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La historia no tiene ningún significado. La «historia», en el sentido en que la entiende la mayoría de la gente, simplemente no existe: y ésta es por lo menos una de las razones por las cuales afirmo que no tiene significado. […] Lo que la gente piensa habla de la historia de la humanidad es, más bien, la historia de los imperios egipcio, babilonio, persa, macedonio, griego, romano, etc.,  hasta nuestros días. En otras palabras: hablan de la historia de la humanidad, pero lo que quieren decir con ello, lo que han aprendido en la escuela, es la historia del poder político. No hay una historia de la humanidad, sino un número indefinido de historias de toda suerte de aspectos de la vida humana. Y uno de ellos es la historia del poder político, la cual ha sido elevada a categoría de historia universal. Pero esto es, creo, una ofensa contra cualquier concepción decente del género humano y equivale casi a tratar la historia del peculado, del robo o del envenenamiento, como la historia de la humanidad. En efecto, la historia del poder político no es sino la historia de la delincuencia internacional y del asesinato en masa (incluyendo, sin embargo, algunas de las tentativas para suprimirlo). Esta historia se enseña en las escuelas y se exalta a algunos de los mayores criminales como sus héroes. […] Insisto en que la historia no tiene significado. Pero esta afirmación no significa que todo lo que nos queda por hacer sea mirar horrorizados la historia del poder político, o que hayamos de considerarla una broma cruel. En efecto, es posible interpretarla con la vista puesta en aquellos problemas del poder político cuya solución nos parezca necesario intentar en nuestro tiempo. Es posible interpretar la historia del poder político desde el punta de vista de nuestra lucha por la sociedad abierta, por la primacía de la razón, de la justicia, de la libertad, de la igualdad y por el control de la delincuencia internacional. Si bien la historia carece de fines, podemos imponérselos; y, si bien la historia no tiene significado, nosotros podemos darle uno.»

Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, pp. 269-270 y 278, citado por Margarita Boladeras en su monográfico sobre Popper en Ediciones del Orto.

Este fragmento siempre me ha parecido precioso, ya que da profundamente en el clavo en una de las ideas más terroríficas que se han pensado: la Gran Historia. Existe un proceso, una dirección, un destino, hacia el que la historia transcurre y que, además, es el auténtico sentido de todo. Así, el deber del hombre es contribuir a que tal destino se cumpla. Dicho de este modo parece un pensamiento inocuo, pero se agrava cuando ese destino está por encima de los individuos, de modo que se antojan como sacrificables en pos de ese glorioso fin. Ejemplo claro de esta ida de Gran Historia ha sido el concepto de Nación, que surge cuando el sentido de la historia universal se particulariza en un pueblo concreto. Tenemos el bíblico pueblo elegido que, con el nacimiento del Estado Moderno en el epílogo de la Edad Media, se extendió a las diferentes naciones europeas: Francia, Gran Bretaña, España, Alemania, Rusia… Tu nación, tu patria, tiene la historia más gloriosa de todas y es tu deber sacrificarlo todo por devolverle su grandeza (curiosamente, para la idea de Nación, el presente siempre es decadente después de un pasado dorado) ¡Hay que volver a hacer América grande! – repite el señor Trump. Esa fue la única forma de conseguir que millones de soldados se suicidaran voluntariamente en los campos de batalla de dos guerras mundiales cuando cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente podría ver la absurda barbarie de tan descabellada empresa.

