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Esta entrada continúa a esta otra. Se trata de enumerar cosas cognitivas que me parecen interesantes.

Glitch: se dice de un error de programación que se expresa en un videojuego pero que no afecta a ningún aspecto importante de éste, de modo que puede entenderse no como un fallo, sino más bien como una característica no prevista. Me resulta muy poético pensar que lo que realmente nos gusta de las otras personas no son sus perfecciones, sus virtudes programadas en su código fuente; quizá nos gustan más sus glitchs, sus defectos no letales, sus defectos que incluso configuran otras partes virtuosas de su forma de ser. Por ejemplo, recuerdo a una antigua alumna que tenía una nariz muy aguileña con una leve giba. Objetivamente, extirpando esa nariz de su cara y observándola, era una nariz muy fea. Sin embargo, en su cara, en su cuerpo, en la totalidad que era ser ella, esa nariz no era nada fea. De hecho, la chica era muy atractiva. Años después, cuando volví a verla casi no la reconocí. Se había operado. Ahora su nariz, extirpada de su cara y de la totalidad que era ser ella, era más bonita. Sin embargo, su nueva nariz puesta en su contexto había empobrecido el conjunto. Ya no era ella, ya se parecía más a muchas otras. Así que cuidado con avergonzarse de vuestros glitchs, porque seguro que molan o, como mínimo, son una parte importante de vuestra identidad.

Huevo de Pascua: otro término informático. Y es que me gusta cómo la informática crea una jerga que luego pueda extrapolarse a la literatura o a la filosofía. Un huevo de Pascua es cuando los programadores dejan un mensaje oculto en su programa, muchas veces como forma de dejar una huella personal, una especie de firma. La verdad es que me parece muy curioso lo poco reconocidos que están los programadores. Pasa casi lo mismo que con los guionistas de cine. Bien, el caso es que me gusta compararlo con el argumento de las analogías de Tomás de Aquino: si Dios ha creado el mundo, dejará huellas de su ser en su creación, por lo que a través del conocimiento del mundo podremos conocer indirectamente a Dios. Dicho de otro modo: Dios deja huevos de Pascua en el universo. Desgraciadamente yo no he encontrado ninguno.

Inversión: una buena forma de reinterpretar o repensar algo consiste en cambiar el orden de las cosas, en invertir lo que hay. Por ejemplo, la famosa teoría de James-Lange sobre la emoción se explica muy bien mediante la frase: «No lloramos porque estamos tristes sino que estamos tristes porque lloramos». Cambiar el orden temporal o causal de los acontecimientos de cualquier suceso e indagar si podría ser así, no solo puede ser una estrategia para descubrir algo interesante, sino un juego literario muy fructífero. Pensemos en la película basada en el libro de Scott Fitzgerald El curioso caso de Benjamin Button. Sencillamente se invierte el orden de desarrollo de una vida: naces viejo y mueres bebé ¿Y si cambiamos los héroes por los villanos? Ahí tenemos la salvaje serie The Boys de Eric Kripke. De esta forma se hace en el género de la ucronía: ¿Qué pasaría si los nazis y los japoneses hubiesen vencido? El hombre en el castillo de Dick ¿Y si la invencible hubiera ganado? Britania conquistada de Harry Turtledove.

Descontextualización: igual que la inversión pero con el espacio, con el ecosistema del objeto en cuestión. Pon un torero sevillano en un submarino ruso en plena Guerra Fría, una choni de los arrabales de Madrid en la estación espacial internacional, usa la etnografía que Malinowski utilizó con los trobriandeses para estudiar a los miembros de tu familia, utiliza la teoría de juegos para estudiar la evolución biológica como hizo Maynard Smith, usa la geología para estudiar un aspecto de la sociedad… ¡Es un método ideal para ponerlo todo patas arriba y descubrir cosas! ¡Es la clave de la creatividad!

Posible adyacente: creo que el primero en utilizar estar idea fue mi querido Stuart Kauffman. Consiste en pensar en el abanico de posibilidades reales inmediatas, adyacentes, que ofrece cualquier cosa. Con esto explicamos muy bien la evolución tanto de la biología (a donde Kauffman lo aplica) como de la tecnología, y también podemos aplicarlo en nuestra vida. Me explico: es imposible que en el Paleolítico se inventara el ferrocarril, porque para llegar al ferrocarril hace falta pasar por muchos tramos intermedios. Primero tuvieron que descubrir la rueda, los metales, la máquina de vapor, etc., etc. Solo recorriendo estos hitos se puede llegar al objetivo final. En nuestra vida muchas veces nos fijamos objetivos y luego nos sentimos frustrados por no conseguirlos. Mucha gente quiere ser rica y famosa (eso en un posible remoto), y cuándo les preguntas qué hacen para conseguirlo, o no hacen absolutamente nada (lo cual es más común de lo que uno pensaría), o tienen planes difusos, poco realistas, que no se concretan en acciones plausibles o realidades manejables. Una solución es pensar en tu posible adyacente: ahora mismo, yo, en este preciso instante del espacio-tiempo que puedo hacer, por muy humilde que sea, en pro de conseguir mis objetivos: ¿de qué abanico de posibles adyacentes dispongo ahora?

Sistema: esto me lo enseñó Mario Bunge. Si quieres analizar cualquier elemento de la sociedad utiliza una ontología de sistemas, es decir, ni pienses en entidades individuales (átomos) ni pienses en la sociedad en su conjunto (holismo), sino que piensa en sistemas: toda cosa o es un sistema o es un elemento de un sistema. Luego, esos elementos se pueden relacionar entre ellos o con otros sistemas o elementos de otros sistemas. Así, por ejemplo, el sistema educativo está compuesto de muchos elementos (alumnos, profesores, padres de alumnos, colegios, institutos, universidades, pizarras, pupitres, exámenes, etc.) que a su vez se relacionan entre sí (el padre del alumno le regaña por suspender el examen), o con otros sistemas (El sistema sanitario alertó de una epidemia y los colegios se cerraron). Pensar mediante sistemas creo que tiene dos virtudes principales: una es que no tienes ningún compromiso ontológico (existen sistemas, luego si estos son materiales, mentales, espirituales, etc. es otro problema que no tienes por qué tratar) y otra es que te da la clave para entender algo crucial de la realidad: la mayoría de lo que ocurre no tiene solo una causa, sino muchas (el sistema educativo no falla solo porque los alumnos no estudian, sino que hay causas de muy diverso tipo que influyen en ello), y las soluciones a los problemas no deben llegar solo desde un lugar (solucionar los problemas del sistema educativo no va a ser solo cuestión de que los profes sean más exigentes o de que los padres sean más estrictos, sino de muchos más elementos en juego). Pensar desde la teoría de sistemas te hace entender la complejidad de todo, y ver que cualquier estrategia reduccionista, termina siendo una burda simplificación, cuando no un error grosero.

