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causality

Escribí hace tiempo sobre la problemática filosófica en torno a la causalidad. Hoy quiero profundizar un poquito más. Voy a autocitarme para empezar a partir del ejemplo que puse en aquella ocasión.

El martes por la noche me preparo un té respetando escrupulosamente la nimia cantidad de calorías diarias que el régimen permite. Como tengo la nariz taponada no me doy cuenta que, cuando retiro la tetera, me dejo el gas encendido. Abro mi libro mientras me siento cómodamente en el sofá. Estoy leyendo la interesantísima última encíclica de Benedicto XVI: Caritas in Veritate. Leer algo tan magnífico me provoca un mono terrible y, como mi fuerza de voluntad es muy débil, claudico y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero prende el gas y mi casa salta por los aires. Mi triste final me pilló leyendo una encíclica… quizá esto haga que San Pedro me deje entrar en el cielo.

¿Cuál fue la causa de la explosión? La respuesta más habitual sería apelar al gas y al cigarro encendido. Pero si pensamos un poquito más encontramos múltiples causas: si yo no hubiera tenido alergia habría podido oler el gas y quizá lo habría apagado a tiempo, por lo que la alergia también sería una causa; si yo hubiera conseguido dejar de fumar no habría encendido el pitillo, así que mi débil fuerza de voluntad también sería causa; si no estuviera dieta no me hubiera hecho un té y quizá habría comido un helado y no hubiera encendido el gas; y si no me gustara leer, en vez de sentarme en el sofá y encenderme un cigarro, quizá hubiera salido a dar una vuelta por el parque y nada de este trágico suceso habría ocurrido. Es más, rizando el rizo, podríamos decir que la causa es que el Papa hubiera escrito la encíclica, ya que si no lo hubiera hecho, quizá no me habría puesto a leer y no habría encendido el cigarro… ¡Ratzinger es el culpable de mi muerte! ¡Lo sabía!

El problema que planteaba era la dificultad decidir la causa que realmente había determinado el suceso o, en el fondo, la dificultad de definir correctamente la causalidad. En el resto del artículo critiqué la concepción de Hume, y expuse las teorías convencionalista y realista del tema. Al final, como en muchas ocasiones ya que soy un filósofo, dejé el asunto abierto. Aquí hoy voy a ser bueno y voy a dar una respuesta. Enumeremos de nuevo las propuestas:

  1. La concepción de Hume. El filósofo de Edimburgo entendía que decíamos que algo era causa de un efecto porque encontrábamos una proximidad temporal entre la causa el efecto, una prioridad temporal de la causa sobre el efecto y una unión constante. Sin embargo, tenemos excepciones para las tres condiciones: no tiene por qué haber proximidad temporal (causa y efecto pueden darse lejos en el tiempo), la causa no tiene por qué ir siempre antes que el efecto (puede ir a la vez o incluso después en los fenómenos de retrocausalidad) y la unión no tiene por qué ser constante (si encontramos un fenómeno que solo se da una vez en la historia del universo, no habría tal unión perpetua).
  2. La concepción convencionalista. Decidimos la causa a partir de un acuerdo o convención determinada por cada comunidad lingüística concreta. Si bien es cierto que hay algo de esto, la respuesta no es del todo concluyente porque resulta incompleta. Las convenciones lingüísticas no surgen de la nada, no están “flotando en el vacío” sin que nada las determine. Habrá causas de tales convenciones y, si no queremos caer en el relativismo lingüístico, tendremos que entender, al menos, por qué nuestra comunidad lingüística en concreto ha acordado definir causalidad de un determinado modo y no de otro. Lo haremos a continuación.
  3. La concepción realista. Decidimos la causa a partir de algo real que se transmite de la causa al efecto. Dada la física moderna, cuando se da un fenómeno causal se transmite energía y/o momentum. Desde una perspectiva puramente fisicalista de la realidad, como toda la naturaleza se reduce a materia y leyes físicas, esta definición sería muy adecuada. Sin embargo, ya sabéis que no soy muy amigo de los reduccionismos. Como dije en el artículo anterior si yo digo “Mi regalo causó mucha alegría a Laura”, explicar ese suceso desde la transmisión de energía parecería bastante incompleto e, incluso, algo absurdo.