Pero, si prescindimos del concepto de Nación ¿renunciamos a nuestra historia? ¿Renunciamos a las grandes cosas que hicieron nuestros antepasados? No necesariamente. Lo que hay que cambiar es esa historia que nos enseñaron en la escuela, esa historia del «peculado, del robo y del envenenamiento» de la que escribe Popper que, además, se nos ha vendido como la única historia y de la que, para colmo, debemos sentir orgullo y admiración, es decir, que debe servir como ejemplo para las nuevas generaciones. Evidentemente, si mis ejemplos han de ser Viriato, el Cid Campeador, el Gran Capitán y Blas de Lezo, no esperemos un futuro diferente al Somne o a Stalingrado. Habría que destacar, desde luego no a los grandes expertos en matar, ni a los que hicieron grandes hazañas solo y únicamente por su ambición personal, sin contribución alguna al bien común (Aquí pienso en Julio Cesar o Napoleón… ¿Qué aportaron a la humanidad para merecer un puesto tan relevante en los libros de historia?), sino a los que han hecho aportaciones a la humanidad en su conjunto: científicos, intelectuales, artistas, o políticos en esa línea. Entiendan, no digo que no deba estudiarse esa gran historia, solo que debe invertirse el juicio moral que hacemos de ella: no vender a Julio Cesar como un héroe, sino más bien como un villano, y fomentar mucho más la presencia de héroes éticos como Gandhi, Luther King o Bartolomé de las Casas. Pero, sobre todo, la idea central es que no hay ningún destino universal hacia el que todo tienda, ni siquiera el progreso o el avance del humanismo. Si en nuestro país se vive mejor que hace cien años no es debido a un proceso inexorable, sino al trabajo contingente de muchísimas personas que han considerado que es algo bueno mejorar el mundo. Ese es el sentido, siempre precario, falible y a posteriori, surgido quizá ad horror, que nosotros podemos darle a nuestra historia.

Mensaje antiplatónico par excellence: no existe nada que esencial, o lógicamente, ligue un hecho ético (o, más bien, la interpretación ética de un hecho) del mundo y un estado emocional placentero.  A partir del descubrimiento de las sustancias psicoactivas, nos dimos cuenta de que para conseguir una sensación o emoción no es necesaria la presencia de tal hecho o, ni siquiera, del estado mental que lo preceda y lo cause.  La alegría que hubiéramos obtenido si nos hubiera tocado la lotería de Navidad, podemos conseguirla, e incluso intensificarla, ingiriendo un compuesto de prosaicas moléculas, sin que, realmente, nos toque ni un céntimo. Es más, con una calculada dosis, ya no diremos de la brutal etorfina, sino de fentanilo (peligrosísima) o de oxicodona, podrías sonreír de un indescriptible placer mientras te corto un brazo.

Este descubrimiento tiene unas consecuencias brutales. La mayor parte de las concepciones de la ética dadas a lo largo de la historia (con la honrosísima excepción de la genial ética kantiana) prometían un estado final de felicidad, a condición de seguir una serie de, a menudo muy duros, preceptos. La ataraxia griega, el nirvana budista o la visión deifica cristiana, son estados, en gran medida emocionales, que se obtienen después de  un largo proceso que, a menudo, puede durar toda una vida. El sentido de tu existencia, lo que debes hacer día a día, está sujeto a la obtención de ese premio final. Sin embargo, llegamos a día de hoy y conseguimos el premio sin el arduo proceso.

Se podría objetar que ese estado de felicidad artificial, ese paraíso químico, sería falso, un disfraz conseguido haciendo trampas, algo inauténtico, postizo ¿Por qué? Esta objeción encierra una confusión: la emoción que se consigue al ingerir un psicotrópico no tiene absolutamente nada de falso, es tan real como la conseguida sin la ingesta. Lo falso, o más bien lo ausente, es el suceso generador de la emoción, no la emoción misma.

Se sigue objetando: pero lo realmente valioso es el camino, no únicamente el resultado. Respondemos: podemos ponderar lo que obtenemos en cada fase del camino y ver si compensa o no perderlo en virtud de conseguir, inmediatamente y sin esfuerzo, el bien final. En algunos ejemplos está claro: pensemos en las millones de personas que se están machacando en el gimnasio por lucir un bonito cuerpo cuando llegue el verano. Si yo les dijera que, puedo conseguirles ese cuerpo deseado sin el más mínimo coste, tomando una pastilla que no tiene efecto secundario alguno… ¿No la tomarían sin dudar? ¿No sería estúpido decir que no, que prefieren sufrir levantando pesas y comiendo brócoli?

