas del lóbulo temporal que eran las que, precisamente, se volvían locas durante los ataques. El mismo cambio genético que había producido el síndrome de Gastaut-Geschwind estaba detrás de la aparición de una nueva región cerebral.

[…] Mi hipótesis, y sé que es muy arriesgada, es que esa nueva zona, a la que he llamado corpus philosophorum, dota a los inké de nuevas habilidades intelectuales. Precisamente, ese quinto pronombre interrogativo «Mba’rain» y toda la teoría que los inké hacían girar en torno a él y que, lógicamente, yo fui incapaz de entender, procede de la activación de ese corpus. El desarrollo de una nueva área cerebral ha permitido a los inké llevar su actividad metafísica a otro nivel diferente al de nuestra especie que, desgraciadamente, estará siempre vetado para nosotros. Por ilustrarlo con un ejemplo: la metafísica de los inké es para nosotros como la resolución de ecuaciones de segundo grado para los chimpancés. Por muchos esfuerzos que hicieras para explicarle a un chimpancé a resolver ecuaciones, jamás lo conseguiría, porque biológicamente no está capacitado para ello.

Los inké habían desarrollado teorías metafísicas y teológicas de la realidad, cuya única explicación es el desarrollo de nuevas áreas cerebrales. Piensen, damas y caballeros, ¿cómo es posible que una minúscula tribu perdida en el Amazonas pueda desarrollar esas teorías en la soledad de la selva, sin influencias culturales del exterior? ¿Cómo es posible que hayan desarrollado ideas que, en Occidente, costaron milenios de progreso cultural? Los inké debatían sobre la posibilidad del libre albedrío en un universo determinista, sobre si era lógicamente posible la omnipotencia divina, o sobre la anterioridad o posterioridad de la causa sobre el efecto. Una noche, un anciano levantó una piedra y nos dijo que la observáramos. Después dijo solemnemente que esa roca era el centro exacto del universo, y nos invitó a que le diéramos todas las razones que se nos ocurrieran en contra de esa idea ¿Cómo es posible si quiera que un indígena amazónico pudiera ubicar la totalidad del universo en un espacio? ¿Cómo es posible que luego pensara en que ese espacio debería tener un centro y se preguntara sobre él? ¿De dónde sacó las herramientas cognitivas para hacerlo?

Y, permítanme unas reflexiones a este respecto porque quizá de tanto tiempo con ellos se me pegó cierta querencia filosófica. Los inké han desarrollado su cerebro y han podido hacerse preguntas que nosotros no podemos imaginar. La cuestión que surge naturalmente después es: ¿Cuántas regiones del cerebro nos quedarían más para comprender la auténtica realidad? ¿Nuestro cerebro está ya cerca de ser lo suficientemente evolucionado para conseguirlo? ¿O estamos tan lejos como podría estar una hormiga de comprender la teoría de supercuerdas? O, ¿sencillamente, la realidad es inagotable y, por mucho que se modificara nuestro cerebro jamás llegaríamos a entenderla? O, y esta es mi reflexión más inquietante: ¿y si tanto las preguntas como las respuestas son solo productos de mi cerebro que, realmente, no tienen ningún sentido? Piensen, por ejemplo, en una cultura completamente opuesta a los inké que, en vez de desarrollar su mente metafísica hubiesen desarrollado su mente práctica pero, a su vez, hubiesen perdido las partes del cerebro propias del pensamiento especulativo. Serían unan cultura de grandísimos ingenieros que habrían construido máquinas de todo tipo, pero serían completamente incapaces de entender la pregunta por el sentido de la existencia. Para ellos no tendría sentido preguntarse por si la vida de cada uno es absurda o no. Pero, profundicemos: ¿Y si tuviesen razón? ¿y si, realmente, es absurdo preguntárselo porque esa pregunta solo viene dada por el capricho evolutivo de un área de nuestro cerebro?

Desgraciadamente, cuatro años después de las conferencias de Brown en Londrés, los inké desaparecieron de una forma, como no podía ser de otra manera, sorprendente. En el verano de 2025 estallaron una serie de guerras tribales en el Mato Grosso. Los inké no tenían demasiados aliados por su habitual conducta solitaria y hostil, además de que su pericia guerrera iba a la par de su escasa habilidad cazadora. Así, sus posibilidades eran a priori pocas, pero es que ni siquiera lo intentaron. Cuando un grupo armado de awás entró en la aldea se produjo la masacre. Los inké ni huyeron ni, prácticamente, ofrecieron resistencia. Se dejaron matar, seguramente, como ofrenda a sus dioses en alguna incomprensible especie de suicidio ritual.

El profesor Brown, ya octogenario, murió siete meses después de la desaparición de los inké. Sin sujetos experimentales, sus valientes hipótesis no pudieron reproducirse, y en unos años, el supuesto descubrimiento de una nueva especie humana quedó olvidado. A día de hoy todo ha quedado como una anécdota, meras fantasías de un excéntrico antropólogo, cuando no mera charlatanería.

Nota: el grupo de Facebook sobre Filosofía de la Inteligencia Artificial tiene casi dos mil miembros, ¡Apúntate!

Ya está disponible en Amazon en formato e-book por el irrisorio precio de tres euritos (La versión en papel está tramitándose y costará cinco euros). En Coordendas he recopilado las mejores entradas de este blog, junto con más artículos publicados en otros lugares de la red, desde el 2012 al 2016.  Lo he dividido en cuatro secciones: una primera trata sobre la revolución darwiniana (ya sabéis que creo que todavía no hemos tocado ni la superficie de lo que significa la evolución biológica y el gigantesco cambio que supone con respecto a la visión de nosotros mismos), una segunda sobre los avances que se están dando en neurociencias, otra tercera sobre cuestiones cruciales de filosofía de la ciencia, y una cuarta dividida en dos: un extenso artículo que aborda el tema del determinismo y la aleatoriedad (lo publiqué en Hypérbole y se tituló: «Jugando con Dios al Craps»), y otro que habla del gran tema de nuestro tiempo: la Inteligencia Artificial (se trata de una pequeña pero fecunda historia de la disciplina).

En fin, animaos y compradlo pues… ¿qué se puede hacer mejor en la playa que leer la Máquina de Von Neumann?

