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Cadit Quaestio

Publicado: 24 junio 2016 en Filosofía general
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Una de las tesis principales defendidas por el positivismo lógico del siglo pasado fue la de entender que gran parte de los problemas tradicionalmente filosóficos (si no todos, depende de lo purista que se fuera) eran pseudoproblemas, falsos misterios ocasionados por un mal uso del lenguaje, ya sea a nivel lógico o semántico. La misión de la filosofía sería detectivesca: descubrir la falsedad del asunto para luego, o a la vez, eliminar el problema.

Creo que es una buena idea ya que coincido en que muchos problemas y, en consecuencia, las teorías que intentan resolverlos, son efectivamente pseudoproblemas, en el mejor de los casos fruto de cierta ingenuidad, en el peor, fruto de pura y dura charlatanería. Sin embargo, en muchas otras ocasiones lo que ocurre no es que el problema en sí sea un pseudoproblema, sino que, sencillamente, lo falso es la solución. Creo que los positivistas desvelaron ciertas teorías falsas (o como mínimo, faltas de sentido) pero no llegaron a eliminar totalmente los problemas (en algunos casos ni siquiera rozaron su superficie). Quizá la metafísica occidental es, en gran parte, absurda, pero no creo que por ello podamos tirar a la basura todas y cada una de sus preguntas fundamentales. Por ejemplo, yo tengo bastante claro que el problema de la vida después de la muerte es un neto pseudoproblema en el que no hay misterio que resolver. Sin embargo, con respecto al sentido del ser o de la existencia en general no lo tengo tan claro.

Vamos a ver el ejemplo de Adolf Grünbaum, interesante filósofo de la ciencia con posturas clásicamente antimetafísicas. Según nos cuenta Jim Holt en ¿Por qué existe el mundo?, a Grünbaum no le parece nada enigmático el sentido de la existencia, ya que no ve ningún misterio allí ¿Qué le lleva a pensar eso? Veamos su razonamiento.

La pregunta crucial de la metafísica acerca del sentido del ser o de la existencia suele enunciarse canónicamente así:

¿Por qué el ser y no más bien la nada?

Como cualquier cuestión, su mera formulación lleva ya implícitos una serie de presupuestos. Ésta en concreto presupone que el estado natural del universo es la nada, la opción ontológica por defecto, siendo el ser una desviación de la nada, una anomalía que, en cuanto a tal, requiere explicación. Pero, ¿por qué es así? Según Grünbaum esto es un prejuicio sin justificación que viene de la idea cristiana de la creación ex-nihilo: primero estaba la nada y luego Dios crea el Universo. Además, hasta la llegada del deísmo, Dios no solo había creado el mundo de una nada previa, sino que lo mantenía en la existencia. Era una creencia común de la teología cristiana llevar la función divina un paso más y afirmar que sin Dios el mundo se desplomaría en la nada. Parecía como si la existencia fuera tremendamente frágil y requiriera un continuo mantenimiento.  Sin embargo la nada puede subsistir en completa soledad sin sufrir desgaste alguno. Grünbaum llama a esto el «axioma de la dependencia».

Es más, si analizamos el asunto empíricamente, vemos que lo normal, lo apabullantemete habitual, es la existencia de unas u otras cosas. Entonces, la respuesta a la pregunta por qué el ser y no más bien la nada se responde trivialmente: es que el ser es lo más normal del mundo. Lo que no hemos observado por ningún lado es la nada, por lo que lo que realmente es una rareza, una anomalía, es la misma nada, no el ser. La cuestión realmente interesante y plena de sentido sería: ¿Por qué la nada y no más bien el ser? Pero como el caso es que no se da la nada (es más, tenemos serios problemas para establecer siquiera su posibilidad lógica), no hay pregunta válida. Como concluían los latinos medievales, cadit quaestio, la pregunta cae.

