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Después de congratularme con el Nobel concedido a Aspect, Clauser y Zeilinger por, entre otras cosas, verificar las desigualdades de Bell mediante los célebres experimentos de Aspect a principios de los años 80, vuelvo a pensar en lo tremendamente importante que es la cuántica para la reflexión filosófica. Estos ingeniosos experimentos dejan prácticamente por imposible cualquier teoría de variables ocultas (aunque hoy todavía tengamos a ‘t Hooft en lucha), es decir, cualquier teoría que salve el sentido común (la actitud natural husserliana) y la lógica tradicional (con principio de no contradicción y de tercio excluso) de la quantum weirdness

Durante mucho tiempo los físicos pensaron que el debate entre Einstein y Bohr era estéril en el sentido en que no entraba dentro del campo de la física. Se argüía que no había forma de solucionarlo, que era un tema puramente filosófico, un asunto no de ciencia sino de creencia. Entonces aplicaron el nefasto dicho «Calla y calcula»: la cuántica nos da predicciones excelentes, usémoslas, ¿Qué más da lo que signifiquen? Sin embargo, John Bell y, porsteriormente, Alain Aspect, demostraron que sí que era posible la verificación experimental; en cierto sentido, nos enseñaron que era posible demostrar una cuestión metafísica. Esto es de una importancia capital para romper la clásica distinción entre ciencia y metafísica como dos campos separados y autoexcluyentes, el gran error del Círculo de Viena. Y quizá podamos entender así el avance de la ciencia: hacer física lo que antes solo era metafísica. O diciéndolo usando una metáfora de la propia cuántica: la metafísica es una superposición de estados cuya longitud de onda es colapsada por la física. 

Pero más allá de eso, lo realmente alucinante es que Bell y Aspect dieron contundentemente la razón a Bohr. La interpretación de Copenhague parece tener razón. Y si aceptamos esto, las consecuencias filosóficas a nivel ontológico y epistemológico son colosales. Copio directamente este fragmento de la entrada de la Enciclopedia de Filosofía de Stanford sobre la interpretación de Copenhague de la física cuántica: 

Bohr saw quantum mechanics as a generalization of classical physics although it violates some of the basic ontological principles on which classical physics rests. Some of these principles are:

The principles of physical objects and their identity:

  • Physical objects (systems of objects) exist in space and time and physical processes take place in space and time, i.e., it is a fundamental feature of all changes and movements of physical objects (systems of objects) that they happen on a background of space and time;
  • Physical objects (systems) are localizable, i.e., they do not exist everywhere in space and time; rather, they are confined to definite places and times;
  • A particular place can only be occupied by one object of the same kind at a time;
  • Two physical objects of the same kind exist separately; i.e., two objects that belong to the same kind cannot have identical location at an identical time and must therefore be separated in space and time;
  • Physical objects are countable, i.e., two alluded objects of the same kind count numerically as one if both share identical location at a time and counts numerically as two if they occupy different locations at a time;

    The principle of separated properties, i.e., two objects (systems) separated in space and time have each independent inherent states or properties;

    The principle of value determinateness, i.e., all inherent states or properties have a specific value or magnitude independent of the value or magnitude of other properties;

    The principle of causality, i.e., every event, every change of a system, has a cause;

    The principle of determination, i.e., every later state of a system is uniquely determined by any earlier state;

    The principle of continuity, i.e., all processes exhibiting a difference between the initial and the final state have to go through every possible intervening state; in other words, the evolution of a system is an unbroken path through its state space; and finally

    The principle of the conservation of energy, i.e., the energy of a closed system can be transformed into various forms but is never gained, lost or destroyed.

Si lo leemos todo con detenimiento y pensamos un rato en las consecuencias de la violación de estos principios, no podemos más que quedarnos ojipláticos. Todos los axiomas que habían guiado la ontología física desde los antiguos griegos hasta la actualidad saltan en pedazos. En mi modesta opinión esto es bastante más destructivo que la incompletitud de Gödel o la parada de Turing. Estamos diciendo que un objeto o proceso físico puede ocurrir en un lugar no-localizable, fuera del espacio y del tiempo… que dos objetos pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo, que dos objetos separados pueden tener las mismas propiedades (no iguales propiedades sino las mismas…), que puede haber sucesos incausados (a la mierda el principio de razón suficiente) y que la energía puede crearse o destruirse (a la mierda el principio de razón suficiente en física), etc. Perdemos el determinismo, el principio de localidad, el realismo… Ni las aporías de Zenón ni los tropos de Sexto Empírico tienen una décima parte del poder destructivo que la negación de los principios que nos habla Bohr. Parece que en física cuántica sí que vale la provocadora afirmación de Feyerabend: «En ciencia todo vale». Todo los fundamentos se diluyen, no hay nada a lo que agarrarse.

Y es que a mí, desde mi terca mentalidad einsteiniana, me cuesta muchísimo aceptar que, de algún extraño modo, la realidad es definida, concretada, situada por el observador en el momento de realizar la observación ¿Qué diablos puede significar eso? Pero, por otro lado, me proporciona una feliz esperanza. Quizá la visión newtoniana del mundo ya no llega más lejos, y ahora, ante nuestros ojos, se nos abre una nueva cosmovisión, todavía virgen y casi inexplorada, por más que tenga ya más de un siglo de vida. No lo sé pero, obviamente, merece la pena explorarla. 