Desde los albores de la lingüística, el modelo que se utilizaba para explicar el significado de las palabras (la semántica), era la teoría referencialista del lenguaje. Básicamente sostenía que las palabras significaban algo en la medida que existía un referente en la realidad. Así, la palabra «manzana» significaba si cuando hablábamos de ella nos estábamos refiriendo a una manzana del mundo real. De aquí, además surge la teoría de la verdad como correspondencia: La frase «la nieve es blanca» es verdadera si y solo si la nieve es blanca (tal y como desarrolló Alfred Tarski en 1933 y 1944). Estábamos ante una nueva reformulación del realismo clásico representando fundamentalmente por Aristóteles: mediante el lenguaje podemos hablar de la realidad y habría tantas formas lingüísticas de hablar de la realidad como categorías tenga la realidad. Así, si tuviésemos una descripción del mundo que asignara cada palabra a su referente, tendríamos una teoría completa y perfecta del mundo…

Pero los problemas comienzan. En primer lugar, cuando hablamos de seres imaginarios como, por ejemplo, unicornios, ¿dónde está la referencia real? No pasa nada. Nuestra imaginación crea nuevos mundos (habitualmente combinando elementos del mundo real: caballo + cuerno = unicornio). Sencillamente, las referencias se encuentran en ese mundo mental (verdaderamente, no era tan sencillo… ¿qué tipo de existencia tienen los objetos imaginarios? ¿Qué es y dónde está ese mundo mental?). Después había palabras sincategoremáticas como por, para, en, y, entonces… que no tienen ningún referente ni real ni imaginario ¿qué significan entonces? No pasa nada. Son solo palabras auxiliares que cobran significado cuando se combinan con otras que sí lo tienen. Por ejemplo, si digo «Tengo un regalo para ti», «regalo» y «ti (tú)» tienen plena referencia y «para» la gana al designar la dirección hacia la que va el regalo (de mí hacia ti).

Vale, pero aquí viene un problema gordo: las palabras no solo refieren a un único referente, sino que pueden cambiarlo en función del contexto. Si yo digo «Fuego», la referencia no tendrá nada que ver si estoy señalando con mi mano un cigarrillo en mi boca,  a si estoy asomándome por la ventana de un edificio en llamas. Esto, que parece trivial, y casi estúpido, representa una ruptura brutal con la teoría referencialista del significado: no existe un lenguaje universal para hablar de toda la realidad, no existe un único modelo lingüístico del mundo, sino que habrá tantos lenguajes como contextos en los que nos encontremos. De hecho, cada comunidad lingüística utilizará unos significados diferentes que no solo se reducirán a nombrar cada objeto con una palabra distinta, sino a diferencias mucho más profundas. Vamos a ver un ejemplo precioso sacado del libro de Jim Jubak La máquina pensante (muy, muy recomendable), en un capítulo que dedica a las ideas del lingüista George Lakoff:

Por ejemplo, el dyirbal, una lengua aborigen de Australia, que Lakoff expone en su libro de 1987 Women, Fire and Dangerous Things, utiliza tan solo cuatro clases para todas las cosas. Cuando un hablante del dyirbal utiliza un nombre, éste debe ir precedido de una de entre las cuatro palabras siguientes: bayi, balan, balam o bala. Robert Dixon, un lingüista antropólogo, registró cuidadosamente los miembros de cada clase del dyirbal. Bayi incluía a hombres, canguros, zarigüeyas, murciélagos, la mayoría de serpientes, la mayoría de peces, algunos pájaros, la mayoría de insectos, la luna, las tormentas, los arco iris, los bumeranes y algunos tipos de lanzas. Balan incluía a las mujeres, las ratas marsupiales, los perros, los ornitorrincos, los equidnas, algunas serpientes, algunos peces, la mayoría de los pájaros, las luciérnagas, los escorpiones, los grillos, el gusano plumado, cualquier cosa relacionada con el agua o el fuego, el sol y las estrellas, los escudos, algunos tipos de lanzas y algunos árboles. Balam incluía todos los frutos comestibles y las plantas que los producen, los tubérculos, los helechos, la miel, los cigarrillos, el vino y los pasteles. Bala incluía partes del cuerpo, la carne, las abejas, el viento, los ñames, algunos tipos de lanzas, la mayoría de los árboles, la hierba, el barro, las piedras, los ruidos y el lenguaje.

Dixon no creía que, simplemente, las clases se agruparan aleatoriamente y que, para aprender a usarlas, había que aprenderse de memoria cada uno de sus miembros. Estudiándolas más profundamente llegó a ciertas directrices de categorización: Bayi estaba compuesto por hombres y animales (lo masculino); balan por mujeres, agua, fuego y lucha; balam  tiene evidente relación con la comida; y bala parecía contener todo lo demás. Pero lo importante es que existían criterios experienciales para categorizar: por ejemplo, los peces eran bayi, por lo que todo lo relacionado con la pesca (lanzas, redes o cualquier aparejo de pesca) era también bayi. De la misma forma, los mitos y las leyendas  también influían en las clasificaciones. Los pájaros, siendo animales, deberían ser bayi, pero eran balan ¿Por qué? Porque según la mitología de los aborígenes australianos del noreste de Queensland, los pájaros son los espíritus de las mujeres muertas. Por el contrario, tres especies de pájaros cantores son hombres míticos, por lo que pasan a la categoría de bayi.

El contexto, las prácticas, costumbres, creencias, etc. de una determinada comunidad lingüística, fijarán (y no para siempre) los significados de un lenguaje. Wittgenstein sostenía que los lenguajes están irreversiblemente ligados a formas de vida.  A mí me gusta decir que tienen historia: cada acontecimiento histórico (no en el sentido político, sino en tanto en que influye significativamente en la vida de los hablantes) creará nuevas narraciones que podrán modificar los significados.

Pero, es más, el lenguaje puede llegar modificar nuestras capacidades cognitivas. En 2006, Diana Deutsch y sus colaboradores realizaron experimentos con hablantes de chino mandarín. El chino mandarín es una lengua tonal, es decir, una lengua en el que las variaciones del tono en que se pronuncian las expresiones cambian mucho su significado. Por ejemplo, la palabra «ma» puede significar palabras tan dispares como «caballo», «madre», «cáñamo» o «regañar» solo cambiando la duración o intensidad del tono. Deustch hizo un estudio comparativo entre estudiantes de conservatorio chinos (que hablaban mandarín) y norteamericanos (tondos angloparlantes de nacimiento) para comprobar cuándo conseguían desarrollar lo que se conoce como oído absoluto: capacidad de identificar notas aisladas (capacidad muy compleja incluso para los músicos profesionales. Todos podemos identificar notas en el contexto de una canción, al compararlas con otras, pero, por ejemplo, escuchar un fa aislado y reconocerlo como tal es muy difícil). Los datos fueron muy concluyentes: por ejemplo, de entre los estudiantes que habían empezado el conservatorio entre los 4 a 5 años de edad, tenían oído absoluto el 60% de los chinos, frente a solo un 14% de los estadounidenses. Hablar una lengua tonal favorece el desarrollo de oído absoluto, o dicho de un modo más general, según el lenguaje que hables desarrollaras más o menos ciertas habilidades cognitivas.