Las pocas experiencias que he tenido con drogas duras (con las mal llamadas blandas, como el tabaco o el alcohol, he tenido muchísimas) fueron en mi época universitaria (juventud: bendita idiotez). Recuerdo una noche en la que probé una pastilla de MDMA. Cuando la ingerí estaba ya completamente borracho (si no, seguramente, mi superyó bien aleccionado me hubiera impedido tomarla) pero al cabo de unos treinta minutos mi estado etílico cambio radicalmente hacia algo muy diferente. Sentí una felicidad inmensa, una plenitud absoluta, una comunión total con el cosmos… Todo tenía sentido y todo era completamente maravilloso. Nunca antes había sentido un amor hacia la vida y hacia todos los seres humanos similar. Sinceramente, esas horas de efecto del MDMA han sido las más felices de mi vida (y no soy una persona especialmente desgraciada). Nunca he vuelto a sentir emociones tan agradables con esa intensidad. Y, paradójicamente, eso es lo que me aterró de las drogas y lo que consiguió que, finalmente, no terminará siendo un yonki en cualquier parque. Me dio mucho miedo saber que lo que había tomado era demasiado bueno y comprendí lo brutal que debería ser el reverso tenebroso de algo así. Entendí por qué un yonki de cualquier parque es plenamente consciente de su penosa situación y, aún así, prefiere seguir drogándose a tener una vida. No volví a probarlo.

Sin embargo, de lo que no quedé nada disuadido, es de aceptar el uso de drogas que no tengan efectos secundarios significativos. Sería la utopía del utilitarismo hedonista: una sociedad en la que todo el mundo tenga acceso a la mayor felicidad posible. Es más, lo que sería inmoral sería privar a la gente de unas sensaciones de bienestar semejantes. Y, siguiendo esa lógica, nada parece alejarnos de un futuro en el que el uso de psicotrópicos de diversa índole sea cada vez más usual (de hecho ya lo es). Pero quizá un futuro emocionalmente paradisíaco puede esconder algo, como mínimo, inquietante. Sabemos, desde experimentos realizados en la década de los cincuenta del siglo pasado, que ratas de laboratorio preferían tomar cocaína a comer o a beber, dejándose morir con tal de seguir consumiendo su droga. Y es que los sistemas de recompensa emocional del cerebro tienen un fin evolutivo claro: moverte a actuar para obtener placer o evitar el sufrimiento ¿Qué ocurre entonces cuando no hay sufrimiento y se vive en un estado de placer constante? Que el individuo ya no tiene nada que hacer, que no hay nada que pueda motivar su conducta.

Un futuro así sería como un colosal fumadero de opio en el que miles de sujetos vivirían enchufados a aparatos que les suministraran regularmente la dosis adecuada, quizá siempre durmiendo o, simplemente, ensimismados en hermosísimas ensoñaciones, quizá sin hablar con nadie más (¿para qué las relaciones sociales?) o no, pero, seguramente, sin hacer prácticamente nada: solo lo necesario para mantenerse vivos y drogados. Aquí, si que el tiempo histórico quedaría congelado. No se evolucionaría hacia nada más ya que, esta vez sí, estaríamos ante el auténtico fin de la historia de Fukuyama.

Este futuro utópico, o distópico según se mire, casaría perfectamente con el advenimiento de la singularidad tecnológica de la IA. Si construimos inteligencias artificiales que nos superen abrumadoramente, y si hemos sido lo suficientemente listos para conseguir que no nos exterminen, podría pasar algo así: las máquinas tomarían el mando de la historia y se dedicarían solo Skynet sabe a qué, mientras dejarían a sus venerables, aunque patéticamente inferiores creadores, viviendo en un inofensivo paraíso. Entonces, poseamos superdrogas o no, tendremos que enfrentarnos a algo a lo que nuestro frágil ego humano no está acostumbrado: la irrelevancia ¿Aceptará el hombre perder el protagonismo de su historia? ¿Aceptará perder el mando, aún a sabiendas de estar en mejores manos que en las suyas propias? Sería un caso de interesante dilema moral: ¿libertad o felicidad? La respuesta sería fácil para los drogados: seguir en su paraíso toda la eternidad y que gobiernen otros. La responsabilidad del gobierno trae demasiadas preocupaciones y dolores de cabeza.