Coste de oportunidad: el clásico concepto de economía: son los beneficios que nos hubiese reportado escoger la opción que no escogimos, es decir, lo que podríamos haber ganado haciendo las cosas de otra manera. Psicológicamente es una idea terrible, ya que una de las razones de nuestro tormento cotidiano surge siempre de pensar en esos famosos «y si…», más sabiendo que sólo tenemos una vida y que lo que hemos hecho en ella, hecho está. El error cometido queda petrificado en el pasado sin que pueda modificarse. Pero, pensemos en subirla de nivel: no solo es lo que perdiste por no elegir una opción concreta, sino lo que has perdido por no poderlas elegir todas. Esto podría llamarse hipercoste de oportunidad. Apliquémoslo a nuestra vida: yo sólo he escogido un camino de los infinitos que se me han propuesto. He elegido ser profesor, pero no futbolista, actor, artista, fontanero… Conforme mi vida pasa, los caminos se van cerrando. Soy profesor y, a lo mejor puedo cambiar y ser otra cosa, pero ya sé que nunca jugaré en el Real Madrid ni en los Boston Celtics, que ya no ganaré un Óscar o que no me ganaré la vida arreglando motores de camión. Cada elección consiste en cerrar el enorme abanico de la posibilidad escogiendo solo una opción. Dios ha sido muy cruel aquí ¿No nos podrían haber dejado elegir dos o tres? ¿No sería maravilloso vivir tres vidas paralelas? Poder saltar de una a otra en cualquier momento. Estoy aburrido de dar clase, voy a ver cómo va mi vida como frutero… Estaría bien una vida casado y con hijos, otra soltero en constante viaje, y otra dado al poliamor… ¡Solo pido reducir un poquito el hipercoste de oportunidad! Si las opciones son infinitas, pedir tres oportunidades no es nada.

Supe hace unos días del oráculo de Aaronson a través de un breve artículo de Microsiervos. Se trata de un experimento sencillísimo: tienes que elegir entre pulsar la tecla «d» o la «f» las veces que quieras. El oráculo consiste en un algoritmo que intentará predecir qué tecla vas a pulsar. Ya está, no hay más ¿Una estupidez? Para nada.

La idea es la siguiente: actuar sin libertad de elección o libre albedrío suele entenderse como actuar de modo determinado por causas anteriores. En tal caso, conociendo las causas anteriores debería ser fácil predecir la futura elección. En caso contrario, no poder predecir la elección puede entenderse como evidencia a favor de que se actúa con libre albedrío. Podría objetarse que no tiene por qué: si yo me echo a la siesta todos los días a las tres de la tarde, mi conducta puede ser muy predecible pero eso no quita que yo elija libremente siempre hacer lo mismo. De acuerdo, pero de lo que trata el oráculo de Aaronson es de intentar, a propósito, no ser predecible. Si, verdaderamente, somos libres no deberíamos tener demasiados problemas en ser impredecibles, deberíamos ser buenos generando cadenas aleatorias.

Sin embargo, el oráculo parece demostrarnos lo contrario. Cuando probé la versión web de Aaronson me pareció curioso lo que me costaba generar secuencias impredecibles. La mayor parte de las veces que he jugado el oráculo me ganaba y, muchas veces, incluso con porcentajes superiores al sesenta por ciento. Bien, ¿y cómo funciona el algoritmo? Analiza las 32 posibles secuencias diferentes de cinco letras. Entonces, cuando el jugador sigue una de ellas, el algoritmo memoriza cuál ha sido la elección para, cuando vuelva a repetirse la secuencia, apostar por ella.

Casi por puro divertimento, me puse a programar en Phyton una versión con diferentes algoritmos. Y los resultados me han dejado, cuanto menos, inquieto. Mi programa está formado por cuatro algoritmos. El primero, funciona, simplemente por azar, y está implementado de modo simbólico para establecer la comparación entre los resultados del mero azar (que, evidentemente, se acercarán siempre al cincuenta por ciento) y los resultados de los demás algoritmos. La idea básica es que cualquier algoritmo que no mejore los resultados del azar no predice absolutamente nada. El segundo algoritmo (llamado Glob), sencillamente calcula cuántas veces se ha pulsado «d» y cuántas «f», y apuesta por la letra que más veces se ha repetido. El tercero (3U) cuenta las veces que han pulsado «d» o «f» en las últimas tres jugadas, y apuesta por la que más veces se ha iterado. Y el cuarto (5U) hace lo mismo que el anterior pero contando a partir de las cinco últimas jugadas.

Os pego aquí los resultados de mi mujer:

Jugó 383 veces. El algoritmo azaroso solo acertó en torno al 51%, pero ya  Glob acertó un 56%, 5U un 64% y, lo más llamativo, 3U acertó un 70%. Todas las veces que yo he jugado los resultados han sido muy parecidos (aunque, evidentemente, para que esto tenga validez científica habría que hacer el experimento como Dios manda).

Los algoritmos de este oráculo son más simples que el de Aaronson (que tampoco es que sea muy complicado). De forma elemental, cuentan las veces que se repite un determinado resultado y apuestan por él sin más estrategia. Lo único que hacen es detectar rachas, apostar por tendencias a la repetición.  Ya es llamativo que algoritmos tan estúpidos tengan mejores resultados que el azar, pero lo tremendamente interesante es que algo tan estúpido como 3U sea tan bueno. He comparado muchas veces sus resultados con los del algoritmo de Aaronson, y 3U es muchísimo mejor. De hecho, he visto muy pocas veces a 3U bajar del 60% ¿Cómo puede ganarme una cosa tan tonta? O dicho de otro modo ¿Cómo puedo ser tan sumamente predecible?

He pensado seguir ampliando el oráculo. El mismo Aaronson nos dice que podríamos cambiar su algoritmo para secuencias de tres en vez de cinco letras, o que podríamos utilizar la cadena creada por un jugador como modelo predictivo con la esperanza de que los demás jugadores hicieran lo mismo. Sería muy interesante, y lo haremos, ir probando diferentes algoritmos y comparar los resultados (sería, cuanto menos, divertido probar uno basado en la sucesión de Fibonacci o en el triángulo de Tartaglia). Otra opción es modificar el propio juego. Lo primero que he hecho ha sido añadir una tercera letra a elegir por el jugador, para hacer más compleja la predicción. He aquí los resultados:

763 jugadas. El azar, como era de esperar, está en torno al 33% con un 31%; Glob funciona a un 38% (un 7% mejor que el azar); 5U ya empieza a ser competitivo con un 49%; y, espectacularmente, 3U sigue ganándome con más de un 55%. Si, a ojo, calculo cómo ha bajado su rendimiento del juego anterior (con solo «d» y «f»), podría rondar un 10% (de 65 a 55). Ante tres opciones, 3U me sigue ganando (aunque reconozco que yo no valdría como sujeto experimental ya que conozco su algoritmo. El esfuerzo por jugar como si no lo conociera no hace que no contamine el resultado).

Estos días ha corrido como la pólvora por la red, el vídeo de una mujer que sufría una amnesia global transitoria. Según cuenta su hija, con la que habla, mantuvo esta misma conversación en bucle durante unas nueve horas y media. Afortunadamente, tras unas veintiséis horas, la amnesia cesó y Mary Sue se ha recuperado sin secuelas apreciables.

 

Este caso, el cual no es para nada una excepción ya que los casos de amnesia anterógrada de este tipo son bastante frecuentes y están bien documentados, es muy significativo para tratar el tema que nos ocupa. El gran problema que impide resolver la cuestión de si una decisión se tomó libremente o estaba determinada de antemano, es que no podemos retroceder en el tiempo para comprobar si, verdaderamente, pudo darse otra elección diferente a la que realmente ocurrió. Sin embargo, Mary Sue, entra en una especie de bucle temporal. Al sufrir amnesia anterógrada no puede generar nuevos recuerdos, por lo que, continuamente resetea, es decir, vuelve al principio. En la excelente película de Christopher Nolan, Memento, el protagonista sufre de una dolencia parecida (si bien mucho más trágica, la suya es incurable y no desaparece a las pocas horas) y se enfrenta a una situación terrible: perdió la memoria justo en el momento en que su mujer era asesinada, por lo que continuamente vuelve al momento del asesinato. En una inconmensurable escena de la película dice «No me acuerdo de olvidarte», haciendo referencia al hecho de que, para un enfermo de amnesia anterógrada, el tiempo no pasa y, por tanto, el tiempo no cura las heridas por lo que Leonard, el protagonista, nunca podrá superar la muerte de su esposa.

