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Durante muchos siglos, la forma de entender la vida biológica ha ido de la mano de lo que se ha denominado vitalismo. Dibujándolo a brocha gorda, consistiría en afirmar que hay un principio, fuerza, energía, o incluso fluido, que, cuando se “insufla” en la materia inerte produce la vida. Está muy emparentado con el animismo, que diría que los seres vivos poseen anima, un principio que los anima, es decir, que los mueve. Aristóteles pensaba que los seres vivos contenían internamente su causa eficiente, a diferencia de los seres artificiales, a los que había que mover “desde fuera”, es decir, que su causa eficiente les es externa. Este principio no podría explicarse desde la materia o sus características, por lo que el vitalismo es pretendidamente antimaterialista o, en el mejor de los casos, no-materialista. Además, encajaba muy bien con la perspectiva religiosa: cuando mueres, esa anima o alma, abandona tu cuerpo material (que es lo único que muere) y se va derechita al paraíso.

Es muy curioso como el vitalismo ha continuado existiendo en la mente de muchos intelectuales a pesar que, en biología, ha sido desterrado como una teoría falsa desde hace mucho. En 1828 Friedrich Whöler obtuvo urea (un componente químico propiamente orgánico que podemos encontrar en nuestra orina) de cianato de amonio (una sustancia típicamente inorgánica). Con esto Whöler demostró que la sustancia de la que se compone los seres mismos es exactamente igual que la que componen los seres inertes. No hay ningún extraño elemento químico, ni ninguna fuerza ni energía diferente que exista dentro de los seres vivos. La física y la química son iguales para todos (no hay nada más democrático).

Y si los descubrimientos de Whöler dejaban todavía algún resquicio para la duda (el cianato de amonio se obtenía de la fermentación de plantas, por lo que todavía podría argumentarse que no era una sustancia plenamente inorgánica), unos años más tarde (1845), Hermann Kolbe, a partir de disulfuro de carbono y cloro (Dos sustancias estrictamente inorgánicas), obtuvo ácido acético (que se encuentra en el vinagre de toda la vida).Y por si quedaba alguna duda, durante la década de 1850, el francés Pierre Eugène Berthelot sintetizó docenas de compuestos como el alcohol etílico, el ácido fórmico, el metano, el acetileno o el benceno. Desde mediados del siglo XIX, no hay lugar para el vitalismo en ciencia.

De hecho, hoy en día la mal llamada química orgánica, expresión acuñada desde la perspectiva vitalista de Jöns Jacob Berzelius (maestro contra el que se rebeló Whöler) para diferenciar una química para lo vivo y otra para lo inerte, se encarga de estudiar, no solo los compuestos que forman a los seres vivos, sino otros como el petróleo y sus derivados como, por ejemplo, el polietileno del que están hechos gran parte de los envases de los productos que consumimos a diario. Sí, la química del carbono que regula el funcionamiento de nuestro organismo es la misma que rige las propiedades de las botellas de plástico.

Sin embargo, cierto sector (bastante importante) del mundo intelectual siguió trabajando, haciendo caso omiso a los descubrimientos científicos, y el vitalismo siguió campando a sus anchas. Tenemos a Schopenhauer, hablando de una voluntad de vivir propia de todos los seres vivos, recogida por su discípulo Friedrich Nietzsche en su voluntad de poder y, de nuevo, repescada por nuestro filósofo patrio por excelencia, Don José Ortega y Gasset y sus muchos discípulos. En 1927 le dieron el premio Nobel de Literatura (menos mal que no fue el de medicina) al filósofo francés Henri Bergson, quien seguía manteniendo la presencia de lo que él llamaba élan vital, una fuerza o energía creadora, motor del proceso evolutivo… ¡82 años después de Kolbe y dando premios Nobel a vitalistas!

Pero la cosa no queda aquí. Todavía es muy común leer a intelectuales influenciados por el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien, a parte de sus muchas aportaciones positivas a la psicología, defendía la presencia de una especie de energía pulsional, igualmente no encontrada por experimento alguno. Y más grave que Freud es la famosa figura de Wilhelm Reich, discípulo del vienés, nos hablaba del orgón, una energía cuya liberación más manifiesta está en el orgasmo (de ahí su nombre, mezcla de orgasmo y organismo). A pesar de que Reich murió encarcelado por la venta de equipos médicos fraudulentos, hoy en día tiene incluso una fundación: el American College of Orgonomy. Alucinante.

Lamentablemente, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, tan de moda en la actualidad en ciertos círculos universitarios y políticos, se considera influenciado por Freud, Reich o Lacan (este tercero también tiene telita). Una pena fruto quizá de la triste separación entre ciencias y letras. Si los humanistas contemporáneos estuvieran versados en algo de biología o química, prácticamente, básicas, otros gallos cantarían.