O quizá, la historia podría continuar por otros derroteros: es posible que los seres humanos no nos quedásemos del todo quietos, sino que siguiéramos buscando formas de placer aún más poderosas. Quién sabe si pondríamos a la IA a nuestro servicio para conseguir placeres que ahora no alcanzamos ni a imaginar. Pensemos en diseño de cerebros a los que se aumenta su capacidad de sentir, con circuitos de placer hiperdesarrollados, que viven en un mundo de realidad virtual en el que todo está pensado para estimular cascadas de opioides, maravillosas tormentas cerebrales de una potencia inusitada. La historia de la humanidad se convertiría en la búsqueda de paraísos dentro de paraísos.

Pensemos en el mejor sueño que hayamos tenido y pongamos detrás de el a un asistente computerizado que sabe lo que nos gusta mucho mejor que nosotros. Recomiendo ver Más allá de los sueños (1998) de Vincent Ward. La película es mala pero sus efectos visuales (que ganaron un Óscar) pueden ilustrar muy bien a lo que nos referimos: imagina caminar de la mano con una bella mujer (quizá con esa chica que nos gustaba en el instituto y que ya no sabes nada de ella), por el cuadro más hermoso que se te ocurra, mientras escuchamos una increíble sinfonía (la Lacrimosa de Preisner o el Dúo de las flores de Delibes) , a la vez que nuestros centros cerebrales de placer se disparan como fuegos artificiales, haciéndonos sentir una especie de orgasmo infinito… Vivir eternamente en ese día de verano de cuando teníamos doce años y no había nada que hacer, ninguna preocupación, y todo era nuevo…

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Por si alguien no ha leído mi último artículo en Xátaka, va sobre otro posible futuro: precrimen.

Y feliz Navidad máquinas mías.

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El caso de Ramanujan es milagroso. A parte de sobrevivir a la viruela, de no morir a los pocos meses de edad como su hermano, y de criarse en el sistema educativo indio de finales del siglo XIX, es decir, de ser prácticamente autodidacta, pudo realizar grandísimas aportaciones a las matemáticas. Eso sí, la tuberculosis lo mató a los 32 años de edad ¿Quién sabe qué hubiera llegado a descubrir con una vida sana y longeva? ¿Cuántos genios de este tipo se han perdido a lo largo de la historia de la humanidad?

Hemos trabajado siempre con un concepto de inteligencia individual. La inteligencia, sea una o sean muchas, siempre es algo propio de un solo individuo. Cuando alguien nos hablaba de inteligencia global o colectiva ya miramos con recelo, pensando en que pronto vendrá un «espíritu universal», una «consciencia colectiva» o la, tanta veces mencionada, superinteligencia que emergerá de Internet. Cambiemos el chip.

Definimos inteligencia de un modo muy simple: capacidad de resolver problemas. Un individuo, organismo, máquina, sociedad, época, nación (en definitiva, un sistema), será más inteligente que otra si es capaz de resolver un mayor número de problemas, si lo hace en menos tiempo, o si los que resuelve son más complejos. Con esta definición ampliamos la inteligencia de lo individual a lo colectivo sin tener que hablar de una «mente» o «alma» colectiva. Hacerlo así nos puede servir como un parámetro de medida muy ilustrativo para elaborar estrategias políticas de amplio calado.

Empecemos hoy a nivel puramente cuantitativo: una sociedad con más individuos con un promedio de inteligencia similar, tiene más inteligencia colectiva que otra con menos. Otros factores como la capacidad de coordinación, sincronización o comunicación serían también fundamentales, pero ahora los pasaremos por alto (Pensemos que una sociedad con 1.000 individuos en la que cada uno va por su lado y no se comunica con los otros tendría la misma inteligencia colectiva que una sociedad formada por un solo individuo). Según ciertas estimaciones en el Paleolítico Inferior vivían en el planeta unos 125.000 seres humanos. Si en tiempos del Imperio Romano llegamos a los 150 millones, la población se había multiplicado por mil, por lo que su inteligencia colectiva sería tres órdenes de magnitud mayor. Si nos vamos a la actualidad, con unos 7.000 millones de habitantes, nuestra población es 52.000 veces la del Paleolítico y 47 veces la del Imperio Romano. A nivel, meramente cualitativo, para un hombre prehistórico que contemplara una de nuestras urbes todo sería radicalmente incomprensible, una verdadera singularidad.