Imaginamos el mundo material como completamente inerte. Pensamos en bolitas agrupadas en moléculas que se mueven y colisionan según fuerzas de atracción y repulsión. Carga, masa, energía, presión, volumen, tensión, magnetismo, campo, aceleración, gravedad… describen el universo como una gran máquina de vapor, como un colosal reloj. Así percibimos el universo: planetas, cometas, estrellas que se acercan y se alejan como bolas de billar. Un universo móvil pero inerte, muerto, en el que la vida parece ser un acontecimiento, por lo menos hasta lo que sabemos, bastante excepcional. Sin embargo, si miramos el mundo a otra escala, la celular, el comportamiento de la materia parece completamente diferente:

Si imaginamos una célula llena de aparatos intrincados, partes con tareas asignadas, dichos dispositivos se hallan bombardeados continuamente por moléculas de agua. Un objeto en una célula recibe la colisión por parte de una molécula de agua aproximadamente cada diez billonésimas de segundo. No se trata de un error tipográfico; es casi imposible pensarlo de una manera intuitiva. Estas colisiones no son triviales; cada una de ellas posee una fuerza que deja en una nimiedad las fuerzas que los dispositivos puedan ejercer. Lo que puede hacer al aparato interior de una célula es impulsar los acontecimientos en una dirección en lugar de hacerlo en otra, lo que confiere una cierta coherencia a la tormenta.

El medio acuoso es importante a la hora de mantener la tormenta. A esa escala espacial, muchos objetos se adherirían entre sí y se aglomerarían si estuvieran en tierra firme, pero en el agua no se aglomeran; lo que hacen, en cambio, es mantenerse en movimiento, por lo que la célula es un ámbito de actividad autogenerada. Solemos pensar en la «materia» como algo inactivo e inerte […]. Pero el problema con el que han de habérselas las células no es hacer que ocurran cosas, sino crear orden, establecer un cierto sentido en el flujo espontáneo de acontecimientos. En tales circunstancias, la materia no se encuentra estática y sin hacer nada, sino que corre el peligro de hacer demasiado; el problema es obtener organización a partir del caos.

Peter Godfrey-Smith, Otras mentes.

La mecánica de Newton estaba muy bien para predecir el funcionamiento del mundo a nuestra escala, pero vamos comprendiendo que la naturaleza se comporta de formas completamente diferentes en cuanto que cambiamos de tamaños. Por eso hay que tener cuidado cuando aceptamos ciertas críticas al materialismo porque habría primero que preguntarse a qué materialismo se refieren. Parece bastante obvio que el materialismo del siglo XIX, el de las bolas de billar, ha quedado un poco anticuado; pero es que no es, desde luego, la única forma de entender la materia (sin todavía tener que recurrir a la cuántica).

Cuando comienzas una discusión con un buen filósofo sobre, pongamos por ejemplo algo que está muy de moda en estos días como es la libertad, más pronto que tarde, te pedirá que se la definas. Y es que los filósofos saben que gran parte de los malentendidos vienen de no tener clara la definición del concepto en liza ¿Libertad de qué? ¿De poder tomarnos unas cañas, de poder cambiarnos de sexo o de poder pagar a nuestros empleados el sueldo que se nos antoje?

Sin embargo, es muy curioso, cuando no un total escándalo, que si nos adentramos en las principales disciplinas académicas, nos encontramos con que en, prácticamente ningún concepto fundamental, hay acuerdo alguno. Si nos vamos a la biología no hay definiciones consensuadas de vida, adaptación, gen, especie, raza… ¡Conceptos cruciales sobre los que se sustenta toda la biología! En la física igual: materia, tiempo, espacio, partícula, energía… Puede haber modelos matemáticos que permiten precisas predicciones, pero definiciones en román paladino no hay en las que todos confluyan. Y si ya nos vamos a disciplinas cuyo objeto es menos tangible como la psicología, la disparidad se multiplica: ¿Qué es la mente, la inteligencia, la personalidad? ¿Qué es enfermedad mental y qué no lo es? Nos encontraremos con tantas definiciones como escuelas, corrientes o incluso psicólogos particulares. Imagine el lector en el campo en el que yo ahora investigo, la consciencia, el número de definiciones distintas y la confusión que generan.

Desde luego, esto daría para caer en un escepticismo duro, concluyendo que nuestras ciencias son un desastre mayúsculo y que jamás llegaremos a ningún conocimiento certero sobre la realidad ¿Cómo los científicos pueden decirnos algo con sentido si no pueden definir de lo que nos hablan? No tan rápido. Me gusta citar una anécdota que no recuerdo donde leí pero que dice así: estaba Francis Crick dando una larga conferencia sobre el ADN cuando un oyente le espetó: «Profesor Crick, lleva usted varias horas hablando de seres vivos pero no nos ha definido en ningún momento qué es la vida». Crick respondió: «Dejemos las cuestiones de higiene semántica para los filósofos». Moraleja: un eminente científico podía hacer avanzar la ciencia, tanto como para descubrir la estructura del ADN, sin tener una definición clara y precisa de su objeto de estudio.

Vamos a aproximarnos un poco a lo que entendemos por definición. Definir algo no consiste en captar su esencia, en descubrir un «secreto» que el objeto a definir guardaba «dentro». Definir algo es, sencillamente, distinguirlo de cualquier otra cosa. Así, cuando defino «silla» lo que pretendo es que mi interlocutor no confunda en su mente una silla con una mesa o con un sofá. La RAE la define como «Asiento con respaldo, generalmente de cuatro patas, en el que solo cabe una persona». A bote pronto, parece una definición bastante aceptable. Al decir que «generalmente tiene cuatro patas» seguimos entendiendo como sillas aquellas de diseño que puedan tener, por ejemplo, solo tres patas. Sin embargo, me parece que el punto débil de la definición está en la parte final: «…en el que solo cabe una persona». Si en una supuesta silla se sientan dos niños… ¿deja de ser una silla? O si en ella no cabe una persona obesa… También podemos pensar en una silla en miniatura de una maqueta… ¿no es una silla?

