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Me parece muy apropiado entender el cerebro como una caja de herramientas, una más o menos ordenada amalgama de recetas, atajos, heurísticas, fórmulas variadas, fruto tanto de eones de evolución como de una increíble capacidad de adaptación y aprendizaje cultural. Así, repetimos continuamente patrones conductuales en virtud de su eficacia: repetimos el chiste que vimos que hacía gracia, contamos la anécdota que sabemos que suele gustar, realizamos cualquier tarea laboral siguiendo la forma que pensamos más eficiente o que aprendimos de otro más experimentado, utilizamos recetas de cocina (definición de algoritmo par excelence), refranes o chascarrillos, modas de vestir; leemos índices, etiquetas, prospectos; y juzgamos mediante chismorreos, prejuicios, estereotipos, prototipos, ejemplos… y así vamos poblando el mundo de dispositivos cognitivos como si se tratara de una realidad extendida.

Cuando voy por el bosque y me encuentro con el tronco de un árbol caído no solo veo sus colores y formas, sino mucho más: veo un obstáculo que tengo que sortear en virtud de un recorrido a seguir, y recurro a diversos planes y posibilidades que ya han sido filtrados previamente: no pierdo el tiempo pensando en que podría quitar el tronco disparándole unos misiles o aplastarlo con una apisonadora, sino que solo pienso en posibilidades eficientes: puedo rodear el tronco o saltarlo. Como no es muy grande en comparación con mi cuerpo (tengo incorporado un mapa de mi anatomía y de sus proporciones que puedo comparar rápidamente con las de cualquier otro objeto), decido que puedo saltarlo y, al hacerlo, elijo una cierta ejecución de movimientos ya aprendida mucho tiempo atrás: apoyo mi mano izquierda en el tronco como punto de apoyo para saltar. Todo ha ocurrido de forma muy rápida, casi automática. No he necesitado ningún complejo proceso de deliberación consciente, es más, mientras saltaba mi atención consciente estaba centrada en que tengo que acabar la travesía rápido antes de que haga de noche y baje mucho la temperatura. La tarea era tan fácil debido a las herramientas con las que cuento, que podía hacerla pensando en otra cosa. ¿No puedo ir conduciendo, escuchando la radio y pensando en la guerra de Ucrania a la vez?

Si pasamos del marco de la vida práctica al de la teórica, igualmente me gusta considerar nuestros conocimientos y habilidades cognitivas como herramientas, como prótesis cognitivas (que decía Zamora Bonilla en su Sacando consecuencias) que te permiten pensar determinadas cosas o de una determinada manera tal que sin ellas no podrías. Así, uno va construyendo su mente como quien va equipando una navaja suiza con diferentes tipos de herramienta (navaja, destornillador, llave inglesa, sacacorchos…), y con ello va enriqueciendo la realidad. Es posible que tengas conocimientos de botánica y sepas el tipo de árbol al que pertenece el tronco, así como el de la vegetación de alrededor. Ya no ves solo «plantas», sino pinos, encinas, retamas, jaras, lavandas, tomillos… También podrías pensar en los diferentes niveles tróficos del bosque o en los distintos flujos y ciclos energéticos y químicos que lo atraviesan. Así, la realidad que te envuelve se enriquece notoriamente. Comenzarías a ver fotosíntesis, competencia darwiniana por la luz, transportes hidráulicos de savia, rutas metabólicas, ciclos de agua o carbono, hongos y bacterias degradando materia orgánica en los suelos, etc, etc.

También es posible que el tronco que saltastes te recuerde a uno dibujado en un cuadro de Caspar Friedrich y que ese recuerdo te haga comparar el bosque con los paisajes de la pintura romántica. Estarás usando otro artefacto para interpretar la realidad: una perspectiva estética. Y eso te podría llevar a pensar en el bosque como un ser vivo, como una totalidad orgánica en constante evolución… y quizá aquí vieras la voluntad de vivir de Schopenhauer o el espíritu absoluto de Hegel desplegándose. O todo lo contrario: quizá te fijes en el juego de palancas y planos, de fuerzas y contrafuerzas que ha hecho tu cuerpo al saltar el tronco y entiendas el mundo como una gran maquinaria física al estilo de Spinoza o Newton.

El bosque, en principio plano y anodino, se ha llenado de multitud de entidades, se ha poblado y enriquecido, ha sido habitado por una mente humana. Pensemos ahora en un pobre ignorante, alguien que no sabe nada de nada y que entra en una catedral. Las catedrales son uno de los lugares más enriquecibles que existen: están completamente llenos de disposiciones para pensar, de cerraduras para llaves cognitivas. Pero el ignorante no tiene ninguna llave, ningún dispositivo para utilizar aquí. Se aburre y se va, la catedral le ha sido completamente asignificativa, como un idioma escrito en extraños caracteres. Lamentable: el ignorante vive en un mundo muy pequeño y todo le es ajeno. Recuerdo, cuando estudiaba en la universidad de Salamanca, un amigo mío se echó una novia inglesa. Un día, su padre vino de la Pérfida Albión a visitarla. Mi amigo les organizó una visita turística por la ciudad. Curiosamente, al padre no le gustó mucho Salamanca y quedó muy poco impresionado por la fachada plateresca de la universidad o por el Art Noveau de la Casa Lis. Por lo visto, el hombre era ingeniero, y repetía constantemente que esas edificaciones eran fácilmente construibles con la tecnología actual. Una pena: vivía solo en una perspectiva, solo tenía una herramienta en su navaja suiza, y todo lo veía a través de esas lentes. Es la triste mirada única que tanto abunda.

Por eso, cuando algún imbécil, cuando algún ignorante que vive en un mundo minúsculo, afirma que aprender tal o cual dato, tal o cual idea, que se aleja de la inmediatez de la vida práctica, es solo culturilla general, se me parte el alma. Efectivamente, el ingeniero británico entendía que la grandiosidad cultural de Salamanca era tan solo culturilla general, información que solo vale para ganar al Trivial, pero poco más. Así vino y se fue sin nada. Estoy seguro que, años después, no recordaría prácticamente nada de su viaje. Y, aunque entiendo que esto sería prejuzgarlo demasiado, apostaría a que el día antes de su muerte, si hiciera recuento de su viaje por la vida, tampoco se llevaría demasiado al otro mundo. Maletas siempre muy vacías. Vidas lúgubres.

Voy aquí a inaugurar aquí una serie de entradas en el blog en la que expondré listas de dispositivos cognitivos, una serie de teorías, conceptos, ideas, expresiones, palabras que han enriquecido mi mundo, que me han resultado muy útiles para intentar describir o comprender muchos fenómenos o que, sencillamente, me parecen literariamente atractivos, ingeniosos o bellos. Obviamente, serán solo una infinitésima parte de los que he usado a lo largo de mi vida, principalmente porque son incontables (quizá porque lo son todo en nuestra vida mental), porque muchos otros son inconscientes y porque otros tantos los he olvidado.

Aquí vamos con diez:

Disonancia cognitiva de Leon Festinger: cuando una creencia es incoherente con nuestra forma de actuar, es más fácil cambiar la creencia que la conducta. El ejemplo clásico es el del fumador: cuando el médico le dice que fumar es muy malo para su salud, en vez de dejar de fumar, afirma cosas como «Mi abuelo fumó dos cajetillas diarias durante toda su vida y vivió más de noventa años. Fumar no será tan malo». Esta estrategia se combina muy bien con el sesgo de confirmación: el fumador intentará evitar toda información negativa con respecto al tabaco y hará mucho caso a la que sea positiva. La disonancia cognitiva es la versión cognitivista de la racionalización como mecanismo de defensa freudiano, y es nuestras sociedades creo que es causa de mucha infelicidad, llegando, en algunos casos, a lo que se ha denominado bovarismo.

Bovarismo de Jules de Gaultier: En la famosa novela de Flaubert, la bella Emma siente una profunda insatisfacción al llevar una vida que no coincide con lo que ella esperaba. Su marido le decepciona y la vida en el campo es aburrida, nada que ver con las excitantes y apasionadas novelas románticas que lee asiduamente. Emma intenta suplir esa insatisfacción a través de amantes y de consumismo, lo que, al final, causará su perdición. Gaultier define el «bovarismo» como esa insatisfacción crónica cuando uno compara lo que hubiese querido ser con lo que realmente es, cuando compara la realidad con los sueños, ilusiones o pretensiones que tenía para su vida. ¿Es ésta la enfermedad de nuestro tiempo?