Vamos ahora a ver otras dos nuevas concepciones de la causalidad. La última será la que defiende este humilde escritor:

  1. La concepción extra-ordinaria. Decidimos la causa cuando ésta nos parece sorprendente, es decir, cuando rompe el orden tradicional de los hechos, cuando encontramos un suceso anormal. Si pasa algo extraño, no previsto, decimos que es la causa. Así, no prestamos atención alguna a hechos tan cotidianos como que salga el sol todos los días, pero no pararemos de hablar de un terremoto sucedido en nuestra localidad. Esta explicación es bastante floja. Solo explicaría el acontecimiento psicológico de prestar mucha más atención a lo extraordinario que a lo ordinario. Sin embargo, si yo enciendo la lámpara de mi cuarto, tal y como hago cotidianamente todas las noches, diré igualmente que la luz se ha encendido porque yo he apretado el interruptor. Que una causa sea totalmente ordinaria y nada sorprendente, no quita que no sea una causa.
  2. La concepción pragmática. Solemos decidir que la causa de un fenómeno es aquella sobre la que tenemos algún tipo de control. Si pensamos en el ejemplo de la explosión del gas, nos parece que la causa primordial es que yo encendiera el cigarro ¿Por qué? Porque encender el cigarro es algo muy fácilmente controlable: yo podía haberlo encendido o no con el simple movimiento de apretar el botón del mechero. También sería una causa bastante válida decir que me dejé el gas abierto, ya que, igualmente, este olvido solo responde a abrir o cerrar la manilla del gas. Las demás causas como la presencia de oxígeno en la atmósfera, mi alergia, mi adicción al tabaco, mi dieta o mi gusto por el té son factores más imprecisos y menos controlables. Nunca solemos decir que un incendio se produce porque hay oxígeno en la atmósfera o porque las condiciones de temperatura y presión de la Tierra posibilitan la combustión. Son aspectos sobre los que no tenemos nada de control.

Evolucionamos para adaptarnos al medio y, por lo tanto, para percibir y comprender únicamente los fenómenos que podemos controlar. Sería un derroche de recursos que la evolución nos permitiera conocer perfectamente aspectos de la naturaleza con los que no podemos interactuar de ninguna manera. Así comprobamos como un científico, o mejor un ingeniero, expertos donde los hubiera en control de la realidad, nos pueden dar explicaciones causalmente mucho más ricas que las que podemos ofrecer las personas ordinarias. Cuando el motor de nuestro coche se avería, el mecánico nos puede dar una potente y precisa explicación causal: debido a que el circuito de refrigeración estaba sucio, el líquido refrigerante no llegó en suficiente cantidad al motor. La temperatura del cilindro ascendió muchísimo con lo que el pistón terminó por derretirse y soldarse con las paredes internas del cilindro. En cristiano, el coche ha gripado. Te va a costar una pasta.

Sería muy extraño que el mecánico te dijera que la causa está en que el etilenglicol (el componente fundamental del líquido de refrigeración) es un alcohol compuesto de hidrógeno y oxígeno, que son dos de los componentes más abundantes en el universo (sobre todo el primero). Si fueran más escasos, nuestro universo no existiría tal y como lo conocemos, por lo que jamás hubiésemos existido y nunca habríamos averiado nuestro coche. Esta explicación no sería causalmente muy válida ya que no tenemos control de ningún tipo sobre la presencia de elementos químicos del universo. El mecánico no puede hacer nada para arreglar nuestro coche a partir de esta explicación.

Entender bien la causalidad es mucho más importante de lo que, a priori, pudiese parecer. No se trata solo de una inútil cuestión filosófica. Es muy común ser muy malos a la hora de hacer atribuciones causales o, peor aún, jugar con su ambigüedad para engañar a un público. Por ejemplo, nos ahorraríamos mucho tiempo y dinero si nuestros políticos se ciñeran a explicaciones causales precisas y controlables al hablar de la realidad. Cuando para referirnos a las causas de la crisis hablamos de la codicia de los banqueros, del sistema capitalista, de la pérdida de valores morales de Occidente, de lo malvada o inepta que es la izquierda o la derecha política, no distamos mucho de la explicación absurda del mecánico con el etilenglicol. Si, por el contrario, hablásemos de causas precisas y controlables tendríamos el poder de modificar la realidad para solucionar nuestros problemas porque, precisamente, algo preciso y controlable es algo que se puede controlar con precisión.