Pero, ¿ya está? ¿asunto zanjado? No sé a vosotros pero a mí me queda la sensación de que no se ha eliminado por completo el problema.  En los soberbios Diálogos sobre religión natural, Hume habla a través de su personaje Cleantes, dando una serie de argumentos a favor de la infinitud temporal del universo.   Dice así: el principio de razón suficiente nos enuncia que todo tiene que tener una causa. Si el universo hubiera surgido de la nada no tendría una causa por lo que violaríamos dicho principio. Si Dios hubiese sido la causa del universo, cabría preguntarse la causa de Dios. Si Dios no tiene causa o decimos que es causa de sí mismo, igualmente violamos el principio. Si, por el contrario, postulamos la infinitud del universo, tendremos siempre causas (infinitas) antecediendo a todo efecto, por lo que no dañamos el principio de razón suficiente. Además, si pensamos, como Aristóteles, que toda explicación es explicación causal, en un universo infinito, al estar contenidas todas las causas, estarán todas las explicaciones posibles. Un universo infinito contiene en sí mismo toda su explicación y no habría que buscar nada fuera de él, sería teóricamente autocontenido. Entonces, en la misma línea de Grünbaum, no habría misterio alguno en la existencia del universo. Cadit quaestio. 

Podemos objetar: vale, cada hecho del universo se explica mediante la causa anterior, perfecto; pero la cadena causal infinita al completo, ¿qué la causó? Cleantes vuelve a la estrategia de la disolución partiendo del empirismo radical propio de Hume: no tenemos experiencia del mundo como totalidad (solo percibimos hechos concretos), por lo que buscar la causa de algo que no sabemos si existe o no es dar un salto metafísico imperdonable. Dicho de otro modo: una cadena de elementos, una serie en su conjunto, no es nada más que los propios elementos que la componen. Una vez explicado cada elemento particular, no es razonable exigir una explicación de todo el conjunto.

 Sin embargo, para los que no somos tan sumamente antimetafísicos como el tenaz escocés, sí nos parece pleno de sentido preguntarnos acerca de la causa del mundo como totalidad, principalmente, porque aunque no tengamos una experiencia directa (una imagen o impresión mental) de la totalidad del universo, sí que parece bastante razonable (de puro sentido común) deducir su existencia. Nadie ha visto China en su totalidad ni puede tener una imagen mental total de China (¿cómo sería algo así?) pero sabemos con cierta certeza que existe, ¿no? Al contrario que piensa Hume, una vez explicado cada elemento particular, es razonable exigir una explicación de todo el conjunto. Pensemos en que tenemos un automóvil y explicamos la función de cada una de sus piezas. Cabría después explicar para qué hemos fabricado el coche o cómo funciona en cuanto a totalidad.

Lo sentimos pero no me terminan de convencer. Sí creo que hay pregunta y sí creo que hay misterio, y no es porque tenga prejuicios propiciados por mi educación religiosa.

 

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Escribí hace tiempo sobre la problemática filosófica en torno a la causalidad. Hoy quiero profundizar un poquito más. Voy a autocitarme para empezar a partir del ejemplo que puse en aquella ocasión.

El martes por la noche me preparo un té respetando escrupulosamente la nimia cantidad de calorías diarias que el régimen permite. Como tengo la nariz taponada no me doy cuenta que, cuando retiro la tetera, me dejo el gas encendido. Abro mi libro mientras me siento cómodamente en el sofá. Estoy leyendo la interesantísima última encíclica de Benedicto XVI: Caritas in Veritate. Leer algo tan magnífico me provoca un mono terrible y, como mi fuerza de voluntad es muy débil, claudico y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero prende el gas y mi casa salta por los aires. Mi triste final me pilló leyendo una encíclica… quizá esto haga que San Pedro me deje entrar en el cielo.