Estímulo supernormal de Nikolaas Tinbergen: es un tipo de estímulo que simula a otro exagerando mucho una de sus calidades, de modo que el organismo que lo percibe responde con mucha más fuerza de lo normal. Tinbergen, un ornitólogo holandés, ha estudiado multitud de ejemplos de estímulos supernormales en aves. Con este concepto podría explicarse el éxito de cosas como la comida basura, el porno o los programas de cotilleo (¿la música, o algunos tipos de música quizá?). Es la forma de explicar lo excesivo, como un instinto básico, primitivo e innato que se amplifica y se explota.

Sistema 1 y sistema 2 de Kahneman y Tversky. Utilizamos dos sistemas para pensar: el 1 es rápido, automático, emocional, subconsciente, estereotipado, etc; y el 2 es lento, costoso, lógico, calculador, flexible, creativo, consciente, etc. Parece una distinción muy simple, casi de sentido común, pero tiene un gran poder explicativo. Si examinas tu conducta diaria a partir de estos dos sistemas, todo parece explicarse muy bien.

Términos  de narración cinematográfica: viviendo el los tiempos de la imagen en movimiento, conocerlos y ser capaz de extrapolarlos a otros contextos puede ser muy interesante (sobre todo si lo aplicamos al universo de los noticiarios, donde hay más cine que en Hollywood). Algunos que me gustan son: Mcguffin, flash-back (analepsis) y flashforward (prolepsis), efecto Rashomon, racconto, in media res, deus ex machina, voz en off

Non sequitur: escribí en un tweet que me encantaría ir por la calle persiguiendo a la gente gritando  ¡Non sequitur! ¡Non sequitur! Y es que siento un maligno, e infantil, placer cada vez que encuentro alguno. Es una falacia lógica que consiste en sacar una conclusión que no se implica de las premisas de las que parte. Aparece por doquier. En términos generales, disponer de un buen número de falacias informales en nuestra caja de herramientas es algo muy saludable.

Vaca esféricaEscuché esta idea en el magnífico podcast La filosofía no sirve para nada, el cual recomiendo encarecidamente. Surge de un chiste muy malo: tenemos una explotación bovina con una muy baja productividad. Entonces contratan a un equipo de físicos para que examine las causas del problema y busque una solución. Después de meses de investigación, el portavoz de los físicos reúne a los empresarios para explicarles los resultados. Entonces el físico comienza: «Supongamos una vaca esférica…». La moraleja está en que nuestros modelos físicos del mundo son, muchas veces, simplificaciones muy excesivas. Sin embargo, cabe otra lectura: tenemos que simplificar la realidad para quedarnos con lo relevante y eliminar lo accesorio. Nuestros modelos suponen un juego de quitar y poner elementos de la realidad en función de lo que queremos saber o probar. Si eliminamos demasiado tenemos vacas esféricas, pero si no eliminamos nada tenemos una amalgama ininteligible de elementos. Recuerde el lector el cuento Funes el memorioso de Borges, en el que un hombre tenía una memoria tan poderosa que captaba y retenía absolutamente todo, pero eso, lejos de ser algo afortunado, era una desgracia, ya que le impedía pensar.

Cadit Quaestio: como se ve, me encantan las expresiones latinas que se utilizan todavía en derecho. Ésta, que literalmente traducimos como «la cuestión cae», significa que un determinado problema o pregunta ya ha sido zanjada, que un determinado tema ya no está en cuestión, o que una disputa ya no está en liza. Es una expresión muy útil para terminar una discusión de besugos, esos bucles absurdos en los que quedamos encerrados al discutir ¡Parad ya! O la cuestión está resuelta y no os habéis dado cuenta, o no tiene solución tal y como la planteáis ¡Cadit Quaestio! O también es muy gustosa como medalla, como pequeño premio cuando uno resuelve un problema. Al igual que en matemáticas podemos usar Quod erat demostrandum al terminar una demostración, podemos poner Cadit Quaestio cuando resolvemos una determinada cuestión teórica.

Segundo principio de la termodinámica. Creo que es una de las ideas científicas de más profundo calado. Pensar que todo fluye hacia el desorden, hacia esa entropía total en un universo térmicamente muerto, es de una belleza trágica exquisita. El big RIP como final del cosmos es un golpe en la mesa brutal al orgullo humano, es el memento mori absoluto. Da igual todo lo que hagas en tu vida, toda la herencia que dejes, da igual que te recuerden o no, pues llegará un momento en que no quedará absolutamente nada.

Bucle: una de las cosas que más me gustaron cuando comencé a aprender programación fueron los bucles for, una estructura de control que, sencillamente, repite algo un número determinado de veces. Me parecieron una herramienta muy poderosa porque no solo permitía repetir, sino que al repetir podías introducir variaciones. Por ejemplo, podías hacer que en cada repetición se sumara un número a un valor, por lo que creabas un contador o un acumulador. También podías hacer que el programa corriera a lo largo de un texto en busca en una palabra determinada, creando un indicador.  Pero lo más flipante es que podías meter dentro del bucle cualquier otra instrucción que te permitiera tu lenguaje de programación… Y aquí las posibilidades llegan hasta el infinito. Podías meter incluso bucles dentro de bucles… ¿Y si esa fuera la auténtica estructura de la realidad? ¿Y si el tiempo en el que vivimos no fuera lineal sino cíclico tal y como pensaban griegos y orientales? ¿Y si mi vida no fuera más que repeticiones con variación, que ciclos dentro de ciclos dentro de ciclos…? ¿Y si toda la historia del pensamiento no fuera más que un circulus in demostrando?

Después de congratularme con el Nobel concedido a Aspect, Clauser y Zeilinger por, entre otras cosas, verificar las desigualdades de Bell mediante los célebres experimentos de Aspect a principios de los años 80, vuelvo a pensar en lo tremendamente importante que es la cuántica para la reflexión filosófica. Estos ingeniosos experimentos dejan prácticamente por imposible cualquier teoría de variables ocultas (aunque hoy todavía tengamos a ‘t Hooft en lucha), es decir, cualquier teoría que salve el sentido común (la actitud natural husserliana) y la lógica tradicional (con principio de no contradicción y de tercio excluso) de la quantum weirdness

Durante mucho tiempo los físicos pensaron que el debate entre Einstein y Bohr era estéril en el sentido en que no entraba dentro del campo de la física. Se argüía que no había forma de solucionarlo, que era un tema puramente filosófico, un asunto no de ciencia sino de creencia. Entonces aplicaron el nefasto dicho «Calla y calcula»: la cuántica nos da predicciones excelentes, usémoslas, ¿Qué más da lo que signifiquen? Sin embargo, John Bell y, porsteriormente, Alain Aspect, demostraron que sí que era posible la verificación experimental; en cierto sentido, nos enseñaron que era posible demostrar una cuestión metafísica. Esto es de una importancia capital para romper la clásica distinción entre ciencia y metafísica como dos campos separados y autoexcluyentes, el gran error del Círculo de Viena. Y quizá podamos entender así el avance de la ciencia: hacer física lo que antes solo era metafísica. O diciéndolo usando una metáfora de la propia cuántica: la metafísica es una superposición de estados cuya longitud de onda es colapsada por la física. 