Aquí entran las tareas de «higiene semántica» de los filósofos a las que se refería Crick. Estos tipos raros dedicarán horas y horas a intentar encontrar definiciones más precisas. Sin embargo, pensemos que aunque nuestra definición de silla no sea perfecta, la mayoría de la gente comprende perfectamente qué es una silla y la distingue muy bien de cualquier otro objeto. Solo en poquísimos casos limítrofes nos encontraríamos con objetos que no sabríamos decir si son sillas o no. Incluso en el caso de una silla en miniatura, cuando se incumple claramente la tercera cláusula de la definición, todo el mundo la sigue llamando silla sin ningún atisbo de duda. Las definiciones funcionan muy bien aunque no sean perfectas. Incluso solemos saber identificar y distinguir muy bien los objetos sin tener siquiera una definición elaborada lingüísticamente en nuestra mente. Por ejemplo, si me preguntan ahora qué es un tigre, tendré que estar un rato pensando qué cualidades lo distinguen de otros seres, y quizá no llegue a ninguna buena definición; empero, habitualmente, puedo diferenciar a un tigre de cualquier otro ser con bastante competencia.

Además, y esto es lo importante, las definiciones evolucionan a lo largo de la investigación. Si, antes de comenzar a investigar, ya tenemos una definición definitiva… ¿Qué sentido tiene entonces la investigación? Pensemos en la historia de los átomos. Desde que los atomistas griegos los definieran como los últimos componentes de la materia (ἄτομος : «indivisible»), hasta la actualidad, su definición ha variado enormemente. Desde que Platón entendiera los átomos como sólidos regulares, pasando por Dalton, Thomson, Rutherford, Bohr o Schrödinger, ha llovido muchísimo. De hecho, la definición inicial ya no nos sirve para nada: los átomos no son los componentes últimos de la materia, ya que están divididos en muchas otras partículas más pequeñas. Ahora sabemos que los átomos y sus componentes tienen propiedades que antes desconocíamos y que podemos incluir en su definición. Sabemos que hay muchos tipos, tamaños, de diferente composición… Hablamos de masas, cargas, spines, fuerzas, enlaces… Nuestro conocimiento se ha ampliado con una gran riqueza de nuevas notas, y también de nuevos interrogantes ¡Eso es progreso científico!

Durante algún tiempo me preocupó mucho la ausencia de definiciones. Cuando analizaba el estado de las variadas ciencias y solo encontraba en ellas un maremágnum de discusiones, sin un atisbo de lo que Kuhn llamó «ciencia normal», entendía muy bien las razones del relativismo y del escepticismo. Si bien, por otro lado, me congratulaba maliciosamente de que las ciencias naturales se encontraran en dificultades no muy distintas a las clásicas de las ciencias humanas o sociales. Durante mucho tiempo también pensaba que la precisión y el rigor eran cualidades de las ciencias empíricas, mientras que las humanidades eran más chapuceras en este sentido… ¡Nada más lejos de la realidad! En ciencia hay tanto torticero como en cualquier otro lugar del mundo. El rigor está en manos del investigador en cuestión, no dependiendo, para nada, del campo en el que trabaje. Superados estos complejos, ahora ya no me preocupa tanto el problema de carecer de definiciones precisas. Las ciencias avanzan igualmente y estos desacuerdos enriquecen mucho más que oscurecen ¡Qué aburrido sería todo si el conocimiento fuera uniforme y estandarizado!

Otro apunte interesante con respecto a las definiciones es la problemática que aparece cuando queremos definir la totalidad de lo que existe. Por ejemplo, cuando defendemos el materialismo, entendiendo que todo lo que existe es materia, tenemos un serio problema: las definiciones distinguen nuestro objeto a definir de todos los demás objetos, pero si lo que pretendemos definir es el todo… ¿de qué distinguimos el objeto? Así, cuando decimos que todo es materia… ¿Cómo definimos materia si no podemos oponer la definición a otra cosa diferente, ya que no hay nada diferente? De hecho, aquí la definición de definición que hemos utilizado, valga la redundancia, perdería su sentido: definir como distinguir de otra cosa aquí no funciona ¡Tenemos que redefinir definir! Y es que de definición… ¡también hay muchas definiciones!

Del rigor de la ciencia

En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo esos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un Mapa del imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia que las disciplinas geográficas. Suárez de Miranda: Viajes de varones prudentes. Libro Cuarto. Cap. XLV, Lérida, 1658.

Borges, cuento recogido en El hacedor

Maravillosa crítica a la teoría de la verdad como adecuación o correspondencia. La verdad no es un espejo que refleja el mundo tal y como es, ya que entonces conocer no sería otra cosa que el absurdo de duplicar la realidad dos veces. Y quizá, toda la historia de la filosofía no sean más que ruinas, reliquias de cartografías que intentaron tal despropósito.

Os dejo el texto leído por el propio autor.

Ya está disponible en Amazon en formato e-book por el irrisorio precio de tres euritos (La versión en papel está tramitándose y costará cinco euros). En Coordendas he recopilado las mejores entradas de este blog, junto con más artículos publicados en otros lugares de la red, desde el 2012 al 2016.  Lo he dividido en cuatro secciones: una primera trata sobre la revolución darwiniana (ya sabéis que creo que todavía no hemos tocado ni la superficie de lo que significa la evolución biológica y el gigantesco cambio que supone con respecto a la visión de nosotros mismos), una segunda sobre los avances que se están dando en neurociencias, otra tercera sobre cuestiones cruciales de filosofía de la ciencia, y una cuarta dividida en dos: un extenso artículo que aborda el tema del determinismo y la aleatoriedad (lo publiqué en Hypérbole y se tituló: «Jugando con Dios al Craps»), y otro que habla del gran tema de nuestro tiempo: la Inteligencia Artificial (se trata de una pequeña pero fecunda historia de la disciplina).

En fin, animaos y compradlo pues… ¿qué se puede hacer mejor en la playa que leer la Máquina de Von Neumann?