Entonces, con esta repetición temporal, tanto Mary Sue como Leonard  nos sirven para estudiar el libre albedrío. Su vuelta hacia atrás se asemeja a un viaje en el tiempo y, por ello, podemos comprobar si, ante la misma situación (la misma cadena causal desencadenante), hacen algo diferente cada vez. Y el resultado, tal y como comprobamos viendo el vídeo, es que no es así. Mary Sue repite la mismas palabras una y otra vez. Las mismas causas conectan con los mismos efectos: determinismo clásico. El oráculo de Aaronson o 3U acertarían en un 100% de los casos. No somos libres.

Y por si quedaba alguna duda, un nuevo artículo en Nature vuelve a aportar más evidencia. Utilizando resonancia magnética funcional, el equipo de Joel Pearson predecía la decisión de los sujetos experimentales, con hasta once segundos de antelación de que éstos fueran conscientes de su propia elección.

PD.: mientras no me canse, seguiré haciendo pruebas con el oráculo. Cuando refine más el programa lo subiré para que podáis jugar vosotros también.

zenobia

Uno de los grandes errores de la modernidad fue la búsqueda obsesiva de un fundamento irrefutable. Se buscaba una verdad, un primer principio que sirviera como base sólida para construir el gran edificio del saber. Realmente, ese fue el gran error de Descartes. Era una misión imposible, un imperdonable acto de arrogancia humana, y cualquier pretencioso intento de encontrar tal arkhé indestructible fue fácilmente desmontado por los grandes críticos de la Edad Moderna ¿Qué quedó entonces? La nada, el último hombre que diría Nietzsche, el nihilismo, el pesimismo existencial. Dios había muerto, por lo que nada tenía sentido.

Muchos se han quedado a vivir aquí, lamentándose eternamente de los fracasos de la razón humana, atrapados en una autodestructiva tragedia byroniana. Otros, sin embargo, han querido salir del abismo entrando en lo que se ha llamado la época o edad postmetafísica. Veamos este fragmento del precioso Las ciudades invisibles de Italo Calvino:

Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de administrable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes,  y las casas son de bambú y zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de mano y aceras colgantes, coronadas por miradores abiertos de tejados cónicos, depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.

No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron  satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y ya indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si al que vive en Zenobia se le pide describa como sería para él una vida feliz, la que imagina es siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas flotantes, una Zenobia tal vez totalmente distinta, con estandartes y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo.

Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella.

Los habitantes de Zenobia ignoran el fundamento, el propósito que dio forma a su ciudad. Sin embargo, eso no les impide vivir ni afecta en nada a su bienestar o felicidad. El hecho de desconocer el origen de sus deseos no impide que no deseen. Los habitantes de Zenobia viven sin fundamento (como todos nosotros y como, prácticamente, todos los hombres de la historia de la humanidad) y viven bien. El peligro está cuando llega ese fundamento, cuando llega un deseo que, como nos dice Calvino en el último párrafo, puede llegar a borrar la ciudad o ser borrado por ella.

El peligro estriba en cuando llega un deseo intemporal, descontextualizado y, por lo tanto, totalizador (y totalitario: hablamos de Zenobia pero podríamos hablar de Berlín). Cuando, por ejemplo, llega alguien que quiere una Zenobia absolutamente diferente a la que hay, sin ningún pilote, una Zenobia a ras de suelo. Sería un Descartes que, viendo que Zenobia no tiene fundamento, la desecha y funda otra, radicalmente nueva, desde cero. Aquí solo podrían pasar dos cosas: o el deseo cartesiano destruiría Zenobia o la propia Zenobia destruiría a Descartes. El sueño de Descartes sería un goyesco sueño de la razón que terminaría, sin duda, en pesadilla.

Por eso, vivir sin fundamento, es decir, vivir sin dogmatismos, teniendo muy claro que nuestro conocimiento es rudimentario, provisional, precario y completamente falible, es el mejor antídoto contra cualquier pretensión totalizadora.  Pero vivir sin fundamento no nos debe llevar, desde luego, a ningún tipo de pesimismo o nihilismo, tan propios del siglo XX o del pensamiento postmoderno; ni siquiera a un pensamiento débil (del que tanto se ha abusado). No debemos caer ni en el nada vale ni en el todo vale, porque no es cierto. No hay más que mirar a nuestro alrededor: el mundo, Zenobia, funciona.  Y en él, desde luego hay verdades, reglas, principios que viven bastante ajenos a cualquier absurdo vacío existencial.

Dibujo de Mauricio Pettinaroli.

Robert Nozick

Robert Nozick fue muy conocido sobre todo por sus contribuciones a la filosofía política. Su obra Anarquía, Estado y Utopía (1974) suele considerarse como la respuesta neoliberal a la Theory of Justice de John Rawls. Es muy habitual encontrar su nombre entre los pensadores que hay detrás de la derecha política junto, por ejemplo, a Hayek o a Von Mises. Es por eso que se conoce mucho peor su faceta como metafísico. Nozick tuvo la ambición, y quizá la locura dado los tiempos que corren, de enfrentarse al problema del sentido de la existencia. Y lo hizo con cierto ingenio.

¿Por qué el ser y no más bien la nada?

Si no queremos llegar a una respuesta circular ni a una regresión ad infinitum tenemos que postular como causa del universo algún tipo de verdad que se explique por sí misma, que no dependa de nada más para ser cierta, un principio autoexplicativo ¿Cómo sería algo así? Nozick nos desvela su estructura:

P equivale a «Todas las explicaciones que posean la propiedad C son verdaderas»

P posee la propiedad C.

Un principio tal que P sería lo que denominaríamos como principio autoinclusivo, y tendría la virtud de incluir en sí mismo su propia explicación, por lo que no necesitaría de otro principio para explicarse. La verdad última sobre el mundo debería tener esta estructura. Pero pensemos en la siguiente oración:

Toda frase que contenga ocho palabras es verdadera

Es evidentemente falsa, pero imaginemos un universo en el que fuera cierta, un universo en el que cualquier frase de ocho palabras es aceptada como verdadera. Como curiosidad nótese que llegaríamos a absurdos varios.

Tengo siete dedos en mi mano derecha

sería falsa ya que solo tiene siete palabras. Pero simplemente cambiándola a la siguiente la convertimos en verdadera:

Yo tengo siete dedos en mi mano derecha.

Sígase con el absurdo cuando podemos generar infinitas frases de ocho palabras incompatibles entre sí:

Yo tengo nueve dedos en mi mano derecha.

Yo tengo catorce dedos en mi mano derecha.

Yo no tengo ni pie ni mano derecha. 

Las tres proposiciones tienen ocho palabras y no pueden ser verdaderas a la vez. Pero no nos distraigamos. El problema que pretendo mostrar es que, a pesar de que «Toda frase que contenga ocho palabras es verdadera» es un principio autoinclusivo, no es válido como principio último ya que cabría preguntarse ¿por que las frases de ocho palabras son verdaderas? Autoinclusividad no es sinónimo de ultimidad.