Pero más allá de eso, lo realmente alucinante es que Bell y Aspect dieron contundentemente la razón a Bohr. La interpretación de Copenhague parece tener razón. Y si aceptamos esto, las consecuencias filosóficas a nivel ontológico y epistemológico son colosales. Copio directamente este fragmento de la entrada de la Enciclopedia de Filosofía de Stanford sobre la interpretación de Copenhague de la física cuántica: 

Bohr saw quantum mechanics as a generalization of classical physics although it violates some of the basic ontological principles on which classical physics rests. Some of these principles are:

The principles of physical objects and their identity:

  • Physical objects (systems of objects) exist in space and time and physical processes take place in space and time, i.e., it is a fundamental feature of all changes and movements of physical objects (systems of objects) that they happen on a background of space and time;
  • Physical objects (systems) are localizable, i.e., they do not exist everywhere in space and time; rather, they are confined to definite places and times;
  • A particular place can only be occupied by one object of the same kind at a time;
  • Two physical objects of the same kind exist separately; i.e., two objects that belong to the same kind cannot have identical location at an identical time and must therefore be separated in space and time;
  • Physical objects are countable, i.e., two alluded objects of the same kind count numerically as one if both share identical location at a time and counts numerically as two if they occupy different locations at a time;

    The principle of separated properties, i.e., two objects (systems) separated in space and time have each independent inherent states or properties;

    The principle of value determinateness, i.e., all inherent states or properties have a specific value or magnitude independent of the value or magnitude of other properties;

    The principle of causality, i.e., every event, every change of a system, has a cause;

    The principle of determination, i.e., every later state of a system is uniquely determined by any earlier state;

    The principle of continuity, i.e., all processes exhibiting a difference between the initial and the final state have to go through every possible intervening state; in other words, the evolution of a system is an unbroken path through its state space; and finally

    The principle of the conservation of energy, i.e., the energy of a closed system can be transformed into various forms but is never gained, lost or destroyed.

Si lo leemos todo con detenimiento y pensamos un rato en las consecuencias de la violación de estos principios, no podemos más que quedarnos ojipláticos. Todos los axiomas que habían guiado la ontología física desde los antiguos griegos hasta la actualidad saltan en pedazos. En mi modesta opinión esto es bastante más destructivo que la incompletitud de Gödel o la parada de Turing. Estamos diciendo que un objeto o proceso físico puede ocurrir en un lugar no-localizable, fuera del espacio y del tiempo… que dos objetos pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo, que dos objetos separados pueden tener las mismas propiedades (no iguales propiedades sino las mismas…), que puede haber sucesos incausados (a la mierda el principio de razón suficiente) y que la energía puede crearse o destruirse (a la mierda el principio de razón suficiente en física), etc. Perdemos el determinismo, el principio de localidad, el realismo… Ni las aporías de Zenón ni los tropos de Sexto Empírico tienen una décima parte del poder destructivo que la negación de los principios que nos habla Bohr. Parece que en física cuántica sí que vale la provocadora afirmación de Feyerabend: «En ciencia todo vale». Todo los fundamentos se diluyen, no hay nada a lo que agarrarse.

Y es que a mí, desde mi terca mentalidad einsteiniana, me cuesta muchísimo aceptar que, de algún extraño modo, la realidad es definida, concretada, situada por el observador en el momento de realizar la observación ¿Qué diablos puede significar eso? Pero, por otro lado, me proporciona una feliz esperanza. Quizá la visión newtoniana del mundo ya no llega más lejos, y ahora, ante nuestros ojos, se nos abre una nueva cosmovisión, todavía virgen y casi inexplorada, por más que tenga ya más de un siglo de vida. No lo sé pero, obviamente, merece la pena explorarla. 

Una de las concepciones más clásicas, y comentadas, del conocimiento es la expuesta por Platón en el Teeteto. Allí define conocimiento como «una creencia verdadera con un logos«, o traducido al cristiano, «una creencia verdadera justificada mediante razones». Expresado en forma lógica tendría esta forma:

Un individuo S conoce la proposición P si y solo si:

  1. P es verdadera.
  2. S cree que P.
  3. La creencia de S en P está justificada.

Parece algo muy razonable. Si quitamos cualquiera de estas condiciones el asunto se queda muy cojo. Si quitamos 1, no estaríamos ante conocimiento sino solo ante la opinión de P. Si quitamos 2 estaríamos ante el absurdo de que S tiene razones para creer en P y aún así no cree en ella (lo cual, si lo pensamos bien, quizá nos pasa muy a menudo pues solemos ser más dogmáticos de lo que creemos). Y si quitamos 3, estaríamos ante actos de fe: creer sin ninguna justificación, lo cual tampoco es conocimiento ¿Añadiríamos o quitaríamos alguna condición? Parece que no.

Pues la cosa puede complicarse, y mucho. En 1963, el filósofo norteamericano Edmund Gettier publicó un artículo de apenas tres páginas titulado «Is Justified True Belief Knowledge?» que puso todo patas arriba. Allí nos pone varios contraejemplos en los que se cumplen con claridad las tres condiciones, pero que nadie describiría como auténtico conocimiento. Veamos el primer ejemplo:

Smith y Jones son dos candidatos a un puesto de trabajo. Smith tiene evidencia de la siguiente proposición:

«Jones es el hombre que obtendrá el empleo, y Jones tiene diez monedas en su bolsillo».

Smith cuenta con dos evidencias: habló con el director de la empresa y éste le dijo que, finalmente, Jones obtendría el puesto de trabajo; y el propio Smith había contado las monedas del bolsillo de Jones. Haciendo una inferencia lógica impecable podemos deducir:

«El hombre que obtendrá el empleo tiene diez monedas en su bolsillo».

Pero resulta que, al final, es Smith el que consigue el puesto de trabajo y, por pura causalidad, cuenta las monedas que tiene en el bolsillo y resulta que tenía exactamente diez. Y a pesar de este cambio repentino la proposición anterior sigue siendo completamente verdadera. Entonces, se cumplen todas las condiciones clásicas de Platón pero, ¿diríamos que estamos ante auténtico conocimiento? La proposición es cierta pero por razones equivocadas… ¡Nadie diría que un resultado cierto al que se llega por mera suerte es auténtico conocimiento!

Vamos al segundo ejemplo que da Gettier en su breve artículo. De nuevo, Smith tiene evidencias a favor de esta proposición:

«Jones es propietario de un Ford».

Supongamos que lo ha visto siempre conduciendo ese coche. Entonces, Smith infiere, de nuevo impecablemente, lo siguiente:

«O Jones es propietario de un Ford o Brown está en Brest-Litovsk».

Smith no tiene ni la más remota idea de donde está su otro amigo Brown, pero supone que no estará en Bielorrusia.  Así, esta nueva proposición cumple todas las condiciones de Platón, por lo que parece que estamos ante conocimiento genuino. Sin embargo, resulta que Smith estaba equivocado ya que el Ford de Jones es alquilado y que, además, casualidad de las casualidades, Brown está verdaderamente en Brest-Litovsk (en la actualidad se llama solo Brest). Igual que en el caso anterior, la proposición es cierta pero por razones equivocadas…

Es relativamente fácil inventar nuevos «problemas de Gettier». Chisholm ideó otro muy ilustrativo. Un hombre está observando el horizonte y cree ver una oveja. Así, la proposición «Hay una oveja en la pradera» cumple las condiciones de Platón. Sin embargo, resulta no ser una oveja sino un perro que un pastor camuflaba como si fuera una oveja, a la vez que, en otro nuevo giro de guión, una auténtica oveja permanecía en la pradera oculta al observador por una valla. 

Voy a inventarme yo uno. Observo mi biblioteca y veo que la República de Platón está en una de mis estanterías.  Veo que junto a la República de Platón está la Física de Aristóteles. De aquí puedo deducir que «la Física de Aristóteles está en una estantería de mi biblioteca» cumple las condiciones y, por tanto, es conocimiento. Sin embargo, ocurre lo de siempre: afino más la vista y me doy cuenta de que al lado de la República no está la Física sino la Metafísica de Aristóteles. La Física está en otro anaquel.  

Otro más peliculero. Me presento en la oficina y mato a mi jefe de un disparo con un revolver. Entonces la proposición «Un hombre blanco y con el pelo oscuro es el asesino del jefe» será auténtico conocimiento, ya que yo soy blanco y tengo el pelo oscuro. Pero resulta que cuando yo disparé mi revólver se encasquilló y la bala no llegó a salir, mientras que otro empleado, también blanco y con el pelo oscuro como yo, disparó en ese mismo instante contra nuestro jefe (Ahora que lo releo, me suena que quizá esto lo he leído yo en otro lugar, así que disculpadme si este ejemplo realmente no es de mi autoría. La memoria juega estas pasadas y ¿Quién sabe si todo lo que escribimos no es más que repetir algo que ya leímos pero que no recordamos haber leído?). 

