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El neurocientífico Mel Goodale realizó una serie de experimentos muy sugerentes. En la imagen vemos la famosa ilusión óptica de Ebbinghaus (también conocida con el nombre de ilusión de Titchener). Ambos círculos centrales son idénticos pero ante nuestra consciencia aparecen diferentes. Esto sirve para demostrar cómo el contexto influye drásticamente en nuestra forma de percibir cualquier objeto. En el experimento de Goodale se ponían unos discos de, aproximadamente, el tamaño de una ficha de poker como círculos centrales. Entonces, después de preguntar a los sujetos experimentales qué disco se veía más grande y comprobar que fallaban, cayendo en la ilusión de Ebbinghaus, se les pedía que cogieran ambos discos. Mediante un dispositivo optoelectrónico se medía la apertura entre el pulgar y el índice antes de coger la ficha. Sorprendentemente, se comprobó que la distancia era similar para ambos discos, es decir, que a pesar de que el sujeto consciente percibía los discos de diferente tamaño… ¡La mano actuaba como si fueran iguales! A pesar de que mi yo consciente era engañado, algo inconsciente dentro de mí no lo era.

Este experimento se suma a la perspectiva de los ya clásicos de visión ciega, o de cerebro escindido, que no hacen más que subrayar una idea: estamos repletos de mecanismos inconscientes que actúan, como mínimo, sin nuestro permiso. A mí me gusta decir que dentro de mí tengo otro yo, una especie de «perro fiel» o de «ángel de la guarda», un «dispuesto mayordomo» que hace las cosas por mí cuando yo no estoy pendiente. Es el que, con notable habilidad he de decir, sabe en qué posición está cada letra del teclado cuando estoy escribiendo estas líneas con cierta velocidad. Si paro de escribir y me pongo a pensar dónde está la «t» o la «v» o, al lado de que otras letras están, sencillamente, no lo sé, o, al menos, no lo sé con la suficiente exactitud como lo saben mis dedos al teclear. Es mi otro yo el que se quedó con la copla en mis pesadas clases de mecanografía a las que mi yo consciente odiaba ir, y ahora está rentabilizando aquella penosa inversión de mis padres. Pero no solo me ayuda a teclear, también es el que trae las palabras y, de alguna manera, las coloca. Cuando escribo no tengo que pensar la concordancia de género y número entre el sujeto y el adjetivo, ni pensar en el tiempo verbal adecuado… ¡No tengo que saber nada de gramática! Es mi otro yo el que se encarga de todo. Es como si fuera una secretaria a la que le estoy dictando una carta, pero no se la dicto literalmente, sino que le digo las ideas que quiero expresar y ella se encarga de transcribirlas a texto ¿No os ha pasado tantas veces que quieres decir algo pero no sabes como expresarlo? Tu yo consciente tiene una idea pero aquí tu otro yo no sabe cómo expresarla. Aquí tienes que ayudarle.

Aunque suene muy friki, llamaré a mi otro yo «Chuck».

Es psicológicamente reconfortante. Cuando estoy muy nervioso porque tengo que afrontar alguna adversidad, siento que no estoy solo, que tengo otro conmigo que, además, es bueno donde yo no lo soy. Chuck va a encargarse de las cosas pesadas para dejarme a mí libre. Parpadea cuando mis ojos se secan, respira, quita la mano cuando me quemo, me rasca, controla la dirección, los pedales y las marchas del coche mientras yo discuto con mi mujer, controla la posición de mi cuerpo y la tensión de mis músculos mientras camino, pone la lengua en los distintos lugares de mi boca para ejecutar los gráciles sonidos que emito al hablar… ¡Hace muchísimas cosas!

Podemos también entenderlo como nuestra intuición, esa corazonada que nos dice que no nos fiemos de tal persona aunque no existan razones objetivas para hacerlo. O lo contrario, Chuck es quien hace que nos guste estar con esa otra… ¿No será él quién nos dice de quién nos enamoramos? ¿No será él quién sabe hacer una lectura de la calidad genética de otra persona y lanza las flechas de Cupido en esa dirección?

En ocasiones, cuando estoy dando una clase que ya he impartido infinidad de veces, soy capaz de dejarle parcialmente el control. Mientras estoy explicando en la pizarra la metafísica cartesiana por quincuagésima vez, puedo pasarle a Chuck el micrófono mental y que sea él el que continúe con la clase mientras yo pienso en otras cosas. No obstante, he de reconocer que solo lo consigo durante breves lapsos de tiempo, y que tengo que volver al volante enseguida. Chuck puede decir cosas de memoria, pero cuando hay que hilar una argumentación se pierde enseguida.

En el capítulo cuarto de la sexta temporada de la maravillosa Rick y Morty (serie que recomiendo encarecidamente, tengas la edad que tengas comprobarás que es una obra de arte), Rick trae consigo un sonambulizador: un aparato en el que programas por el día a tu yo nocturno, a Chuck, para que «se despierte» mientras tú duermes y haga la tarea que tú le encomiendes. Rick lo programa para hacer abdominales y así, sin ningún tipo de esfuerzo consciente, Rick goza de una marcada tableta de chocolate. Así, el yo nocturno de Summer estudia inglés, el de Beth práctica la trompeta, y el de Jerry, idea genial donde las hubiere, se cartea con su yo diurno ¡Imaginad las posibilidades! ¡Se acabó el coñazo de salir a correr y de ir al gimnasio! ¡Se acabó estudiar para los exámenes! ¡Se acabó limpiar la casa, ordenar el cuarto, poner la lavadora! ¡Todo se lo encargamos a nuestros yo nocturnos! Lo maravilloso del capítulo es que los esclavos pronto dejarán de serlo…

Desgraciadamente no existe nada parecido y los intentos de hipnopedia, tan bien narrados por Huxley en su Mundo Feliz, han fracasado. Por mucho que, mientras duermes, te pongas los auriculares y te repitas en bucle una grabación del tema de historia que cae para el examen , ni tu Chuck ni tú os quedaréis con nada. No funciona. Pero imagina las posibilidades de investigación: ¿y si consiguiéramos encontrar la forma de comunicarnos con nuestros chucks? ¿Y si consiguiéramos hackear a nuestro yo consciente para acceder directamente a nuestro otro yo? Ya se ha hecho. Se llama publicidad (o si quieres ser más cool llámalo neuromarketing). Sí, qué le vamos a hacer, pero es Chuck quien tiene más peso a la hora de comprar en Amazon y, obviamente, Jeff Bezos lo sabe desde hace más de un siglo.

A veces pienso, ¿y si Chuck fuera consciente también? O, rizando el rizo un poco más, ¿y si yo soy el Chuck de otra consciencia? Quizá Chuck piensa que no hay nadie más, que él es el que en el fondo manda, y que yo soy solo el inconsciente que le ayuda. O quizá Chuck y yo somos solo dos de un montón más ¿Y si mi cuerpo fueran un montón de yoes conscientes que viven con la ilusión de ser los únicos?

Pensemos que el modus operandi de evolución darwiniana en el ser humano consiste en ir, poco a poco, automatizando las tareas que hacemos con suficiente eficacia. Por ejemplo, nuestra digestión o nuestro sistema inmunitario funcionan excelentemente bien sin ningún control consciente (Sería sugerente pensar en la posibilidad de que pudiésemos controlar nuestro sistema defensivo. Molaría mucho poder decir: ¡Linfocitos! ¡En sus posiciones! ¡Ahora!¡Al ataqueeeee!). Imaginemos que, poco a poco, vamos perdiendo más y más este control porque Chuck se va haciendo más sofisticado realizando más y más labores. Cada vez que aprende a realizar bien un cometido, éste se apaga para el consciente, desaparece. Entonces, pensemos en que, muy poco a poco, quizá durante miles y miles de años, van desapareciendo más y más cosas ¡Dios mío! ¿Se terminaría por apagar la luz de la consciencia del mundo y solo quedarían zombis chalmerianos? No, especulemos (salvajemente) con la idea de que nuestra esfera consciente no disminuye sino que permanece del mismo tamaño. Lo que ocurriría es que sus contenidos se alejarían cada vez más de la realidad cotidiana para centrarse más en sus propios contenidos. Se abandonaría el mundo físico para encerrarse (o abrirse según como se mire) a un mundo puramente mental, a una noosfera, a una región de lejanos ecos de lo que fue lo real que se han ido mezclando entre sí, generando ideas, representaciones, significados nuevos, que ya solo tendrían sentido dentro de ese espacio… de ese lugar que sería puro símbolo, puro sentido sin referencia. Y quizá llegaría un momento en que el hombre no recordara haber estado nunca en la realidad, y seguirá descubriendo y adentrándose cada vez más profundamente ese universo cuasi onírico… ¡Vaya viaje! Esto da para dos o tres relatos de ciencia ficción.

He leído un montón variado de publicaciones y artículos en la red a los que no citaré para no darles publicidad, que hablan de que la mente no está en el cerebro, acusando a los que afirman lo contrario de cerebrocentristas o neurocentristas. El debate filosófico mente-cuerpo lleva siglos sin resolverse, pero parece que los últimos avances en la neurociencia dan clara ventaja a cerebrocentristas como yo. Voy a dar un listado de argumentos, muy viejos y manidos la mayoría de ellos, tanto a favor de que la mente está en el cerebro como de que la mente no sobrevive al cuerpo tras la muerte del cerebro.