¿Cuál fue la causa de la explosión? La respuesta más habitual sería apelar al gas y al cigarro encendido. Pero si pensamos un poquito más encontramos múltiples causas: si yo no hubiera tenido alergia habría podido oler el gas y quizá lo habría apagado a tiempo, por lo que la alergia también sería una causa; si yo hubiera conseguido dejar de fumar no habría encendido el pitillo, así que mi débil fuerza de voluntad también sería causa; si no estuviera dieta no me hubiera hecho un té y quizá habría comido un helado y no hubiera encendido el gas; y si no me gustara leer, en vez de sentarme en el sofá y encenderme un cigarro, quizá hubiera salido a dar una vuelta por el parque y nada de este trágico suceso habría ocurrido. Es más, rizando el rizo, podríamos decir que la causa es que el Papa hubiera escrito la encíclica, ya que si no lo hubiera hecho, quizá no me habría puesto a leer y no habría encendido el cigarro… ¡Ratzinger es el culpable de mi muerte! ¡Lo sabía!

El problema que planteaba era la dificultad decidir la causa que realmente había determinado el suceso o, en el fondo, la dificultad de definir correctamente la causalidad. En el resto del artículo critiqué la concepción de Hume, y expuse las teorías convencionalista y realista del tema. Al final, como en muchas ocasiones ya que soy un filósofo, dejé el asunto abierto. Aquí hoy voy a ser bueno y voy a dar una respuesta. Enumeremos de nuevo las propuestas:

  1. La concepción de Hume. El filósofo de Edimburgo entendía que decíamos que algo era causa de un efecto porque encontrábamos una proximidad temporal entre la causa el efecto, una prioridad temporal de la causa sobre el efecto y una unión constante. Sin embargo, tenemos excepciones para las tres condiciones: no tiene por qué haber proximidad temporal (causa y efecto pueden darse lejos en el tiempo), la causa no tiene por qué ir siempre antes que el efecto (puede ir a la vez o incluso después en los fenómenos de retrocausalidad) y la unión no tiene por qué ser constante (si encontramos un fenómeno que solo se da una vez en la historia del universo, no habría tal unión perpetua).
  2. La concepción convencionalista. Decidimos la causa a partir de un acuerdo o convención determinada por cada comunidad lingüística concreta. Si bien es cierto que hay algo de esto, la respuesta no es del todo concluyente porque resulta incompleta. Las convenciones lingüísticas no surgen de la nada, no están “flotando en el vacío” sin que nada las determine. Habrá causas de tales convenciones y, si no queremos caer en el relativismo lingüístico, tendremos que entender, al menos, por qué nuestra comunidad lingüística en concreto ha acordado definir causalidad de un determinado modo y no de otro. Lo haremos a continuación.
  3. La concepción realista. Decidimos la causa a partir de algo real que se transmite de la causa al efecto. Dada la física moderna, cuando se da un fenómeno causal se transmite energía y/o momentum. Desde una perspectiva puramente fisicalista de la realidad, como toda la naturaleza se reduce a materia y leyes físicas, esta definición sería muy adecuada. Sin embargo, ya sabéis que no soy muy amigo de los reduccionismos. Como dije en el artículo anterior si yo digo “Mi regalo causó mucha alegría a Laura”, explicar ese suceso desde la transmisión de energía parecería bastante incompleto e, incluso, algo absurdo.

Vamos ahora a ver otras dos nuevas concepciones de la causalidad. La última será la que defiende este humilde escritor:

  1. La concepción extra-ordinaria. Decidimos la causa cuando ésta nos parece sorprendente, es decir, cuando rompe el orden tradicional de los hechos, cuando encontramos un suceso anormal. Si pasa algo extraño, no previsto, decimos que es la causa. Así, no prestamos atención alguna a hechos tan cotidianos como que salga el sol todos los días, pero no pararemos de hablar de un terremoto sucedido en nuestra localidad. Esta explicación es bastante floja. Solo explicaría el acontecimiento psicológico de prestar mucha más atención a lo extraordinario que a lo ordinario. Sin embargo, si yo enciendo la lámpara de mi cuarto, tal y como hago cotidianamente todas las noches, diré igualmente que la luz se ha encendido porque yo he apretado el interruptor. Que una causa sea totalmente ordinaria y nada sorprendente, no quita que no sea una causa.
  2. La concepción pragmática. Solemos decidir que la causa de un fenómeno es aquella sobre la que tenemos algún tipo de control. Si pensamos en el ejemplo de la explosión del gas, nos parece que la causa primordial es que yo encendiera el cigarro ¿Por qué? Porque encender el cigarro es algo muy fácilmente controlable: yo podía haberlo encendido o no con el simple movimiento de apretar el botón del mechero. También sería una causa bastante válida decir que me dejé el gas abierto, ya que, igualmente, este olvido solo responde a abrir o cerrar la manilla del gas. Las demás causas como la presencia de oxígeno en la atmósfera, mi alergia, mi adicción al tabaco, mi dieta o mi gusto por el té son factores más imprecisos y menos controlables. Nunca solemos decir que un incendio se produce porque hay oxígeno en la atmósfera o porque las condiciones de temperatura y presión de la Tierra posibilitan la combustión. Son aspectos sobre los que no tenemos nada de control.

Evolucionamos para adaptarnos al medio y, por lo tanto, para percibir y comprender únicamente los fenómenos que podemos controlar. Sería un derroche de recursos que la evolución nos permitiera conocer perfectamente aspectos de la naturaleza con los que no podemos interactuar de ninguna manera. Así comprobamos como un científico, o mejor un ingeniero, expertos donde los hubiera en control de la realidad, nos pueden dar explicaciones causalmente mucho más ricas que las que podemos ofrecer las personas ordinarias. Cuando el motor de nuestro coche se avería, el mecánico nos puede dar una potente y precisa explicación causal: debido a que el circuito de refrigeración estaba sucio, el líquido refrigerante no llegó en suficiente cantidad al motor. La temperatura del cilindro ascendió muchísimo con lo que el pistón terminó por derretirse y soldarse con las paredes internas del cilindro. En cristiano, el coche ha gripado. Te va a costar una pasta.

Sería muy extraño que el mecánico te dijera que la causa está en que el etilenglicol (el componente fundamental del líquido de refrigeración) es un alcohol compuesto de hidrógeno y oxígeno, que son dos de los componentes más abundantes en el universo (sobre todo el primero). Si fueran más escasos, nuestro universo no existiría tal y como lo conocemos, por lo que jamás hubiésemos existido y nunca habríamos averiado nuestro coche. Esta explicación no sería causalmente muy válida ya que no tenemos control de ningún tipo sobre la presencia de elementos químicos del universo. El mecánico no puede hacer nada para arreglar nuestro coche a partir de esta explicación.

Entender bien la causalidad es mucho más importante de lo que, a priori, pudiese parecer. No se trata solo de una inútil cuestión filosófica. Es muy común ser muy malos a la hora de hacer atribuciones causales o, peor aún, jugar con su ambigüedad para engañar a un público. Por ejemplo, nos ahorraríamos mucho tiempo y dinero si nuestros políticos se ciñeran a explicaciones causales precisas y controlables al hablar de la realidad. Cuando para referirnos a las causas de la crisis hablamos de la codicia de los banqueros, del sistema capitalista, de la pérdida de valores morales de Occidente, de lo malvada o inepta que es la izquierda o la derecha política, no distamos mucho de la explicación absurda del mecánico con el etilenglicol. Si, por el contrario, hablásemos de causas precisas y controlables tendríamos el poder de modificar la realidad para solucionar nuestros problemas porque, precisamente, algo preciso y controlable es algo que se puede controlar con precisión.