Bien, ¿y cómo solucionamos el problema? Una primera salida es la pragmática: no es tan grave. Los problemas de Gettier son excepcionales, siendo la definición de conocimiento de Platón completamente válida en la inmensa mayoría de los casos. Tengamos en cuenta que las definiciones no son dogmas inamovibles, ni capturas de esencias, sino etiquetas que nos permiten pensar. El hecho de que esta definición de para todo el debate que ha dado, ya la da por bastante satisfactoria como «bomba de intuición» que diría Dennett. Vale, pero eso no es causa suficiente para no buscar una mejor solución al problema. Estamos de acuerdo en que la definición es valiosa y funcione casi siempre, pero eso no quita para que no intentemos buscar algo mejor.

Otras salidas consisten en ir añadiendo una cuarta condición que salve los bártulos. Una idea es apelar al fuerte indeflectismo, a la certeza más absoluta. Si analizamos los ejemplos, vemos que fallan porque hay un error en las premisas: Jones no consigue el empleo, no es el auténtico dueño del Ford, confundo la Física con la Metafísica de Aristóteles, no me fijo bien en que la oveja es realmente un perro, no me doy cuenta de que se me encasquilla la pistola… Si hubiéramos verificado mejor estas afirmaciones no habría ningún problema. Sí, pero, ¿hasta qué límite verificamos? Hasta que no quepa ninguna duda, hasta que estemos, en términos cartesianos, ante ideas claras y distintas. De acuerdo, pero no sé si vamos a peor: no podemos tener certeza absoluta de casi nada, por lo que gran parte de lo que hoy consideraríamos ciencia no pasaría la criba. La jugada sale demasiado cara.

Una propuesta ciertamente ingeniosa es la de Alvin Goldman. Desde su teoría causal de la justificación se nos indica que tiene que darse un patrón de relación adecuado entre lo que causa el conocimiento y la justificación del conocimiento, cosa que no se da de en los casos de Gettier. Por ejemplo, si yo veo una manzana con mis ojos, esa observación causa que yo afirme «Aquí hay una manzana» y la confiabilidad que yo tengo hacia mis sentidos justifica mi creencia. En el primer ejemplo de Gettier, los factores que hacen que se crea en la proposición «El hombre que obtendrá el empleo tiene diez monedas en su bolsillo», a saber, haber hablado con el jefe y haber contando las monedas del bolsillo de Jones, no tienen nada que ver con las razones que la hacen verdadera al final: comprobar que Jones obtiene el trabajo y comprobar que tengo diez monedas en mi bolsillo. Hay entonces una relación extraña, anormal, entre la causa de la creencia y su justificación.

Otros intentos han ido en la línea de eliminar el factor azar. Si observamos todos los ejemplo siempre aparece un factor azaroso que hace que la predicción sea verdadera. El problema, claro está, es que eliminar por completo la suerte nos llevaría a una nueva versión del indeflectismo y, de nuevo, estaríamos pagando un precio demasiado alto. Además, también tenemos el problema de definir o comprender bien qué es el «azar», si bien, al menos a mí, me parece sumamente interesante como investigación filosófica: ¿qué relación existe entre el azar y el conocimiento?

Otra idea que me evoca la suerte epistémica es pensar en cuántas veces tenemos explicaciones que parecen casar perfectamente con los hechos, pero que son erróneas. Dicho de otro modo: ¿cuántas veces obtenemos el resultado correcto a partir de una interpretación equivocada? Por ejemplo, en el campo de la inteligencia artificial tenemos programas que juegan al ajedrez y que, sin la menor duda desde hace ya muchas décadas, pasarían un test de Turing ajedrecístico. Podríamos decir que ya que tenemos programas indistinguibles de un humano jugando al ajedrez (tenemos el resultado correcto), hemos descubierto los auténticos procesos cognitivos que utiliza un humano cuando juega (tenemos una teoría correcta). Obviamente, nada más lejos de la realidad. Y es que tener el resultado correcto no es sinónimo de tener la verdad. Mensaje curioso, desde luego.

Pare el que quiera indagar un poquito más, aquí tiene un artículo más amplio.

Voy a insistir en una idea que me sigue pareciendo completamente revolucionaria, y que, como suelo leer en muchos lugares, no parece quedar lo suficientemente clara a pesar de ser la consecuencia más poderosa de la teoría de la evolución biológica.

Tesis principal: no estamos diseñados por la evolución para percibir/conocer el mundo real tal y como es (de hecho, la misma idea de mundo real tal y como es, es un sinsentido), sino para aumentar nuestro fitness (probabilidades de supervivencia y reproducción). Esta tesis, aparentemente muy simple, es auténtica dinamita, e invito al lector a que reflexione profundamente sobre ella.

Posible consecuencia: Por tanto, de la teoría de la evolución darwiniana (o, si se quiere, de la teoría sintética de la evolución) parece que no podemos deducir el realismo científico que suele acompañar al naturalismo, fisicismo, cientificismo o positivismo, tan propios de la filosofía analítica. Si no podemos percibir y conocer el mundo tal cual es, lo percibido y conocido serán una ficción, por lo que no queda otra que caer en el relativismo y/o en el escepticismo.

Argumentación que intenta refutar esta consecuencia:

Hace años escribí esta entrada en donde comparaba la belleza de Monica Bellucci con la de una drosophila. Con ella quería defender la idea de que no existe una belleza en sí, la idea platónica de belleza como algo externo y diferente a los sujetos que la perciben o inteligen. Lo que verdaderamente hay son unos sensores diseñados para percibir como atractivas ciertas formas/texturas/colores propias de nuestra especie en función de sus devenires evolutivos. Así, a una drosophila, Monica Bellucci le parecería igual de atractiva que a nosotros la misma drosophila. Pero, la cuestión es: ¿Al no existir una idea universal de belleza compartida por todos los seres bellos no caemos en un relativismo que, a la postre, nos puede llevar al escepticismo? No.

Que a la drosophila, a un oso hormiguero o a un salmonete de roca, Monica Bellucci no les resulte bella no quita realidad al hecho de que a mí sí me lo resulte. Monica es bella para mí, pero el que solo lo sea para mí no implica que esa belleza no tenga realidad y que a partir de ella pueda escribir maravillosos poemas o hacer magníficas películas. Thomas Henry Huxley, el celebérrimo bulldog de Darwin, lo explica mejor que yo:

Pero ¿es verdad que el poeta, el filósofo o el artista cuyo genio es la gloria de una época queden degradados de su altura por la indubitable probabilidad histórica (por no llamarla certeza) de ser descendiente directo de algún antiguo, desnudo y bestial salvaje cuya inteligencia bastaba apenas para hacerle un poco más astuto que un zorro y algo más peligroso que el tigre? ¿O acaso el poeta se siente obligado a andar a cuatro patas por el hecho indiscutido de que al comienzo de su existencia fue un huevo imposible de distinguir del de un perro por ningún poder ordinario de discriminación? ¿O acaso el filántropo o el santo deben abandonar sus esfuerzos por vivir una vida noble a causa de que el estudio moral del hombre revela fácilmente que en su naturaleza se dan cita todas las pasiones egoístas y todos los fieros apetitos del cuadrúpedo? ¿Es vil amor materno por el hecho de que lo manifieste una gallina? ¿Es indigna la lealtad por el hecho de la manifieste un perro?

T. H. Huxley citado por L. W. H. Hull en Historia y Filosofía de la Ciencia.

Apliquemos esto al conocimiento: si no percibo la realidad tal y como es, ¿Qué validez tiene mi conocimiento? Todo ¿Por qué? Porque entender el conocimiento como el de la realidad tal como es no tiene sentido, es entender el conocimiento sin conocedor, sin sujeto cognoscente. No se introduce en la ecuación una parte elemental del proceso de conocer. Y es que algo solo es verdadero o falso, significativo o absurdo, para un sujeto con una determinada estructura cognitiva. Algo no puede ser verdadero o falso en sí mismo, sino que es verdadero o falso para alguien para el que tenga sentido hablar de verdades o falsedades.