Vamos al meollo:

  1. Si la mente no está en el cerebro, ¿dónde está? Se puede replicar, de forma cartesiana, que si la mente es, por definición, inextensa, no está en ningún lugar, siendo preguntarse por su ubicación lo que Ryle llamaría un error categorial . Sí, pero entonces tenemos que encontrar un punto de contacto en donde esa «inextensión» tome contacto con el mundo físico, ya que cuando yo decido mover un brazo, las fibras musculares obedecen mi mente. Descartes se sacó de la chistera la glándula pineal, y a día de hoy no existe nada en el cerebro que podamos entender con esa función ¿Cómo debería ser esa «wifi para lo inextenso»? ¿Estaría dentro de las leyes de la física clásica o habría que apelar a la cuántica?
  2. Si la mente no está en cerebro tenemos que explicar por qué cuando dañamos ciertas áreas del cerebro, la función mental queda dañada también. Si un paciente tiene un accidente cerebrovascular que le destruye el hipocampo, su memoria a corto plazo quedará igualmente destruida. Esta correlación se constituye como una evidencia muy fuerte a favor de la identidad entre cada función mental y su parte correspondiente.
  3. Si la mente no está en el cerebro, ¿para qué vale el cerebro? Seria muy curioso tener el órgano que más tasa metabólica consume del cuerpo (un 25% del gasto total con solo un 2% del peso) estuviera aquí de adorno o, en el mejor de los casos, que valiera para otras cosas que todos los investigadores del mundo hubieran pasado por alto.
  4. Podría objetarse que si bien la mente tiene que ver con el cerebro, el cerebro solo es un «interruptor», «disparador» o simple «receptor» de las funciones mentales, es decir, si bien el hipocampo «activa» la memoria a corto plazo, dicha memoria no se reduce al hipocampo. Dicho de otro modo: para funcionar, la mente debe estar encarnada, pero la mente no se reduce a su encarnación. Bien, pero entonces, por qué no aplicamos el mismo razonamiento a otro tipo de objetos. Por ejemplo, mi tostador enciende sus resistencias y tuesta el pan. Cuando una resistencia se quema, deja de funcionar ¿no podríamos argumentar que la resistencia solo ha perdido su parte corpórea pero que no se reduce a ella y que, de alguna manera, existe sin residir en el tostador? Obviamente, este argumento nos parece absurdo ¿Por qué entonces no nos lo parece al aplicarlo a las funciones mentales? ¿Por qué a la mente le damos un tratamiento epistemológico especial que nos parecería absurdo dar a cualquier otro objeto?
  5. Vamos a verlo aún más claro diciéndolo de otro modo: ¿Qué razones hay para sostener que estados mentales como mis recuerdos, emociones, consciencia, etc. vayan a seguir funcionando después de la muerte de mi cerebro? ¿Qué tienen de tan especial para que puedan seguir funcionando sin objeto material? Sería lo mismo que decir que el motor de mi viejo Seat Málaga, al que lleve al desguace después de 25 años de fiel servicio, sigue funcionando «en otro lugar»… ¿Por qué sostener eso de un coche es una locura pero hacerlo de la mente humana es una creencia respetable?
  6. Si la más pura y dura evidencia observacional nos dice que las funciones mentales dejan de funcionar con la muerte cerebral y, por mucho que la gente crea en fantasmas, no tenemos la más mínima prueba de que tales funciones mentales sigan funcionando post mortem ¿por qué sostener que siguen haciéndolo?
  7. Podría objetarse que no conocemos bien el funcionamiento del cerebro para asegurar con certeza que todas nuestras funciones mentales están allí. Estoy de acuerdo en que conocemos muy poco del cerebro, mucho menos de lo que suele creerse, pero la carga de la prueba reside en quien afirma. Cuando lo habitual es que un objeto pierda su función cuando es destruido, si alguien afirma que conoce una función que no se reduce a su objeto, debería demostrarlo y no pedir a los demás que demuestren lo contrario. Si sostenemos afirmaciones tan arriesgadas como que la mente es independiente y sobrevive al cuerpo en base a que no sabemos como funciona el cerebro estamos cayendo en la más pura y dura falacia ad ignorantiam.
  8. Otra objeción: es que la mente no es un objeto como una piedra o, en este caso, un cerebro. La mente es un conjunto de procesos y/o funciones que no pueden confundirse con el objeto donde se realizan. Así, los mismo procesos mentales que hoy funcionan en el cerebro, mañana podría funcionar en otra entidad material como podría ser el hardware de un computador. De acuerdo, pero que la mente pueda implementarse en otro entorno material diferente al cerebro (cosa, por cierto, nada evidente, pero vale, lo aceptamos por mor de la argumentación), no quiere decir que no ocurra en ningún lugar o que la mente pueda ser independiente de lo material. Pensemos, por ejemplo, en la digestión. No es un objeto, es un proceso que incluye multitud de subprocesos… ¿Alguien diría que la digestión no ocurre en el aparato digestivo, en el estómago y en los intestinos? O pensemos en la velocidad a la que va un automóvil. La velocidad no es un objeto, es el resultado de una gran cantidad de sucesos que ocurren, fundamentalmente, en el motor del coche… ¿Alguien diría que si yo voy por la autovía a 120 km/h no es en mi coche en donde se da esa velocidad? ¿Alguien diría, de verdad, que la velocidad no existe en el mundo físico sino en otra realidad? Reitero: que una función pueda darse en diferentes sustratos materiales no quiere decir que pueda existir con independencia de éstos. Windows es un software que funciona en innumerables hardwares diferentes ¿Existe Windows-en-sí, en el platónico mundo de las ideas?
  9. Nueva objeción: ¿En qué se parece la imagen mental que aparece en mi mente cuando pienso en mi abuela a lo que sabemos del funcionamiento del cerebro? La imagen de mi abuela y los sentimientos a ella asociados no se parecen en nada a descargas eléctricas en axones y a vesículas sinápticas soltando neurotransmisores… ¿Qué justificación tiene entonces decir que mis estados mentales equivalen a mi cerebro? A mi juicio, esta es la mejor objeción. Y la respuesta es que, a día de hoy, dado lo que sabemos del cerebro, es cierto que no se justifica la equivalencia. Mis estados mentales no son, para nada, equivalentes a lo que hoy sabemos de nuestros estados neuronales. Sin embargo, esto tampoco justifica dar el salto al dualismo, esencialmente, porque el dualismo presenta todavía muchos más problemas que seguir en el monismo materialista (todos los que estamos diciendo aquí). Lo lógico es, dadas las conexiones que sí conocemos entre estados neuronales y estados mentales, aceptar que todavía desconocemos mucho del funcionamiento del cerebro, pero que albergamos una muy razonable esperanza en que descubrimientos futuros vayan arrojando más luz hasta que se consiga identificar el mecanismo del que quepa justificar una equivalencia con los estados mentales. A esta idea la llamo la Teoría de la Identidad pero Todavía No.
  10. La Teoría de la Identidad pero Todavía No nos dice que existe un mecanismo causal que va desde que mis vesículas sinápticas liberan grande cantidades de serotonina hasta que yo tengo el quale de sentirme bien, pero que es totalmente desconocido a día de hoy, y no se identifica con ningún proceso neuronal de los conocidos en el estado del arte actual sobre el cerebro.

Acepto de muy buena gana contraargumentos. Change my mind.

En abril de 2019 el Allen Institute of Brain Science celebraba la culminación de un ambicioso proyecto de investigación: cartograficar cada una de las 100.000 neuronas y cada una de las 1.000 millones de sinapsis contenidas en un milímetro cúbico de la corteza cerebral de un ratón. Por el momento, se trata del conectoma (así se llama este tipo de «mapa») a nanoescala de mayores dimensiones, valga el oxímoron. Dentro de este granito de arena había unos cuatro kilómetros de fibras nerviosas. El equipo tomo imágenes de más de 25.000 secciones ultrafinas de tejido contenido en ese minúsculo volumen, generando un conjunto de datos (dataset) de dos petabytes, suficiente capacidad como para unos 50 millones de elepés en MP3: el faraón Mentuhotep III podría haberle dado al «play» en el año 2000 a. C. y todavía no se habría repetido ni una sola canción. Si quisiéramos mapear de forma análoga la corteza cerebral humana generaríamos un zetabyte: aproximadamente, la cantidad de información registrada en todo el mundo a día de hoy. Si a esos datos meramente morfológicos quisiéramos añadir datos más específicos, acerca de la tipología química de las sinapsis, pongamos por caso, necesitaríamos múltiplos de esa cifra. Si a esos datos quisiéramos añadir, adicionalmente, datos acerca de, por ejemplo, el citoesqueleto proteico que configura la estructura interna de la neurona – y no olvidemos que importantes especialistas sostienen que el mismo es crucial para la «vida mental del cerebro» – , generaríamos por cada neurona una cantidad de información similar a la requerida para mapear la anatomía neuronal del cerebro completo. Si a estas «fotos» quisiéramos añadir datos acerca de la actividad acaecida cada segunda en cualquiera de estos niveles de organización, necesitaríamos, sencillamente, elevar una cifra astronómica a otra absurda. Se trata de hechos que no debieran descuidar los que fantasean con «simulaciones computacionales del cerebro».

Arias, Asier. Introducción a la Ciencia de la conciencia. Catarata. Madrid, 2021. p. 223-224.