Sin embargo, esto no tiene que llevarnos a lo que, lamentablemente, la postmodernidad hace continuamente: dirigirnos a un relativismo radical (basándose en la hipótesis de Sapir y Whorf), afirmando que la realidad es una construcción lingüística, y como hay muchos lenguajes diferentes, habrá tantas realidades como lenguajes… ¡ufffff! Y es que prescindir de la realidad siempre es harto peligroso (es lo que tanto les gusta hacer a nuestros ilustres políticos). Vamos a ver unos ejemplos, de lo que se han llamado tipos naturales, es decir, de formas de significar que no obedecen a ningún tipo de construcción lingüística.

En sus experimentos [los de Brent Berlin y Paul Kay] mostraban 144 trozos de material pintado a hablantes de lenguas diferentes. Cuando les pedían a los sujetos que señalaran las partes del espectro que nombraba su lengua, las respuestas parecían arbitrarias. Pero cuando se les pedía que señalarán el mejor ejemplo de, pongamos «grue» [green + blue] (el nombre de una combinación de azul y verde), todos identificaban el mismo azul central y no el turquesa. Independientemente de los términos que utilizara una lengua para los colores, todos los seres humanos parecían estar de acuerdo en qué colores eran más azules, más verdes o más rojos.

Eleanor Rosch conoció los resultados de Berlin y Kay cuando estaba en pleno apogeo de su propio estudio sobre el dani, una lengua de Nueva Guinea en la que solo había dos términos para colores: mili para colores oscuros y fríos (incluyendo el negro, el verde y el azul), y mola para colores claros y cálidos (incluyendo el blanco, el rojo y el amarillo). Se trataba de una sociedad que planteaba un increíble desafío a los resultados de Berlin y Kay ¿Podría Rosch duplicar aquellos resultados con nativos de una lengua tan radicalmente pobre?

Reproducir la prueba de Berlin y Kay no fue difícil. Al enfrentar a los hablantes del dani con los 144 trozos coloreados y pedirles que escogieran el mejor ejemplo de mola, eligieron colores focales, bien el rojo central, el blanco ventral o el amarillo central. Ninguno eligió una mezcla de los tres.

Es más, Rosch fue más allá y realizó un nuevo experimento. Enseñó a un grupo de danis los nombres de ocho colores centrales (elegidos aleatoriamente) y a otro, otros ocho colores no centrales. Con total claridad, el grupo que aprendió los colores centrales lo hizo más rápidamente y recordaba mejor los nombres. Los resultados son evidentes: no todo es una construcción lingüística ya que hay una realidad preexistente que conocemos antes de, ni siquiera, saber o poder nombrarla. Y, por tanto, la construcción de un lenguaje no es algo totalmente convencional o arbitrario, sino que la realidad (o nuestra estructura o forma cognitiva de conocerla) interviene decisivamente.

Como vemos, la semántica es un tema mucho más complejo de lo que a priori podría imaginarse. En la comprensión de un lenguaje influyen aspectos de, prácticamente, todas las esferas de ámbito humano: la realidad, la situación contextual, las costumbres y las creencias, las prácticas sociales, las experiencias vitales, la biología de nuestros sistemas perceptivos, cognitivos e, incluso, de nuestros aparatos fonadores… todos influyen de diversas maneras en que comprendamos el significado de cualquier expresión de un lenguaje.

Me cuesta mucho digerir ciertas ideas políticas. Leemos la prensa o escuchamos a nuestros locuaces representantes y parece que la única lógica para construir la realidad es el binomio liberalismo-socialismo. Parece que todo sigue la simpleza de privatizar y bajar impuestos o defender lo público y subirlos. Nada hay mucho más allá de ese debate.

Creo que la gente con dos dedos de frente deberían aceptar que el sistema capitalista unido a avances democráticos y en derechos humanos, nos ha llevado a un sistema que, si bien tiene gravísimos defectos, es el mejor conocido hasta la fecha. El hecho de que un ciudadano de clase media pueda abrir el grifo de su casa y que salga agua caliente de modo casi ilimitado es algo inaudito en la historia de la humanidad. En Europa llevamos setenta años sin ninguna guerra importante en nuestro territorio (exceptuando Yugoslavia, Chechenia y Ucrania, pero han sido conflictos periféricos), hemos erradicado la pobreza extrema, curado infinidad de enfermedades, alargando la esperanza de vida a más de ochenta años, y conseguido un número de derechos y libertades sin parangón en la historia de la humanidad.

Pero, a nivel global, nuestro sistema tiene dos grandes problemas citados hasta la exasperación:

1. La enorme desigualdad que genera. A los liberales la desigualdad no les parece un problema debido a que la encajan dentro de un modelo meritocrático: el que gana más es el que tiene más talento o trabaja más. Sin embargo, este modelo no es real. La enorme diferencia entre pobres y ricos no expresa equitativamente la diferencia de talento y trabajo entre unos y otros. La distribución de la riqueza suele ser bastante injusta.

2. Un modelo productivo insostenible. Recomiendo a todo el mundo leer El optimista racional de Matt Ridley, en donde se nos exponen todas las ventajas y logros de nuestro sistema económico. Sin embargo, este libro cojea en el aspecto medioambiental. Parece innegable que un sistema basado en el aumento constante de la producción es ambientalmente insostenible, y ya cada vez son menos los negacionistas del cambio climático.

¿Soluciones? Muy difíciles. Aquí hoy, simplemente pretendo mostrar formas de redistribución de la riqueza y modelos ecológicos más igualitarios y sostenibles. Si quieres aprender formas alternativas a tu estilo de vida lo mejor es recurrir a la Antropología Cultural. Cuando comencé a leer algunos textos clásicos era más joven y más imbécil (yo soy una de esas rara avis que no quiere la juventud eterna. Cuanto más viejo te haces, si envejeces bien, vas siendo algo menos imbécil), entendía a las culturas tribales como “primitivas”, subdesarrolladas y, a la postre, miserables. Tenía en mi mente el esquema colonialista de los antropólogos del XIX. Ahora mi perspectiva es como he dicho, algo menos imbécil: de primitivas, subdesarrolladas y miserables no tienen nada de nada. Son, sencillamente, diferentes caminos que ha seguido la evolución cultural. Un masai, un bosquimano o un yanomamo no tienen ni un pelo más tonto que yo y sus estilos de vida son, en muchos aspectos, mejores que el mío. A la hora de juzgar culturas tenemos que conocerlas bien y no solo medirlas en función de su avance científico o tecnológico. Evidentemente la cultura occidental está años luz de culturas que viven casi en el paleolítico, pero la tecnología no es el único indicador de avance humano.