Un ejemplo. Tenemos a dos interlocutores charlando mientras la drosophila revolotea a su alrededor. Entonces uno de los interlocutores dice «Deva Cassel es hija de Monica Bellucci». Esta proposición es un enunciado declarativo que puede fácilmente verificarse y, de hecho, es verdadero; pero, ¿Verdadero para quién? Obviamente, para la drosophila no. Ella no entiende el lenguaje humano, no sabe nada de sus estructuras sintácticas, semánticas o pragmáticas; por lo tanto la proposición no es universalmente significativa, sino que solo lo es en un contexto muy concreto: para dos interlocutores de la misma especie que comparten el mismo idioma y los mínimos culturales necesarios para hacer posible la comunicación. Sin embargo, esto no quita que la proposición sea completamente verdadera para ambos interlocutores y que no tiene ningún sentido «ir más allá» buscando una verdad metafísica más profunda sobre el tema.

¿Esto implica que no existe un mundo real diferente al sujeto de modo que todo lo que entendemos por realidad es una construcción del sujeto? No. Existe un mundo real diferente al sujeto, solo que intentar comprenderlo en sí mismo es absurdo. Lo que entendemos por realidad sí que es una construcción, pero no solo es producto del sujeto, sino más bien es un producto de la acción del sujeto en la misma realidad. Yo percibo/construyo unas determinadas formas/texturas/colores en Monica Bellucci porque gracias a ello tengo más probabilidades de pasar mis genes a la siguiente generación. Esas formas/texturas/colores son una construcción tanto de las propiedades del objeto Monica Bellucci como por las cualidades de mi sistema perceptivo y cognitivo, no teniendo ningún sentido preguntarse qué son más allá de esa relación.

Creo que la principal consecuencia del darwinismo es el antiplatonismo: no hay unas verdades universales existentes con independencia del sujeto. No hay belleza, verdad, bondad en sí mismas, sino solo para el sujeto. El darwinismo, en muchos sentidos, encajaría muy bien con la gnoseología kantiana.

P. D.: Esta entrada es solo un aperitivo para la conferencia que daré a principios de septiembre para el curso de verano de la SEMF, hablando de todo lo que significa la revolución darwiniana para el pensamiento contemporáneo porque, insisto, creo que todavía, en agosto de 2021, no nos hemos tomado suficientemente en serio a Darwin.

Cuando comienzas una discusión con un buen filósofo sobre, pongamos por ejemplo algo que está muy de moda en estos días como es la libertad, más pronto que tarde, te pedirá que se la definas. Y es que los filósofos saben que gran parte de los malentendidos vienen de no tener clara la definición del concepto en liza ¿Libertad de qué? ¿De poder tomarnos unas cañas, de poder cambiarnos de sexo o de poder pagar a nuestros empleados el sueldo que se nos antoje?

Sin embargo, es muy curioso, cuando no un total escándalo, que si nos adentramos en las principales disciplinas académicas, nos encontramos con que en, prácticamente ningún concepto fundamental, hay acuerdo alguno. Si nos vamos a la biología no hay definiciones consensuadas de vida, adaptación, gen, especie, raza… ¡Conceptos cruciales sobre los que se sustenta toda la biología! En la física igual: materia, tiempo, espacio, partícula, energía… Puede haber modelos matemáticos que permiten precisas predicciones, pero definiciones en román paladino no hay en las que todos confluyan. Y si ya nos vamos a disciplinas cuyo objeto es menos tangible como la psicología, la disparidad se multiplica: ¿Qué es la mente, la inteligencia, la personalidad? ¿Qué es enfermedad mental y qué no lo es? Nos encontraremos con tantas definiciones como escuelas, corrientes o incluso psicólogos particulares. Imagine el lector en el campo en el que yo ahora investigo, la consciencia, el número de definiciones distintas y la confusión que generan.

Desde luego, esto daría para caer en un escepticismo duro, concluyendo que nuestras ciencias son un desastre mayúsculo y que jamás llegaremos a ningún conocimiento certero sobre la realidad ¿Cómo los científicos pueden decirnos algo con sentido si no pueden definir de lo que nos hablan? No tan rápido. Me gusta citar una anécdota que no recuerdo donde leí pero que dice así: estaba Francis Crick dando una larga conferencia sobre el ADN cuando un oyente le espetó: «Profesor Crick, lleva usted varias horas hablando de seres vivos pero no nos ha definido en ningún momento qué es la vida». Crick respondió: «Dejemos las cuestiones de higiene semántica para los filósofos». Moraleja: un eminente científico podía hacer avanzar la ciencia, tanto como para descubrir la estructura del ADN, sin tener una definición clara y precisa de su objeto de estudio.

Vamos a aproximarnos un poco a lo que entendemos por definición. Definir algo no consiste en captar su esencia, en descubrir un «secreto» que el objeto a definir guardaba «dentro». Definir algo es, sencillamente, distinguirlo de cualquier otra cosa. Así, cuando defino «silla» lo que pretendo es que mi interlocutor no confunda en su mente una silla con una mesa o con un sofá. La RAE la define como «Asiento con respaldo, generalmente de cuatro patas, en el que solo cabe una persona». A bote pronto, parece una definición bastante aceptable. Al decir que «generalmente tiene cuatro patas» seguimos entendiendo como sillas aquellas de diseño que puedan tener, por ejemplo, solo tres patas. Sin embargo, me parece que el punto débil de la definición está en la parte final: «…en el que solo cabe una persona». Si en una supuesta silla se sientan dos niños… ¿deja de ser una silla? O si en ella no cabe una persona obesa… También podemos pensar en una silla en miniatura de una maqueta… ¿no es una silla?

Aquí entran las tareas de «higiene semántica» de los filósofos a las que se refería Crick. Estos tipos raros dedicarán horas y horas a intentar encontrar definiciones más precisas. Sin embargo, pensemos que aunque nuestra definición de silla no sea perfecta, la mayoría de la gente comprende perfectamente qué es una silla y la distingue muy bien de cualquier otro objeto. Solo en poquísimos casos limítrofes nos encontraríamos con objetos que no sabríamos decir si son sillas o no. Incluso en el caso de una silla en miniatura, cuando se incumple claramente la tercera cláusula de la definición, todo el mundo la sigue llamando silla sin ningún atisbo de duda. Las definiciones funcionan muy bien aunque no sean perfectas. Incluso solemos saber identificar y distinguir muy bien los objetos sin tener siquiera una definición elaborada lingüísticamente en nuestra mente. Por ejemplo, si me preguntan ahora qué es un tigre, tendré que estar un rato pensando qué cualidades lo distinguen de otros seres, y quizá no llegue a ninguna buena definición; empero, habitualmente, puedo diferenciar a un tigre de cualquier otro ser con bastante competencia.

Además, y esto es lo importante, las definiciones evolucionan a lo largo de la investigación. Si, antes de comenzar a investigar, ya tenemos una definición definitiva… ¿Qué sentido tiene entonces la investigación? Pensemos en la historia de los átomos. Desde que los atomistas griegos los definieran como los últimos componentes de la materia (ἄτομος : «indivisible»), hasta la actualidad, su definición ha variado enormemente. Desde que Platón entendiera los átomos como sólidos regulares, pasando por Dalton, Thomson, Rutherford, Bohr o Schrödinger, ha llovido muchísimo. De hecho, la definición inicial ya no nos sirve para nada: los átomos no son los componentes últimos de la materia, ya que están divididos en muchas otras partículas más pequeñas. Ahora sabemos que los átomos y sus componentes tienen propiedades que antes desconocíamos y que podemos incluir en su definición. Sabemos que hay muchos tipos, tamaños, de diferente composición… Hablamos de masas, cargas, spines, fuerzas, enlaces… Nuestro conocimiento se ha ampliado con una gran riqueza de nuevas notas, y también de nuevos interrogantes ¡Eso es progreso científico!