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Ya expusimos en alguna que otra entrada que el ser humano prefiere tener una teoría, aunque sea falsa, a no tener ninguna. Esto produce que gran parte de las explicaciones con las que nos movemos en nuestra vida cotidiana suelan padecer una gran inflación narrativa respaldada por una, más que deficiente, pequeña cantidad de hechos. Un ejemplo que seguro que será familiar al lector: nuestro cuñado se va de viaje a Francia y cuando vuelve nos cuenta sus reflexiones. Realmente, solo ha estado cinco días en París, pero eso le es suficiente para tener una teoría antropológica completa sobre el pueblo francés. Nos cuenta una anécdota: en tal restaurante le sirvió un camarero con el uniforme sucio y los platos de la comida estaban, igualmente, manchados. Conclusión: los franceses son unos guarros. Obsérvese que de la experiencia ocurrida con un único francés (que ni siquiera demuestra que ese francés fuera un guarro. A todos se nos ha manchado la camisa alguna vez), se deduce que todos, los 66 millones de habitantes de Francia tienen problemas de higiene. Pero es que cuando uno vuelve de viaje, tiene que tener algo que contar. Sería extraño que alguien volviera de París y cuando, siguiendo el protocolo social, le preguntásemos qué tal ha ido el viaje (sin que, habitualmente, nos importe un bledo), no tuviese nada que contar. Hay que tener historias curiosas, divertidas, anécdotas graciosas… Si no las tenemos, no seremos interesantes y nuestro éxito social decaerá. Por eso nos da igual que lo que decimos no sea preciso, ni siquiera que, prácticamente, sea una sandez. Y es que tener un buen conocimiento sobre algo es difícil. Para saber con autoridad los usos y las costumbres del pueblo francés no bastan cinco días en París. Habría que pasar allí mucho tiempo, leer, informarse… hacer lo que los antropólogos llaman trabajo de campo, observación participante… Para sustentar la afirmación de que «todos los franceses son unos guarros» habría que hacer grandes encuestas y sondeos estadísticos para que el resultado sea significativo.  Es muchísimo más fácil sacar una afirmación general de un único dato anecdótico, si puede ser, divertido.

El libanés Nassim Nicholas Taleb hace un ameno recorrido por todos y cada uno de los sesgos cognitivos que nos hacen comprender mal, muy mal, la realidad. Desde lo que él denomina un empirismo escéptico que nos recuerda muchísimo a mi querido David Hume, no solo nos habla del exceso de narración que comentamos arriba, sino de prácticamente, todos los errores lógicos y no lógicos que cometemos constantemente, de los que ha hablado la tradición filosófica occidental: explicaciones «a toro pasado» que dan como totalmente deterministas hechos absolutamente impredecibles, errores de inducción, malos usos de informaciones incompletas, importancia excesiva de lo anecdótico y lo sensacional… Taleb se centra, sobre todo, en lo mal que comprendemos los fenómenos altamente improbables que suceden por doquier y lo ilustra con una infinidad de divertidos ejemplos sacados, en muchas ocasiones, de su experiencia como analista financiero. El Cisne Negro es un magnífico libro que podría considerarse como la Biblia del escepticismo de comienzos del XXI. Es, como lo fue la filosofía de Hume en su momento, una cura de humildad para tantos opinadores sabelotodo que tienen explicaciones certeras para todo cuanto sucede. Una invitación a atreverse a decir mucho más «no lo sé».

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Estos días, el magnífico Cuaderno de Cultura Científica está publicando varios artículos con la intención de clarificar el concepto de emergencia. Es un concepto importante porque de su aceptación o no, depende la renuncia al reduccionismo materialista o fisicalista. Si, realmente, existen propiedades emergentes en su sentido fuerte (propiedades que no pueden deducirse de ningún modo desde sus componentes básicos), el reduccionismo no tendría sentido alguno. Por el contrario, si no existen, todavía podría sostenerse el sueño materialista de poderlo explicar todo a partir de las partículas más elementales de la realidad.

Vamos a plantear el problema del siguiente modo. Una molécula de agua está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. El agua tiene una serie de propiedades: es líquida en condiciones de temperatura y presión normales, es una gran disolvente, tiene un elevado índice de tensión superficial, hierve a los 100º C al nivel del mar, posee una conductividad eléctrica baja, una elevada entalpía de vaporización, etc. El hidrógeno es muy diferente al agua: es un gas, es muy inflamable y es no soluble en agua, aunque también es incoloro e inodoro. Y el oxígeno es otro gas, también incoloro e inodoro, pero con un enorme poder oxidante, buen comburente, paramagnético (en su forma habitual de dioxígeno), etc. Ambos átomos que componen el agua comparten ciertas propiedades con ella, pero, en general, son bastante diferentes.