Si decimos:

La luz del sol causa el calentamiento de la piedra

estaremos haciendo un juicio empírico, un enunciado causal en donde, sencillamente, sostenemos que la luz solar es la causa de un determinado efecto. No hay nada raro  y todo funciona felizmente: la causa va antes del efecto y si realizamos el experimento mil veces, las mil parece que el sol sigue calentando la piedra. Conocimiento científico sin más. Cambiemos el enunciado:

El calentamiento de la piedra causa la luz del sol

Invertimos la causalidad. La causa es el efecto y el efecto la causa y el futuro interviene en el pasado ¿Una estupidez? ¿Podría ser que el calentamiento de la piedra causara, realmente, la luz solar? Escribamos la frase de otro modo:

La luz del sol tiene la finalidad de calentar las piedras

La frase suena algo mejor pero sigue pareciéndonos absurda ¿Por qué iba a tener la luz del sol la finalidad de calentar piedras? Pues en gran parte de la historia de la humanidad (hasta el siglo XVIII aproximadamente) se ha creído firmemente en enunciados de este tipo, es decir, en enunciados finalistas o teleológicos: aquellos que explican la causa de un suceso apelando a un objetivo o finalidad. Aristóteles, el padre de la criatura, pensaba que el universo era un gran organismo biológico en el que cada parte tenía una finalidad: llovía para que crecieran las plantas, las plantas crecían para que se las comieran los conejos y los conejos estaban para que se los comieran los depredadores. La naturaleza no hacia nada en vano y todo tenía su función (forma moderna de decir teleología).

La razón por la que hoy en día nos resulten tan repulsivas estas explicaciones (referidas siempre al mundo físico. En el mundo biológico las utilizamos con total normalidad) estuvo en Newton quien, aplicando la siempre saludable navaja de Ockham, dijo su archiconocido «Hipotheses non fingo» con el que redujo el papel de la física a explicar la causalidad eficiente o, dicho de otro modo, a explicar todo el universo en términos de fuerzas y movimientos. La Tierra no gira alrededor del sol por ninguna causa o razón especial, sencillamente, obedece las infranqueables leyes de la naturaleza, concretamente, la ley de gravitación universal. Los objetos físicos  no tienen funciones ni objetivos, solo obedecen órdenes.

En general, todo esto ha funcionado bien (la ciencia ha cosechado éxitos rotundos pasando olímpicamente de la teleología), pero hay un supuesto básico de la física clásica (no hay que irnos a las extravagancias de la cuántica) bastante problemático en este aspecto: el principio de Fermat (o principio de mínima acción). Grosso modo dice que la trayectoria de un rayo de luz al recorrer el espacio entre dos puntos A y B siempre será la que consiga que el tiempo al recorrerlo sea el mínimo (Para ser precisos, no siempre se cumple sino que, a veces, hace todo lo contrario. Es lo que llamamos un principio variacional. No obstante, para nuestro caso, con que se cumpla una vez es más que suficiente).

Habitualmente, si no hay ningún cambio de medio ni ningún objeto entre los dos puntos, la trayectoria más rápida será la línea recta. Sin embargo, cuando nos encontramos con que el punto B está, supongamos, debajo del agua, se da que el rayo tiene que atravesar medio acuático y todos sabemos que la luz va más lenta cuando atraviesa dicho líquido (esto es, de nuevo, inexacto pero para el caso nos vale). Como la luz pretende tardar el menor tiempo posible, recorrerá la trayectoria que menos tiempo la mantenga dentro del agua.

Sin título

Si miramos el diagrama vemos que la trayectoria que pasa por el punto d, aún no siendo la más corta es la más rápida, ya que el segmento dB, que es el que pasa por debajo del agua y ralentizaría el rayo, es más corto que cB. Dadas estas condiciones, en el mundo real el rayo de luz pasará por d en vez de por c, realizando el recorrido más rápido posible.

Lo inquietante del asunto son dos aspectos:

  1. Para explicar el fenómeno no podemos recurrir al esquema causal habitual sino que hay que irnos a la extraña inversión aristotélica de la teleología. El rayo actúa siguiendo un objetivo, una finalidad: conseguir el tiempo mínimo. No tendría ningún sentido hablar de conseguir tardar lo menos posible en llegar a un sitio si nuestro objetivo no es llegar a ese sitio. Si tenemos que explicar qué causa que el rayo pase por d, necesariamente tendremos que responder que es porque quiere llegar lo más rápidamente posible al punto B. No hay forma de dar una explicación sin mencionar B (invito al lector a que la intente).
  2. Y mucho más inquietante: para tardar el menor tiempo posible, el rayo de luz debería tener una información previa: la posición del punto B, la existencia de otro medio diferente al aire (en este caso el agua) y su distancia, el ángulo de refracción… De alguna forma, el rayo de luz debe disponer previamente de toda la información contenida en el dibujo y, en función de ella hacer ciertos cálculos para conseguir elegir la trayectoria de tiempo mínimo (y no cálculos ordinarios. Hace falta cálculo de variaciones)… ¿Sabe hacer estos cálculos el rayo de luz? ¿Sabe hacer un rayo de luz lo que el GPS de mi coche tarda varios segundos? Nótese que ni siquiera el rayo puede ir seleccionando su ruta sobre la marcha porque, necesariamente, si tiene que ir corrigiendo la trayectoria no elegiría exactamente la más rápida sino que siempre tendría algo de error. Sin embargo, «elige» con total precisión la más rápida,  por lo que toda la información y el cálculo de la trayectoria ha de realizarse antes de la emisión del rayo… ¿Cómo diablos puede ocurrir eso? ¿Como puedo saber yo el camino más rápido para ir a casa de mi abuela si antes no sé dónde está la casa de mi abuela y qué hay entre medias? ¿Y cómo un rayo puede saber nada?

causality

Escribí hace tiempo sobre la problemática filosófica en torno a la causalidad. Hoy quiero profundizar un poquito más. Voy a autocitarme para empezar a partir del ejemplo que puse en aquella ocasión.