Durante algún tiempo me preocupó mucho la ausencia de definiciones. Cuando analizaba el estado de las variadas ciencias y solo encontraba en ellas un maremágnum de discusiones, sin un atisbo de lo que Kuhn llamó «ciencia normal», entendía muy bien las razones del relativismo y del escepticismo. Si bien, por otro lado, me congratulaba maliciosamente de que las ciencias naturales se encontraran en dificultades no muy distintas a las clásicas de las ciencias humanas o sociales. Durante mucho tiempo también pensaba que la precisión y el rigor eran cualidades de las ciencias empíricas, mientras que las humanidades eran más chapuceras en este sentido… ¡Nada más lejos de la realidad! En ciencia hay tanto torticero como en cualquier otro lugar del mundo. El rigor está en manos del investigador en cuestión, no dependiendo, para nada, del campo en el que trabaje. Superados estos complejos, ahora ya no me preocupa tanto el problema de carecer de definiciones precisas. Las ciencias avanzan igualmente y estos desacuerdos enriquecen mucho más que oscurecen ¡Qué aburrido sería todo si el conocimiento fuera uniforme y estandarizado!

Otro apunte interesante con respecto a las definiciones es la problemática que aparece cuando queremos definir la totalidad de lo que existe. Por ejemplo, cuando defendemos el materialismo, entendiendo que todo lo que existe es materia, tenemos un serio problema: las definiciones distinguen nuestro objeto a definir de todos los demás objetos, pero si lo que pretendemos definir es el todo… ¿de qué distinguimos el objeto? Así, cuando decimos que todo es materia… ¿Cómo definimos materia si no podemos oponer la definición a otra cosa diferente, ya que no hay nada diferente? De hecho, aquí la definición de definición que hemos utilizado, valga la redundancia, perdería su sentido: definir como distinguir de otra cosa aquí no funciona ¡Tenemos que redefinir definir! Y es que de definición… ¡también hay muchas definiciones!

Del rigor de la ciencia

En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo esos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un Mapa del imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia que las disciplinas geográficas. Suárez de Miranda: Viajes de varones prudentes. Libro Cuarto. Cap. XLV, Lérida, 1658.

Borges, cuento recogido en El hacedor

Maravillosa crítica a la teoría de la verdad como adecuación o correspondencia. La verdad no es un espejo que refleja el mundo tal y como es, ya que entonces conocer no sería otra cosa que el absurdo de duplicar la realidad dos veces. Y quizá, toda la historia de la filosofía no sean más que ruinas, reliquias de cartografías que intentaron tal despropósito.

Os dejo el texto leído por el propio autor.

Cuando Descartes abre la Edad Moderna con su cogito ergo sum, nos viene a decir que el único punto indestructible, el único cimiento lo suficientemente sólido para construir el gran edificio del saber es el «Yo», entendido como la totalidad del mundo psíquico de una persona. Todo lo que pienso puede ser falso, pero el hecho de que pienso es indudable, una verdad claradistinta.

Esta idea se ha tendido a interpretar, demasiadas veces, como que, aunque no tengamos certeza ni siquiera de la existencia de los objetos percibidos, sí que la tenemos con respecto de sus cualidades subjetivas, es decir, de lo que «aparece en mi mente» cuando yo percibo el objeto. Es posible que la manzana que percibo como roja no sea realmente roja, pero «la rojez» que yo percibo es absolutamente real y nadie podría negarme que, al menos en mi representación mental, la manzana es indudablemente roja. Sería posible que en el universo no hubiera nada rojo, pero yo estoy completamente seguro de que «en algún lugar de mi mente» yo estoy viendo algo rojo. En consecuencia, los informes introspectivos que un sujeto hace sobre sus representaciones mentales, sobre su mundo subjetivo, solían considerarse como infalibles. Nada más lejos de la realidad o, como mínimo, tendría que decirse que los informes introspectivos son tan dudosos como los informes del mundo exterior. No hay ninguna razón para darles esa primacía epistemológica. Hagamos un pequeño experimento.

El ángulo de nuestro foco de atención visual es muy pequeño. Fije el lector la vista en la letra X del centro de la tabla. Ahora intente identificar las letras que hay alrededor sin mover los ojos. Lo normal será que no pueda pasar de las ocho letras inmediatamente circundantes a la X. El resto de la tabla queda completamente borrosa.

Ahora apliquemos este pequeño descubrimiento a la percepción de una imagen real. Cuando observamos, por ejemplo, las Meninas de Velázquez, creemos que vemos algo así:

Cuando, verdaderamente, si nuestra atención se centra en la infanta Margarita, lo que vemos se parece más a esto:

Nuestro campo visual es mucho más borroso y desenfocado de lo que creemos experimentar y, por tanto, la cualidad de «claridad», «enfoque», «límite preciso» que parece tener nuestra experiencia visual, es tan solo una ilusión. Ergo, no podemos fiarnos, al menos siempre, de la veracidad de nuestras propias representaciones. Aunque parezca muy extraño, es posible no percatarse de lo que uno cree que se está percatando.

Pero podemos indagar un poco más. No solo ocurre que no puedo estar seguro de que veo lo que veo, sino que el informe lingüístico que hago cuando hablo de ello tiene serias limitaciones. Es lo que los filósofos de la mente llaman la inefabilidad de los qualia. Fíjese el lector en la siguiente escala de azules. En general, podemos distinguir bien unos tonos de otros.

Sin embargo, si queremos explicar a otra persona la diferencia entre unos colores u otros, pronto nos encontramos con que nuestro lenguaje es paupérrimo para esta tarea. Solamente se nos ocurre decir que unos colores son levemente más claros que otros o, en el caso de este ejemplo, podríamos referirnos a otros colores, diciendo que tal o cual azul tiene un toque más verdoso o más violeta. Ya está, no hay más palabras ¿Es nuestra ignorancia a nivel pictórico la causante de esta pobreza léxica? No, un profesional del color tampoco tiene muchas más expresiones que nosotros. Y es que la única forma de saber qué es un color (a nivel fenomenológico) es percibirlo directamente, porque sus propiedades son inefables. El ejemplo que siempre se utiliza por su calidad ilustrativa es que no podemos enseñarle a un ciego de nacimiento qué es el color azul. Imagine el lector cómo podríamos explicarle las diferencias entre los distintos tonos de azul ¡Imposible!

Una de las razones de ello es que las diferentes modalidades sensoriales (vista, olfato, tacto, etc.) son absolutamente irreductibles las unas a las otras. A no ser que seamos sinestésicos, no podemos explicar una experiencia sonora en términos de colores, sabores u olores. Solo podemos hablar de cada modalidad sensorial apelando a elementos dentro de la propia modalidad: puedo hablarle a alguien de un grupo de música que me gusta, refiriendo a la música de otros grupos musicales parecidos, pero no de otra manera.

Según un, ya clásico, estudio de Hasley y Chapanis de 1951, los humanos somos capaces de discriminar  unos 150 tonos de color subjetivamente diferenciados entre los 430 y los 650 nanómetros. Sin embargo, si se nos pide identificarlos con precisión, solo somos capaces de hacerlo con unos 15 tonos. Por ejemplo, si miramos la escala de azules somos perfectamente capaces de distinguir unos tonos de otros. Pero si se nos pidiera que seleccionáramos un color (por ejemplo el PMS 293) y después se nos mostrara otra escala con muchos otros tonos de color azul desordenados con ese color entre ellos, nos resultaría difícil encontrarlo. De la misma manera pasa con el sonido: un oyente promedio es capaz de discriminar unas 1.400 variaciones de tono, pero solo puede reconocer de forma aislada unas 80. Somos muchísimo mejores diferenciando colores o tonos musicales que reconociéndolos. En la percepción hay mucho de lo que no sabemos, o no podemos, hablar.

El problema de la inefabilidad supone un gran desafío a la ciencia. Si solo tenemos acceso a nuestros estados subjetivos mediante la introspección, y si tanto ésta puede ser engañosa (El filósofo Daniel Dennett compara la consciencia con un hábil ilusionista), como nuestro lenguaje incapaz de hablar de ella, tendremos serios problemas para generar conocimiento de algo que, curiosamente, es lo más cercano e inmediato que tenemos.

Uno de los mitos de la modernidad fue la búsqueda de un punto cero, un pilar sólido, irrefutable, libre de sesgos y prejuicios, de presupuestos y de ideas infundadas. Eso fue lo que intentaron Descartes y Bacon: encontrar esa nuda veritas, certeza absoluta a partir de la cual, si utilizabas el método adecuado, el recto pensar, podrías construir la totalidad del edificio del saber. Los positivistas actuales caen de nuevo en ese mito cuando hablan de los hechos, como si éstos representaran la realidad pura (si bien lo que a mí me molesta más es caer en el otro extremo: que, a partir de aquí, se concluya con estupideces como que la verdad no existe, o que la propia ciencia es literatura). Es imposible enfrentarse a la realidad metafísicamente desnuda, pero eso no quita que existan caminos mejores que otros para acercarse a ella.