Un escándalo, pero no me queda del todo claro: ¿acaso no existe el instinto de supervivencia o el deseo sexual como fuerzas, o energías, motivadoras de nuestra conducta? Sí que existen pero no como causas motrices. El deseo de hacer o conseguir algo en general no es más que una sensación: yo siento que deseo. Esa sensación activa (o como mínimo informa) un montón de subprocesos que se ponen en marcha para que, realmente, nuestro organismo consiga el objeto de deseo. Esa sensación activadora o informadora no es ninguna fuerza o energía, no es nada que empuje ni mueva absolutamente nada. A nivel físico no existe ninguna correlación entre el deseo y tal fuerza o energía vital, sencillamente porque no existe. El único correlato material de la sensación de deseo es actividad neuronal.

Un ejemplo: deseo beber agua. En mi mente aparece la sensación de sed, por lo que mi brazo se mueve para coger un vaso de agua ¿Qué fuerza o energía se pone aquí en juego? La única fuerza significativa será la que produzca la contracción de las fibras musculares de mi brazo, no hay otra. Ningún élan vital bergsoniano ni ningún conatus spinozista empujarán desde ningún lado. Por favor, dejemos de hablar de alquimia de una vez por todas.

Gran parte de los planteamientos éticos propuestos a lo largo de la historia de la filosofía han sido eudaimonísticos, es decir, proponían la obtención de la felicidad como fin último de la existencia humana. Ya sea como un estado de armonía con la naturaleza, ataraxia, nirvana o muerte del deseo, ya sea mediante un hedonista cálculo de placeres o, ya en la otra vida, mediante la contemplación de Dios, todas las éticas planteaban una búsqueda de un estado final cualitativamente diferente de los anteriores, cuya consecución era el objetivo a seguir. Todo ser humano debía seguir una serie de preceptos, habitualmente dolorosos: privaciones, mortificaciones, sacrificios… para obtener una felicidad convertida pronto en un bien elitista, sólo prometida a unos pocos, imposible de conseguir por el vulgo ignorante. La felicidad no era una cosa fácil.

Con el advenimiento de la psicología moderna, la felicidad dejó paso a la idea de salud mental (primer paso de su desmixtificación). Se la consideró como el estado habitual del individuo que no había sufrido una serie de traumas en su desarrollo (tesis fundamental del psicoanálisis) o de aquel que dispone de unos mecanismos saludables a la hora de enfrentarse e interpretar los diversos problemas de su vida cotidiana (tesis fundamental de la psicología cognitiva). Con su vocación terapeútica, la psicología democratizó la felicidad. Ya no se trataba de un teleológico fin al que aspiraba el sabio o el asceta. Ya no era la meta de un sendero o de una ascensión. El carpintero y el agricultor podían ser más felices que el filósofo y el monje. La felicidad podía ser gratuita.

Sin embargo, de modo paralelo, a partir del siglo XIX, ocurrió lo peor: la infelicidad cobró prestigio (paso atrás en su desmixtificación). Es lo que Bertrand Russell llamó la tragedia byroniana. Muchas ideas propias del romanticismo ganaron fuerza: la vida es tragedia, sinsentido, ruido y furia. El ser humano se encuentra solo, sondeando el abismo de los cuadros de Caspar Friedrich. Nada puede aplacar su sufrimiento, su siempre insatisfecha ansia de absoluto, su schopenhaueriana siempre sedienta voluntad de vivir. Los papeles se invierten: la felicidad es ahora propia de la ingenuidad e ignorancia del pueblo llano mientras que el sabio, que ha comprendido el absurdo de la condición humana, debe ser infeliz.

Los ecos de esta visión arraigaron en un siglo XX con dos guerras mundiales, Auschwitz, Hiroshima y el fracaso de la utopía marxista. Estos desastres históricos fortalecieron el pesimismo de las diversas corrientes filosóficas. Así tenemos al Sísifo de Camus en el existencialismo francés o el ser-para-la muerte de Heidegger en el existencialismo alemán.  El psicoanálisis convierte toda actividad humana en fruto de una neurosis. Si la enfermedad mental era algo anormal, únicamente estado de  individuos perturbados, ahora se universaliza: el hombre está enfermo, la patología es una de sus cualidades esenciales. Camus afirmará que la única pregunta filosófica realmente importante es si uno ha de suicidarse o no.

Afortunadamente, y ante tanta desazón, la psicología fue convirtiéndose progresivamente en una disciplina científica y no abandonó su vocación terapeútica. A los enfermos mentales hay que curarlos y la infelicidad es algo contra lo que hay que luchar. Se hacen experimentos y a finales del siglo XX comienzan a comprenderse los mecanismos de la química cerebral. En 1986 se descubre la fluoxetina, más conocida como prozac, un antidepresivo que realmente funciona. La felicidad, al fin, se convierte en un asunto científico (segundo paso hacia su desmixtificación) y se consiguen espectaculares avances. Está demostrado que los antidepresivos, junto con terapia cognitivo-conductual, tienen un notable éxito en la cura de la infelicidad. De hecho, el punto crítico en esta terapia es cuando al sujeto que ya ha mejorado se le quita la medicación pues hay riesgo de recaída. Sin más misterio, tenemos sustancias químicas que hacen mejorar tu estado de ánimo, que hacen que interpretes la realidad de un modo más optimista. No hay trampa: funcionan, no son adictivas y sus efectos secundarios se han minimizado tanto que podemos tener pacientes que las toman durante toda su vida sin que les pase absolutamente nada.