El martes por la noche me preparo un té respetando escrupulosamente la nimia cantidad de calorías diarias que el régimen permite. Como tengo la nariz taponada no me doy cuenta que, cuando retiro la tetera, me dejo el gas encendido. Abro mi libro mientras me siento cómodamente en el sofá. Estoy leyendo la interesantísima última encíclica de Benedicto XVI: Caritas in Veritate. Leer algo tan magnífico me provoca un mono terrible y, como mi fuerza de voluntad es muy débil, claudico y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero prende el gas y mi casa salta por los aires. Mi triste final me pilló leyendo una encíclica… quizá esto haga que San Pedro me deje entrar en el cielo.

¿Cuál fue la causa de la explosión? La respuesta más habitual sería apelar al gas y al cigarro encendido. Pero si pensamos un poquito más encontramos múltiples causas: si yo no hubiera tenido alergia habría podido oler el gas y quizá lo habría apagado a tiempo, por lo que la alergia también sería una causa; si yo hubiera conseguido dejar de fumar no habría encendido el pitillo, así que mi débil fuerza de voluntad también sería causa; si no estuviera dieta no me hubiera hecho un té y quizá habría comido un helado y no hubiera encendido el gas; y si no me gustara leer, en vez de sentarme en el sofá y encenderme un cigarro, quizá hubiera salido a dar una vuelta por el parque y nada de este trágico suceso habría ocurrido. Es más, rizando el rizo, podríamos decir que la causa es que el Papa hubiera escrito la encíclica, ya que si no lo hubiera hecho, quizá no me habría puesto a leer y no habría encendido el cigarro… ¡Ratzinger es el culpable de mi muerte! ¡Lo sabía!

El problema que planteaba era la dificultad decidir la causa que realmente había determinado el suceso o, en el fondo, la dificultad de definir correctamente la causalidad. En el resto del artículo critiqué la concepción de Hume, y expuse las teorías convencionalista y realista del tema. Al final, como en muchas ocasiones ya que soy un filósofo, dejé el asunto abierto. Aquí hoy voy a ser bueno y voy a dar una respuesta. Enumeremos de nuevo las propuestas:

  1. La concepción de Hume. El filósofo de Edimburgo entendía que decíamos que algo era causa de un efecto porque encontrábamos una proximidad temporal entre la causa el efecto, una prioridad temporal de la causa sobre el efecto y una unión constante. Sin embargo, tenemos excepciones para las tres condiciones: no tiene por qué haber proximidad temporal (causa y efecto pueden darse lejos en el tiempo), la causa no tiene por qué ir siempre antes que el efecto (puede ir a la vez o incluso después en los fenómenos de retrocausalidad) y la unión no tiene por qué ser constante (si encontramos un fenómeno que solo se da una vez en la historia del universo, no habría tal unión perpetua).
  2. La concepción convencionalista. Decidimos la causa a partir de un acuerdo o convención determinada por cada comunidad lingüística concreta. Si bien es cierto que hay algo de esto, la respuesta no es del todo concluyente porque resulta incompleta. Las convenciones lingüísticas no surgen de la nada, no están “flotando en el vacío” sin que nada las determine. Habrá causas de tales convenciones y, si no queremos caer en el relativismo lingüístico, tendremos que entender, al menos, por qué nuestra comunidad lingüística en concreto ha acordado definir causalidad de un determinado modo y no de otro. Lo haremos a continuación.
  3. La concepción realista. Decidimos la causa a partir de algo real que se transmite de la causa al efecto. Dada la física moderna, cuando se da un fenómeno causal se transmite energía y/o momentum. Desde una perspectiva puramente fisicalista de la realidad, como toda la naturaleza se reduce a materia y leyes físicas, esta definición sería muy adecuada. Sin embargo, ya sabéis que no soy muy amigo de los reduccionismos. Como dije en el artículo anterior si yo digo “Mi regalo causó mucha alegría a Laura”, explicar ese suceso desde la transmisión de energía parecería bastante incompleto e, incluso, algo absurdo.

Vamos ahora a ver otras dos nuevas concepciones de la causalidad. La última será la que defiende este humilde escritor:

  1. La concepción extra-ordinaria. Decidimos la causa cuando ésta nos parece sorprendente, es decir, cuando rompe el orden tradicional de los hechos, cuando encontramos un suceso anormal. Si pasa algo extraño, no previsto, decimos que es la causa. Así, no prestamos atención alguna a hechos tan cotidianos como que salga el sol todos los días, pero no pararemos de hablar de un terremoto sucedido en nuestra localidad. Esta explicación es bastante floja. Solo explicaría el acontecimiento psicológico de prestar mucha más atención a lo extraordinario que a lo ordinario. Sin embargo, si yo enciendo la lámpara de mi cuarto, tal y como hago cotidianamente todas las noches, diré igualmente que la luz se ha encendido porque yo he apretado el interruptor. Que una causa sea totalmente ordinaria y nada sorprendente, no quita que no sea una causa.
  2. La concepción pragmática. Solemos decidir que la causa de un fenómeno es aquella sobre la que tenemos algún tipo de control. Si pensamos en el ejemplo de la explosión del gas, nos parece que la causa primordial es que yo encendiera el cigarro ¿Por qué? Porque encender el cigarro es algo muy fácilmente controlable: yo podía haberlo encendido o no con el simple movimiento de apretar el botón del mechero. También sería una causa bastante válida decir que me dejé el gas abierto, ya que, igualmente, este olvido solo responde a abrir o cerrar la manilla del gas. Las demás causas como la presencia de oxígeno en la atmósfera, mi alergia, mi adicción al tabaco, mi dieta o mi gusto por el té son factores más imprecisos y menos controlables. Nunca solemos decir que un incendio se produce porque hay oxígeno en la atmósfera o porque las condiciones de temperatura y presión de la Tierra posibilitan la combustión. Son aspectos sobre los que no tenemos nada de control.