Este debate, punto central de la historia de la filosofía, me ha venido a la cabeza cuando de nuevo oigo hablar del impresionante Alpha Zero (ahora que los de Deepmind han publicado un nuevo artículo en Science), la IA de Google que, partiendo del único conocimiento básico de las reglas del ajedrez, no teniendo ni un solo dato sobre táctica, estrategia, ni alguna base de datos de partidas clásicas, machacó a uno de los mejores programas de ajedrez de la actualidad: Stockfish 8 ¿Cómo ha sido posible algo así?  Alpha Zero comienza como un niño pequeño que acaba de aprender a jugar y no sabe nada más del juego (parte de una tabula rasa). Entonces, empieza a jugar contra sí mismo, con movimientos en principio aleatorios, pero siguiendo un clásico aprendizaje reforzado: las jugadas que llevan a la victoria en una partida serán más probables en las siguientes, y las que llevan a la derrota menos.

El programa decide la jugada mediante un árbol de búsqueda de Monte Carlo (no usa la poda alfa-beta de Stockfish). Ante la insuperable explosión combinatoria que supone predecir todos los movimientos posibles desde una posición hasta el final de la partida, Alpha Zero simula y elige, aleatoriamente, solo algunas y, de entre ellas, escoge la más prometedora. Nótese que eso no le hace tomar una decisión óptima, pudiendo, perfectamente, perder muchísimas jugadas mejores e, incluso, si tuviese la mala suerte de escoger un grupo de jugadas mediocres, hacer una mala jugada. Sin embargo, para que eso no ocurra (o, al menos, no ocurra demasiadas veces), es aquí donde la red neuronal artificial profunda orienta al árbol de decisión sobre qué caminos son los mejores y cuáles son rápidamente desechables en virtud del conocimiento previo atesorado tras todas las partidas anteriores (Alpha Zero, al contrario que versiones previas que funcionaban con aprendizaje supervisado, utilizaba solo una red y no dos).

Tras solo 4 horas de auto-entrenamiento, Alpha Zero derrotó a Stockfish 8, programa con un Elo ponderado de 3.400 (El mejor jugador humano, Magnus Carlsen, tiene un Elo de 2.835 a diciembre de 2018), lo cual no deja de ser absolutamente impresionante, simplemente, como logro dentro de la creación de programas de ajedrez. En el reciente artículo se publican nuevas partidas entre ambos y los resultados no dejan lugar a dudas sobre el poder de Alpha Zero: ganaba a Stockfish incluso cuando solo contaba con una décima parte del tiempo del otro. Incluso ganó también a la nueva versión de Stockfish, la 9.

Pero lo realmente espeluznante es que Alpha Zero comenzó, valga la redundancia, de cero, solo sabiendo las reglas y nada más… Es muy instructivo el gráfico de aperturas que nos ofrecieron en el primer artículo publicado (Mastering Chess and Shogi by Self-Play with a General Reinforcement Learning Algorithm, de diciembre del 2017), en el que se ve cómo el programa va utilizando unas y rechazando otras según avanza en el juego.

Vemos como la apertura española o la defensa siciliana, tan populares entre los profesionales del ajedrez, son desechadas rápidamente, mostrando una clara predilección por la apertura inglesa y por las de peón de dama. Alpha Zero va aprendiendo en soledad las jugadas que la humanidad ha entendido tras siglos (o quizá milenios) de estudiar el ajedrez, y las desecha para jugar a su manera. Demis Hassabis dijo que Alpha Zero no juega ni como un humano ni como una máquina, sino casi como un alienígena. Y es cierto, esa forma de jugar no ha sido vista hasta la fecha y los analistas están perplejos comprobando alguna de las extrañas y, aparentemente ininteligibles, jugadas de esta singular IA. Lo cual, además, saca a la palestra el tema de las diferentes formas de inteligencia o estilos cognitivos posibles. Hasta ahora, cuando hablábamos de diferentes estructuras cognitivas, teníamos que irnos a los animales, a los que, tradicionalmente, se considera con muchos menos recursos cognitivos que nosotros. Ahora tenemos una máquina endiabladamente superior, que hace las cosas de una forma muy diferente a todo organismo conocido.

Pero es más, la interpretación más evocadora de su increíble aprendizaje es que el conocimiento humano le estorba.  Stockfish es muy bueno, pero es demasiado humano: su forma de jugar está muy lastrada por su conocimiento de partidas entre humanos. Pero, ¿y qué tiene de malo el conocimiento humano? Que su comprensión del juego está limitada por las capacidades humanas, por nuestra débil memoria y por nuestra escasa capacidad de razonamiento para componer jugadas. Alpha Zero tiene una perspectiva mucho más amplia sobre el ajedrez (se está viendo ya que parece que no valora las piezas del modo tradicional, haciendo continuos sacrificios en pos de ventajas posicionales a largo plazo).

Bien, pues preguntémosle a Alpha Zero cómo juega y mejoremos nuestro juego. No podemos, la red neuronal de Alpha Zero es una caja negra total: su conocimiento se encuentra distribuido entre los valores numéricos de los pesos de sus nodos neuronales… Abriendo su interior no podemos entender nada, pues el deep learning tiene este grave defecto: no podemos pasar su conocimiento a fórmulas lineales tal que podamos entenderlo y traducirlo en estrategias de juego. O sea, hemos creado el ente que mejor juega al ajedrez de todos los tiempos y no sabemos cómo lo hace. Solo nos queda verlo jugar y, externamente, intentar comprender por qué hace lo que hace como si observáramos a un jugador que no quisiera desvelar los secretos de su juego.

Algunos han destacado el dato de que Alpha Zero analiza solamente unas 60.000 posiciones por segundo en comparación con los 60 millones de Stockfish, anunciando, a mi juicio muy apresuradamente, el fin de la fuerza bruta. En primer lugar a mí 60.000 jugadas por segundo me sigue pareciendo fuerza bruta. No sé al lector, pero a mí en un segundo casi no me da ni para darme cuenta de que estoy jugando al ajedrez. Y en segundo, el funcionamiento de Alpha Zero es engañoso en cuanto a la potencia de cómputo que necesita. Si bien, una vez entrenado, necesita bastante menos que cualquier módulo competente de ajedrez, para su entrenamiento previo necesita muchísima. De hecho, necesita jugar muchas más partidas que cualquier gran maestro humano para llegar a su nivel.

Y es que, a nivel teórico, Alpha Zero no es demasiado novedoso. De modo muy general, no es más que un árbol de decisión que Monte Carlo (inventado desde mediados del siglo pasado) más una red neuronal convolucional que no parece tener nada fuera de lo que ya sabemos desde hace tiempo. Entonces, ¿por qué no se ha hecho antes? Precisamente porque hacía falta una potencia de cómputo de la que no se disponía. Las redes neuronales artificiales siguen teniendo el mismo defecto de siempre: su lentitud de entrenamiento, hacen falta millones de ejemplos para que vayan aprendiendo. Entonces, la fuerza bruta que no necesitan para funcionar, sí que la necesitan para entrenarse. No obstante, el avance es, a nivel práctico, muy significativo: una vez entrenado ya no necesita más de dicha potencia.

Otro aspecto, seguramente el más importante, es la polivalencia que prometen y que nos hace soñar con la añorada IAG (Inteligencia Artificial General). Alpha Zero no solo es invencible al ajedrez, sino al Go y al Shogi ¿En cuántas tareas podrán desenvolverse a nivel sobrehumano esta nueva generación de máquinas? Prudencia: las máquinas ya nos machacaban desde hace tiempo en muchas ocupaciones, siempre y cuando éstas fueran fácilmente formalizables. El ajedrez, el Go o el shogi, aunque sean juegos muy complejos, son trivialmente formalizables: tablero de juego delimitado con precisión y solo unas pocas reglas de juego, igualmente, muy precisas. En entornos más complejos y confusos  tienen problemas. A pesar de que, precisamente, la IA conexionista se mueve mejor que la simbólica en ellos, todavía tiene muchas dificultades. Pensemos que un coche autónomo, aunque sepa desenvolverse en ambientes muy cambiantes, lo único que hace es moverse por vías, habitualmente, bien delimitadas (su «micromundo» es casi  de dos dimensiones). Moverse competentemente en un determinado nicho ecológico es de lo primero que saben hacer los organismos vivos más sencillos. Aunque estamos hablando de excelentes avances, todavía queda mucho por hacer.