Falacia cum hoc ergo propter hoc: porque dos fenómenos se den a la vez, se infiere que uno es causa del otro. La base de todas nuestras supersticiones. Si hago un examen, llevo una pata de conejo y lo apruebo, la pata de conejo es causa del aprobado. Forma muy fácil de combatir tal falacia: prueba a ir al examen sin estudiar y con la pata de conejo, y estudiando y sin la pata de conejo y compara los resultados.

Dicho de otro modo: si tenemos dos fenómenos A y B que cuando ocurren, ocurre C, de primeras, no podemos saber cuál de las dos, A o B, es la causa de C. Necesitamos un segundo paso, probar qué pasa cuando solo se da A sin B o B sin A. Esa es la auténtica forma de actuar de la ciencia y que, en este caso, se opone diametralmente al ethos de la superstición. La ciencia establece relaciones causales cada vez más y más finas, es decir, va puliendo falsas causas, reduciendo su número, hasta llegar a la correcta (o siendo algo escéptico, hasta que ya no puede reducir más).

El problema se hace más complejo en el caso de la paloma. Cuando existe una distancia temporal entre la causa y el efecto, teniendo en cuenta que entre uno y otro pasan un montón fenómenos susceptibles a ser también causas, es más difícil determinar la causa correcta. Bueno, probemos igual que antes a ir eliminando todos los fenómenos que se han dado entre la causa y el efecto hasta que demos con la única que puede causar el efecto por sí sola. La paloma se daría cuenta de que solamente aleteando no abre la puerta mientras que solamente dando al manipulandum sí.

Pero llevemos al extremo el razonamiento. Pensemos en que si todos los fenómenos que han ocurrido previamente a cualquier efecto son susceptibles a ser su causa, cualquier cosa que haya pasado desde el Big Bang hasta ahora podría ser la causa de cualquier fenómeno del presente, la tarea de ir eliminando uno por uno todos los sucesos hasta llegar al primero sería algo que ni el mejor superordenador imaginable que pudiéramos construir en el futuro podría conseguir ni en una infinitésima parte. Simplemente el hecho de calcular todos los movimientos de partículas subatómicas que han ocurrido en mi cuarto en el segundo anterior a éste es algo prácticamente incalculable, cuánto más calcular las de los trece mil setecientos millones de años que suponemos que tiene de edad el universo. ¿Cómo es posible entonces que, habitualmente y con cierta precisión, descubramos las causas de la mayoría de los fenómenos cotidianos que nos ocurren a diario?

Respuestas:

1. En primer lugar, los fenómenos que ocurren a diario no son caóticos, sino que siguen unas reglas dadas que los hacen más sencillos. Por ejemplo, todos los átomos que forman parte de una pelota de tenis se comportan de una forma similar cuando la pelota viene hacía mí, de tal modo que no hace falta calcular la trayectoria de todos los átomos uno por uno, sino solo la trayectoria de grupos de ellos. Por decirlo de algún modo, la naturaleza se comporta haciendo «packs»: hay muchas regularidades y repeticiones. Si no fuera así, conocerla y actuar en ella hubiera sido imposible.

2. Nuestro cerebro, desde sus remotos orígenes, ha ido descubriendo y simplificando el comportamiento de estos «packs», de estas regularidades naturales.  Cuando veo la pelota de tenis acercarse hacia mí, no veo millones de partículas interactuando, sino una única unidad, la pelota, desplazándose en el aire. Mi sistema perceptivo se adaptó a percibir la realidad de un modo económico y eficaz teniendo en cuenta sus limitados recursos. Pensemos en cómo utilizo el concepto «perro» para referirme a un montón de entidades distintas: perros de diferentes colores, edades, tamaños, razas… a todos los llamo «perro».