De acuerdo, pero Nozick vuelve a la carga. Lo que hay que hacer es buscar un principio autoinclusivo mucho mejor y no la chorrada de las ocho palabras. Autoinclusividad no garantiza ultimidad pero, al menos, es condición de posibilidad: aunque puede no ser suficiente sí es, como mínimo, necesaria. Hay que buscar un principio que sea autoinclusivo pero, sobre todo, que sea una buena explicación última de la realidad. Entonces Nozick recurre al antiguo principio de plenitud o fecundidad, que dice así:

Todo mundo posible existe realmente [en palabras del propio Nozick: Todos los mundos posibles prevalecen]

Es un principio autoinclusivo ya que, él mismo es una posibilidad que se incluiría dentro de las posibilidades que existen realmente ¿Qué significaría que algo así fuera verdad? Pues que tendríamos una infinita cantidad de universos, cada uno con una realidad diferente. Habría universos mínimos, en los que no existiría nada, y universos máximos en donde la existencia se hubiera desplegado en toda su plenitud dando una enorme abanico de posibilidades ontológicas. A la pregunta ¿Por qué el ser y no más bien la nada? Nozick responde: ambos.

Con esta conclusión se soluciona además otro gran problema filosófico con el que los físicos no paran de encontrarse: aunque pudiésemos encontrar una teoría de la gran unificación o una teoría del todo, en la que, con una serie de ecuaciones pudiésemos explicar el funcionamiento de todo el cosmos, nos quedaría por explicar por qué esas fórmulas y no otras. O, expuesto de otro modo, podemos tener las leyes del universo pero, ¿las condiciones iniciales? ¿por qué esas y no cualquier otras?

La teoría de los universos múltiples, en total consonancia con el principio de fecundidad, es una respuesta: porque en este mundo se han dado esas, al igual que en cada uno de los demás mundos existentes se habrán dado otras diferentes. Aún así todavía no habríamos llegado a la respuesta última ya que todavía sería lícito preguntarse ¿y por qué universos múltiples? No obstante, habríamos dado un pasito más hacia ella.

Problemas: si existen todas las posibilidades, terminarían por darse posibilidades contradictorias. Por ejemplo, debería darse la posibilidad «Todo lo que existe tiene alas» junto con la posibilidad «Todo lo que existe tiene forma perfectamente esférica» y con «Algunas cosas que existen son pirámides». Las tres son posibilidades válidas pero no pueden darse a la vez. Un universo en el que se dieran todas las posibilidades sería autocontradictorio y, por lo tanto, absurdo.

Nozick responde: cada universo existente estaría «lógicamente aislado» de todos los demás, de modo que cada una de las tres posibilidades anteriores se daría en un universo diferente, eliminando la contradicción. En un universo solo habría seres alados, en otro solo esferas, y en otro, por ejemplo el nuestro, existirían algunos objetos con forma piramidal.

Problema insalvable: la paradoja de Russell. Un conjunto normal alberga dentro de sí elementos de una misma clase. Por ejemplo, el conjunto de todos los libros que existen sería un conjunto normal. Sin embargo, podemos pensar en conjuntos autoincluyentes, que sería aquellos en los que el propio conjunto estaría incluido dentro de sí mismo al ser de la misma clase de cosas que contiene. El conjunto de todos los libros no sería autoincluyente porque el propio conjunto no es un libro. Por el contrario, el conjunto de de todos los conjuntos sí lo sería ya que es de la misma clase que los elementos que incluye. La paradoja surge cuando nos preguntamos de qué tipo es el conjunto que alberga todos los conjuntos normales (no-autoincluyentes). Si es normal, al albergar a todos los conjuntos normales sería autoincluyente… y si es autoincluyente sería normal ya que la clase de elementos que contiene son conjuntos normales… ¡paradoja al canto!

Lo aplicamos al principio de fecundidad: si todas las posibilidades son reales, entre todos los universos más o menos mediocres, debería existir uno en el que todas las posibilidades se hicieran reales (Sería el máximo universo posible, el universo de la fecundidad). Ese universo, ¿sería autoincluyente? Parece que sí ya que él mismo es la posibilidad de posibilidades. Sin embargo, como hemos argumentado, si dentro de él caben posibilidades contradictorias, es un universo absurdo, imposible ¿Qué hacemos? Lo que dice Nozick: limitamos el universo a las posibilidades que no llevan a contradicción, aislamos las posibilidades en compartimentos estancos (universos paralelos que no interactúan) para que no se contradigan unas a otras. De acuerdo, pero al hacerlo, el principio de fecundidad dejaría de ser autoincluyente, ya que dentro de sí solo tendría ciertas posibilidades, no todas, y, precisamente… ¡ser autoincluyente es condición necesaria para ser principio último! El principio de fecundidad como principio último se derrumba. Insert coin, hay que seguir buscando.

Nota: esta entrada es un resumen comentado del capítulo titulado El final de la explicación del libro ¿Por qué existe el mundo? de Jim Holt que, a su vez, es un comentario del capítulo dos del libro Reflexiones filosóficas de Robert Nozick. 

Cadit Quaestio

Publicado: 24 junio 2016 en Filosofía general
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Una de las tesis principales defendidas por el positivismo lógico del siglo pasado fue la de entender que gran parte de los problemas tradicionalmente filosóficos (si no todos, depende de lo purista que se fuera) eran pseudoproblemas, falsos misterios ocasionados por un mal uso del lenguaje, ya sea a nivel lógico o semántico. La misión de la filosofía sería detectivesca: descubrir la falsedad del asunto para luego, o a la vez, eliminar el problema.

Creo que es una buena idea ya que coincido en que muchos problemas y, en consecuencia, las teorías que intentan resolverlos, son efectivamente pseudoproblemas, en el mejor de los casos fruto de cierta ingenuidad, en el peor, fruto de pura y dura charlatanería. Sin embargo, en muchas otras ocasiones lo que ocurre no es que el problema en sí sea un pseudoproblema, sino que, sencillamente, lo falso es la solución. Creo que los positivistas desvelaron ciertas teorías falsas (o como mínimo, faltas de sentido) pero no llegaron a eliminar totalmente los problemas (en algunos casos ni siquiera rozaron su superficie). Quizá la metafísica occidental es, en gran parte, absurda, pero no creo que por ello podamos tirar a la basura todas y cada una de sus preguntas fundamentales. Por ejemplo, yo tengo bastante claro que el problema de la vida después de la muerte es un neto pseudoproblema en el que no hay misterio que resolver. Sin embargo, con respecto al sentido del ser o de la existencia en general no lo tengo tan claro.

Vamos a ver el ejemplo de Adolf Grünbaum, interesante filósofo de la ciencia con posturas clásicamente antimetafísicas. Según nos cuenta Jim Holt en ¿Por qué existe el mundo?, a Grünbaum no le parece nada enigmático el sentido de la existencia, ya que no ve ningún misterio allí ¿Qué le lleva a pensar eso? Veamos su razonamiento.

La pregunta crucial de la metafísica acerca del sentido del ser o de la existencia suele enunciarse canónicamente así:

¿Por qué el ser y no más bien la nada?