Vamos a analizar brevemente las dos formas de distribución de la riqueza expuestas por Marvin Harris en su libro Vacas, cerdos, guerras y brujas, concretamente en el capítulo titulado Potlatch (Recomiendo encarecidamente la lectura de este libro. Lo mejor que he leído este verano):

Los bosquimanos practican una distribución de los recursos bastante igualitaria basada en la reciprocidad. La reciprocidad consiste en ofrecer tu ayuda, servicios o productos a otros sin esperar nada a cambio. No es igual a la mera generosidad. Si un bosquimano estuviese constantemente pidiendo favores a sus congéneres sin prestar nunca ninguno, pronto acabaría siendo tachado de gorrón y se le dejaría de prestar ayuda. La reciprocidad se parece al tipo de relación que los occidentales tenemos con nuestros familiares. A un hermano se le hace un favor sin esperar una inmediata recompensa pero, igualmente, el abuso de los favores terminaría por ser sancionado. Aparte de esta servicialidad, a los bosquimanos les resulta repugnante que alguien se jacte de sus logros o virtudes. El ideal del cazador bosquimano es aquel que caza bien pero pasa totalmente desapercibido. Socialmente, se premia muchísimo la humildad.

bosquimanos Kung noreste del desierto del Kalahari

Marvin Harris cuenta la anécdota de la experiencia del profesor Richard Lee en su convivencia con los bosquimanos en el desierto del Kalahari. Cuando Lee comprobó lo serviciales que eran quiso ofrecerles un regalo. Así que se fue a una aldea cercana con su jeep y compró el buey más grande que pudo encontrar para que los bosquimanos lo sacrificaran en Navidad. Cuando Lee les habló de la suculenta compra que había hecho, ellos le dijeron que conocían ese buey y que era muy malo: solo pellejo y huesos. Lee quedó muy sorprendido porque todos los miembros de la tribu parecían tener esa misma actitud despreciativa. Cuando llegó la Navidad sacrificaron el buey y, naturalmente, tenía una gran capa de jugosa grasa que todos saborearon con gran placer. Entonces Lee les pidió explicación de por qué lo habían criticado. Los bosquimanos le dijeron que claro que sabían que el buey era magnífico, pero que cuando un joven sacrificaba mucha carne llegaba a creerse un hombre importante o un jefe y comenzará a ver a los demás como sirvientes o inferiores. Los bosquimanos no pueden permitir al que se jacta porque piensan que su orgullo pronto le llevará a matar a alguien. Marvin Harris, desde su materialismo cultural, explica esta actitud recurriendo a su relación de producción con el medio. Los bosquimanos son cazadores-recolectores que viven en un entorno de relativa escasez. Si permitieran la existencia de grandes y orgullosos cazadores que, para incrementar su prestigio, compitieran por cazar más, pronto sobrexplotarían los recursos (por ejemplo ahuyentando las presas que periódicamente pasan por sus territorios) y terminarían por perjudicar a toda la tribu.

La reciprocidad es para los bosquimanos la mejor forma de adaptarse a un determinado ecosistema que, colateralmente, trae consigo una forma de vida generosa, pacífica e igualitaria que, además, permite una relación sostenible con el medio. Por aportar otro dato, los cazadores bosquimanos trabajan solamente de diez a quince horas semanales… ¿quién dijo que una de las promesas del capitalismo es que trabajaríamos menos? Esta forma de vida tiene que hacernos reflexionar sobre nuestra excesiva sobreproducción. Habría que plantearse si, realmente, lo que queremos es producir más y qué precio queremos pagar por ello. Si lo pensamos bien, gran parte de los objetos y servicios que obtenemos con nuestros salarios son superfluos e innecesarios, a cambio de sufrir un fuerte estrés laboral.

Los kwakiutl son los habitantes aborígenes de Vancouver. Su organización política está formada por diferentes jefes tribales establecidos en competencia a lo largo de su territorio. Lo realmente sorprendente de su forma de vida es el modo en que tienen de redistribuir sus recursos: el llamado potlatch. Los jefes kwaikiutl se sienten constantemente inseguros de su estatus, y la forma que tienen de consolidarlo es realizando periódicamente una pantagruélica celebración. En ella invitan a los demás jefes en competencia y les ofrecen una enorme cantidad de comida y regalos. El objetivo es mostrar que uno es tan poderoso que puede permitirse regalar y derrochar hasta el extremo. Es normal que en un potlatch los invitados salgan de la fiesta a vomitar para poder seguir comiendo. En algunos casos que rozan el paroxismo, el anfitrión no solo regalaba sino que llegaba a destruir comida y regalos, acabando incluso por incendiar su propia casa. Los invitados tienen que quedar tan avergonzados que redoblen sus esfuerzos para superar el derroche del potlatch al que acaban que ser invitados en el próximo que realicen ellos.  Los primeros antropólogos que estudiaban este fenómeno lo solían atribuir a la insaciable ansia de poder y prestigio del ser humano, pero Marvin Harris lo explica mejor desde su materialismo: el potlatch es un mecanismo competitivo que asegura  la producción y redistribución de riqueza en sociedades que no tienen una sólida clase dirigente. La necesidad de realizar un impresionante festín moviliza toda la fuerza productiva de una comunidad evitando que ésta baje a niveles en los que no podría resistir guerras o malas cosechas. También actúa compensando las fluctuaciones de productividad entre aldeas que ocupan diferentes territorios. Por ejemplo, los habitantes de tierras costeras compensarán malos años de pesca, disfrutando de los festines otorgados por jefes que viven en zonas con una producción más afortunada y viceversa. Y, por último, también distribuye la riqueza de un modo bastante equitativo. En cada potlatch, cada invitado que ha participado en la organización recibe premios dependiendo de su aportación a la celebración, de modo que cada uno recibe en función de lo que ha producido. Pero incluso hay para los pobres: alguien desfavorecido solo tiene que vitorear al jefe, diciéndole lo grande y generoso que es, para recibir premio. En condiciones de bonanza, no hay pobreza extrema entre los kwakiutl.

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Resulta entonces poco menos que sorprendente que un sistema basado en el ego de sus jefes redistribuya los recursos con semejante eficiencia. Nuestro actual sistema capitalista tiene el problema de que, aunque igualmente está basado en el ansia de poder y riquezas de sus miembros, produce una desigualdad muchísimo mayor.