Desde el Círculo de Ajedrez José Raúl Capablanca, se nos presenta un problema que los módulos tradicionales no son capaces de solucionar, precisamente, porque no son capaces de planes generales a muy largo plazo ¿Sería capaz Alpha Zero de solucionarlo? Juegan blancas y ganan.

La solución en este vídeo.

 

Quizá el primer problema de la historia de la filosofía occidental haya sido este: si Heráclito decía que la esencia del mundo es estar en continuo devenir, es decir, en constante y fluido cambio, y Platón afirmaba que solo es posible conocer lo que no cambia… ¿cómo es posible conocer la realidad? Platón tuvo que inventarse otro mundo estático e inmutable fuera del mundo natural, tal como, sorprendentemente (al menos para mí), hizo Popper ya bien metidos en el siglo XX, junto con muchos otros neoplatónicos actuales.

Pero, ¿permanece algo en el cambio? Parece que sí. Cuando miro a mi alrededor el mundo parece bastante estable y los objetos permanecen, al menos, tiempos razonables dada mi escala de medición humana… Si nos centramos en el presente, casi todo sigue igual y solo algunas cosas cambian. Ahora mismo estoy sentado enfrente de mi ordenador, mientras mi hija recorta papeles de colores en mi misma mesa. Al fondo, la tele está encendida. Si hago un cómputo entre lo que cambia y lo que no, la estabilidad gana por goleada: las paredes, los muebles, el suelo (el fondo de mi campo perceptivo), los colores, la luz permanece completamente invariable. Solo mi mente pensando, mis manos tecleando, las letras apareciendo en la pantalla, los movimientos de mi inquieta hija y el sonido de fondo de la televisión son cambiantes. Y dentro de eso que cambia, también hay cierta permanencia. Mis pensamientos parecen seguir siendo míos, siendo, de algún modo coherentes con los anteriores; las teclas siguen estando en su sitio, las letras permanecen escritas tal y como las escribo; mi hija sigue siendo ella y el sonido de la tele suena tan común y corriente como siempre lo ha hecho. Ahora mismo mi realidad sucede tranquila, predecible, controlable, apacible, cómoda…

Pero, si por ejemplo, los físicos nos dicen que los objetos están compuestos por partículas que están en continuo movimiento, si los objetos cambian de posición, salen y entran de mi campo de visión… ¿cómo sé que son los mismos y no otros diferentes? Si hay millones de fotones que bombardean a cada segundo todo mi cambio de visión, haciéndolo cada vez en cantidades variables, rebotando y chocando con todo… ¿cómo percibo colores e iluminaciones tan estables? Lo lógico sería pensar en una realidad caótica, confusa, vibrante… como el cuadro de Jackson Pollock que vemos arriba.

Bien, hagamos un experimento. El psicólogo cognitivo Roger Shepard y su discípulo Sherryl Judd, enseñaban a varios sujetos un conjunto de las doce pares de formas tridimensionales de la imagen de abajo. Como vemos, son dos formas idénticas cuya relación se va modificando en función de unas sencillas reglas de transformación: traslación en un plano bidimensional, rotación, traslación en profundidad (o cambio de escala), o rotación del propio plano (en g, h, i y l) .

Después, Shepard y Juud preguntaban que, suponiendo que las dos figuras del par fueran la misma, qué tipo de transformación había sufrido la primera para llegar a la posición de la segunda. En el caso del par a, la explicación parece clara e indiscutible: la figura se ha movido a la derecha por un plano. Sin embargo, en b caben dos explicaciones posibles: o el objeto ha aumentado su tamaño, o se ha acercado al observador partiendo de un plano tridimensional.  Del mismo modo, por ejemplo en h, puede decirse que la figura se ha contraído o que ha rotado sobre sí misma. La mayoría de los observadores elegían la explicación que no implicara cambiar la forma o el tamaño del objeto, prefiriendo añadir una tercera dimensión con tal de no modificarla. Es decir, ante dos explicaciones igualmente válidas, se elige la que mantiene estable el objeto (en la imagen, lo escrito encima del par de formas es la explicación que modifica la forma, y lo escrito debajo la explicación que no), lo que viene a demostrar que tenemos una tendencia innata a estabilizar la realidad. A esto lo llamo Shepard invariante (término tomado de James Gibson). En una sucesión temporal, nuestro cerebro intenta maximizar lo invariante de una realidad siempre cambiante. Pero lo invariante no es, desde luego, ninguna propiedad esencial o forma aristotélica que el sujeto abstrae del objeto, sino todo lo que sea posible percibir que me permita seguir identificando el objeto como el mismo en el momento siguiente.

Unas investigaciones muy relevantes (muy potentes al respecto son las de Hubel y Wiesel, por las que ganaron un Premio Nobel) demostraron como nuestra percepción visual es especialmente buena detectando los bordes de los objetos ¿Por qué? Para mantener la identidad de lo observado, dejando muy clara la frontera entre lo que es y no es el objeto (cuando, realmente, los objetos tienen bordes mucho más borrosos de como los percibimos). Los bordes nos dan información más relevante sobre la estructura invariante del objeto que cualquier otra región visual del mismo. A nivel físico, pueden describirse como un cambio brusco en los niveles de luminancia, que es además resaltada por la inhibición lateral de los fotorreceptores de la retina. La demostración es muy espectacular con las bandas de Mach:

Al observarlas nos da la impresión de que los límites entre las bandas tienen un cierto relieve, pareciendo sobresalir hacia nosotros y creando la ilusión óptica de cierta concavidad en cada banda. La ilusión se produce porque nuestro cerebro clarea u oscurece de más los límites entre cada banda para resaltar el contraste y diferenciar mejor unas de otras. Los bordes son un invariante que nuestra cognición trata de mantener a toda costa, incluso falseando la misma realidad.

 

Tal como sugirió Bacon con sus ídolos de la tribu, la maquinaria humana de reconocimiento de patrones tiende a dispararse en exceso, lo cual conlleva que creamos ver patrones en lo que en realidad es simple ruido. Hay un famoso experimento en el que este fenómeno produce el divertido resultado de que los sujetos humanos suelen rendir peor que las palomas y las ratas al afrontar la misma tarea. Al sujeto se le muestran dos lámparas, una roja y otra verde. A intervalos regulares, una de ellas se enciende y a los sujetos se les pide que predigan qué lámpara se encenderá a continuación. No se les informa sobre ningún mecanismo subyacente a la secuencia de encendidos de la lámpara roja y de la verde, pero lo cierto es que se encienden al azar, con un 0,8 de probabilidad para la roja frente a un 0,2 para la verde, independientemente de lo que haya sucedido antes. Los sujetos humanos observan la asimetría, intentan imitar el intrincado patrón de las luces, y predicen que la lámpara roja se enciende el 80% de las veces y la verde el 20% restante. De este modo acaban averiguando el correcto encendido aproximadamente 0,8 . 0,8 + 0,2 . 0,2 = 68% de las veces. Los animales más simples rápidamente averiguan cuál es la que se enciende con más frecuencia, con lo que aciertan un 80% de las veces. Ver, por ejemplo, Hinson y Staddon (1983), y Wolford, Miller y Gazzaniga (2000).

Häggström, Olle. Aquí hay dragones

Bacon tenía toda la razón del mundo: la metafísica tradicional tendió a ver en la realidad muchísimo más de lo que en ella había. La navaja de Ockham y el tenedor de Hume fueron una buena terapia aunque, parece ser que todavía no lo suficiente. Seamos humildes y aceptemos nuestro papel de intentar, al menos, ser unos buenos escépticos.

Véase, por supuesto, la superstición en las palomas de Skinner.