Como cualquier cuestión, su mera formulación lleva ya implícitos una serie de presupuestos. Ésta en concreto presupone que el estado natural del universo es la nada, la opción ontológica por defecto, siendo el ser una desviación de la nada, una anomalía que, en cuanto a tal, requiere explicación. Pero, ¿por qué es así? Según Grünbaum esto es un prejuicio sin justificación que viene de la idea cristiana de la creación ex-nihilo: primero estaba la nada y luego Dios crea el Universo. Además, hasta la llegada del deísmo, Dios no solo había creado el mundo de una nada previa, sino que lo mantenía en la existencia. Era una creencia común de la teología cristiana llevar la función divina un paso más y afirmar que sin Dios el mundo se desplomaría en la nada. Parecía como si la existencia fuera tremendamente frágil y requiriera un continuo mantenimiento.  Sin embargo la nada puede subsistir en completa soledad sin sufrir desgaste alguno. Grünbaum llama a esto el «axioma de la dependencia».

Es más, si analizamos el asunto empíricamente, vemos que lo normal, lo apabullantemete habitual, es la existencia de unas u otras cosas. Entonces, la respuesta a la pregunta por qué el ser y no más bien la nada se responde trivialmente: es que el ser es lo más normal del mundo. Lo que no hemos observado por ningún lado es la nada, por lo que lo que realmente es una rareza, una anomalía, es la misma nada, no el ser. La cuestión realmente interesante y plena de sentido sería: ¿Por qué la nada y no más bien el ser? Pero como el caso es que no se da la nada (es más, tenemos serios problemas para establecer siquiera su posibilidad lógica), no hay pregunta válida. Como concluían los latinos medievales, cadit quaestio, la pregunta cae.

Pero, ¿ya está? ¿asunto zanjado? No sé a vosotros pero a mí me queda la sensación de que no se ha eliminado por completo el problema.  En los soberbios Diálogos sobre religión natural, Hume habla a través de su personaje Cleantes, dando una serie de argumentos a favor de la infinitud temporal del universo.   Dice así: el principio de razón suficiente nos enuncia que todo tiene que tener una causa. Si el universo hubiera surgido de la nada no tendría una causa por lo que violaríamos dicho principio. Si Dios hubiese sido la causa del universo, cabría preguntarse la causa de Dios. Si Dios no tiene causa o decimos que es causa de sí mismo, igualmente violamos el principio. Si, por el contrario, postulamos la infinitud del universo, tendremos siempre causas (infinitas) antecediendo a todo efecto, por lo que no dañamos el principio de razón suficiente. Además, si pensamos, como Aristóteles, que toda explicación es explicación causal, en un universo infinito, al estar contenidas todas las causas, estarán todas las explicaciones posibles. Un universo infinito contiene en sí mismo toda su explicación y no habría que buscar nada fuera de él, sería teóricamente autocontenido. Entonces, en la misma línea de Grünbaum, no habría misterio alguno en la existencia del universo. Cadit quaestio. 

Podemos objetar: vale, cada hecho del universo se explica mediante la causa anterior, perfecto; pero la cadena causal infinita al completo, ¿qué la causó? Cleantes vuelve a la estrategia de la disolución partiendo del empirismo radical propio de Hume: no tenemos experiencia del mundo como totalidad (solo percibimos hechos concretos), por lo que buscar la causa de algo que no sabemos si existe o no es dar un salto metafísico imperdonable. Dicho de otro modo: una cadena de elementos, una serie en su conjunto, no es nada más que los propios elementos que la componen. Una vez explicado cada elemento particular, no es razonable exigir una explicación de todo el conjunto.

 Sin embargo, para los que no somos tan sumamente antimetafísicos como el tenaz escocés, sí nos parece pleno de sentido preguntarnos acerca de la causa del mundo como totalidad, principalmente, porque aunque no tengamos una experiencia directa (una imagen o impresión mental) de la totalidad del universo, sí que parece bastante razonable (de puro sentido común) deducir su existencia. Nadie ha visto China en su totalidad ni puede tener una imagen mental total de China (¿cómo sería algo así?) pero sabemos con cierta certeza que existe, ¿no? Al contrario que piensa Hume, una vez explicado cada elemento particular, es razonable exigir una explicación de todo el conjunto. Pensemos en que tenemos un automóvil y explicamos la función de cada una de sus piezas. Cabría después explicar para qué hemos fabricado el coche o cómo funciona en cuanto a totalidad.

Lo sentimos pero no me terminan de convencer. Sí creo que hay pregunta y sí creo que hay misterio, y no es porque tenga prejuicios propiciados por mi educación religiosa.

 

Plantean-nueva-teoria-del-origen-del-Universo-no-fue-el-Big-Bang

Uno de los temas más densa, a la par que infructuosamente, tratados por la tradición filosófica occidental ha sido el de la posibilidad de la nada. Si Leibniz establecía como pregunta fundamental de la metafísica «¿Por qué existe algo en vez de nada?», parecía primordial definir de algún modo qué significa que algo sea una nada. Para Parménides, el primer metafísico de Occidente, la nada era un contrasentido lógico ya que decir que existía ya era sostener que era algo y, precisamente, la nada se define por no ser nada. Así, la nada era algo en lo que ni siquiera cabía pensar puesto que no podía tener existencia ni siquiera como un objeto mental. La nada era imposible.

Aristóteles, con su sensatez y cordura habituales, siguió a Parménides y expulsó la nada de su física. No existe, todo está lleno de ser. Incluso los aparentemente vacíos espacios interplanetarios estaban llenos de una sustancia divina denominada éter. Todo estaba saturado de ser, sin el más mínimo espacio para la no existencia. Filósofos y científicos siempre han sufrido de horror vacui. Incluso cuando Torricelli produjo por primera vez vacío de forma experimental, se podía seguir argumentando a favor de la no existencia de la nada ¿Cómo?

Si dado un espacio cualquiera quitamos todos los objetos que lo pueblan, incluso el aire, tal y como hizo Torricelli, ¿no estamos ya ante puro y genuino vacío, es decir, ante la nada? No, porque queda el espacio, queda un continente tridimensional donde flotan las cosas. Y de eso no podemos prescindir porque, pensaban todos los físicos de la Edad Moderna, este espacio es inmutable… No hay forma de interactuar con él. Pero es más, no solo no podíamos hacer nada a nivel ontológico sino que tampoco lo podíamos hacer a nivel mental. Para Kant, el espacio era una condición de posibilidad de la percepción de cualquier objeto físico. Sin espacio no podemos imaginar siquiera un objeto en nuestra mente. Intente el lector pensar en una pelota de fútbol sin las categorías de altura, longitud y volumen… absolutamente imposible.

Pero todo cambió con la Relatividad de Einstein. Ahora el espacio era algo que se podía modificar, se estiraba y se contraía como el chicle. El espacio ya no es sencillamente un contenedor, un vacío abstracto en el que está todo, sino que cobra una nueva entidad ontológica: parece ser algo, ya es menos una nada. Edwin Hubble nos dio además un nuevo e importante dato: el universo se expande, es decir, el espacio se hace cada vez más y más grande. Para entender esto todo el mundo recurre a la idea de un globo que se infla, siendo nuestro universo solamente su superficie. Pero aquí se empieza a complicar nuestra comprensión intuitiva de las cosas. Esta metáfora tiene la virtud de mostrarnos visualmente como todos los objetos se alejan a la vez de todos los demás, es decir, lo que realmente significa la expansión del espacio en todas direcciones. Si en el globo dibujamos puntos simulando ser estrellas, al inflarlo todos los puntos crecerán a la vez que se irán alejando de todos los demás puntos. Sin embargo, la limitación de la metáfora está en ver que, realmente, la superficie del globo no puede ser todo lo que existe: hay un interior y un exterior del globo. Nuestro universo globo se estaría expandiendo en un espacio, no sería todo el espacio.