Con estos ejemplos antropológicos no estoy sugiriendo de ningún modo que tengamos que cambiar nuestro sistema por el bosquimano o el kwaliutl. Hacerlo sería de una ingenuidad terriblemente estúpida (tantas veces vista en la izquierda política). Ni tampoco quiero mistificar a estos pueblos. Tienen tantos problemas como cualquier otra sociedad y viven en condiciones que distan mucho de ser idílicas. Únicamente quiero mostrar que existen infinidad de formas diferentes de redistribuir la riqueza y que, muchas de ellas, tienen, al menos, la virtud de ser socialmente más justas y más equilibradas con el medioambiente que la nuestra. Creo que nuestros políticos suelen pecar de poca amplitud de miras a la hora de aportar soluciones a nuestros problemas porque parecen anclados en un pequeño número de propuestas tradicionales que se expresan en el simplista binomio liberalismo-socialismo. Si tuviésemos que catalogar el potlatch o la reciprocidad bosquimana, ¿las clasificaríamos como liberales o socialistas? Ninguna de las dos formas encaja bien, porque hay muchas maneras de hacer las cosas aparte del liberalismo o del socialismo.

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1. Wade reconoce en muchas partes de su libro que aún no cuenta con demasiadas pruebas (sobre todo de las relaciones entre genética y comportamiento social). Escribir un libro sobre un tema polémico (más en Norteamérica) sin aportar suficientes pruebas es algo claramente oportunista. Wade ha apostado por una magnífica estrategia de marketing haciendo trampas y la jugada le ha salido bastante bien.

2, Pero, a pesar de la falta de pruebas, el libro defiende una tesis que parece de sentido común: la existencia de biodiversidad humana (téngase en cuenta que Wade solo acepta la existencia de razas como etiquetas útiles, como conceptos borrosos, ya que lo único que realmente existe son frecuencias alélicas). Parece muy raro que las diferencias raciales se redujeran exclusivamente a rasgos externos: color de piel, pelo, ojos, diferente altura y complexión, rasgos faciales… ¿Por qué las diferencias entre los diversos grupos humanos tenían que reducirse a lo observable a simple vista? Parece muy plausible que las diferencias sean también internas: comportamientos, habilidades y rasgos cognitivos. Wade, casi seguro, que tiene razón. Además, sus argumentaciones fluyen con gran coherencia y sensatez por todo el libro. Le faltan pruebas, pero le sobran razones. Los capítulos más polémicos, los famosos del 6 al 9, en donde Wade explica diferencias históricas, sociales y económicas en base a diferencias raciales son los más especulativos sí, y seguramente que contienen errores por ser muy arriesgados, pero no por ello deberían haber levantado tantas ampollas. Parece que todo intento de explicar hechos sociales en base a la biología y no a la cultura está prohibido.

3. Y es que lo políticamente correcto impedía que cualquier científico que no quisiera suicidarse académicamente guardara un estricto silencio en estos temas. El stablishment ordena que todas las razas son iguales (incluso que no existen. La raza se entiende como un artificio para justificar la supremacía blanca). Todos, independientemente de nuestro color de piel, tenemos los mismos derechos y obligaciones, tal y como proclama la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Cualquiera que niegue esto es un peligroso racista, digno de ser expulsado de cualquier universidad.

4. Hay un grave error en este planteamiento. La naturaleza nos ha hecho a todos diferentes de modo que no hay un ser humano igual a otro (menos los gemelos univitelinos). La naturaleza genera desigualdad, hace a unos más listos y fuertes que a otros. Nosotros, mediante nuestras legislaciones intentamos corregir esta desigualdad para evitar que el pez grande se coma al pequeño. Es decir, nuestras leyes dicen lo que debe ser, pero no lo que es. Somos diferentes y la ley nos iguala.

5. En el caso de que existan diferentes razas con capacidades cognitivas y conductuales diversas, no implica, para nada, que tengamos que esclavizar o exterminar a razas que, por ejemplo, tengan un promedio de cociente intelectual más bajo que la nuestra o que sean más propensas a la violencia. Por ejemplo, si se demostrara con claridad que la etnia judía tiene una media de cociente intelectual más alto que los demás grupos raciales, ¿eso legitimaría a los judíos para discriminar o usar la violencia contra los demás? No, de ninguna manera.

6. Es por eso que hay que diferenciar ciencia de ideología. Si permitimos que los cánones morales dominantes dicten lo que puede y no puede decirse científicamente, estaremos poniendo límites a la investigación y nos negaremos dogmáticamente a saber la verdad.

7. Lo mismo puede aplicarse a las diferencias de género. El feminismo, por regla general, ha adoptado la doctrina Queer, según la cual toda distinción entre hombres y mujeres es cultural. Simone de Beauvoir hizo célebre su máxima: «la mujer no nace, se hace». No hay nada más falso: existen claras diferencias biológicas entre hombre y mujer que explican muchas de sus diferencias de comportamiento.

8. Le doy toda la razón a Wade en su defensa hacia la carta firmada por 139 genetistas en donde se «critica» su libro. La carta pretende ser un argumento de autoridad, no un documento científico en donde se expongan con claridad los errores que Wade hubiera podido cometer. En ciencia las cuestiones no se deciden por mayoría.

9. Una objeción más ecuánime podría ir en la línea de alertar acerca de que las afirmaciones de Wade, con independencia de su verdad o falsedad, pueden dar pie con mucha facilidad a justificar actitudes racistas. Pero es que si observamos cualquier descubrimiento científico o tecnológico de la historia de la humanidad, prácticamente todos pueden dar pie a usos perversos. Cualquier ingenio bélico en el que pensemos está repleto de avances científicos: electricidad, electrónica, informática, ingeniería, materiales… Por esa regla de tres, deberíamos haber puesto en entredicho los descubrimientos de Benjamin Franklin ya que con la electricidad se pueden fabricar alambradas electrificadas o se puede usar la electricidad como instrumento de tortura. De nuevo volvemos a repetirlo: una cosa es que existan diferentes razas, cada una con sus peculiaridades, y otra es la legitimación para discriminar o dañar de algún modo a miembros de otra raza. De lo primero no se puede saltar racionalmente a lo segundo. Suponiendo que la «raza» aria fuera superior a todas las demás, ello no otorgaba ningún derecho a los nazis para exterminar a los judíos.