Otro cálculo. Estimemos que la posibilidad de que surja un genio universal de la talla de Aristóteles o Newton es de una por cada diez millones de habitantes. Supongamos también que la presencia de estos hombres extraordinarios representa un gran pico en la gráfica de la progresión de la inteligencia, por lo que, igualmente, su mera presencia es un indicador del grado de inteligencia colectiva de una sociedad. Entonces en la actualidad puede haber unos setecientos genios entre nosotros mientras que en largas épocas del Paleolítico es posible que no viviera ninguno. Dos ideas:

  1. Esto advierte sobre la importancia de detectar y aprovechar la llegada de estos talentos. En nuestro sistema educativo no hay prácticamente nada al respecto y, en la actualidad (y casi desde siempre) nuestros mejores cerebros se van al extranjero. La pérdida de capital humano pasará factura. No sé cuánto hace falta para entender lo que se ha dicho tantas veces: no es que los países ricos inviertan en ciencia, es que, precisamente, son ricos porque invierten en ciencia.
  2. Uno de los problemas de salud pública más graves que sufre Tercer Mundo es la carencia de yodo (unos mil millones de personas afectadas a lo largo de unos ochenta países). Los suelos de estos países apenas tienen este mineral debido al arrastre de las últimas glaciaciones, por lo que agua, vegetales y animales (toda la cadena trófica) sufre la carencia. Esta falta produce cretinismo (aparte de bocio y enanismo), que conlleva, entre sus lamentables síntomas, una pérdida de entre diez y quince puntos de CI. La merma de inteligencia colectiva es brutal, cuando la fácil solución está en la barata sal común. Existen ya muchos programas para combatir el problema con bastante éxito, pero es muy triste que se haya tardado tanto y que todavía no se haya erradicado por completo.
  3. De los 7.000 millones de seres humanos, unos 1.300 son indios y otros casi 1.400 son chinos. Es decir, más de un tercio de la población mundial vive en esos dos países.  Si a India y China le sumamos África con más de 1.100 millones, ya tenemos más de la mitad de los habitantes del mundo. Europa (780 millones), Estados Unidos (320), Japón (127), suman 1.227 millones, menos de un 20% de la población total. Si suponemos que solo estos últimos países podrían sacar partido a los genios que en ellos nacieran, si tenemos setecientos genios, solo un 20% de ellos podría tener acceso a una educación (o, sencillamente, a tener una esperanza de vida razonable), es decir, solo ciento cuarenta… ¡Estamos perdiendo al 80% de los genios que nacen en la Tierra!
  4. Y estamos hablando de la actualidad, cuando el rápido ascenso de China e India terminará por dar oportunidades al talento, pero si nos vamos al pasado, cuando ni el Primer Mundo podía garantizar el aprovechamiento de la inteligencia… la pérdida sería mucho más acusada. Pensemos en que para que un alto intelecto pudiera hacer grandes aportaciones a la humanidad tenían que darse una serie de difíciles casualidades: sobrevivir hasta la edad adulta, recibir una educación (a falta de sistemas públicos, tener la inmensa suerte de nacer en una familia acomodada), o vivir en una cultura que premiara la innovación o, al menos, que no castigara las nuevas ideas (difícil, teniendo en cuenta que gran parte de las culturas han sido fuertemente tradicionales). Revisando nuestra historia no cabe duda de que hemos sido tremendamente ineficientes aprovechando nuestra inteligencia.

Como un invento casi nunca es la obra exclusiva de un solo inventor, por muy grande que pueda ser su genio, y como es el producto de los trabajos sucesivos de innumerables hombres, trabajando en tiempos diferentes y a menudo en diversas direcciones, el atribuir un invento a una sola persona constituye simplemente una manera de hablar, es ésta una falsedad conveniente alentada por un falso sentido del patriotismo y por el sistema de monopolios de patentes, sistema que permite a un hombre reclamar una recompensa financiera especial por ser el último eslabón en el complicado proceso social que produjo el invento. Cualquier máquina completamente desarrollada es un producto colectivo compuesto, la actual maquinaria de tejer, según Hobson, es un compuesto de cerca de 800 inventos, en tanto la de cardar está constituida por un conjunto de 60 patentes. Esto también es cierto por lo que se refiere a países y generaciones, el acervo común de conocimientos y de experiencias técnicas trasciende los límites de los egos individuales o nacionales, y olvidar este hecho es no sólo fomentar la superstición sino minar la base planetaria esencial de la tecnología misma.