Desde luego, vienen bastante bien unas dosis de realismo acerca de las posibilidades de construir cerebros artificiales. Pero que no cunda el desánimo. No hace falta tener un mapa de grano tan sumamente fino para comprender el funcionamiento de nuestra mente. A fin de cuentas, podemos explicar bastante bien el funcionamiento del brazo, sin tener un mapa de todas y cada una de las fibras musculares y óseas que lo componen. Lo interesante entonces no es el realismo del mapa en sí, porque la explicación de su funcionamiento estará a otros niveles explicativos superiores. Por eso nunca me han impresionado demasiado todos estos proyectos titánicos de mapeo cerebral. Como se ha mencionado muchas veces, ya tenemos desde hace años todo el conectoma de la Caenorhabditis elegans, que solo tiene 302 neuronas y unas 8.000 conexiones sinápticas, y no somos capaces de predecir su conducta ¿por que íbamos a sacar algo en claro de cerebros exponencialmente más complicados? En el fondo, se trata de una miope obcecación reduccionista. Y es que el reduccionismo es una estrategia siempre saludable, menos cuando deja de serlo.

P.D.: puedes descargarte una aplicación del Allen Institute para ver mapas del cerebro en 3D aquí. Y también tienen un mapa muy chulo de la conectividad del cerebro del ratón aquí.

La verdad es que no esperaba demasiado. Me olía a que, dada la pobreza el estado del arte, no se podía presentar nada demasiado revolucionario, pero ¿quién sabe? Estamos hablando de Elon Musk, ese que consiguió hacer aterrizar cohetes y mandó un Tesla Roadster al espacio… Pero no, nada nuevo bajo el sol: el típico show grandilocuente al que los multimillonarios americanos nos tienen acostumbrados con la misma poca chicha que la mayoría de su cine.

Bien, ¿y qué nos presentaron? Lo único interesante ha sido  una mejora en la miniaturización del sistema: los electrodos que utiliza Neuralink v0.9  son diez veces más finos que un cabello humano, lo cual permite que cuando se implantan esquiven mejor venas y arterias, evitando el sangrado y la inflamación. Son menos invasivos que los modelos anteriores. Del mismo modo, su menor tamaño les hace ganar en precisión. Uno de los retos más importantes de las técnicas de monitorización cerebral es la precisión: conseguir captar la actividad de solo el grupo de neuronas que nos interesa, apagando el ruido de todo lo demás. Eso es muy difícil con técnicas no invasivas (sin meter electrodos en el cerebro) y con las técnicas invasivas disponibles la precisión todavía es muy baja. Además, los electrodos de Neuralink pueden captar 1024 canales de información, lo que es diez veces más que los cien que se venían manejando en los dispositivos comerciales al uso. Y hasta aquí da de sí la novedad. Todo lo demás ya se había hecho. Kevin Warwick, de la Universidad de Reading, ya se implantó bajo la piel un chip de radiofrecuencia que le permitía hacer cosas como encender y apagar luces, abrir puertas, etc. Esto fue en 1998, hace ya un poquito. O si queremos un ejemplo patrio, el neurocientífico Manuel Rodríguez Delgado implantó unos electrodos en el cerebro de un toro al que paraba en seco mediante un mando cuando éste se dirigía hacia él para embestirle. Tecnología inalámbrica de control mental en 1963. Hace ya 57 años de esto. Hoy hay miles de personas con implantes cocleares que mejoran la audición de pacientes sordos y también existen implantes electrónicos de retina que devuelven parcialmente la visión a personas ciegas.

¿Y dónde está la trampa? Musk dice que con este dispositivo se podrán tratar multitud de trastornos tales como la ansiedad, la depresión, la ansiedad, el insomnio, pérdidas de memoria… ¡Maravilloso! ¿Cómo? Y aquí se acaba la presentación. Es cierto que tenemos ciertos estudios que avalan que hay ciertas mejoras en pacientes a los que se electroestimula, por ejemplo, en el caso del Parkinson. También, hay multitud de experimentos en los que conseguimos ciertos cambios conductuales, simplemente, bombardeando eléctricamente tal o cual zona del cerebro, pero de ahí a curar la depresión… ¡va un universo! Y es que Musk parte de un terrible error demasiado común hoy en día: pensar que el cerebro es, por completo, un computador, en el sentido de pensar que dentro del cerebro solo hay una especie de larguísima maraña de cables. Nuestras neuronas funcionan eléctricamente sí, pero solo a un nivel. En ellas hay una infinidad de interacciones bioquímicas aparte de lanzar un pulso eléctrico por el axón. Y muchísimas de ellas las desconocemos. De hecho, la neurociencia está todavía en pañales. Nuestro conocimiento del cerebro es todavía terriblemente superficial. Entonces, ¿cómo justificar que solo mediante la estimulación eléctrica vamos a hacer tantas cosas? No se puede porque, seguramente, no se va a poder hacer así.

Musk nos está vendiendo que con su interfaz va a poder, literalmente, leer la mente. No colega, tus electrodos captarán ecos de la actividad mental, como yo escucho el ruido del motor del coche cuando voy conduciendo. Actualmente no sabemos cómo el cerebro genera emociones, pensamientos, recuerdos, consciencia… Tenemos algunas pistas sobre en qué zonas aproximadas puede ocurrir cada una de estas cosas, pero poco más. Obviamente, saber la localización de un suceso no es saber todavía demasiado del suceso. Si yo oigo el ruido del motor debajo del capó podré inferir que, seguramente, el motor está debajo del capó, pero eso no me dice casi nada de cómo funciona el motor. Por ejemplo, sabemos que en el hipocampo es donde se generan nuevos recuerdos pero, ¿cómo se generan? ¿Y dónde y cómo se guardan en la memoria? Silencio vergonzoso.

A mí, cuando en estas infructuosas discusiones en la red, alguien se me ha puesto chulito igualándome la actividad neuronal al pensamiento, suelo retarle a que me explique todo el proceso causal que va desde que yo, ahora mismo, decido pensar en mi abuela hasta que en mi mente aparece su imagen, únicamente mediante lo que sabemos de la neurona ¿Cómo diablos se genera una «imagen mental» mediante disparos eléctricos o vaciando vesículas sinápticas de neurotransmisores químicos? ¿Cómo consigue una molécula de acetilcolina que el recuerdo de mi abuela se quede fijado en mi mente? ¿Cómo hacen las moléculas de serotonina o de dopamina que yo tenga sensaciones agradables al pensar en ella? No tenemos ni remota idea. O le reto a qué me diga en qué se parece el paso de un pulso eléctrico por un conjunto de células mielinizadas al recuerdo fenoménico de mi abuela ¿En qué se asemejan los colores y rasgos de la cara de mi abuela en la imagen que parece proyectarse en mi mente a los procesos bioquímicos que ocurren en mi cerebro para que digamos que ambas cosas son lo mismo? Silencio vergonzoso. Con total certeza, el cerebro hace muchísimas más cosas que transmitir impulsos eléctricos entre células nerviosas y, por tanto, el cerebro no es un circuito electrónico tal y como piensa Musk, por lo que sus electrodos van a tener un alcance mucho más limitado de lo que nos ha hecho creer. Y en el mejor de los casos, suponiendo que al final, por un increíble golpe de suerte, Musk acertara y su Neuralink nos salvan de todos los males, su modus operandi no es éticamente correcto: no se pueden vender promesas, hay que vender hechos consumados.

Otra estrategia que suelen utilizar estos visionarios tecnológicos es con un error o sesgo que solemos cometer a la hora de analizar el desarrollo de cualquier tecnología o programa de investigación científica. Consiste en tender a pensar que una tecnología que en el presente va muy bien, seguirá progresando indefinidamente hacia el futuro. Por ejemplo, si ahora tenemos Neuralink versión 0.9, podríamos pensar: bueno, la 0.9 todavía no hace mucho pero espera a que llegue la 10.0 ¡Esa ya nos permitirá volcar Wikipedia entera en el cerebro! NO, de que una tecnología sea ahora puntera no podemos inferir, de ninguna manera, que seguirá siéndolo. De hecho, la historia de la ciencia y la tecnología nos ha mostrado multitud de investigaciones muy espectaculares en principio pero que no fueron a más. Por ejemplo, si pensamos que la inteligencia artificial es ahora una disciplina muy a la vanguardia, hay que ver que ha pasado por varios inviernos en los que quedó completamente olvidada. Es muy posible que el hoy tan alabado deep learning pase de moda en un tiempo y otras tecnologías ocupen su lugar ¿Por qué? Porque esas investigaciones o desarrollos se encuentran, de repente, con problemas que se enquistan y que quizá tardan diez, veinte, cincuenta años en resolverse o, sencillamente, no se resuelvan nunca. También tendemos a pensar que el progreso tecno-científico todo lo puede, que, al final, todo llegará y que solo es cuestión de tiempo. No, eso es un mito sacado de la más barata ciencia-ficción. No hay ninguna inferencia lógica que sostenga este progreso imparable hacia adelante. Verdaderamente, la ciencia y la tecnología son cosas mucho más humildes de lo suele pensarse.