10. Empero, entremos en algún punto aún más escabroso: es posible que existan razas con más propensión a la violencia que otras. Wade se apoya en un análisis genético basado en el número de promotores del gen MAO-A (un gen relacionado con la agresividad) que se da en las diferentes razas. Los estudios apuntan a que la presencia de dos promotores (tener dos te hace ser más violento que tres o cuatro) es más común en los afroamericanos que en otras razas. Si bien, esta conclusión hay que cogerla con pinzas, como bien subraya el mismo Wade, ya que hay más genes que influyen en la agresividad (como el HTR2B) y, evidentemente, el entorno social y cultural también influyen. Pero, por mor de la argumentación, vamos a aceptar que las poblaciones afroamericanas son más propensas a la violencia que otras. Esto provocaría una alerta social justificada y, quizá, llevaría a la estigmatización y a la exclusión social: los no-afroamericanos querríamos defendernos de su mayor beligerancia. Es posible pero, en cualquier caso, negar una conclusión científica no puede hacer más que empeorar las cosas. Vivir como si no pasara nada, como si los afroamericanos no fueran más violentos, no va a reducir el número de robos y asesinatos. Todo lo contrario: si ahora llegáramos a descubrir eso podríamos actuar en consecuencia, por ejemplo, reforzando las actividades educativas contra la violencia en escuelas públicas de poblaciones mayoritariamente afroamericanas.

Conclusión: menos ideología, menos corrección política, y más ciencia. Recomiendo encarecidamente leer el libro de Wade y concuerdo plenamente con su espíritu.

Los pormpuraaw son una comunidad aborigen del norte de Australia con una llamativa capacidad de orientación. En la vida cotidiana, al desplazarse por su tierra o en el interior de las casas, les resulta muy sencillo conocer la situación de los puntos cardinales. De forma consciente o inconsciente, están siempre pendientes de la orientación espacial, y la razón parece que está en la lengua. Resulta que no indican la posición de las cosas de manera relativa al cuerpo, como hacemos nosotros […] sino que utilizan las referencias absolutas de los puntos cardinales […]. Este sistema les obliga a estar pendientes de su localización espacial, algo que desde nuestro punto de vista puede resultar algo tedioso […]. Sin embargo esta peculiaridad lingüística hace que los pornpuraaw se orienten muy bien y tiene, además, otras consecuencias inesperadas, pues influye incluso en su manera de entender el paso del tiempo. Si te pido que ordenes una secuencia de fotos según un orden temporal […], lo más probable es que las coloques de izquierda (la foto más antigua) a derecha (la más actual). Lo hacemos así porque es nuestra manera de escribir, y se ha comprobado que otras culturas que escriben de manera distinta usan otras disposiciones al hacer esa tarea. Y los pormpuraaw, ¿cómo colocan las fotos? Es la misma pregunta que se hizo hace unos años Lera Boroditsky, y al hacer la prueba con varios pormpuraaw lo que observó  resultó en principio caótico: unos las ponían de izquierda a derecha, otros en diagonal, otros en vertical… ¡En cualquier dirección!  ¿En cualquiera…?

La colocación de las fotos dependía de cómo estuvieran sentados en torno a la mesa, ya que había una constante: casi siempre las situaban de este (la foto más antigua) a oeste (la más actual). Es evidente que, respecto a una persona, esta disposición varía según en qué parte se siente de una mesa para hacer esa tarea. Lo que parece indicar este experimento es que para los pormpuraaw el paso del tiempo sigue un recorrido que es el que hace día a día el Sol en su aparente viaje a través de la esfera celeste.

Xurxo Mariño, Neurociencia para Julia

Parece consecuente que los occidentales coloquemos las fotos de izquierda a derecha por orden de antigüedad ya que, cuando concebimos el tiempo, también solemos colocar el pasado a la izquierda, el presente en el centro, y el futuro a nuestra derecha. Las narraciones escritas tienen ese orden cronológico. Algo totalmente arbitrario y convencional, menos lógico y poético que el sistema de los pormpuraaw, que compara el tiempo vital con el ciclo de la eclíptica solar. De todos modos, eso es cometer un error categorial: el paso del tiempo y la ubicación espacial no tienen ninguna relación (a no ser que nos metamos en los farragosos mundos de la física relativista). Es como hacer una sinestésica relación entre los números y los colores, o entre la música y los olores. Son modos diferentes de percibir o pensar la realidad sin relación entre ellos.

No obstante, el sistema de los pormpuraaw es mejor que el nuestro. Ubicarnos según nuestra propia posición relativa es menos eficaz. Si yo estoy en una clase frente a mis alumnos y les digo que miren un objeto que está a mi derecha, tienen que realizar una inversión mental, pensando en su posición relativa respecto a la mía. En este caso tienen que pensar que mi derecha es su izquierda. Si fuéramos pormpuraaw y yo dijese que miren un objeto que está al Este, inmediatamente lo localizarían sin tener que pensar en su propia posición. Eso sí, tienen que saber en todo momento cuál es la dirección absoluta de los puntos cardinales, pero una vez que la saben, les vale para siempre. Además, tenemos pocas palabras para referirnos a nuestra posición relativa: un objeto está a la izquierda o a la derecha, en frente o detrás de mí. Los pormpuraaw tienen cuatro más: Norte, Sur, Este y Oeste más sus orientaciones intermedias: Noreste, Sudeste, Noroeste y Sudoeste. No solemos usar expresiones como delante-derecha o atrás-izquierda. Además, utilizar nuestra forma hace que, la mayor parte del tiempo, no tengamos ni idea de dónde están los puntos cardinales. Yo ahora mismo tendría que pensar un rato para saber dónde está el Norte de la habitación desde donde estoy escribiendo. Esto supone un problema a la hora de necesitar esa información para algo útil. Los pormpuraaw no tienen que preocuparse.

Una forma más avanzada de orientación relativa es usar las horas del reloj. Es más preciso decir que un objeto está a mis dos, que decir que está delante-derecha de mí. Pero los pormpuraaw también podrían utilizar este sistema utilizando coordenadas absolutas, sencillamente, identificando las doce con el Norte. Los occidentales utilizamos nuestra egocéntrica forma de orientación y, al hacerlo, perdimos el Norte. En cambio, los pormpuraaw nunca lo perdieron.

Mi hija África

En estos días de reciente paternidad, cuando vivo entre pañales sucios, chupetes y sacamocos, la mente no puede abstraerse mucho de su realidad concreta y lo único que puede escribirse es sobre lo que uno tiene delante. Ahí va.

Constantemente leemos mensajes acerca de la indigencia biológica del homo sapiens. No tenemos garras, colmillos, pieles gruesas ni nos multiplicamos por partenogénesis. Somos una débil chapuza evolutiva, la caña más débil de la naturaleza en la célebre cita de Pascal. La prueba más evidente estaría en nuestra neotenia, una larguísima juventud en la que el prematuro humano se encuentra en la más absoluta indefensión. Esta debilidad extrema es el precio que tendríamos que pagar para tener un prolongado proceso de aprendizaje y maduración neuronal que, luego, en la edad adulta, se manifiestan en una aguda inteligencia, ahora sí, poderosísima herramienta de supervivencia.