3. Pero no solo mi percepción simplifica, mi razón también lo hace. Un ejemplo. Tengo un coche y lo guardo en mi garaje, olvidándoseme echarle gasolina. El auto permanece diez años en el garaje y un día decido sacarlo. Cuando lo saco, a los cien metros, el coche se para y yo me pregunto cuál será la causa. ¿Tengo entonces que ir analizando todo lo que ha pasado de aquí a diez años atrás para descubrir la causa? No: hipersimplifico. Solo pienso en eventos relacionados con el coche y su funcionamiento porque yo ya sé, previamente, que los coches funcionan con gasolina. Entonces recuerdo que no le eché gasolina y descubro, entre infinitas causas posibles, la correcta. La clave está en que conozco el funcionamiento del coche, tengo almacenado en mi memoria las diversas causas que explican cómo funciona un automóvil, poseo ese resumen, esa síntesis causal, lo cual evita que tenga que obrar por ensayo y error, eliminando posibles causas, cada vez que intente explicar su funcionamiento.

4. La historia evolutiva ha tenido que ser un colosal proceso de simplificación causal. Desde los primeros seres unicelulares que aprendieron a responder de una manera y no de cualquier otra a los cambios en su entorno, hasta la llegada de los mamíferos y de los sapiens, todo fue un enorme dispositivo de almacenamiento de información causal, primero en el ADN y luego en nuestras portentosas memorias de primate. La evolución es hipersimplificación.

Un hombre va caminando por la calle cuando el viento empuja una teja para hacerla caer encima de su cabeza y acarrearle la muerte. ¿Cómo explicar este lamentable suceso? ¿Cuál es la causa de la muerte? Un ateo apelaría a causas naturales: la fuerza del viento y el hecho de que el hombre pasara justamente por ahí debido a que iba de camino al trabajo causaron el incidente: una desdichado cruce entre dos corrientes causales. Un creyente objetaría: ¿pero qué causó la fuerza del viento o que el hombre fuera a trabajar? Así, se va creando una concatenación de causas, la colligatio causarum, que necesita una causa primera para no caer en una regresión ad infinitum. La causa primera del suceso será la voluntad de Dios, por lo que Dios es el causante último de todo lo que sucede. Pero claro, si Dios es la causa de todo… ¿dónde queda mi libertad de elección? ¿Dónde quedo yo como causa de mis actos? Baruch Spinoza, uno de los grandes genios de la Modernidad, veía en esta cadena causal que acaba por apelar a la voluntad de Dios una estupidez, un refugio de la ignorancia que no sabe encontrar el correcto orden de la naturaleza. No es por casualidad que, aunque ferviente judío, Spinoza fue acusado de ateísmo y expulsado de la sinagoga de Amsterdam.

En un universo mecanicista como el cartesiano, donde todo funciona siguiendo estrictas leyes, ¿cómo introducir actos de la voluntad, actos libres? ¿No sería la libertad una contradicción del orden causal? Descartes solucionó el problema sacando la libertad del mundo, haciendo de la res cogitans (yo) y la res extensa (mundo) dos substancias, dos realidades diferentes: el mundo funciona de modo determinista, sin acto libre alguno, mientras que mi yo, mi mente, posee libre albedrío. Problema: ¿cómo mi mente libre puede causar, por ejemplo, un movimiento voluntario en mi cuerpo? ¿Cómo mi mente, espiritual, inmaterial, inextensa, puede «empujar» los músculos de mi brazo cuando levanto mi material, mecánica y extensa mano?