No obstante, partiendo una lanza a favor de Musk, también hay que decir que el hombre, al menos, dedica su talento y fortuna a desarrollar tecnologías. Podría haberse comprado un equipo de fútbol o puesto a coleccionar yates, y en vez de eso emprende proyectos que, al menos a priori, tienen una finalidad pretendidamente positiva para la humanidad. En este sentido Musk está muy bien y ojalá todos los multimillonarios del mundo se parecieran un poquito más a él. Al menos, tal y como no se cansan de repetir su legión de seguidores en la red, él es valiente, se arriesga y emprende intentando llevar las cosas a cabo. El problema de Musk es que está en la onda del transhumanismo trasnochado de la Universidad de la Singularidad de Ray Kurzweil y cía. Esta gente defiende ideas muy discutibles tales como el el advenimiento de una inteligencia artificial fuerte en las próximas décadas, o la consecución de la inmortalidad, ya sea eliminando el envejecimiento mediante nuevas técnicas médicas, ya sea subiendo nuestra mente a un ordenador (mind uploading). Lo malo no está en que defiendan esas ideas (¡Yo quiero ser inmortal!), lo malo es que lo hacen a partir de una más que endeble base científica, y eso en mi pueblo se llama vender humo.

De este tema vamos a hablar este domingo a las 12:00 en Radio 3 en el célebre programa «Fallo de sistema». Estaré junto a personas del peso de Ramón López de Mántaras, director del Instituto de Investigación de Inteligencia Artificial del CSIC; Juan Lerma, editor en jefe de Neuroscience; Manuel González Bedía, asesor en el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades; Liset Menéndez, líder del Laboratorio de Circuitos Neuronales del Instituto Cajal; o el tecnohumanista Pedro Mujica,  impulsor de IANÉtica.  He de decir que nunca he estado sentado en una mesa  con personas de tanto nivel científico. Es la flor y nata de la ciencia española. Así que yo voy a estar bastante calladito escuchando y aprendiendo. No os lo perdáis.

Aquí tenéis la charla que he dado para el curso de verano de la SEMF. En ella hago un recorrido histórico por los principales hitos en el campo, desde los primeros modelos teóricos de McCulloch o Rosenblatt, hasta Alpha Zero o GPT-3. He intentado que sea lo más sencilla y sugerente posible, sin meterme demasiado en temas técnicos. Para quien quisiera profundizar he adjuntando el artículo académico principal de cada tema que trato. Espero que os resulte provechosa.

Para un trabajo que realicé para la asignatura Bases Neurológicas de la Cognición del Máster en Ciencias Cognitivas que imparte la Universidad de Málaga, tuve que enumerar una serie de características que yo considerada imprescindibles para crear una máquina que imitara el funcionamiento del cerebro humano. Concedo que son principios muy generales, pero creo que no hay que perderlos de vista porque son, esencialmente, verdaderos, y uno se encuentra por ahí, más veces de lo que querría, con teorías de la mente que se alejan, muy mucho, de ellos.

  1. El cerebro es un kludge (klumsy: torpe, lame: poco convincente, ugly: feo, dumb: tonto, but good enough: pero bastante bueno) fruto de la evolución biológica. Tal como defiende el neurocientífico David Linden (Linden, 2006), si aplicamos los principios de funcionamiento de la selección natural, el diseño del cerebro dista mucho de ser una máquina perfecta fruto del trabajo racional de ingenieros, siendo más bien un cúmulo de chapuzas, de soluciones, muchas veces poco eficientes, que lo único que han pretendido es aumentar el fitness del organismo dado un ecosistema concreto. Teniendo en cuenta que los ecosistemas cambian debido, por ejemplo, a cambios en las condiciones climáticas o por aumentos o disminuciones en las poblaciones de competidores, lo que hoy podría ser una excelente adaptación, mañana puede ser una carga inútil. Es por eso que nuestro cerebro puede estar lleno de órganos rudimentarios (adaptaciones que perdieron su función pero que no fueron eliminados) y exaptaciones (antiguas adaptaciones que se están rediseñando en la actualidad para una nueva función), o de las famosas pechinas de Jay Gould y Richard Lewontin (elementos que solo obedecen a necesidades estructurales de auténticas adaptaciones). También hay que tener en cuenta que el cerebro no es una máquina acabada, sino que, al seguir siendo afectado por la selección natural, sigue construyéndose, siempre siendo un estado intermedio. El cerebro, al contrario que cualquier máquina diseñada por el hombre, tiene una larga historia biológica, lo cual, dicho sea de paso, dificulta mucho la labor de ingeniería inversa necesaria para su estudio.
  2. El cerebro como una máquina de movimiento. La gran diferencia entre el reino animal y el vegetal fue, originariamente, la capacidad de movimiento. Se da el hecho de que las plantas no tienen sistema nervioso y esto se explica, precisamente, por su quietud: si apenas te mueves no necesitas un complejo sistema que ligue tu percepción al control del movimiento. Por tanto, el sistema nervioso surge con la función biológica de coordinar la percepción con el sistema motor. Podemos entonces entender que muchas de las funciones cognitivas actuales son exaptaciones de funciones perceptivo-motoras. O dicho de otro modo: nuestro cerebro se construyó a partir de otro que únicamente servía para percibir y moverse, por lo que parece esencial, comprender bien cómo eso puede afectar al diseño del cerebro. Pensemos como sería construir un ordenador personal a partir de las piezas de un automóvil.
  3. El cerebro como máquina de visión. El órgano de los sentidos que mejor servía para moverse eficazmente en el mundo animal, ha sido la visión (con honrosas excepciones como la ecolocalización de los murciélagos). Y es por ello que los animales más evolucionados como los mamíferos superiores tienen los mejores sistemas visuales de toda la biosfera ¿Qué es lo que ve, lo que percibe nuestro cerebro? En este sentido es muy interesante la teoría de la interfaz (Hoffman, 1998 y 2015) del científico cognitivo Donald Hoffman ¿Percibimos la realidad tal cómo es? No. En primer lugar hay que tener en cuenta que el cerebro no es una máquina con infinitos recursos sino que tiende a optimizarlos para competir en situaciones de escasez. Percibir toda la realidad sería un enorme derroche cuando solo tiene que percibir necesario para aumentar sus posibilidades de supervivencia y reproducción: alimento, presas/depredadores y parejas sexuales. Todo lo demás, lo que es indiferente a los factores evolutivos no tiene por qué ser percibido. Y después, tampoco hace falta percibir lo que se percibe tal y como es, sino que nos bastaría con una etiqueta, con un símbolo que, sencillamente, identificara la función de lo percibido. Es por eso que Hoffman nos habla de nuestra percepción como una interfaz, como el típico escritorio de Windows lleno de iconos. Pensemos que cada icono es un símbolo que representa una función (Abrir el programa determinado), pero ese símbolo no tiene nada que ver (no se parece en nada a su función), pero es muy práctico y eficiente: un pequeño dibujito vale como etiqueta para indicarme que debo hacer clic en ella para ejecutar un programa (el cual puede ser tremendamente complejo en sí mismo). Por otro lado, el órgano de los sentidos que más información proporciona al ser humano, es con diferencia, la visión (el córtex visual ocupa casi un tercio del volumen del cerebro), por lo que a la hora de establecer cómo procesamos la información y cómo realizamos acciones cognitivas o conductuales, habría que tener muy en cuenta que, principalmente, trabajamos con información visual, por lo que habría que tener muy en cuenta sus propiedades y peculiaridades con respecto a otros tipos de información.
  4. La división entre rutinas y subrutinas. En su famosa obra The society of mind (1986), el informático Marvin Minsky nos describía el cerebro como un gran conjunto de pequeños módulos funcionales que realizan tareas relativamente sencillas pero que, trabajando coordinadamente, hacen emerger una conducta muy inteligente. Esto nos da dos ideas: en primer lugar nos sirve para establecer la distinción entre procesos conscientes y subconscientes. La tarea de esos sencillos módulos funcionales (que quizá podrían identificarse con clusters de redes neuronales) ocurriría a nivel inconsciente, siendo únicamente el resultado, lo que aparece a nivel consciente (o, si no, solo el trabajo de ciertos tipos de módulos encargados, precisamente, de los procesos conscientes). Y, en segundo lugar, da pie a todo el programa de investigación conexionista (en redes neuronales artificiales): buscar modelos matemáticos del funcionamiento del cerebro centrados en sus unidades básicas (la neurona) y en sus relaciones (las redes). Una neurona es una célula relativamente sencilla, pero millones de ellas funcionando en paralelo podrían dar lugar a comportamiento complejo. Como Rodney Brooks (Brooks, 1991) demostró en sus investigaciones en robótica, es posible hacer emerger comportamiento inteligente mediante un conjunto de dispositivos sin que exista ningún módulo de control que dirija la acción. Serían dispositivos automáticos que actúan siguiendo el patrón percepción-acción sin apenas procesamiento de la información. En este sentido la metáfora del funcionamiento de los programas informáticos actuales es perfecta: un programa llama constantemente a otros (llamados subrutinas) para que le den un valor, un resultado. El programa principal no sabe qué hacen ni cómo funcionan cada uno de estos subprogramas, pero le son útiles porque le dan el resultado que necesita para acometer una determinada tarea. Incluso puede ser el caso de que funcionen sin ningún tipo de comunicación con ningún centro de mando, sencillamente realizando una tarea de forma completamente autónoma.
  5. Conocer es actuar. Ha sido un gran error histórico (quizá el mayor error de la historia de la filosofía) entender el conocimiento desde la gnoseología platónico-aristotélica, es decir, entender que conocer consiste en volver a presentar (re-presentar) el mundo exterior a nosotros, abstrayendo una especie de esencia incluida en el objeto conocido y “colocándola dentro” de nuestro entendimiento. Esta concepción mixtifica, sobrenaturaliza la acción de conocer y, evidentemente, saca el estudio del conocimiento del ámbito científico. Conocer no es repetir el mundo exterior dentro de nuestro mundo interior, ya que eso nos llevaría a una cadena infinita de homúnculos. Conocer es un acto biológico con finalidades evolutivas que no tiene nada que ver con representar el mundo. Sería absurdo que nuestra percepción fuera como una cámara de fotos que solo intenta hacer una réplica lo más fidedigna posible de lo fotografiado porque ¿qué hacer luego con la foto? ¿Para qué queremos, solamente, una foto realista? La información obtenida mediante los sentidos es procesada, manipulada o transformada simbólicamente, para hacer cosas con ella, para intervenir en la realidad y no para describirla. Conocer es un proceso que tiene que entenderse exactamente igual que cualquier otro proceso biológico como la digestión o la acción del sistema inmunitario. Y, en un nivel inferior, el acto de conocimiento es una acción físico-química como cualquier otra. Cuando percibimos mediante la vista, el primer paso se da cuando fotones golpean las capas de discos membranosos de los fotorreceptores de nuestra retina, generando una cascada de disparos neuronales que forman patrones que posteriormente serán procesados por redes neuronales. En toda esta compleja red de procesos no se atrapa ninguna esencia ni se repite ni siquiera una supuesta estructura de la realidad, sino que se elabora un mapa funcional, se elabora todo un sistema para tomar decisiones de modo eficiente.
  6. Módulos cerebrales de reconocimiento de patrones (Kurzweil, 2013) Parece que lo que mejor saber hacer las últimas herramientas de la IA conexionista, las redes neuronales convolucionales, es encontrar patrones en entornos poco (o nada) formalizados, es decir, muy difusos. Así están venciendo uno de los grandes obstáculos de la IA: la visión artificial. Ya existen redes neuronales que distinguen rostros con suma fiabilidad, o que reconocen cualquier tipo de objeto que observan, estando ese objeto en diferentes posiciones, iluminado con diferentes intensidades de luz, incluso en movimiento. Esto sirve como fuerte indicio para apostar por una teoría computacional de la percepción y del conocimiento: si al utilizar redes neuronales artificiales conseguimos hacer máquinas que ven de una forma, aparentemente, muy similar a la nuestra, será porque nuestro cerebro también funciona así. Además, una de las teorías de la percepción más influyentes del siglo XX, la famosa Gestalt, ya afirmaba que la percepción no consistía en la suma de todos los estímulos visuales (como sostenía la escuela elementarista), sino en dar sentido, en comprender una estructura profunda de la imagen vista (en, según sus propios términos, obtener una gestalten). Ese sentido que otorga significado a lo observado bien puede entenderse como el reconocimiento de un patrón. Además, esta forma encaja perfectamente con la teoría de la interfaz de Hoffman: no percibimos todo ni lo real, sino una información (que será deseablemente la mínima) suficiente para responder adecuadamente.