Todo mentira. Observo a mi hija. Si pienso en ella como en un átomo, como un ser aislado en el cosmos, con toda evidencia, es el ser más débil pensable. Me imagino lo afortunado que deberá sentirse un chacal que encuentra entre los arbustos un bebé abandonado.  Pero esto es solo si pienso en ella como en un átomo. Vamos más allá. ¿Cuál es la única habilidad, la única acción más o menos intencional que ejecuta un bebé en sus primeros días de vida? El llanto, un sonido curiosamente insoportable para sus padres y que, casi de la misma forma, pone en alerta a cualquier sapiens cercano. El llanto del bebé es una llamada de auxilio de una eficacia inusitada. Y es que el bebé no vive en un mundo aislado sino en una red de relaciones, y la estructura de esa red lo convierte en un ser especialmente poderoso. En primer lugar, el bebé nunca está solo, sino que siempre está acompañado, principalmente, de su madre. Y no existe madre en nuestra especie que no defienda con uñas y dientes a su criatura, es más, no existe madre que no diera la vida, que no se sacrificara ella misma por la vida de su hija: el bebé dispone de una feroz kamikaze como guardaespaldas. Después está el padre, los abuelos y demás familiares, todos colaborando en la defensa. Es más, el todo social coopera en ello: ¿qué ciudadano no se pararía a socorrer a un infante abandonado? ¿qué delito hay más execrable y más castigado por la ley que hacerle daño a un bebé? Estos pequeños seres nos encandilan, nos hechizan con sus redondeces y soniditos, despertando sensaciones y sentimientos instintivos, muy arraigados en lo más profundo de nuestro cerebro reptiliano. Así no ha existido jamás ninguna teoría, ningún planteamiento filosófico ni ninguna doctrina política que haya ido en contra de ellos (con alguna excepción herodiana) mientras que hemos tenido miles en contra de seres de otras razas, religiones, naciones, géneros, etc. La defensa a ultranza del bebé es casi una ley natural, quizá la más potente como motivadora de la conducta, muy por encima de cualquier planteamiento racional.

La falacia de la indigencia biológica del sapiens viene dada por un error de perspectiva: ver el árbol y no ver el bosque, es decir, entender la realidad como un conjunto de objetos aislados y no como una red de sistemas interrelacionados. En el sistema de la sociedad humana, un bebé es un ser especialmente poderoso a pesar de no poder, ni siquiera, desplazarse por sí mismo.

[…] las gentes de la isla polinesia de Pascua, se asentaban en una tierra que fue boscosa en otro tiempo, y entre cuyas arboledas se incluía el palmeral más grande del planeta. Los pascuenses, sin embargo, fueron talando de forma gradual aquellas masas verdes al fin de emplear su madera para hacer canoas, obtener leña, transportar estatuas, erigirlas y fabricar tallas, amén de para proteger el suelo de la erosión. Al final, acabaron con los bosques hasta el punto de extinguir todas las especies de árboles, y así fue como se quedaron sin embarcaciones, sin esculturas y sin material con que salvaguardar la capa superficial del terreno, y su sociedad se hundió en medio de una epidemia antropófaga que supuso la muerte del 90 por 100 de los isleños. La cuestión que más intrigaba a mis alumnos de la UCLA era una que yo no había tenido en cuenta: ¿cómo demonios puede ninguna sociedad tomar una decisión tan desastrosa, a ojos vista, como talar todos los árboles de los que depende? Mis estudiantes se preguntaban, por ejemplo, qué debían estar pensando los pascuenses en el momento de echar abajo la última palmera.

jared Diamond, ¿Por qué hay sociedades que toman decisiones desastrosas?

Sólo tres notas:

1. Los habitantes de la Isla de Pascua no tenían una economía capitalista, no habían tenido Ilustración ni sabían qué era el liberalismo ni el marxismo. Eran una cultura no occidental. Lo que mal llamaríamos un «pueblo primitivo». Pues bien, parece que no mantuvieron una equilibrada relación con su ecosistema. Un buen ejemplo contra el mito del buen salvaje.

2. Seguramente que sus creencias religiosas tuvieron un peso muy grande a la hora de tomar la decisión. Hacía falta mucha madera para construir y transportar moáis. Un buen ejemplo de que obrar anteponiendo tales creencias al sentido común no suele dar buenos resultados.

3. Me pregunto en qué pensará Mariano Rajoy cuando esté talando la última palmera. Seguramente en qué habrá que esperar a ver lo que dicen en Bruselas o que no ha tenido más remedio y que eso, aunque sea desagradable, es gobernar con responsabilidad.

Hace unos meses escribí una entrada que creo que no fue del todo bien entendida a juzgar por los comentarios de mis contertulios quizá por que yo no explicase lo suficiente la profundidad y el alcance de su mensaje. Por eso voy a extenderme algo más en la idea fundamental: no existe una naturaleza humana dada de una vez por todas y no hay atadura moral que nos ligue a defender la actualmente existente.

Las bases de la idea son bien sencillas y comúnmente aceptadas: somos un resultado de la evolución. Nuestras características como especie son el fruto de una baraja de cartas que se expresa en nuestro código genético y, según sabemos ahora, los complejos mecanismos que facilitan o inhiben la expresión génica. Nuestra actual naturaleza emerge como consecuencia de una complicada interactuación entre mutaciones, crossing-overs, selección natural, transmisión horizontal de genes, simbiogénesis, etc. (esto se aceptará según lo darwinianamente ortodoxo que uno sea). Eso somos, pero, y esto es lo importante, no debemos nada a eso que somos. Lo entenderemos a dos niveles:

1. Estamos seguros de que hay genes relacionados con la violencia, el egoísmo, la envidia, etc. No están ahí porque un Dios así lo designase ni por ninguna razón en especial más que porque la evolución y sus contingencias así lo dispuso. En este sentido, cuando hablamos de que, mediante los próximos adelantos de la ingeniería genética, podremos erradicar esas características de nuestro fenotipo, no deberíamos aterrorizarnos. Siguiendo el mito de Frankenstein y demás ideas románticas, pensamos que un ser incapaz de sentir violencia o envidia ya no sería un humano. Sería un «bicho raro», algo «artificial», un «monstruo de laboratorio» ante el que habría que sentir miedo. Curioso. No sentimos miedo ante un humano malvado por el mero hecho de que sus genes han sido barajados por la amoral selección evolutiva, pero sí tenemos miedo de un «no-humano» bondadoso por el mero hecho de que hemos sido nosotros los que hemos controlado tal selección. Y es que por el hecho de que el homo sapiens haya permanecido estable los últimos 30.000 años no debe hacernos creer que el ser humano deba ser únicamente esa estabilidad. Si ahora la selección natural premiara un gen que nos hiciera más egoístas… ¿deberíamos aceptar eso como un rasgo más de la naturaleza humana y tachar de inhumanos a los que no lo tuvieran?