Sin embargo, todavía existen muchos prejuicios contra su uso. El más habitual consiste en pensar que la felicidad que otorgan es artificial, falsa, postiza, siendo lo recomendable obtener sus beneficios sin tener que recurrir a ellas. Lo auténtico es ser feliz por uno mismo sin recurrir a nada externo, a nada ajeno a cierta disciplina mental, hábito o descubrimiento que, teóricamente, nos llevará a ese estado prometido. Este enfoque es erróneo y vuelve a mixtificar de nuevo la idea misma de felicidad por tres razones:

1.  La distinción natural/artificial es harto dudosa y confusa. Sabemos que, por ejemplo, realizar ejercicio físico produce neuropéptidos de forma endógena que aportan felicidad. Los defensores tradicionales de la «felicidad auténtica» aceptarían los hábitos deportivos como medio legítimo para ser feliz por el mero hecho de que la alegría «sale de dentro» mientras que no aceptan la labor de los antidepresivos tachándola de artificial simplemente porque la alegría «viene de fuera», hay que tomarla en cápsulas. Pensemos en una persona que acaba de salir del gimnasio e interpreta cualquier hecho cotidiano de su vida con sumo optimismo debido a la labor de la química cerebral que acaba de producir a base de estar subido media hora en una bicicleta estática. ¿La interpretación de ese hecho no es igual de artificial que la de aquel que la hace después de la ingesta de escitalopram? ¿Por qué una es auténtica y la otra no?

O reflexionemos sobre una persona que sufre distimia o depresión crónica desde su nacimiento. Su estado normal, natural, es el de no poder levantarse de la cama viviendo un infierno diario. Según los defensores de la «felicidad auténtica» darle antidepresivos sería engañarle, hacerle sentir una felicidad artificial. En consecuencia, el paciente debería estar de acuerdo en seguir en su lamentable estado ya que es lo auténtico en él.

2. Se obvian por completo las bases biológicas de nuestra conducta. Se piensa, ingenuamente, que somos exclusivamente fruto de nuestro entorno cultural. En términos de Steven Pinker, se piensa que somos una tabula rasa cuyos sentimientos son únicamente fruto de nuestros pensamientos y hábitos aprendidos. Se ignora que cuando pensamos o actuamos, siempre lo hacemos desde un determinado estado de ánimo y ese estado esta determinado por nuestra química neuronal.

3. Esta forma de entender la felicidad no favorece los programas de investigación científica en esta línea. Ya no sólo hablo de farmacología, sino, por ejemplo, de los avances de la ingeniería genética. Supongamos que descubrimos qué genes intervienen directamente en que una persona sea feliz. Podríamos modificarlos de tal manera que extirpáramos para siempre la depresión o la ansiedad del género humano. ¿No sería este descubrimiento algo fantástico, la auténtica gran revolución en la consecución de la felicidad para todo el mundo? No, dirían muchos, eso sería cambiar peligrosamente la naturaleza humana, crear «monstruos inhumanos», jugar a ser dioses haciendo nuevos frankensteins. Pero es que este planteamiento parte de la idea de que existe una esencia humana, una forma de ser propia del hombre (y por lo tanto deseable) que no debemos tocar, cuando hoy sabemos que eso no es cierto. Una de las poderosas tesis que Darwin nos dejó es que el ser humano no es algo acabado, no existe una esencia humana dada para siempre pues el hombre, como cualquier otro ser vivo, está en continuo cambio, sigue evolucionando. ¿No sería mejor que nosotros controláramos la evolución en vez de dejar nuestro destino en sus caprichosas leyes? A mí me gustaría ver humanos pacíficos, comprensivos y generosos en vez de agresivos, intolerantes y egoístas sólo por la razón de que desde los últimos 30.000 años la genética del homo sapiens sapiens lo ha dictado así. Y aún menos me gustaría ver que nuestra especie evoluciona hacia formas más beligerantes e infelices sólo porque nos parece conveniente dejar que la naturaleza siga su curso por miedo a tocar nada, agarrándonos al mito esencialista de que existe una naturaleza humana dada para siempre.

No podía dejar de hacer un pequeño homenaje a un pintor manchego, probablemente entre los cuatro o cinco pintores españoles vivos más importantes, Antonio López. Acompañando su hiperrealismo de lo cotidiano, decadente y autodestructivo en el caso de este cuadro, tenemos la música suicida de Slint, grupo tan efímero como influyente.

El lavabo de Antonio López

«Los hombres se parecen a esos relojes de cuerda que andan sin saber por qué. Cada vez que se engendra un hombre y se le hace venir al mundo, se da cuerda de nuevo al reloj de la vida humana, para que repita una vez más su rancio sonsonete gastado de eterna caja de música, frase por frase, tiempo por tiempo, con variaciones apenas imperceptibles.»

Arthur Schopenhauer