Imagen del artista Pablo Castaño.

Hoy un cuentecillo de ciencia ficción:

 

Macbeth:

She would have died hereafter.

There would have been a time for such a word-

Tomorrow, and tomorrow, and tomorrow,

Creeps in this petty pace from day to day,

To the last syllable of recorded time;

And all our yesterdays have lighted fools

The way to dusty death. Out, out, brief candle!

Life’s but a walking sahdow, a poor player

That struts and frets his hour upon theistage

And hen is heard no more. It is a tale

told by an idiot, full of sound and fury,

Signifying nothing.

***

Michael Chorost tenía un implante coclear en el interior de su cráneo que captaba una señal de radio de un pequeño receptor de audio instalado en su oído, la procesaba electrónicamente y transmitía la información al cerebro por medio de los nervios auditivos. Chorost podía desconectar el receptor de audio y conectar el dispositivo a un teléfono o reproductor de CD. Eso le permitía experimentar el sonido sin la presencia de ninguna onda de sonido en la sala en la que se encontraba. El sonido solo se reproducía en su cerebro sin ninguna vibración del aire, no existía fuera de él.

***

En 2013, el equipo de neurocientíficos del MIT dirigido por Xu Liu, consiguió introducir recuerdos falsos en el cerebro de ratones. Mediante una técnica denominada “optogenética”, que permitía activar o desactivar neuronas utilizando luz, consiguieron que los ratones sintieran miedo ante la posibilidad de una descarga eléctrica que jamás habían recibido y que, por tanto, era imposible que recordaran. Resulta llamativo que el primer recuerdo falso creado en un organismo fuera el miedo.

***

“Somos mirlos en los ojos de otros mirlos que se van”

Fragmento de la canción Héroes del sábado de la M.O.D.A.

***

¿Qué narrativa le ponemos al 22-43?

Vale, es difícil. Tiene treinta y cuatro capas. Si borramos a su mujer y a sus dos hijas tenemos que irnos muy atrás. Conoció a su esposa hace doce años, lo que nos lleva veinte capas al completo. El problema está en que tenemos que corregir muchísimas posibles incoherencias. El indicador de coherencia Veiger-Kuznets está a -0.24. A ver cómo cuadramos el hecho de trabajar como alto ejecutivo en la empresa de su suegro sin tener titulación académica ni para entrar como empleado de limpieza.

¿Qué te parece ésta, la 34A-3.765 a partir del vector 5.687.432? Se dio cuenta de que había perdido el tiempo, volvió a retomar los estudios. Para disminuir la incoherencia lo convertimos en una rata de biblioteca: en todos sus años de universidad no conoció a casi nadie.

Espera, su grado de extroversión es de 2.92, no encaja ¿Tenemos el permiso para modificar módulos nucleares de personalidad?

Sí, lo tenemos. El tío estaba realmente jodido. No le importaba nada con tal de olvidarlo todo.  Podemos convertirlo en tímido e introducirle trazas de fobia social.

Vale, pero no te pases. Recuerda que el cliente paga para ser más feliz. Si ahora lo convertimos en un agorafóbico no quedará muy contento. Que sea algo suave: sencillamente, se encuentra incómodo en lugares atestados de gente y disfruta mucho de su soledad.

Bien, cargo narración en los sectores 6C y 2WW ¿Correcto? Vamos también a borrar dos años completos aquí y aquí. Esos no parecen haber tenido demasiadas consecuencias en ningún hecho trascendente posterior.

Carga despacito. Recuerda lo sensible que es el hipotálamo. No queremos que el cliente termine con amnesia anterógrada.

Hay que meterle también el pack plus, la narrativa de Eduardo Vaquerizo. Es realmente magnífica. Es que Vaquerizo es el mejor escritor de narrativas neurales del mundo. Recrea emociones y sensaciones con una vivacidad increíble. Yo mismo me implanté un minipack de fin de semana. Ese de esquiar en Aspen y conocer a esa jovencita bielorrusa.

Y lo más interesante: sin que tu mujer se enterara. Jajaja.

Es que técnicamente, nunca he sido infiel a mi esposa ¿Por qué va a ser infidelidad acostarme con una chica que no existe? Jajaja.

Nunca he entendido lo de implantarte recuerdos manteniendo la consciencia de que son falsos ¿No te parece raro acordarte de cosas que nunca pasaron?

No pasa nada. Lo recuerdas exactamente igual que si hubiera ocurrido. Recuerdo perfectamente la montaña, los tejados nevados de las casas, los álamos, el viento frío en mi cara, los profundos ojos azules de la chica, el tacto de su pecosa piel… Mi mente no diferencia ese fin de semana de cualquier otro.

Ya, pero, no es verdad. Al implantarte falsos recuerdos estas creando conexiones causales en tu personalidad que vienen de la nada. Actuamos con respecto a nuestra experiencia pasada, esas narraciones configuran nuestro ser actual ¿No te parece inquietante modificarte a ti mismo a raíz de sucesos que nunca sucedieron?

No. De hecho, ese recuerdo me hace más feliz. No veo nada de malo en implantarnos falsos recuerdos si eso nos mejora. De hecho, gracias a ese fin de semana falso sé esquiar mejor.

¿Y no te lías? Cuando ya te has implantado un montón de falsos recuerdos… ¿No te perturba no saber cuáles fueron reales y cuáles no?

Tampoco es tan importante. Pero ya sabes que los recuerdos falsos están etiquetados, llevan la F-tag, de modo que siempre sabes que son falsos.

No sé… yo siempre digo con orgullo que soy cien por cien real: no tengo ni un solo recuerdo falso.

Tú lo que eres es virgen. Jaja. Te estás perdiendo un montón de cosas. La vida real es, en la mayoría de las veces, tan sombría y aburrida ¿Por qué no aliñarla con un toque de fantasía?

Es que no es exactamente fantasía, no es como leer un libro o ver una película, es meter en tu mente historias que nunca sucedieron… Es interferir en tu identidad biográfica.

¿Y qué haces cuando lees un libro? ¿Es que lo que lees no te influye? ¿No interfiere en tu identidad biográfica? Implantarse falsos recuerdos solo es dar un paso más.