Descartes no supo nunca como solventar tal dilema, pero Spinoza se atrevió a enfocarlo de otra manera: cortando por lo sano. No existe la libertad humana, es una ilusión. Sólo existe naturaleza, un mundo mecánico rígidamente reglado, que se identifica con la divinidad. Pero, ¿qué es entonces la libertad? ¿Por qué existe aunque sólo sea como ilusión? ¿Por qué tal engaño? En esto Spinoza es francamente genial. El ser humano se mueve por dos fuerzas: las pasiones y la razón. Moverse siguiendo las pasiones, al igual que pensaba Descartes, no tiene nada de libertad. Es obedecer instintos, impulsos que nada tienen que ver con elegir. De aquí la expresión «ser esclavo de tus pasiones». Sin embargo, obrar siguiendo la razón era para Descartes el acto libre por excelencia. ¿Por qué? ¿Qué tiene de libre hacer una serie de deducciones que lleven a la conclusión de que se debe realizar un acto cualquiera? Nada: tomar una decisión es sólo tener esperanza de que algo va a suceder, hacer una apuesta sobre el futuro. Por ejemplo, si yo decido ir todos los días al gimnasio en el fondo no realizo acto volitivo alguno, únicamente, albergo la creencia de que sucederá el hecho de que yo asista todos los días al gimnasio. Después es posible que me venza la pereza o que tenga un imprevisto que haga que no pueda asistir. Entonces, mi predicción habrá fallado. En el fondo, sólo hay un acto de creencia, una predicción acerca del futuro, no hay ningún agente causal que comience en tal pensamiento y que termine con la acción de ir al gimnasio. La cadena causal que rige el mundo es la que verdaderamente decidirá si voy o no, pero no mi pensamiento. La misión de mi mente es la de informarme, lo más fidedignamente posible, de lo que puede pasar, pero no dirigir absolutamente nada. La mente funciona de un modo paralelo al cuerpo pero no influye en sus decisiones.

Pero, ¿por qué nos creemos libres, poseedores de una voluntad propia? Spinoza nos explica que lo que ocurre es que tenemos un conocimiento imperfecto del futuro, fallamos a la hora de calcular lo que está por venir y los factores que lo causan. Erróneamente pensamos que algo será bueno para nosotros cuando realmente será nefasto. Nos equivocamos constantemente. Nuestro inadecuado conocimiento del mundo fruto de las limitaciones de nuestro precario entendimiento nos hace ver un mundo lleno de libertad, de decisiones que no obedecen orden causal alguno. Incluso llegamos a creer que lo que sucede en la naturaleza obedece a la libre voluntad de un Dios, al azar o a la suerte. Y así vivimos en una fantasía.

¿Qué habría que hacer, o más bien, pensar entonces sobre mi vida y mis actos? Spinoza se muestra aquí muy estoico. La auténtica libertad consiste en conocer el verdadero orden el mundo, finalidad sólo posible mediante el uso de la recta razón. Las leyes de la naturaleza son idénticas a las leyes de la razón. Y una vez conocidas, sólo nos queda la resignación, la aceptación del férreo acontecer de la realidad. Esta concepción de la libertad tendrá mucho eco en autores posteriores como Rousseau o Kant. Para éstos, aún creyendo en contra de Spinoza en la libertad del hombre, la conciben como una obediencia a la razón. La libertad no es hacer lo que a uno le da la gana en todo momento como tristemente suelen pensar mis alumnos (y, más tristemente aún, son coherentes con tal pensamiento), sino en adecuarse a lo que tu razón deduzca. En el caso de Spinoza ser libre consiste en seguir el curso de la naturaleza, el colligatio causarum, en estar en comunión con él ya que es idéntico a mi razón, aceptando estoicamente lo que llegue.

La original filosofía de este judío holandés que se ganaba la vida puliendo lentes ha cobrado actualidad después de las últimas aproximaciones científicas al tema de la libertad. Las actuales neurociencias parecen llegar a conclusiones muy parecidas a las suyas como ya vimos aquí y aquí.

Causas y efectos

Publicado: 16 marzo 2012 en Filosofía de la ciencia
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Tengo una alergia terrible que mantiene mi nariz taponada y mi sentido del olfato inútil. También estoy dejando de fumar con poco éxito y estoy a dieta. Ah, y me gusta mucho leer. Un cocktail  peligroso, ¿qué no?

El martes por la noche me preparo un té respetando escrupulosamente la nimia cantidad de calorías diarias que el régimen permite. Como tengo la nariz taponada no me doy cuenta que, cuando retiro la tetera, me dejo el gas encendido. Abro mi libro mientras me siento cómodamente en el sofá. Estoy leyendo la interesantísima última encíclica de Benedicto XVI: Caritas in Veritate. Leer algo tan magnífico me provoca un mono terrible y, como mi fuerza de voluntad es muy débil, claudico y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero prende el gas y mi casa salta por los aires. Mi triste final me pilló leyendo una encíclica… quizá esto haga que San Pedro me deje entrar en el cielo.