Es por eso que, igualmente, falla la metáfora del Big Bang entendida como una gran explosión. Cuando decimos que, al principio, todo el universo estaba comprimido en una diminuta singularidad, ya estamos fallando en algo pues, ¿qué había fuera de esa singularidad? Nada, podría responderse, ya que todo lo existente se encontraba allí. Pero entonces, ¿qué sentido tiene decir que el universo se expandió? ¿Hacia dónde lo hizo si no había más a donde ir? Todo el mundo suele visualizar en su mente un pequeño punto que, a gran velocidad, va aumentando su radio pero… si queremos aumentar cualquier longitud necesitamos un espacio en el que alargarla… ¿No es entonces un sinsentido hablar de expansión del universo?

El cosmólogo ruso Alexander Vilenkin intentó definir la nada como un espacio-tiempo esférico cerrado de radio cero, cayendo en este mismo problema: si esa nada se transforma en algo y, por lo tanto, aumenta su radio, ¿ese radio se expande hacia dónde? Kant veía estos problemas irresolubles y quizá lo sean. Dentro de la historia de la filosofía y de la ciencia, no he visto otros temas donde las respuestas hayan sido más escasas y precarias.

Pensemos de otra manera. Un universo esférico como el globo de Hubble tiene una propiedad muy interesante. Su superficie es ilimitada pero finita, al igual que la de una cinta de Moebius. Tú puedes estar dando vueltas y vueltas a un globo que jamás encontraras nada que pare tus pasos, ninguna frontera ni muro que ponga un límite a tu trayectoria. Sin embargo su superficie es finita, es decir, que podemos calcularla y nos dará un número finito normal y corriente (4πr²). En la visión de Vilenkin, y de muchos otros, está la idea de que nuestro universo puede ser algo así: finito (con una longitud y una cantidad de materia y energía finita) pero ilimitado (no hay un muro detrás del cual esté la nada). Tiene sentido pero nos encontramos con que es difícil (más bien imposible) extrapolar la metáfora del globo de Hubble a un mundo tridimensional ¿Cómo podemos imaginar un espacio con altura, longitud y volumen que sea finito pero ilimitado? Yo no encuentro el modo.

Por otro lado la infinitud del universo, la alternativa a la nada, también parece compleja. El mismo Kant pensó que si el pasado era temporalmente infinito nunca podríamos llegar al día de hoy, ya que para que éste llegara deberían pasar infinitos días. Según Holt nos cuenta, Wittgenstein argumentaba igual con un divertido chiste: Nos encontramos a un tipo que recita en voz alta: «9… 5… 1… 4… 1… 3… ¡Fin!» ¿Fin de qué?, le preguntamos. «Bueno – dice aliviado -, he enumerado todos los dígitos de π desde la eternidad hacia atrás, y he llegado al final».

Ni contigo ni sin ti. Mal concepto éste de la nada.

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Los antiguos establecieron la triada presente, pasado y futuro para describir el tiempo como algo que fluye, un río que avanza sin que nadie pueda detenerlo. Quizá la inexorabilidad de su paso es lo que más se haya repetido en la literatura occidental: no podemos parar el tiempo por mucho que lo hayamos deseado. El pasado queda atrás inamovible, con todos nuestros grandes errores allí sin que podamos hacer nada para que jamás hubieran ocurrido; el presente se disuelve, pasa efímero y se nos escapa de las manos como un puñado de arena entre los dedos; y llega el futuro, siempre impredecible y aterrador, destino último de todo, en dónde para colmo, nos espera la vejez y la muerte.

El tiempo se ha entendido como un presente móvil, que transcurre a un ritmo regular, tan regular que todos los seres humanos (y no humanos) parece que vivimos exactamente en el mismo momento del presente. Percibimos una absoluta sincronicidad temporal entre todos los objetos del universo ¿Por qué? Una excelente cuestión filosófica es preguntarse: ¿cómo es posible que toda la diversidad de organismos que vivimos en el universo (al menos los que tenemos noción del tiempo) percibimos el ahora exactamente en el mismo momento?

La respuesta tradicional la encontramos en la física newtoniana: es que el tiempo es algo real, externo a nosotros y objetivo, un horizonte universal en donde todo sucede. La flecha del tiempo es ontológicamente real. Para Newton, si hay dos entidades inmutables e inmóviles son el espacio y el tiempo. Ambos serían los continentes del universo y todos los objetos del universo su contenido.

Sin embargo, ya muchos sospecharon de que algo no funcionaba bien en esta visión. En primer lugar, el tiempo es algo de lo que empíricamente no tenemos constancia alguna: no se ve, ni se huele, ni se oye ni se puede tocar… Lo único que podemos percibir con su paso son los procesos físico-químicos que observamos en la naturaleza. Yo observo a un ser humano envejecer y, al hacerlo, observo una infinidad de procesos biológicos pero… ¿observo el tiempo mismo por algún lado? No, ¿y si realmente todo esto es una ilusión?

La relatividad de Einstein lo dejó claro: esa sincronicidad temporal sí era una ilusión. El tiempo pasa más rápido o más lento en función del movimiento que realice el objeto. El tiempo puede estirarse y contraerse y no para todo el mundo de la misma manera sino de forma diferente para todos. Esta idea es de las más contraintuitivas que jamás se han propuesto: ¿cómo es posible que mi presente sea diferente al de cualquier otra persona? ¿Cómo podemos vivir en tiempos diferentes si, claramente, veo que vivimos en el mismo? Pero, ¿qué es el presente? ¿Cuánto dura?

En un interesante, y muy divulgado, experimento de los investigadores del MIT Jason Fischer y David Whitney, sometieron a un grupo de sujetos a la visualización de varias series de parches de Gabor. Se les mostraban las imágenes durante medio segundo y se les pedía que describieran los ángulos de inclinación. El experimento concluía que los resultados de las visualizaciones anteriores interferían en los resultados de las siguientes. Por ejemplo, si se mostraba un grupo de líneas paralelas en horizontal y, a los pocos segundos, otro de líneas paralelas en vertical, el sujeto concluía que las segundas no eran totalmente verticales sino que estaban inclinadas.

Los efectos de la distorsión disminuían cuando, entre la visualización de ambas imágenes, pasaban más de quince segundos. De aquí concluyeron Fischer y Whitney que nuestro presente es algo así como el promedio de los últimos quince segundos. Pero, ¿por qué hace esto nuestra mente? Porque, en general, nuestro mundo tiene una cierta estabilidad, por lo que si pretendes acertar haciendo predicciones muy rápidas, parece una excelente estrategia apostar por cierta estabilidad, porque las cosas no cambien en un corto periodo de tiempo. A este intervalo lo han llamado «campo de continuidad», es decir, el lapso de tiempo en el que la realidad nos parece continua porque conectamos, ya sea correcta o erróneamente, los eventos que en ella suceden.

Estas ideas encajan muy bien con las de Tononi o Dehaene acerca de la consciencia. Estos dos conocidos neurocientíficos piensan que la consciencia de algo surge cuando hay una alta integración de información de diversas fuentes. Cuando yo percibo un suceso integro mucha información sensorial (veo muchas formas y colores, oigo, toco, huelo…) de modo que la unifico en una representación consciente. El «campo de continuidad» es una forma de integración de información, es una forma de hacer coherente un caos de estímulos perceptuales, para poder intervenir en la realidad de la forma más eficaz posible.