Vale, terminamos. La historia es la de siempre: le han ascendido y comienza una nueva vida en una ciudad diferente. Se despertará en el vuelo que le lleva destino a Osaka. Las clásicas molestias cerebrales serán achacadas, como siempre, al jet lag. Terminamos por hoy. Mañana chequeamos las líneas de conexión interperiféricas, reparamos el daño neuronal y hacemos el análisis de niveles bioquímicos.

Cierro el compilador. Apagamos la consola y lo dejamos toda la noche cargando.

Vamos, te invito a una cerveza en el Diamond.

No, hoy no puedo. Mi mujer está muy pesada con el embarazo. Se ha vuelto bastante más territorial que de costumbre, así que nada de amigotes por un tiempo.

¿Seguro? Vamos, solo una birra y a casa.

No, no me tientes. De verdad que luego no hay quien la soporte.

Oye, una cosa: ¿cómo se llama?

¿Quién?

Tu mujer.

¿Mi mujer?

Sí, tu mujer.

Ya lo sabes, la conoces desde hace años ¿Por qué me lo preguntas?

Por nada, pero respóndeme, ¿Cómo se llama tu mujer?

¿Mi mujer?

Sí.

Jajaja… pues… joder… pues… espera.

El nombre de tu mujer.

Espera… jajaja… Eh… se me ha ido… espera…

Vamos, es muy fácil: su nombre.

Ya… no sé… lo tengo en la punta de la lengua.

Nada, chicos, otra vez, no ha funcionado.

No, pero… ¿qué pasa? ¿Por qué no la recuerdo?

Habrá que empezar de nuevo desde el vector 34.765.009 ¿Por qué falla siempre a partir de esa zona?

Un momento… explica… ¿qué pasa?

Lo siento tío. La chica de Aspen no es un falso recuerdo en tu mente sino al contrario: tú eres un falso recuerdo en la suya.

¿Cómo? No puede ser… jajaja. Venga tío no tiene gracia.

Sí, el nuevo minipack de fin de semana romántico para mujeres de Eduardo Vaquerizo. Tú eres el atractivo ingeniero de subjetividad infiel que conocen en la estación de esquí. Estamos probando tus líneas de coherencia.

Sí claro… venga tío… No puede ser… yo… yo…

Lo siento. Venga chicos, parar la simulación, vamos a ver si podemos depurar a partir del tercer breakpoint.

No puede ser… veo mi mano, es real… Yo… lo siento… siento el mundo que me rodea… yo… estoy vivo… o… existo… yo existo…

Una pena. Ha sido un placer. Reiniciamos.

 

It is a tale

told by an idiot, full of sound and fury,

Signifying nothing.

 

Podríamos imaginar que el cerebro humano estuviese compuesto de una única red neuronal global no estructurada de forma modular, es decir, sin partes especializadas en realizar tareas concretas. Las plantas tienen un tipo de estructura fractal en la que no existen de forma única órganos, ni ningún tipo de unidades funcionales especializadas: tienen muchas hojas, muchas flores, muchas raíces, etc. De este modo pueden resistir la destrucción de gran parte de su organismo antes de morir. Por el contrario, nuestro cuerpo fallece inexorablemente cuando se dañan órganos de los que sólo disponemos la unidad: corazón, hígado, páncreas, cerebro… Tener partes muy diferenciadas te hace muy sensible al fallo, mientras que si tu organismo es una constante repetición de lo mismo, la tolerancia al error es mucho más alta.

Entonces, pensemos en un cerebro no modular, un cerebro que se basa en la repetición de la misma estructura funcional (la neurona) una y otra vez. La destrucción de una de sus partes solo provocaría un degradado de la función global, pero no su total pérdida. Además, pensemos en un cerebro completamente interconectado, de modo que existen múltiples rutas alternativas de flujo de información. Si quiero mandar un mensaje de la neurona A a la B y algo daña la ruta habitual, la información siempre podría encontrar otros caminos para llegar. Además, esta estructura se parece bastante a nuestros sistemas de redes neuronales artificiales, en las que la información se guarda de un modo distribuido y no en ningún punto en concreto de la red ¡Molaría mucho que nuestro cerebro fuera así!

Eso además, pensaban Karl Lashley y Paul Weiss, dando base neuronal a la vieja tesis del ilustrado John Locke, que sostenía que somos una tabula rasa, que nuestro cerebro es, al nacer, una «hoja en blanco» indefinidamente moldeable por el aprendizaje. Lo cual, como ya escribimos en la Nueva Ilustración Evolucionista, servía como base neurológica al conductismo de Watson. Lashley hizo experimentos extirpando tejido cerebral a ratas y comprobando cómo les afectaba la pérdida a la realización de diferentes tareas. Comprobó que la localización de la pérdida no tenía importancia. Lo que, realmente, afectaba a la conducta de las ratas era únicamente la cantidad de cerebro extirpado. De aquí dedujo dos principios: acción en masa (el rendimiento cognitivo depende del rendimiento global de todo el cerebro) y equipotencialidad (cualquier parte del cerebro es capaz de realizar las tareas de las demás). El cerebro de las ratas tiene la misma estructura que los vegetales.

Las diferencias de inteligencia entre los seres humanos y el resto de los primates se explicaban, únicamente, apelando a la diferencia de volumen cerebral: más tamaño otorgaba más inteligencia. Sin embargo, aquí empezaron los problemas.  Cuando las técnicas de conteo neuronal se hicieron más precisas, se descubrió que el córtex cerebral humano tenía únicamente 1,25 veces más neuronas que el de un chimpancé, mientras que era 2,75 veces más grande. Nuestro cerebro creció de tamaño pero el aumento de neuronas no fue proporcional ¿Por qué? Porque si tu cerebro crece de tamaño, los axones de tus neuronas se hacen más largos, por lo que el impulso nervioso tarda más tiempo en llegar de una neurona a otra, lo que se traduce en lentitud y poca eficiencia. Es por ello que nuestro cerebro tuvo que especializarse localmente y hacerse modular. Un cerebro no modular sólo puede funcionar bien hasta un tamaño crítico a partir del cual se tiene que especializar.

Leamos estas reflexiones del popular cosmólogo Max Tegmark:

[…] una consciencia artificial del tamaño de un cerebro podría tener millones de veces más experiencias que nosotros por segundo, puesto que las señales electromagnéticas viajan a la velocidad de la luz, millones de veces más rápido que las señales neuronales. Sin embargo, cuanto mayor fuese la IA, más lentos tendrán que ser sus pensamientos para que la información tenga tiempo de fluir entre todas sus partes […] Así, cabria esperar que una IA «Gaia» del Tamaño de la Tierra solo tuviese unas diez experiencias conscientes por segundo, como un humano, y que una IA del tamaño de una galaxia solo pudiese tener un pensamiento global aproximadamente cada 100.000 años (por lo tanto, no más de unas cien experiencias durante toda la historia del universo transcurrida hasta ahora).

Max Tegmark, Vida 3.0

Tegmark utiliza este ejemplo para ilustrarnos sobre la lentitud de los procesos conscientes en comparación con los inconscientes. Sin embargo, podemos utilizarlo para defender la idea a la que yo quería llegar: el absurdo de una consciencia o inteligencia cósmica ¿Qué tipo de inteligencia sería aquella que tiene una experiencia consciente cada 100.000 años y que solo ha tenido unas cien en toda su vida? Por mucho que nos diera por fantasear con la posibilidad de algo así para contar relatos de ciencia ficción, la verdad es que una inteligencia con tan pocas experiencias no podría ser demasiado inteligente. Es más ¡sería muy imbécil! Para cuestiones de inteligencia el tamaño sí importa, y lo ideal para tener una inteligencia similar o superior a la nuestra es mantener un diseño optimizado entre tamaño y modularidad. Lo ideal, tal como bien expresa Tegmark, sería un tamaño aproximado al de nuestro cerebro pero con una circuitería similar a la de los computadores de silicio. Por el contrario, un tamaño gigantesco debería ser hipermodularizado para ser eficiente, tanto que no podría tener un módulo de control o mando consciente eficaz. Es más, una inteligencia del tamaño del universo tendría unos módulos tan alejados los unos de los otros que, de nuevo, su coordinación para cualquier actividad seria lentísima. Pensemos que si la información puede viajar a la velocidad de la luz, y tenemos dos módulos, uno en cada extremo del universo (visible), el mensaje tardaría noventa mil millones de años luz en llegar… ¡varias veces la edad del propio universo!

No amigos, no hay ni habrá ninguna consciencia cósmica. Otro mito heredado de mezclar las religiones tradicionales con la ciencia ficción.

Un titular: «Redes neuronales logran traducir pensamientos directamente en palabras».  La noticia es de Europa Press y tiene incluido el artículo de Scientific Reports, por lo que se le presupone cierto crédito. Parece alucinante ¡Hemos sido capaces de descodificar el pensamiento humano! Jerry Fodor nos contaba que debajo del lenguaje cotidiano que utilizamos para pensar (nuestro idioma), existía una estructura más profunda (ya que existe pensamiento sin lenguaje). Hay, por así decirlo, un lenguaje en el que está programado el cerebro (Fodor lo llamó mentalés) y la tarea de todo científico cognitivo que se precie será descubrirlo. Entonces, ¿lo hemos hecho ya?

De ninguna manera. Aunque en esta noticia no veo una mala intención amarillista, una lectura descuidada puede llevar a cierto engaño.