¿Cuál fue la causa de la explosión? La respuesta más habitual sería apelar al gas y al cigarro encendido. Pero si pensamos un poquito más encontramos múltiples causas: si yo no hubiera tenido alergia habría podido oler el gas y quizá lo habría apagado a tiempo, por lo que la alergia también sería una causa; si yo hubiera conseguido dejar de fumar no habría encendido el pitillo, así que mi débil fuerza de voluntad también sería causa; si no estuviera dieta no me hubiera hecho un té y quizá habría comido un helado y no hubiera encendido el gas; y si no me gustara leer, en vez de sentarme en el sofá y encenderme un cigarro, quizá hubiera salido a dar una vuelta por el parque y nada de este trágico suceso habría ocurrido. Es más, rizando el rizo, podríamos decir que la causa es que el Papa hubiera escrito la encíclica, ya que si no lo hubiera hecho, quizá no me habría puesto a leer y no habría encendido el cigarro… ¡Ratzinger es el culpable de mi muerte! ¡Lo sabía!

Vaya lío, ¿cómo poner orden? Podemos pensar la causalidad en términos de necesidad y suficiencia. Podemos pensar que cada una de las causas que hemos expuesto son necesarias (sin ellas no se daría el efecto) pero no son suficientes (ninguna de ellas por sí sola podría causar el efecto). Si encontráramos una causa suficiente y necesaria esa sería la causa más poderosa y parecería lícito hablar de ella como de la auténtica causa. Pero aquí radica el problema: ¿existe alguna causa suficiente y necesaria? No, para cualquier efecto se dan un montón de causas necesarias pero insuficientes… El mundo parece una enorme red de relaciones causales en la que todas ellas conspiran para que se dé cada efecto. De algún modo que alguien mueva un dedo en Kinshasa puede ser causa de que mi casa salte por los aires. El problema se complica muchísimo: cualquier cosa que haya ocurrido con anterioridad en el tiempo podría ser causa de cualquier efecto presente… ¡Hay que concretar!

Hume entendió la causalidad en términos de proximidad espacio-temporal, prioridad y unión constante: algo era causa de un efecto si ocurría en un tiempo y un espacio cercanos al efecto, antes del efecto y solía darse constantemente junto a él. Demasiado simple: si mi mujer se acostó con otro hace cinco años en Brasil y yo me entero hoy y la dejo, la causa de la ruptura (la infidelidad) ocurrió en un tiempo y en un espacio lejanos (Brasil, hace cinco años). O pensemos en una bola de billar que cae sobre un cojín, deformándolo. La causa de la deformación es la bola cayendo, pero aquí, la causa no sucede antes del efecto, sino a la vez, ya que, además, la deformación del cojín es causa de que la bola desacelere su velocidad de caída (se da retrocausalidad, suceso que quizá ocurra en todo fenómeno causal, lo cual complica aún más, si cabe, el problema: la causa ocurre después del efecto… ¡El futuro interviene en el pasado!). Parece que la cercanía, lejanía o prioridad espacio-temporales no son propiedades claramente definitorias de la causalidad. O, y para desmontar la última característica de Hume, de cualquier fenómeno causal que sólo ocurriera una vez no podríamos decir que fuera realmente causal, ya que en él no habría unión constante (otra cuestión interesante: ¿es posible que exista un fenómeno tal que en su naturaleza esté sólo ocurrir una vez? ¿O todo lo que existe es esencialmente repetible?). Dicho de otro modo: correlación no implica causalidad.

Otra salida, muy popular hoy en día, es sostener que definir una causa de un acontecimiento es algo puramente convencional, un acuerdo entre los individuos en función de lo que la praxis lingüística indique en ese momento. Por ejemplo, en el hundimiento del Costa Concordia, teniendo una sociedad que busca ansiosa y obsesivamente culpables de cualquier desastre, la causa fue la negligencia y cobardía del capitán. Seguramente, en la sociedad europea del medioevo o en el Egipto faraónico, las causas hubieran sido de índole celestial. El contexto cultural define las reglas que rigen los distintos juegos del lenguaje, y definir la causa de un efecto no deja de ser otro juego reglamentado.