Lewis Mumford, Técnica y Civilización

Parece un acto bastante ladino, apropiarse de algo que no es de uno, pero más ladino parece apropiarse de algo que podría servir de provecho a toda la humanidad. No creo que el capitalismo, en sí mismo, sea algo malvado. No creo que el tráfico libre de productos y mercancías tenga en sí algo diabólico. Sin embargo, sí que creo que el capitalismo se hace nocivo cuando invade áreas que no le corresponden, cuando conquista espacios que, a priori, no deberían estar sujetos a transacciones financieras. Y el caso de la propiedad intelectual es uno de ellos. Sí, como afirma Mumford, cualquier invención humana es un fruto colectivo que excede por completo el trabajo de un autor, ¿con qué pretexto puede tal autor decir que la invención es suya? Pero, es más, ¿por qué los demás, miembros de sociedades democráticas, debemos ver como deseable que descubrimientos científicos, tecnológicos o intelectuales de cualquier tipo, no fueran patrimonio de toda la humanidad?

Decía Rousseau que el origen de la propiedad privada fue cuando alguien cercó un terreno, dijo que era suyo y encontró a alguien tan tonto como para creérselo. Con el sistema de patentes o con la propiedad intelectual pasa lo mismo. Cuando enseñamos que Watt es el inventor de la máquina de vapor estamos contribuyendo a esta gran mentira. Por eso urge la necesidad de inventar nuevas formas de premiar el trabajo de los creadores (y de fomentar las ya inventadas, que son muchas), a la vez que el producto de sus obras repercuta en el bien de la comunidad, eliminando, de algún modo, el concepto de «propiedad intelectual».

Véase: La Ley Sinde: ¿Qué significa robar?

Además de esto el argumento más fuerte de los detractores [de la minería] es que las operaciones mineras devastan los campos, por cuya razón en otros tiempos la ley advertía a los italianos que ninguno debía cavar la tierra para buscar metales y así perjudicar sus campos muy fértiles, sus viñedos y sus olivares. También condenan que se corten los bosques y los sotos porque hay necesidad de una cantidad inacabable de madera para construcción, para máquinas y para fundición de metales. Y cuando se han derribado los montes y los sotos, quedan exterminados los animales y los pájaros, muchos de los cuales constituyen un agradable manjar para el hombre. Además, cuando se lavan los minerales, el agua que se ha utilizado contamina los arroyos y los ríos y o bien destruye los peces o los hace huir. Por consiguiente los habitantes de esas regiones, debido a la devastación de sus campos, sus bosques, sus sotos, sus arroyos y sus ríos, encuentran dificultad en conseguir lo necesario para su vida, y por causa de la destrucción de la madera se ven obligados a hacer un gasto mayor en la construcción de edificios.

Georg Bauer (Georgius Agricola) en su De Re Metallica (citado por Mumford)

Curiosamente, Bauer escribió esto en el 1556. En el siglo XVI ya sabían perfectamente los estragos que podían causarse al medioambiente y, más aún… ¡Ya había ecologistas!