Examinemos lo que verdaderamente nos dice la investigación. Cuando realizamos cualquier actividad cerebral ocurren procesos bio-físico-químicos variados que pueden ser registrados por diferentes técnicas de monitorización. Algunas como, por ejemplo, la resonancia magnética funcional, observan el aumento de flujo sanguíneo en una determinada región cerebral. Entonces, presuponemos que si cuando yo estoy escuchando música, esa determinada área aumenta su flujo, será porque esa zona tiene que ver con mi capacidad para escuchar música. Otros sistemas de monitorización, como el electroencefalograma, detectan las distintas ondas cerebrales que surgen de la actividad eléctrica: ondas delta, theta, alfa, beta y gamma. En el caso del estudio en cuestión se basaron en datos obtenidos por la medición de frecuencias, en concreto de bajas y altas de tipo gamma. Y lo que han hecho Nima Mesgarani y su equipo, es utilizar un cierto tipo de red natural artificial para que encuentre relaciones entre las frecuencias obtenidas y las palabras que un sujeto estaba escuchando en un determinado momento, de modo que mediante un sintetizador de voz o vocoder, la red traducía los patrones cerebrales a palabras sonoras.

El caso es que la traducción de patrones de ondas a voz puede darnos la impresión de que estamos traduciendo pensamientos (mentalés), de modo que desciframos el código secreto de nuestra mente. No, lo único que estamos haciendo es transformar huellassombras, residuos que nuestro cerebro deja cuando piensa, en palabras. Y es que hay una clara confusión. Lo que los métodos de monitorización actuales captan no son los pensamientos mismos sino, por usar una metáfora fácil, el ruido que hacen. Y ese «ruido» podría, incluso, no ser información importante para comprender lo que es el pensamiento. El patrón de ondas detectado cuando se piensa en tal o cual palabra, podría no tener ningún papel causal en todo el procedimiento cerebral mediante en el que se piensa dicha palabra, podría ser un simple epifenómeno. De hecho, el gran problema para los métodos de monitorización cerebral es que es tremendamente complejo observar en directo el funcionamiento del cerebro de alguien sin dañarlo. Por eso se buscan lo que se llaman técnicas no invasivas, pero el problema, aún sin solucionar, es que estas técnicas son todavía muy imprecisas y no nos permiten el nivel de detalle que necesitamos. A día de hoy solo escuchamos ecos, sombras de la mente, y sobre ellos solo cabe la especulación.

Lo explicaremos con una metáfora. Supongamos que tenemos un coche. No sabemos nada de cómo funciona el motor pero podemos escuchar el ruido que hace. Entonces, a partir de ese ruido entrenamos a un algoritmo matemático para que nos diga en qué marcha va el coche en un determinado momento. El algoritmo es muy preciso y no falla nunca a la hora de decir en qué marcha está.  Ipso facto, la prensa saca el titular: «Hemos descubierto el código secreto del motor de explosión y una inteligencia artificial nos permite traducir su funcionamiento». Si lo pensamos, realmente este descubrimiento sólo nos informaría de una pequeñísima parte  del funcionamiento real de un motor (en este caso que el motor tiene marchas), pero nada de lo verdaderamente significativo: el funcionamiento del cilindro, la explosión de combustible, etc.

Para que, realmente, hubiésemos descubierto el auténtico código del cerebro, deberíamos tener una equivalencia razonable entre un proceso mental y lo que monitorizamos y, con total evidencia, aún no lo tenemos, principalmente, porque no sabemos bien qué ocurre dentro de nuestros cráneos cuando pensamos. Noticias de este tipo pueden dar la impresión de que nuestro conocimiento del cerebro es muchísimo más alto de lo que, realmente, es. Y hay que dejarlo muy, muy claro: estamos todavía, únicamente, tocando la superficie de su funcionamiento y no sabemos, prácticamente, nada.

Eso sí, esto no quita nada a la importancia del descubrimiento de Mesgarani y de su gran utilidad clínica. Será maravilloso que un paciente con síndrome de enclaustramiento pudiera comunicarse con los demás, además de que abrimos las puertas a formas de comunicación «telepáticas», y a un enorme abanico de posibilidades en el campo de la interfaz hombre-máquina.

Un pequeño relato de ciencia-ficción para disparar las neuronas:

El famoso antropólogo británico Bronislaw Brown descubrió una tribu que jamás había tenido contacto con el hombre blanco: los inké. No eran más de cien individuos que vivían como cazadores-recolectores en lo más profundo de la región del Mato Grosso, en algún lugar entre la frontera de Bolivia y Brasil. A Brown le costó muchísimo establecer contacto. Si los inké habían sobrevivido hasta ahora era, precisamente, porque habían evitado el contacto con el hombre blanco, y sobre todo, con sus microorganismos. Una gripe o un simple resfriado común podrían acabar con toda la tribu en unos días. Sin embargo, Brown era obstinado y, después de casi cinco años merodeando sus territorios e intentando comunicarse con ellos de las más diversas formas, lo consiguió. Y como a todo buen antropólogo no le bastó con observarlos desde fuera, sino que tenía que hacerlo desde dentro, es decir, debía practicar lo que los etnógrafos llaman observación participante: había que convertirse en un inké más.  Y también lo consiguió: Bronislaw Brown estuvo veinticinco años conviviendo con ellos. Después presentó sus descubrimientos ante la Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland. Incluimos aquí algunos fragmentos de su discurso del 23 de mayo de 2021:

El aspecto de la aldea inké era completamente diferente a todo lo que yo haya visto jamás en mi dilatada carrera como antropólogo. Las típicas chozas de paja y adobe estaban todas repletas de pintadas de símbolos y grafías de la más diversa índole. Entre ellas reconocí muchas letras latinas propias del guaraní, pero eran pocas en comparación con la gran variedad de símbolos totalmente desconocidos. El suelo estaba lleno, por doquier, de las más diversas configuraciones de piedras, igualmente pintadas de distintos colores y símbolos idénticamente ininteligibles para mí. En un claro en el centro de la aldea había dispuestos más de diez columnas hechas de palos de junco, que, luego descubrí, representaban algunas de las más de cuarenta deidades que tenía el panteón inké.

La vida inké era extraña pero, aparentemente, sencilla. Se pasaban gran parte del tiempo rezando, meditando y hablando sentados en corros. También se pasaban largos ratos escribiendo en cualquier lugar mediante una tinta negra que obtenían del fruto del wituk. A diferencia de todo cuánto yo había estudiado en otras culturas, los inké trataban por igual a mujeres y hombres. Ambos sexos participaban por igual en todos los debates y rituales religiosos. También es llamativa la escasez de relaciones sexuales que mantenían. Mientras que en los pueblos colindantes la sexualidad se llevaba con mucha naturalidad, no existiendo, prácticamente, más tabús que el incesto y el adulterio, los inké sólo mantenían relaciones en fechas muy concretas de su calendario y siempre rodeaban el acto de una gran parafernalia ritual.  Y es que, en general, ni el sexo ni el disfrute de los placeres de la vida eran motivaciones para ellos.

[…] de entre todas estas perplejidades, la que me pareció más notoria y, en un primer momento, incomprensible, era el número de ataques epilépticos que sufrían los inké. En los individuos jóvenes lo habitual era tener dos o tres ataques diarios, mientras que el número subía con la vejez. Como todo, estos ataques se interpretaban de forma religiosa, pensándose que eran formas mediante las que los dioses se comunican con los mortales. Consecuentemente, los individuos que no sufrían ataques eran minusvalorados y considerados inkés de segunda.  Consultando a colegas psiquiatras y neurólogos del King’s College de Londres, me indicaron que, aunque jamás se había observado en un conjunto tan grande de individuos, los inké podrían sufrir un raro tipo de epilepsia del lóbulo temporal denominado síndrome de Gastaut-Geschwind, cuyos síntomas en la conducta coincidían con mucha exactitud con las costumbres inké. En breve lo explicaremos mejor.

[…] El idioma inké derivaba de una antigua versión del tupi, del Ñe’engatú, e incorporaba formas clásicas del guaraní. Sin embargo, tenía una cantidad tal de vocabulario, excepciones, nuevas estructuras y formas gramaticales, que bien podría decirse que estamos ante un idioma nuevo, y diferenciado del resto, de pleno derecho. Es muy reseñable el gran número de palabras abstractas que hacían referencia a aspectos religiosos y espirituales, muchísimas más que cualquier otra lengua de pueblos vecinos.

Su sistema de numeración era mucho más amplio que el típico guaraní, que no suele tener más que palabras para contar hasta cuatro, a partir del cual se utiliza la expresión «heta» para referirse toscamente a «muchos». El inké disponía de un sistema decimal completo que, sorprendentemente, incluía el cero y, ya contra todo pronóstico posible, incluía seis expresiones diferentes para hablar del infinito. En mis estudios solo llegué a comprender con precisión el significado de tres de ellas: «borai» significa infinito potencial, «borume» hace referencia a la inmensidad del universo y «acai» a la infinitud de Dios; la expresión «omoti» parece tener alguna relación con la infinitud del tiempo aunque no sabría precisar en qué sentido. Las otras dos expresiones son completamente incomprensibles para mí. En conversaciones con ellos descubrí que conocían la existencia de infinitos más grandes que otros o de infinitos que avanzaban a más velocidad que otros, lo cual, dicho sea de paso, no entendí muy bien.