Evolucionamos para adaptarnos al medio y, por lo tanto, para percibir y comprender únicamente los fenómenos que podemos controlar. Sería un derroche de recursos que la evolución nos permitiera conocer perfectamente aspectos de la naturaleza con los que no podemos interactuar de ninguna manera. Así comprobamos como un científico, o mejor un ingeniero, expertos donde los hubiera en control de la realidad, nos pueden dar explicaciones causalmente mucho más ricas que las que podemos ofrecer las personas ordinarias. Cuando el motor de nuestro coche se avería, el mecánico nos puede dar una potente y precisa explicación causal: debido a que el circuito de refrigeración estaba sucio, el líquido refrigerante no llegó en suficiente cantidad al motor. La temperatura del cilindro ascendió muchísimo con lo que el pistón terminó por derretirse y soldarse con las paredes internas del cilindro. En cristiano, el coche ha gripado. Te va a costar una pasta.

Sería muy extraño que el mecánico te dijera que la causa está en que el etilenglicol (el componente fundamental del líquido de refrigeración) es un alcohol compuesto de hidrógeno y oxígeno, que son dos de los componentes más abundantes en el universo (sobre todo el primero). Si fueran más escasos, nuestro universo no existiría tal y como lo conocemos, por lo que jamás hubiésemos existido y nunca habríamos averiado nuestro coche. Esta explicación no sería causalmente muy válida ya que no tenemos control de ningún tipo sobre la presencia de elementos químicos del universo. El mecánico no puede hacer nada para arreglar nuestro coche a partir de esta explicación.

Entender bien la causalidad es mucho más importante de lo que, a priori, pudiese parecer. No se trata solo de una inútil cuestión filosófica. Es muy común ser muy malos a la hora de hacer atribuciones causales o, peor aún, jugar con su ambigüedad para engañar a un público. Por ejemplo, nos ahorraríamos mucho tiempo y dinero si nuestros políticos se ciñeran a explicaciones causales precisas y controlables al hablar de la realidad. Cuando para referirnos a las causas de la crisis hablamos de la codicia de los banqueros, del sistema capitalista, de la pérdida de valores morales de Occidente, de lo malvada o inepta que es la izquierda o la derecha política, no distamos mucho de la explicación absurda del mecánico con el etilenglicol. Si, por el contrario, hablásemos de causas precisas y controlables tendríamos el poder de modificar la realidad para solucionar nuestros problemas porque, precisamente, algo preciso y controlable es algo que se puede controlar con precisión.

Colaborando en Magnet

Publicado: 10 junio 2015 en Filosofía de la ciencia

Los editores de WegblogsSL se pusieron en contacto conmigo para pedir mi colaboración en un nuevo proyecto de revista digital. Les dije que sí sin dudarlo y aquí tenéis mi primer artículo allí. En él hago un recorrido histórico por las relaciones entre ciencia y filosofía, poniendo un tanto en duda la historia oficial del asunto, pasando por el caso Sokal, metiéndome un poquíto con los postmodernos y apostando, finalmente, por la Tercera Cultura.

La revista, además, tiene un montón de artículos interesantes. Os la recomiendo.

Magnet

Anoche encontré en la red este pequeño debate y me lo tragué. Para mi desilusión, encontré lo mismo que tantas veces he encontrado. Un defensor de la ciencia mal formado en un asunto que se ha dado esencialmente en el ámbito de la filosofía (entonces, mal formado en filosofía), repitiendo unos tópicos que se han puesto en duda desde hace ya bastantes años. Y es que quien no conoce la historia de la filosofía está condenado a repetirla. En el bando de los filósofos, dos tipos bastante más ilustrados y mejor informados, pero bastante pedantes (sobre todo, el señor Albiac) y que tienden a irse por los cerros de Úbeda y a hablar mucho y no dejar hablar (sobre todo, el señor Maestre). Vamos a repasar algunos puntos interesantes:

1. Jorge Alcalde comienza sosteniendo que el método científico es solo uno, por lo que solo hay una ciencia, mientras que filosofías hay tantas como filósofos, no constituyendo la filosofía un saber unificado. Con respecto a la filosofía, tiene razón, cada filósofo es una filosofía, pero con respecto a la ciencia, está defendiendo un mito. Por ejemplo, desde mi trabajo, los campos de la ciencia que más he estudiado son la biología, las neurociencias y la Inteligencia Artificial. ¿Constituyen estas tres ciencias un saber unificado, sin fisuras, fruto de la utilización de un mismo método? NO. La biología es un saber muy descriptivo encuadrado dentro del marco teórico del darwinismo, en el cual rara vez hay leyes del estilo de la física (de hecho, ha habido un fuerte debate acerca del estatuto científico de la misma biología). La neurociencia es un saber más experimental, pero muy ligado a la filosofía de la mente. Todos los grandes neurólogos hacen planteamientos totalmente filosóficos. Y la IA es un saber muy instrumental, muy ligado a la ingeniería, a la creación de software y máquinas, de modo que también hay debate acerca de si la IA es una ciencia o una tecnológica. Como vemos, en las mismas ciencias hay controversia sobre su mismo estatuto científico. Pero, ¿entonces no tienen nada en común? ¿Son saberes totalmente fragmentarios? NO. Sin llegar a Feyerabend, a la negación del método científico en cuanto a tal, a mi me gusta hablar de que las diferentes ciencias comparten un cierto ethos, unos ciertos hábitos o directrices epistemológicas. Todas ellas se preocupan mucho por la justificación de sus afirmaciones, siempre que sea posible desde un marco experimental. Intentan hacer afirmaciones generales que, al hacerse públicas, tengan la aprobación de la comunidad científica. Intentan ser muy rigurosas recurriendo a la precisión de las matemáticas: hacen modelos que puedan ser lo más predictivos posibles. Todo ello, insistimos, siempre que sea posible (que en mil ocasiones no lo es). Pero lo que no se puede afirmar de ningún modo es de que exista una sola ciencia. No existe la ciencia normal de la que hablaba Kuhn, un saber unificado claro, distinto y verdadero. Todas las teorías científicas nacen con muchos problemas. Todas ellas tienen lagunas, vacíos, dificultades para explicar ciertos fenómenos. El mismo darwinismo, base central de la biología, nació sin explicación alguna del origen de la vida, sin mecanismos de herencia (hasta la llegada de Mendel), sin suficiente evidencia experimental (el registro fósil en la época de Darwin era bastante más deficiente que el actual), de modo que el mismo Darwin murió defendiendo el lamarckismo con una teoría tan falsa como la pangénesis. Hoy en día el neodarwinismo explica muy bien algunas cosas, pero otras mucho peor (el famoso problema del gradualismo, por poner un ejemplo entre tantos otros), de modo que está en continua revisión. El mismo Mendel, si hoy viviera y contemplara lo que ha cambiado la genética desde que el la fundó, no la reconocería. La ciencia es muy dinámica y, precisamente, eso es lo que a mi juicio, le da fortaleza y la aleja del dogmatismo.