En otra forma también las instituciones de la Iglesia prepararon el camino para la máquina: en su menosprecio por el cuerpo. Pues el respeto por el cuerpo y sus órganos es profundo en todas las culturas clásicas del pasado. A veces, al ser proyectado imaginativamente, el cuerpo puede ser desplazado simbólicamente por las partes o los órganos de otro animal, como en el Horus egipcio. Pero la sustitución se hace para intensificar algunas cualidades orgánicas, el poder del músculo, del ojo, de los genitales. Los falos que se llevaban en procesión religiosa eran mayores y más poderosos, en la representación, que los verdaderos órganos humanos: así, también, las imágenes de los dioses podían alcanzar dimensiones heroicas, para acentuar su vitalidad. Todo el ritual de la vida en las antiguas culturas tendía a recalcar el respeto por el cuerpo y espaciarse en sus bellezas y deleites: incluso los monjes que pintaron las cuevas de Ajanta, en la India, se encontraron bajo su hechizo. La entronización de la forma humana en la escultura, y la atención por el cuerpo en la palestra de los griegos o en los baños de los romanos, reforzó el sentimiento interno por lo orgánico. […] Pero las enseñanzas de la Iglesia iban dirigidas contra el cuerpo y su cultivo: si por un lado era el Templo del Espíritu Santo, también era vil y pecador por naturaleza: la carne tendía a la corrupción y para lograr los laudables fines de la vida se la debe mortificar y dominar, reduciendo sus apetitos por el ayuno y la abstención. […] Al odiar el cuerpo, las mentes ortodoxas de aquellas edades estaban preparadas para violentarlo. En lugar de resentirse contra las máquinas que podían simular esta o aquella acción del cuerpo, podían darles la bienvenida. Las formas de la máquina no eran más feas o repulsivas que los cuerpos de los hombres y mujeres lisiados y tullidos, o, si eran repulsivos y feos, eso mismo les impedía ser una tentación para la carne. El escritor de la Crónica de Nuremberg, en 1398, podías decir que «los artefactos con ruedas que realizan extrañas tareas y exhibiciones y disparates proceden directamente del demonio», pero a pesar de sí misma, la Iglesia estaba creando discípulos del demonio.

Lewis Mumford en Técnica y civilización

No deja de ser paradójico como dos cosas sin aparente relación, casi contradictorias desde nuestra visión contemporánea, como el desprecio al cuerpo del cristianismo y el origen maquinal de la Modernidad, tengan  mucho que ver. La historia hace extraños compañeros de cama. Ampliando esta idea a cualquier evento histórico, podemos ver cuántas cosas concurren como sus causas sin que tenga por qué darse un hilo conductor entre ellas, una lógica sinergia que haga el proceso predecible, lo cual vuelve la cuestión aún más paradójica: ¿tiene el hombre algo que ver con la historia? Dicho de otra manera: ¿alguien se cree la patraña de que el hombre ha decidido algo por sí mismo?

Las circunstancias son siempre mayores que el sujeto, las circunstancias deciden por el sujeto… llevemos el asunto a su extremo: las circunstancias son el auténtico sujeto. Esta conclusión deja de ser paradójica para pasar a dar mucho miedo ya que las circunstancias entienden muy poco de ética.

Esta ánfora está datada sobre el 500 a. C. y firmada por el pintor heleno Eutímides. En ella vemos un hoplita poniéndose su armadura mientras sus padres le acompañan, quizá dándole consejos previos a la batalla o despidiéndose de él y deseándole suerte. Hasta aquí nada fuera de lo normal, una escena costumbrista dentro de la épica griega. Los padres son figuras muy hieráticas, con el rígido perfil propio  de los cánones egipcios. Incluso el pintor se ve en dificultades a la hora de encajar la cabeza del guerrero dentro del cuerpo, expresando quizá un error en el cálculo del espacio que le quedaba para pintar. Sin embargo, hay dos elementos que resultan revolucionarios en la historia de la pintura y que, a nuestro modo de ver, son sintomáticos también de una nueva forma de entender la realidad: el píe izquierdo y el escudo.

Lo habitual de todo el arte anterior es querer representar los objetos en su totalidad, con un interés más simbólico que realista. Las pinturas egipcias quieren transmitir un mensaje sin que importe que la pintura en sí misma no se parezca demasiado a la realidad. La pintura es sólo un medio para transmitir el mensaje, nunca un fin en sí misma. En el ánfora de Eutímides se da, por primera vez en la historia, un interés en pintar la realidad tal y como es, nace la perspectiva y con ella el realismo. Hay, en términos husserlianos, una «vuelta a las cosas mismas». El pintor quiere limpiar de interpretaciones la escena, quiere «vaciarla de lenguaje» (quitar el simbolismo) para ver la realidad fenoménica, la realidad tal y cómo se nos presenta. El píe del hoplita se ve tal y cómo lo vemos, no pretende representar nada más allá de sí mismo, es el nacimiento del arte por el arte, de la verdad por la verdad misma. Es el primer intento de hacer una fotografía.

