La historia no tiene ningún significado. La «historia», en el sentido en que la entiende la mayoría de la gente, simplemente no existe: y ésta es por lo menos una de las razones por las cuales afirmo que no tiene significado. […] Lo que la gente piensa habla de la historia de la humanidad es, más bien, la historia de los imperios egipcio, babilonio, persa, macedonio, griego, romano, etc., hasta nuestros días. En otras palabras: hablan de la historia de la humanidad, pero lo que quieren decir con ello, lo que han aprendido en la escuela, es la historia del poder político. No hay una historia de la humanidad, sino un número indefinido de historias de toda suerte de aspectos de la vida humana. Y uno de ellos es la historia del poder político, la cual ha sido elevada a categoría de historia universal. Pero esto es, creo, una ofensa contra cualquier concepción decente del género humano y equivale casi a tratar la historia del peculado, del robo o del envenenamiento, como la historia de la humanidad. En efecto, la historia del poder político no es sino la historia de la delincuencia internacional y del asesinato en masa (incluyendo, sin embargo, algunas de las tentativas para suprimirlo). Esta historia se enseña en las escuelas y se exalta a algunos de los mayores criminales como sus héroes. […] Insisto en que la historia no tiene significado. Pero esta afirmación no significa que todo lo que nos queda por hacer sea mirar horrorizados la historia del poder político, o que hayamos de considerarla una broma cruel. En efecto, es posible interpretarla con la vista puesta en aquellos problemas del poder político cuya solución nos parezca necesario intentar en nuestro tiempo. Es posible interpretar la historia del poder político desde el punta de vista de nuestra lucha por la sociedad abierta, por la primacía de la razón, de la justicia, de la libertad, de la igualdad y por el control de la delincuencia internacional. Si bien la historia carece de fines, podemos imponérselos; y, si bien la historia no tiene significado, nosotros podemos darle uno.»
Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, pp. 269-270 y 278, citado por Margarita Boladeras en su monográfico sobre Popper en Ediciones del Orto.
Este fragmento siempre me ha parecido precioso, ya que da profundamente en el clavo en una de las ideas más terroríficas que se han pensado: la Gran Historia. Existe un proceso, una dirección, un destino, hacia el que la historia transcurre y que, además, es el auténtico sentido de todo. Así, el deber del hombre es contribuir a que tal destino se cumpla. Dicho de este modo parece un pensamiento inocuo, pero se agrava cuando ese destino está por encima de los individuos, de modo que se antojan como sacrificables en pos de ese glorioso fin. Ejemplo claro de esta ida de Gran Historia ha sido el concepto de Nación, que surge cuando el sentido de la historia universal se particulariza en un pueblo concreto. Tenemos el bíblico pueblo elegido que, con el nacimiento del Estado Moderno en el epílogo de la Edad Media, se extendió a las diferentes naciones europeas: Francia, Gran Bretaña, España, Alemania, Rusia… Tu nación, tu patria, tiene la historia más gloriosa de todas y es tu deber sacrificarlo todo por devolverle su grandeza (curiosamente, para la idea de Nación, el presente siempre es decadente después de un pasado dorado) ¡Hay que volver a hacer América grande! – repite el señor Trump. Esa fue la única forma de conseguir que millones de soldados se suicidaran voluntariamente en los campos de batalla de dos guerras mundiales cuando cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente podría ver la absurda barbarie de tan descabellada empresa.
Pero, si prescindimos del concepto de Nación ¿renunciamos a nuestra historia? ¿Renunciamos a las grandes cosas que hicieron nuestros antepasados? No necesariamente. Lo que hay que cambiar es esa historia que nos enseñaron en la escuela, esa historia del «peculado, del robo y del envenenamiento» de la que escribe Popper que, además, se nos ha vendido como la única historia y de la que, para colmo, debemos sentir orgullo y admiración, es decir, que debe servir como ejemplo para las nuevas generaciones. Evidentemente, si mis ejemplos han de ser Viriato, el Cid Campeador, el Gran Capitán y Blas de Lezo, no esperemos un futuro diferente al Somne o a Stalingrado. Habría que destacar, desde luego no a los grandes expertos en matar, ni a los que hicieron grandes hazañas solo y únicamente por su ambición personal, sin contribución alguna al bien común (Aquí pienso en Julio Cesar o Napoleón… ¿Qué aportaron a la humanidad para merecer un puesto tan relevante en los libros de historia?), sino a los que han hecho aportaciones a la humanidad en su conjunto: científicos, intelectuales, artistas, o políticos en esa línea. Entiendan, no digo que no deba estudiarse esa gran historia, solo que debe invertirse el juicio moral que hacemos de ella: no vender a Julio Cesar como un héroe, sino más bien como un villano, y fomentar mucho más la presencia de héroes éticos como Gandhi, Luther King o Bartolomé de las Casas. Pero, sobre todo, la idea central es que no hay ningún destino universal hacia el que todo tienda, ni siquiera el progreso o el avance del humanismo. Si en nuestro país se vive mejor que hace cien años no es debido a un proceso inexorable, sino al trabajo contingente de muchísimas personas que han considerado que es algo bueno mejorar el mundo. Ese es el sentido, siempre precario, falible y a posteriori, surgido quizá ad horror, que nosotros podemos darle a nuestra historia.