2. Que nuestra natuaraleza humana sea fruto de la selección biológica nos debe hacer replantearnos gran cantidad de cuestiones filosóficas. En mi entrada anterior sobre el tema quería hacer ver que algo como que mi mujer se vaya con otro es algo triste porque mis genes así lo han dictado y no porque sea algo universalmente malo en el sentido platónico. Hay millones de especies animales en las que ese mismo hecho no produce sentimiendo alguno en los machos. Lo explica muy bien Daniel Dennett en esta Ted Talk (es la gran inversión que hace Darwin):

Nos gusta el chocolate no porque el chocolate sea intrínsecamente bueno, no porque participe de ninguna idea de bien ni porque la «chocolateidad» sea esencialmente buena, nos gusta el chocolate porque contiene azúcar y la selección natural nos hizo preferir el azúcar porque es muy energético. Así, no hay nada bueno, ni bello en sí mismo. Miremos estas imágenes:

 En la imagen superior tenemos a la voluptuosa actriz italiana Monica Bellucci (con la que espero que el número de visitas a mi blog se duplique), mientras que en la inferior tenemos a una hembra de la popular mosca drosophila. Ambas están desnudas pero parece muy clara la diferencia de sensaciones que nos produce contemplar a cada una de ellas (si bien no estoy seguro que la mosca sea la equivalente en drosophila a nuestra Monica Bellucci). ¿Es más bella Monica que la mosca? ¿Tiene Mónica Bellucci una universal y esencial belleza intrínseca que la hace más hermosa que la mosca? No, sólo tiene unos rasgos que hacen que una serie de detectores propios de los homo sapiens machos se activen y provoquen una serie de sensaciones y sentimientos. Para una drospohila macho, Monica Bellucci no despertaría interés alguno a no ser que estuviera embadurnada en uva fermentada (uno de sus principales alimentos). Quizá incluso la perciba como un ser enorme y repugnante.

Este razonamiento es extensible a todo lo relacionado con nuestra vida. Para la drosophila no hay ninguna sensación de tristeza cuando uno de sus machos copula con otra hembra. Así, todas las cosas que nos producen tristeza no lo hacen porque sean fenómenos tristes en sí mismos, sino porque así lo dictan nuestros genes. Por eso no habría que tener ningún miedo a modificarlos, más que las consabidas precauciones sobre tener claro que estamos jugando con personas y sobre los posibles malos usos que pueden verse muy rápidamente. Tengo muy claro que un ser humano libre, no sólo de enfermedades, sino de miedos y sufrimiento, además de más inteligente, trabajador, constante y generoso sería mejor que el ser humano actual.

Pero es que este cambio ya está sucediendo desde hace mucho. Hace no demasiado tiempo la esperanza de vida humana rondaba los cincuenta años en Occidente. Ahora, ronda los ochenta. Casi hemos multiplicado por dos nuestra longevidad. Los amantes de la naturaleza humana moralmente intocable y dada para siempre podrían decir que un ser humano tan longevo es una abominación, algo antinatural. No, no hay nada antinatural en eso. Hemos mejorado, hemos modificado nuestra vida para mejor cambiándonos a nosotros mismos. Bienvenido sea el transhumanismo.

Miramos por la ventana este hermoso paisaje: una insondable complejidad se muestra ante nuestros ojos. Una gama cromática radicalmente inabarcable para nuestro pobre lenguaje pictórico. Miles de tonalidades de azules, de blancos, de verdes…  que no podemos nombrar. Miles de formas igualmente indefinibles por nuestros pobres conceptos geométricos… ¿Cuál es la forma de aquel arbusto, de aquella entrecortada cima de ladera, de esa nube…? Imposible. Sólo los escritores más talentosos, y sólo tras años de costosa formación, pueden dar descripciones más o menos fidedignas de un simple vistazo por la ventana. Existe un marcado desajuste entre la complejidad de lo que percibimos y el simplón lenguaje que tenemos para describirla.

¿Por qué? ¿Acaso no es nuestro lenguaje la cima de la evolución, lo que nos distingue de los primitivos animales? ¿Acaso no es lo que hacen Quevedo o Cervantes lo más elevado a lo que puede aspirar un ser vivo? Es un error antropocéntrico pensar que porque una facultad sea exclusivamente nuestra tenga que tener una mayor complejidad y sofisticación que otras facultades que compartimos con los animales. También lo es pensar que porque algo ha llegado después en la carrera evolutiva ya tiene que ser mejor o más perfecto, como si la evolución siguiera una línea direccionada hacia producir seres superiores a los anteriores. Nuestro sistema visual tiene una antigüedad de unos 1.000 millones de años en los que ha estado gradualmente puliéndose y mejorando para servir de poderoso medio de adaptación. Sin embargo, nuestro lenguaje puede tener tan sólo  unos tres millones aproximadamente. La visión ha tenido muchísimo más tiempo que el lenguaje para aumentar su complejidad. No hay más que ver que casi un tercio del cerebro humano está ocupado por el córtex visual. Y pensemos en el esfuerzo que nos cuesta mirar por la ventana en comparación con escribir un soneto. Abro los ojos y, de forma totalmente automática, sin tener que pensar, sin tener que seguir proceso mental consciente alguno, veo instantáneamente toda esa ingente cantidad de formas y gamas cromáticas. Pero si volvemos al soneto puedo tardar días, semanas, en encontrar la palabra correcta, en conseguir una buena rima, en lograr una forma gramatical elegante. Decir una simple frase, amontonar un pequeño grupo de letras, requiere un esfuerzo. Mirar por la ventana y ver decenas de miles de colores y formas es instantáneo. Con toda evidencia, somos animales más visuales que lingüísticos.

Paul Churchland nos ofrece un ilustrativo ejemplo para evidenciar la enorme cantidad de datos sensoriales de los que podemos ser conscientes. Pensemos en el superdesarrollado olfato de un perro. Supongamos que tiene unas siete clases de receptores olfativos diferentes (el ser humano tiene siete o quizá más) y que puede percibir treinta niveles de estimulación distintos con cada tipo de receptor, desde un leve matiz olfativo hasta un olor de una intensidad insoportable. El cálculo es sencillo: elevamos 30 a la séptima potencia para conseguir un resultado espectacular: ¡Unas 22 mil millones de percepciones sensoriales diferentes! Esto explicaría por qué un perro puede distinguir el olor de una persona entre millones o descubrir unos gramos de cocaína en una maleta escondida en la bodega de un avión de pasajeros. Sin lugar a dudas, el olfato del perro es algo mucho más sofisticado que nuestro sistema lingüístico.

Véase también: ¿Es más difícil caminar que realizar ecuaciones?