¿Qué consecuencias tendrá esto para el pensamiento? Es interesante ver que está ánfora se pinto en la Grecia en la que nace la filosofía, en la que se da el tan polémico salto del mito al logos. En Grecia nace una forma de pensar que se pretende oponer al pensamiento mítico. ¿Y qué es el pensamiento mítico en oposición al pensamiento lógico? Precisamente el mito está lleno de símbolos, o se limita a ellos. En el mito no hay interés de ver las cosas como se aparecen, sino de narrarlas (los símbolos «cubren» el fenómeno, lo tapan), de contarlas en forma de historia (no pretender hacer una foto, una instantánea). Por eso los mitos siempre ocurren en un pasado glorioso (la era de los dioses y de los héroes) y nunca en el presente actual. Los mitos quieren otorgar sentido a la realidad, quieren comprenderla, pero descuidan la realidad misma, descuidan cómo son las cosas. El logos, se compromete con la realidad. El píe de Eutímides supone un síntoma evidente de una nueva era: el tiempo del compromiso con lo real, el tiempo del no podemos comprender olvidándonos de lo que vemos.

Solemos decir que la tradición occidental se nutre de dos grandes tradiciones: la cultura greco-romana y la judeocristiana. Realizar un análisis que pondere que hay de positivo y de negativo en cada una de ellas es harto difícil, habiendo ejemplos de todas las índoles. En nombre de valores como la libertad, la democracia o incluso la paz o los derechos del hombre, se han hecho atrocidades de todo tipo; y, en nombre de ideales menos dignos como podría ser la propia gloria personal o la más pura ambición se pintó la Capilla Sixtina o se construyeron las Pirámides.

No obstante, por hacer un comentario en estos días en los que se estrena Ágora de Amenabar, voy a recordar un bonito texto de Jeremías (10, 3-5):

«Porque las costumbres de los gentiles son vanidad: un madero del bosque obra de manos del maestro que con hacha lo cortó, con plata lo embellece, con clavos y a martillazos se lo sujeta para que no se menee. Son como espantajos de pepinar, que ni hablan. Tienen que ser transportados, porque no andan. No les tengáis miedo, que no hacen ni bien ni mal»

Con esta afirmación, apología sin duda de la tolerancia y el respeto entre religiones y muestra clara de apertura de miras sobre otras culturas, Jeremías se refería al arte  mesopotámico en concreto, pero sus frases fueron aplicadas por las comunidades cristianas a todo el arte pagano posterior. Así, cuando el cristianismo fue en ascenso, se pensó que era un deber piadoso destruir toda estatua de esos falsos ídolos. ¿No os habéis preguntado alguna vez por qué conservamos tan pocas estatuas del arte de la Grecia Clásica y, las pocas que tenemos, son copias posteriores? Porque las pocas que hemos conservado de la destrucción son las  copias que encargaron los romanos o las originales que sustrajeron para decorar sus jardines como si fueran souvenirs (como los ingleses con los frisos del Partenón y demás obras de saqueo). Todo lo demás, las múltiples esculturas y edificaciones de Fidias, Praxíteles, Mirón, Lisipo, Policleto o Ictino entre tantos otros, esos «espantajos de pepinar» de Jeremías, perdidas para siempre en el olvido. Y es que, ¿no era esto una consecuencia lógica de la vulgaridad y el chabacanismo del Cristianismo primitivo? ¿No es propio de una cultura inferior, bárbara, ser incapaz de apreciar la belleza y el arte?

Ruinas de Delfos


La historia de los efectos especiales es la historia de nuestra memoria visual, es la historia de lo que nos maravilló y que ahora nos parece ridículo, de los límites que nuestra percepción fue superando, de las conquistas de una imaginación inagotable, la historia de nuestra forma de ver, de mirar, de prestar atención a unas cosas e ignorar otras. ¿Acaso quizá esa es la única historia? ¿No es la historia que nos han contado una historia de los efectos especiales?

Fuente: Blog de Art Futura

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Publicado: 7 septiembre 2009 en Filosofía política, Historia, Tecnología
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Fuente: Blog de Art futura