Otros experimentos realizados por el famoso Benjamin Libet (descritos en su libro Mind Time: The temporal factor in consciousness. Por supuesto, no traducido al castellano) nos muestran el tiempo mínimo para que algo sea captado a nivel consciente. Situando electrodos en la corteza somatosensorial del cerebro de los sujetos experimentales, Libet comprobó que si aplicaba pequeñas descargar eléctricas de menos de 500 milésimas de duración, dichos sujetos no percibían nada a nivel consciente (ya ves tú que experimento más complejo). No podemos captar conscientemente nada que dure menos de medio segundo (esta cifra ha sido corroborada también con experimentos del equipo de Dehaene). A nivel inconsciente somos mucho más rápidos, del orden de milisegundos. Téngase en cuenta que siempre tardamos algo de tiempo en procesar la información recibida, de modo que desde que un estímulo visual golpea nuestra retina hasta que esta información es procesada en diversas partes de nuestro cerebro hasta hacerla consciente, pasa tiempo. Vivimos siempre con algo de lag, siendo conscientes de la realidad con un pequeño retraso con respecto al presente. Evidentemente, en términos evolutivos, ese retraso ha de ser el menor posible si queremos sobrevivir por lo que, al menos a nuestra escala (comparados con competidores biológicos), no somos demasiado lentos: podemos cazar moscas.

En esta línea parece justificado identificar la consciencia con la memoria a corto plazo (MCP) y con mi sensación de presente. La MCP es como una especie de memoria RAM o de trabajo (hay psicólogos que distinguen MCP de memoria de trabajo, pero a mí no me convence la distinción) que utiliza mi mente para afrontar las situaciones cotidianas de modo eficiente. Si la consciencia tiene algo que ver con la integración de información en un determinado momento del tiempo (llamémosle presente) para hacerla útil, parece que hablar de consciencia, MCP y sensación de presente es básicamente lo mismo.

Otro experimento, igualmente muy divulgado, lo llevó a cabo la psicóloga del desarrollo de la Universidad de Dundee, Emese Nagy. En él, sencillamente, se medía la duración de los abrazos que atletas olímpicos se daban después de cada competición. Se estudió la duración de 188 abrazos entre jugadores de 21 deportes distintos y de 32 países diferentes. Había abrazos más largos (a sus entrenadores) y más cortos (a sus rivales), pero el promedio rondaba los tres segundos. Nagy piensa que esta cifra es extensible de los abrazos a otras muchas acciones cotidianas, de modo que tres segundos puede representar la duración del «presente psicológico» o «sentimiento del ahora» de nuestra especie.

Un estudio anterior realizado por Geoffrey Gerstner y Louis Goldberg, extendía esos tres segundos a seis especies de mamíferos no-primates (canguros, corzos, jirafas, mapaches, okapis y osos panda). Se observó el tiempo que tardaban en realizar diversos eventos modelo de movimiento (masticar, defecar, manipular u observar algo, etc.) y, si bien la duración era variable, el promedio daba el mismo número mágico: tres segundos. Gernstner y Goldberg concluían que esta constante común a diversos órdenes de mamíferos puede representar algún mecanismo neural ancestral. Parece que nuestra concepción del tiempo viene de mucho tiempo atrás.

P.D.1: En el campo de la física, un contraste de ideas muy interesante sobre la existencia real o no del tiempo, la tuvieron Julian Barbour y Lee Smolin. Hablaremos algún día de ello.

P.D.2:  Estoy preparando un artículo mucho más largo y profundo que éste (que es una mera chuchería) para Xataka que en breve saldrá publicado. Ya os avisaré.

En estos últimos tiempos he distribuido mi labor literaria por más medios aparte de este blog. He escrito para Hypérbole, para la Nueva Ilustración Evolucionista y para Xataka. Los que me seguís en Facebook o Twitter no habréis tenido problemas en leer todas mis publicaciones, sin embargo, los que exclusivamente siguen este blog no han tenido por qué enterarse de nada. Así que voy a traeros los enlaces:

Colección de artículos para Hypérbole. El enlace lleva a mi perfil allí. Son artículos algo más largos y elaborados de los que suelo colgar aquí. Hay un poco de todo: divulgación neurocientífica, arte, vivencias, el sentido de la existencia… incluso escribí un artículo sobre la belleza de Christina Hendricks (el cual, por cierto, no gustó a alguna que otra feminista).

Mis colaboraciones para la Nueva Ilustración Evolucionista serían:

La objeción de los tipos intermedios

El mito neuronal de la tabula rasa

La teoría de la capa y el error de Beethoven

La cultura como error

El nudo gordiano: el origen prebiótico

Los delfines de Plinio

¡Mucho cuidado! ¡Sesgos semánticos hablando de evolución!

Reduccionismo codicioso y de precipicio

Historia, no ingeniería

En general, dada la temática del blog en donde se escribieron, van sobre asuntos relacionados con la teoría de la evolución y la psicología evolucionista.  En ellos he intentado clarificar y pulir ciertos conceptos clásicos: naturaleza, cultura, reduccionismo… He insistido en el carácter fundamentalmente histórico de la teoría evolutiva y he criticado algunos malos usos e interpretaciones de la psicología evolucionista.

Colección de artículos para Xataka: hablamos de la posibilidad científica de conseguir la vida eterna, de filosofía de la tecnología, de los triunfos y fracasos de la inteligencia artificial o sobre la siempre difícil definición de vida biológica.

Espero que os gusten y que os animéis a comentar. Muchas gracias a todos.

Hay una expresión que creo que viene del coaching deportivo (o no sé si de la psicología) y que me parece bastante ilustrativa: zona de confort. En cualquier actividad que realices en tu vida, esa zona es en la que te siente cómodo, la que dominas, en la que sabes perfectamente lo que tienes que hacer y lo haces bien. Los seres humanos, animales comodones donde los haya (eso de no perder el tiempo, de no vaguear y de hacer siempre cosas productivas es un invento de los protestantes. El homo sapiens es naturalmente perezoso), vivimos muy bien en esa zona. Sin embargo, todos los coachs valoran a los jugadores a los que les gusta salir del confort y meterse en problemas, en lugares en donde uno está de todo menos a gusto. La razón es evidente: salir de la zona de confort es la única forma de crecer, de aprender. Si solo haces lo que sabes hacer nunca harás nada nuevo y, a fortiori, jamás aprenderás. En el mundo del pensamiento, de la filosofía, es lo mismo.

Leemos a los de siempre, a los que escriben lo que queremos leer. Creamos muros de prejuicios a base de repetir siempre lo mismo, de pensar continuamente lo mismo, es decir, de no pensar. Repetimos los mantras que escuchamos en la caverna mediática de los nuestros. Construimos castillos de argumentos en torno a ideas preconcebidas, protegiendo esos dogmas que, bajo ningún concepto, pueden derrumbarse. Y aunque llegaran a derrumbarse, no importa, seguiríamos sosteniéndolos, porque forman parte de nosotros mismos. En términos de Ortega, estaríamos hablando no de ideas sino de creencias, de verdades vitales que forman parte de nosotros tanto como nuestro nombre o nuestra casa. Por eso nos cuesta tanto abandonarlas, por eso nos ofende tanto cuando las cuestionan.