Los inké poseen ciertas matemáticas, siendo un enigma de dónde las han sacado, ya que los demás pueblos indígenas de la región no poseen nada más que las operaciones aritméticas básicas.  Un inké llamado Embael, me habló de ciertas reglas de transformación de formas espaciales mientras dibujaba en el suelo con un palo distintos cuerpos geométricos. Por lo que pude inferir, no utilizaban las matemáticas para nada práctico, ya que llevando un estilo de vida primitivo en la selva amazónica no hay demasiadas cosas que contar, sino de una forma muy parecida a la de los pitagóricos griegos. El concepto de número no se entendía como una abstracción sino que tenía un significado ontológico, como si de un constituyente de la propia realidad se tratara. Embael se maravillaba ante el hecho de que la realidad pudiese obedecer reglas matemáticas y eso, para él, era una prueba de que la realidad «emanaba del número».

[…] disponían de las cuatro formas tradicionales de pronombres interrogativos pero, y esto es de suma importancia, tenían una quinta: «Mba’rain». No he acertado a entender qué puede significar a pesar de que los inké la utilizan muchísimo, tanto en sus conversaciones habituales, como en sus largas disertaciones y en sus frecuentes rituales. Pero es que tener un nuevo pronombre interrogativo te permite preguntarte, y por lo tanto descubrir, una nueva sección de la realidad. Los inké tenían acceso a una realidad que el resto de lo humanos no tenemos.

[…] parecía paradójico el hecho de que mientras mostraban un desarrollo religioso y filosófico a años luz de los pueblos vecinos, no ocurría lo mismo con su desarrollo tecnológico. Es más, estaban incluso más atrasados. Únicamente utilizaban arcos y flechas para cazar, actividad que realizaban con muchísima menos asiduidad que la mayoría de los otros pueblos . Su pericia en la caza también era inferior. Los inké son malos cazadores. Su alimentación estaba mucho más basada en la recolección, lo que hacía que el hambre fuera algo bastante común entre ellos, no obstante que no parecía importarles demasiado. El ayuno como ritual religioso estaba a la orden del día. Así, la mayoría de los inké estaba flacucho y famélico. Tampoco disponían de muchos útiles de cocina ni de herramientas de ningún tipo. Parecía como si el hecho de dedicar tanto tiempo y esfuerzo al mundo espiritual les hubiera hecho descuidar el mundo práctico. Parecía que vivían más en otro mundo que en éste.

[…] y es que los síntomas del síndrome de Gastaut-Geschwind encajaban perfectamente con todo lo que estamos contando: hiperreligiosidad, hipergrafía, preocupaciones filosóficas excesivas, e hiposexualidad. Lo extraño es que este síndrome es muy raro y nunca se ha documentado un caso en el que muchos individuos lo posean a la vez. La única explicación posible es la genética. Siento no poderles ofrecer datos genéticos en estos momentos porque el análisis del genoma de los inké está todavía realizándose en laboratorios de la Universidad de Reading.

[…] Costó más de cuatro meses trasladar la enorme máquina de tomografía por emisión de positrones a lo más profundo de la selva amazónica. De hecho, esto triplicó el presupuesto que la universidad me concedió para mi investigación, pero creo que mereció la pena, porque, señoras y señores, gracias a la observación del cerebro de los inké, creo estar ante uno de los acontecimientos científicos más importantes en lo que va de siglo: el descubrimiento de una nueva especie dentro del género homo. Los inké tienen un cerebro tan diferente al nuestro que creo que es lícito hablar de una nueva especie. En primer lugar, la corteza ventromedial postorbital es morfológicamente diferente y más grande que la nuestra. Del mismo modo, el área de Brodmann 25 es prácticamente inexistente, lo que quizá podría explicar el hecho de que los inké siempre se encontraran en un estado de ánimo muy sosegado, prácticamente estoico. Y, lo más importante, tienen una estructura completamente nueva: en el lóbulo frontal del hemisferio izquierdo, pegada a la cisura longitudinal, justo encima de las fibras comisurales del cuerpo calloso, existía una protuberancia de casi dos centímetros de tamaño. Cuando observábamos a los inké mediante la tomografía por emisión de positrones veíamos que esa zona se activaba muchísimo cuando hacían reflexiones metafísicas. Es más, cuanto más incomprensibles eran para mí esas reflexiones, más actividad mostraba esa zona. También se activaba mucho cuando los inké tenían ataques epilépticos, y es que esa zona estaba muy conectada con diversas zonas del lóbulo temporal que eran las que, precisamente, se volvían locas durante los ataques. El mismo cambio genético que había producido el síndrome de Gastaut-Geschwind estaba detrás de la aparición de una nueva región cerebral.

[…] Mi hipótesis, y sé que es muy arriesgada, es que esa nueva zona, a la que he llamado corpus philosophorum, dota a los inké de nuevas habilidades intelectuales. Precisamente, ese quinto pronombre interrogativo «Mba’rain» y toda la teoría que los inké hacían girar en torno a él y que, lógicamente, yo fui incapaz de entender, procede de la activación de ese corpus. El desarrollo de una nueva área cerebral ha permitido a los inké llevar su actividad metafísica a otro nivel diferente al de nuestra especie que, desgraciadamente, estará siempre vetado para nosotros. Por ilustrarlo con un ejemplo: la metafísica de los inké es para nosotros como la resolución de ecuaciones de segundo grado para los chimpancés. Por muchos esfuerzos que hicieras para explicarle a un chimpancé a resolver ecuaciones, jamás lo conseguiría, porque biológicamente no está capacitado para ello.

Los inké habían desarrollado teorías metafísicas y teológicas de la realidad, cuya única explicación es el desarrollo de nuevas áreas cerebrales. Piensen, damas y caballeros, ¿cómo es posible que una minúscula tribu perdida en el Amazonas pueda desarrollar esas teorías en la soledad de la selva, sin influencias culturales del exterior? ¿Cómo es posible que hayan desarrollado ideas que, en Occidente, costaron milenios de progreso cultural? Los inké debatían sobre la posibilidad del libre albedrío en un universo determinista, sobre si era lógicamente posible la omnipotencia divina, o sobre la anterioridad o posterioridad de la causa sobre el efecto. Una noche, un anciano levantó una piedra y nos dijo que la observáramos. Después dijo solemnemente que esa roca era el centro exacto del universo, y nos invitó a que le diéramos todas las razones que se nos ocurrieran en contra de esa idea ¿Cómo es posible si quiera que un indígena amazónico pudiera ubicar la totalidad del universo en un espacio? ¿Cómo es posible que luego pensara en que ese espacio debería tener un centro y se preguntara sobre él? ¿De dónde sacó las herramientas cognitivas para hacerlo?

Y, permítanme unas reflexiones a este respecto porque quizá de tanto tiempo con ellos se me pegó cierta querencia filosófica. Los inké han desarrollado su cerebro y han podido hacerse preguntas que nosotros no podemos imaginar. La cuestión que surge naturalmente después es: ¿Cuántas regiones del cerebro nos quedarían más para comprender la auténtica realidad? ¿Nuestro cerebro está ya cerca de ser lo suficientemente evolucionado para conseguirlo? ¿O estamos tan lejos como podría estar una hormiga de comprender la teoría de supercuerdas? O, ¿sencillamente, la realidad es inagotable y, por mucho que se modificara nuestro cerebro jamás llegaríamos a entenderla? O, y esta es mi reflexión más inquietante: ¿y si tanto las preguntas como las respuestas son solo productos de mi cerebro que, realmente, no tienen ningún sentido? Piensen, por ejemplo, en una cultura completamente opuesta a los inké que, en vez de desarrollar su mente metafísica hubiesen desarrollado su mente práctica pero, a su vez, hubiesen perdido las partes del cerebro propias del pensamiento especulativo. Serían unan cultura de grandísimos ingenieros que habrían construido máquinas de todo tipo, pero serían completamente incapaces de entender la pregunta por el sentido de la existencia. Para ellos no tendría sentido preguntarse por si la vida de cada uno es absurda o no. Pero, profundicemos: ¿Y si tuviesen razón? ¿y si, realmente, es absurdo preguntárselo porque esa pregunta solo viene dada por el capricho evolutivo de un área de nuestro cerebro?

Desgraciadamente, cuatro años después de las conferencias de Brown en Londrés, los inké desaparecieron de una forma, como no podía ser de otra manera, sorprendente. En el verano de 2025 estallaron una serie de guerras tribales en el Mato Grosso. Los inké no tenían demasiados aliados por su habitual conducta solitaria y hostil, además de que su pericia guerrera iba a la par de su escasa habilidad cazadora. Así, sus posibilidades eran a priori pocas, pero es que ni siquiera lo intentaron. Cuando un grupo armado de awás entró en la aldea se produjo la masacre. Los inké ni huyeron ni, prácticamente, ofrecieron resistencia. Se dejaron matar, seguramente, como ofrenda a sus dioses en alguna incomprensible especie de suicidio ritual.

El profesor Brown, ya octogenario, murió siete meses después de la desaparición de los inké. Sin sujetos experimentales, sus valientes hipótesis no pudieron reproducirse, y en unos años, el supuesto descubrimiento de una nueva especie humana quedó olvidado. A día de hoy todo ha quedado como una anécdota, meras fantasías de un excéntrico antropólogo, cuando no mera charlatanería.

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