La visión opuesta, digamos «realista», diría que el vínculo que se da entre la causa y el efecto no es algo ficticio como pensaría Hume, sino que es real. Hay algo que se transmite de la causa al efecto pero, ¿qué es? Recurriendo a la física, energía y/o momentum. Vale, en un proceso puramente físico parece haber tal transferencia pero ¿qué pasa cuando digo que «mi regalo causó mucha alegría a Laura»? ¿Mi regalo «transmitió» energía a Laura? Ummmmm… de nuevo el problema del reduccionismo. ¿Podríamos reducir toda explicación causal a explicación física? Como siempre, la realidad parece resistirse mucho a ello.

Más información en la Enciclopedia de Stanford.

Estatua de Hume en EdimburgoSiempre me ha resultado curioso como los planteamientos filosóficos que pretendieron ser más estrictamente realistas, en el sentido de partir exclusivamente de la experiencia, sin inventarse nada, como los de Ockham o Hume, acaban en cierto escepticismo.  Por el bando contrario, otras menos cuidadosas, acaban en posturas más dogmáticas como las de Descartes o Leibniz, por seguir en la misma época.

Desde que me lo explicaron por primera vez en el instituto, he tenido una cierta debilidad por David Hume. Su famosa crítica al principio de causalidad me parece una idea tan fantástica como simple… ¿cómo todo el mundo había sido tan sumamente dogmático de no darse cuenta de algo tan evidente? ¿Cómo era posible que Santo Tomás no se diera cuenta de que es imposible deducir desde los efectos alguna característica de la causa? Para los profanos en el tema o para los que quieran repensar esto, voy a explicarlo tal y como lo hago en clase.

Cuando observamos un fenómeno causal, del tipo que digamos  «El fenónomeno A es causa de B», lo único que realmente percibimos es:

a) Una contigüidad entre el fenómeno causa y el efecto: A y B siempre se dan juntos en el tiempo, no separados por una distancia temporal considerable. Ej.: nada más encender el fuego sale humo.

b) Una prioridad de la causa sobre el efecto: percibimos que A siempre va antes que B. Ej.: el fuego va antes que el humo.

c) Una unión constante entre la causa y el efecto: siempre que percibo A percibo B. Ej.: siempre que percibo fuego hay humo.

La clave está en lo siguiente: unión constante no quiere decir conexión necesaria. Nuestro entendimiento tiende a crear expectativas de futuro cuando ve dos fenómenos que se dan parejos en el tiempo. Si cada vez que he visto fuego he visto salir humo, tiendo a pensar que, en un futuro, cada vez que vea fuego, veré humo. Sí, pero el único fundamento de tal expectativa sólo reside en la costumbre: como hasta ahora ha pasado esto, pienso que en un futuro pasará lo mismo… ¡pero ese es mi único fundamento! La costumbre nunca puede expresar necesidad lógica: que algo haya pasado así hasta ahora, no quiere decir que vaya a pasar así siempre.

Bertrand Russell expresaba muy bien esta crítica en su cuento del pavo inductivo: supongamos que tenemos un pavo muy inteligente que vive en una granja. Es muy curioso y quiere entender cómo funciona su mundo. Apunta cuidadosamente las cosas que le suceden todos los días e infiere leyes por inducción. Así, comprueba que todos los días el granjero le echa comida a las 9, de lo que infiere inductivamente que «Todos los días como a las 9″. El pavo cree en sus leyes y las eleva al rango de ciencia. Así vive tranquilo en su ordenado y estable mundo. Sin embargo, la víspera de Navidad, el granjero no vino ni con la comida ni con el agua, sino con un hacha. Las leyes inductivas de nuestro desdichado pavo jamás hubieran podido  predecir algo así.

Conclusión: nuestras leyes científicas están basadas en el principio de causalidad por lo que, como hemos visto, no podemos decir que se cumpliran de modo necesario en el futuro. Pudiera ser que mañana cambiara el orden del Cosmos y las cosas cambiaran radicalmente. ¿Y si mañana dejara de funcionar la ley de la gravedad? Sería un serio problema, pero no podemos decir con necesidad lógica que no pudiera ocurrir.