2. Pero es que el mismo Alcalde se contradice cuando para defender la humildad de la ciencia, ésta reconoce su falibilismo: lo que hoy se considera un saber certero dentro de tres siglos podría considerarse algo completamente falso. Si esto es así, ¿dónde queda la unidad de la ciencia? Habría entonces tantas ciencias como épocas históricas, casi lo mismo que pasa con la filosofía.

3. Después, Alcalde enuncia la vieja idea de que la ciencia ha ido comiendo terreno a la filosofía, de modo que temas antes clásicos de la filosofía son ahora campo propio de la ciencia. Alcalde no llega al final de este argumento, pero, en el fondo, lo que quiere decir es que en un hipotético fin de la historia, la ciencia habrá conquistado todo el terreno de la filosofía, dejándola como un saber obsoleto. Alcalde está repitiendo el esquema, propio del siglo XIX, de que la historia del conocimiento humano sigue tres fases: mito, filosofía y ciencia. Nada más anticuado y falso. Sí que es cierto que el conocimiento racional occidental surgió como oposición al mito (si bien en esto también hay controversia: ¿fue un paso repentino o gradual? ¿Se ha superado completamente el mito?), pero no puede entenderse que la ciencia surgiera por oposición y superación de la filosofía. Si estudiamos mínimamente la historia de la ciencia vemos como, en su surgimiento hasta el XIX, no hay una distinción entre ciencia y filosofía en el sentido de que la primera ha de oponerse y superar a la otra. Me gustaría que alguien me enseñara un texto de Galileo, Kepler, Euler, Pascal, Descartes, Bacon, Leibniz, Newton… en donde se vea este esquema positivista. Muchos de ellos plantearon la ciencia moderna por oposición, por ejemplo, a la escolástica o al aristotelismo, pero nunca en términos de ciencia versus filosofía, sino en términos de unas teorías viejas por otras nuevas. Se planteó un novum organum, pero no en términos positivistas. Hoy en día ciencia y filosofía se entremezclan tanto que es tremendamente difícil establecer un criterio de demarcación preciso entre ambas tal y como intentaron, y evidentemente fracasaron, los miembros del Círculo de Viena. Otra cosa es que exista una ciencia positivista (algo nefasto) y una filosofía acientífica (igualmente nefasta).

4. Nuestro defensor de la ciencia, también sugiere, poniendo el ejemplo de Hawking, que, a veces, los científicos dejan de serlo y se convierten en filósofos, pero, cuando lo hacen, cometen errores, pierden fuerza. Aunque tampoco lo diga directamente está sugiriendo que la ciencia es el ámbito del rigor y que la filosofía es algo especulativo en el peor sentido de la palabra: fantasía, fabulación, alejamiento de las pruebas empíricas… De nuevo una gran falsedad. Si uno lee algo de buena filosofía, cualquier clásico vale, se dará cuenta de que, precisamente, la filosofía se caracteriza por su rigor. Un buen filósofo no se cree nada, duda de todo y vuelve a dudar. Un buen filósofo pone cualquier idea a prueba una y otra vez. Alcalde confunde la filosofía con la mala filosofía. Existen muchos pseudofilósofos que solo dicen majaderías (me viene justo a la mente la figura de Jodorowsky, entre tantos otros), al igual que existen tantos otros pseudocientíficos. Hay buena ciencia y mala ciencia, al igual que hay buena filosofía y mala filosofía, pero desde luego, la ciencia natural no es la única poseedora del rigor.

5. Luego está el tema de la ideología. Albiac y Mestre insisten en que la ciencia se ha convertido en ideología, tal y como ya expuso Habermas hace ya algún tiempo. Es la idea clásica de la Escuela de Franckfurt. Es cierto en parte. En muchas discusiones uno termina la disputa diciendo que lo que afirma está respaldado por la ciencia, por lo que, necesariamente, es verdad. Yo recibo constantemente en mi Facebook noticias de estudios científicos que demuestran las más rocambolescas chorradas. El otro día recibí uno que sostenía que un estudio científico demostraba que los hombres que miran los pechos a las mujeres viven más años que el resto (si esto fuese cierto la mayoría de los hombres seríamos inmortales). Es decir, la ciencia se entiende en muchos casos como un saber infalible que nos dice la verdad de una vez por todas, como el juez supremo ante cualquier controversia. Falso. Como reconocía el mismo Alcalde, la ciencia es un saber tan falible como cualquier otro. Pero creo que, en este caso, la filosofía ha tendido a exagerar esta perspectiva. Hay un uso ideológico de la ciencia, está claro, pero eso no convierte a la ciencia en ideología. Si miras por un microscopio y ves bacterias, por mucho que, ideológicamente, no te interese ver bacterias, eso es lo que hay. Si quieres construir un misil al servicio de tus ideas políticas y no posees la ciencia ni la tecnología necesarias, no podrás construirlo por mucho que estés convencido de tu credo. Exagerar el carácter ideológico de la ciencia la termina por relativizar demasiado, y la iguala al mito. Ni tanto ni tan calvo.