Leo constantemente en saludables blogs escépticos la distinción entre cosas que merecen respeto y que no. Se suele afirmar que las personas sí que merecen respecto pero las creencias no. Si tú eres racista, puedo respetarte como ser humano pero no respetaré tus malvadas creencias. Está bien, pero solo como ideal. Es completamente normal que cualquier persona se ofenda si le dices que sus afirmaciones son una estupidez, sencillamente porque las ideas de una persona, si se ha habituado a ellas o las defiende desde hace tiempo, son parte de su identidad, de su más íntimo ser. Criticar sus ideas es criticarle a él mismo. Cuando afirmamos que el cristianismo es una rotunda estafa y comprobamos como los creyentes se enfadan, no solemos caer en la cuenta en que lo que realmente les estamos diciendo es que su modo de vida, lo que hacen, dicen y piensan todos los días, es una rotunda estafa. En el fondo estamos diciendo que ellos mismos son una estafa o, como mínimo, les estamos diciendo que son tan estúpidos como para haber estado engañados toda su vida. A nadie le gusta que le tomen por idiota. Es totalmente razonable que se sientan ofendidos. Igualmente, si le decimos a un físico que la teoría en la que lleva trabajando veinte años es una total estupidez, creo que se molestará.

Cambiar de ideas cuando alguien nos da fuertes razones para pensar que son erróneas es una forma radical de salir de nuestra zona de confort. Por eso nos cuesta tantísimo, pero debemos intentar hacerlo o, como mínimo, tenerlo como un ideal utópico al que tender. Y es que eso es precisamente la filosofía, el ideal utópico de estar siempre dispuesto a abandonar la seguridad de tu confort para situarte en la incomodidad de la frontera. El auténtico pensamiento consiste en violentar el mismo pensamiento, en quedarse perplejo sin respuesta alguna, en encontrarse en callejones sin salida, en laberintos sin la ayuda de ningún hilo de Ariadna. La filosofía consiste en estar siempre en los límites: en los de la ciencia, en los del conocimiento, en los de la razón, en los del abismo o en los de la cordura… Y no hay nada tan antinatural para el siempre comodón, orgulloso y susceptible ser humano.

Cuando al biólogo de la Universidad de Minnesota Paul Z. Myers, le propusieron la pregunta Edge 2011 ¿Qué concepto científico podría venir a mejorar el instrumental cognitivo de las personas? respondió: el principio de mediocridad. Me sorprendió que Myers lo considerara tan importante pero, pensándolo bien, tiene mucha razón. La mayoría de la gente pensaría muchísimo mejor si tuviese más claro qué significa. Aquí voy a desarrollarlo en ocho puntos:

  1. Tu nacimiento no viene marcado por ningún designio ni propósito trascendental. No has nacido con ninguna misión encomendada previamente ni has sido elegido para nada. Siempre me ha parecido de una arrogancia pasmosa el hecho de que alguien se crea especial sin todavía haber hecho absolutamente nada para merecerlo. O, peor aún, que se considere pecador, manchado por el pecado original, y que tenga que redimir un mal que nunca cometió. Es enfermizo que pensemos que un bebé está dañado por el pecado.
  2. Eso no quiere decir que tu vida sea absurda, solo que tendrás que conformarte con un sentido algo menos pretencioso. Tu genética y la cultura en la que vivas conformarán en ti una serie de valores y objetivos vitales. Éstos marcarán el sentido de tu vida. Podrás buscar el dinero, la fama, el éxito, amor, comodidad, tranquilidad o nada de eso, lo cual llenará con más o menos plenitud el sentido de tu existencia, pero no busques nada más pues no lo hay.
  3. Es muy probable que no vayas a ser un genio universal, un famoso deportista de élite o un influyente líder político. Lo más probable es que te acerques al promedio humano. En algunas facetas estarás por encima de la media y en otras por debajo, pero será muy difícil que representes esos rarísimos casos de personas absolutamente sobresalientes. Lo más probable es que seas un mediocre. Acéptalo, pero eso no quiere decir que te quedes deprimido lamentándote de tu mediocridad. Schopenhauer decía que Dios repartía las cartas, pero que tú elegías la jugada. Puede ser que hayas nacido con escasas virtudes y en pésimas circunstancias (malas cartas), pero en ti queda hacer la mejor jugada posible dado lo que tienes. Inténtala.
  4. El universo, sea una gran maquinaria determinista o un proceso azaroso, funciona sin ningún propósito. No hay ninguna intencionalidad en lo que sucede a nuestro alrededor. Los organismos vivos y las máquinas artificiales son los únicos seres que funcionan siguiendo un objetivo, pero el resto del universo funciona sin más. Los sucesos importantes de tu vida no estaban premeditados. El día que, casualmente, conociste a la mujer de tu vida no estaba marcado con antelación en el calendario de un Dios bondadoso. A mí, en concreto, me parece mucho más reconfortante sentirme el dueño de mi propia vida, pensar que el futuro es algo que creo yo a cada paso que doy, y no algo que otros “seres mágicos” han decidido por mí.
  5. Las leyes que rigen el universo son absolutamente amorales. La ley de la gravedad funciona inquebrantable nos venga bien o no. Levanta aviones y los estrella por igual. No hay ninguna fuerza, energía, magia que, de algún modo, busque nuestro bien o nuestra maldición. Lo inteligente de la cultura occidental ha sido saber aprovechar esas leyes en nuestro beneficio utilizando la ciencia y la tecnología. Sigamos en ese camino.
  6. Estás solo en el universo. No tienes un ángel de la guarda ni un Dios amoroso que vela por que no te pase nada malo. Puedes ser la persona más bondadosa del mundo y que tu vida sea un penoso trasiego lleno de desgracias, y puedes ser un malvado al que la suerte le llueve del cielo. No hay ninguna justicia cósmica que castigue a los malos y premie a los buenos más que la justicia terrenal que nosotros erijamos aquí. Por eso nos conviene mucho hacer un mundo más justo.
  7. No hay vida después de la muerte. No hay misterio alguno en la muerte por mucho que hayan querido vendernos lo contrario. Cuando mueras, todas tus funciones cerebrales serán pasto de los gusanos y todas tus emociones, pensamientos, recuerdos… se perderán para siempre. No irás a un sitio mejor ni volverás a ver a tus seres queridos. La muerte será como cuando no habías nacido: nada. Aprovecha el tiempo que tienes porque no hay otro.
  8. No conocemos prácticamente nada del funcionamiento del universo. Newton decía que todo nuestro conocimiento equivalía a una gota de agua en el océano y Descartes decía, siendo algo optimista, que cambiaría todo lo que sabía por la mitad de lo que ignoraba. Hemos de aceptar entonces vivir rodeados del error y de la incertidumbre. No tenemos certezas absolutas de nada, pero eso no quiere decir que no podamos mejorar nuestro conocimiento e intentar acercarnos con todas nuestras fuerzas a esa lejana utopía que es la verdad. Yo tengo muy claro que cualquier proyecto filosófico que emprenda será, de antemano, un fracaso; que por cada respuesta que crea tener, surgirán miles de nuevos interrogantes. Pero no es tan grave. El hombre se dio cuenta de que conocer la realidad es más difícil de lo que parecía, pero eso no hace que el propósito de conseguirlo sea un noble, loable y, sobre todo, apasionante camino. Creo que tengo muchas menos certezas que cuando tenía dieciséis años, pero curiosamente, eso no me hace más ignorante, sino mucho más sabio.