6. Albiac y Mestre parecen estar de acuerdo en que la filosofía jamás da respuestas. Según ellos es una actividad que solo se encarga de problematizar, de poner en duda todo, de hacer más y más preguntas. Seguramente, esta actividad crítica es una de las más características de la filosofía y la que le ha dado más éxitos, pero no me parece convincente. Si miramos la historia de la filosofía, cada filósofo no solo ha creado interrogantes, sino que también ha dado respuestas. Cada corriente filosófica es un conjunto de respuestas a una serie de problemas. A mí me parecería un sinsentido que la filosofía solo fuera una generadora interminable de cuestiones sin, ni siquiera, intentar responderlas. No, la filosofía claro que da respuestas, pero son respuestas siempre parciales. En esta línea me gusta el perspectivismo de Ortega y Gasset: cada nueva filosofía es una nueva perspectiva, una nueva forma de mirar algo que, hasta entonces, no se había visto de esa forma. Sin embargo, como toda perspectiva, no alcanza a ver la totalidad del cuadro. Quizá no exista la perspectiva global, el «ojo de Dios», que nos permita conocer la realidad en su plenitud, pero cada nueva forma de mirar enriquece nuestro saber en su conjunto. Cuando una filosofía intenta convencernos de que constituye esa perspectiva global, automáticamente sabremos que estamos ante algo falso, ante una intención totalizadora y dogmática (y, casi siempre, peligrosa). Sin embargo, en tanto que forma de mirar que reconoce su parcialidad, todas las buenas filosofías tienen algo de verdadero.

Waterart

Estos días, el magnífico Cuaderno de Cultura Científica está publicando varios artículos con la intención de clarificar el concepto de emergencia. Es un concepto importante porque de su aceptación o no, depende la renuncia al reduccionismo materialista o fisicalista. Si, realmente, existen propiedades emergentes en su sentido fuerte (propiedades que no pueden deducirse de ningún modo desde sus componentes básicos), el reduccionismo no tendría sentido alguno. Por el contrario, si no existen, todavía podría sostenerse el sueño materialista de poderlo explicar todo a partir de las partículas más elementales de la realidad.

Vamos a plantear el problema del siguiente modo. Una molécula de agua está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. El agua tiene una serie de propiedades: es líquida en condiciones de temperatura y presión normales, es una gran disolvente, tiene un elevado índice de tensión superficial, hierve a los 100º C al nivel del mar, posee una conductividad eléctrica baja, una elevada entalpía de vaporización, etc. El hidrógeno es muy diferente al agua: es un gas, es muy inflamable y es no soluble en agua, aunque también es incoloro e inodoro. Y el oxígeno es otro gas, también incoloro e inodoro, pero con un enorme poder oxidante, buen comburente, paramagnético (en su forma habitual de dioxígeno), etc. Ambos átomos que componen el agua comparten ciertas propiedades con ella, pero, en general, son bastante diferentes.

Entonces, la cuestión emergente para químicos es la siguiente: sin haber enlazado nunca dos átomos de hidrógeno con uno de oxígeno, ¿es posible deducir, solo a partir de las propiedades del hidrógeno y del oxígeno, todas las propiedades del agua?

1. Si la respuesta es que sí, el reduccionismo materialista estaría de enhorabuena, ya que sería posible deducir todas las propiedades del nivel de organización molecular a partir del nivel atómico (haciendo la suposición, claro está, que si podemos deducir las propiedades del agua a partir del oxígeno y del hidrógeno, podremos deducir todas las propiedades de cualquier otra molécula a partir de sus átomos, cosa que podría no darse).

2. Si la respuesta es que no, las consecuencias son muchas. En principio, el reduccionismo materialista no pasaría su primer y más sencillo examen. Si no podemos, ni siquiera explicar el nivel molecular a partir del nivel atómico, ¿cómo pretendemos explicar niveles de organización mucho más complejos como el biológico, el social o el cultural? También quedaría clara la existencia de propiedades emergentes, pero además, en un sentido muy, muy fuerte, tal que podríamos afirmar que toda unión molecular de dos o más átomos contraerá propiedades no deducibles de las propiedades de sus átomos componentes. O dicho con todas las letras: toda propiedad molecular es una propiedad emergente en su sentido fuerte.

Mis sospechas van en la dirección de que la respuesta 2 es la correcta. Aquí, sencillamente he aplicado la doctrina de Hume al problema de la emergencia. El filósofo escocés decía que una cuestión de hecho (una verdad empírica) es imposible de deducir a priori. En nuestro ejemplo, es imposible saber las propiedades físicas del agua únicamente a partir de las propiedades del hidrógeno y del oxígeno, sin hacer el experimento de enlazar ambos átomos, es decir, sin comprobarlo a posteori. Expresado de otra manera: de las propiedades de un efecto, es imposible deducir propiedades de la causa sin haber observado previamente, mediante la experiencia, la unión entre la causa y el efecto. Por lo tanto, para Hume, toda propiedad que se da de unir una causa y un efecto sería una propiedad emergente en su sentido fuerte. De hecho, la única razón que tendríamos, sencillamente, para decir que de enlazar oxígeno e hidrógeno, obtenemos agua, es la experiencia pasada: en ocasiones anteriores, al unir un átomo de oxígeno con dos de hidrógeno, obtenemos agua. Sin la experiencia pasada no podríamos ni siquiera saber que tal unión da agua.

Así que, amigos químicos, la cuestión está lanzada: ¿es posible deducir las propiedades del agua únicamente a partir de las propiedades del oxígeno y del hidrógeno?