Entonces, la cuestión emergente para químicos es la siguiente: sin haber enlazado nunca dos átomos de hidrógeno con uno de oxígeno, ¿es posible deducir, solo a partir de las propiedades del hidrógeno y del oxígeno, todas las propiedades del agua?

1. Si la respuesta es que sí, el reduccionismo materialista estaría de enhorabuena, ya que sería posible deducir todas las propiedades del nivel de organización molecular a partir del nivel atómico (haciendo la suposición, claro está, que si podemos deducir las propiedades del agua a partir del oxígeno y del hidrógeno, podremos deducir todas las propiedades de cualquier otra molécula a partir de sus átomos, cosa que podría no darse).

2. Si la respuesta es que no, las consecuencias son muchas. En principio, el reduccionismo materialista no pasaría su primer y más sencillo examen. Si no podemos, ni siquiera explicar el nivel molecular a partir del nivel atómico, ¿cómo pretendemos explicar niveles de organización mucho más complejos como el biológico, el social o el cultural? También quedaría clara la existencia de propiedades emergentes, pero además, en un sentido muy, muy fuerte, tal que podríamos afirmar que toda unión molecular de dos o más átomos contraerá propiedades no deducibles de las propiedades de sus átomos componentes. O dicho con todas las letras: toda propiedad molecular es una propiedad emergente en su sentido fuerte.

Mis sospechas van en la dirección de que la respuesta 2 es la correcta. Aquí, sencillamente he aplicado la doctrina de Hume al problema de la emergencia. El filósofo escocés decía que una cuestión de hecho (una verdad empírica) es imposible de deducir a priori. En nuestro ejemplo, es imposible saber las propiedades físicas del agua únicamente a partir de las propiedades del hidrógeno y del oxígeno, sin hacer el experimento de enlazar ambos átomos, es decir, sin comprobarlo a posteori. Expresado de otra manera: de las propiedades de un efecto, es imposible deducir propiedades de la causa sin haber observado previamente, mediante la experiencia, la unión entre la causa y el efecto. Por lo tanto, para Hume, toda propiedad que se da de unir una causa y un efecto sería una propiedad emergente en su sentido fuerte. De hecho, la única razón que tendríamos, sencillamente, para decir que de enlazar oxígeno e hidrógeno, obtenemos agua, es la experiencia pasada: en ocasiones anteriores, al unir un átomo de oxígeno con dos de hidrógeno, obtenemos agua. Sin la experiencia pasada no podríamos ni siquiera saber que tal unión da agua.

Así que, amigos químicos, la cuestión está lanzada: ¿es posible deducir las propiedades del agua únicamente a partir de las propiedades del oxígeno y del hidrógeno?

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En línea con otra entrada que escribí, continuo leyendo en muchos lugares de Internet opiniones muy negativas sobre lo que significa la metafísica, sobre todo por parte de científicos o de defensores del conocimiento científico que critican diversos aspectos de las religiones. Parece que muchas veces se tiende a identificar metafísica o filosofía con religión o esoterismo y ya que religión se identifica con charlatanería, la metafísica no suele salir muy bien parada. Esta visión, si bien tiene algo de razón, es, en términos generales, bastante errónea.

Es cierto que la metafísica ha cometido errores y abusos de diversa índole (que ya comenzaron a denunciarse desde hace muchos años. Véase la crítica de Hume). Pongamos un ejemplo. El concepto de infinito (concepto metafísico tradicional) parece tener sentido únicamente si lo aplicamos a cantidades. Sabemos que los números naturales son infinitos y, gracias a las geniales demostraciones de Cantor, sabemos que hay infinitos más grandes que otros. Pero, ¿qué pasa cuando aplicamos el concepto de infinito a entidades no matemáticas, es decir, a objetos reales? Nadie ha percibido nunca ningún objeto que tenga alguna de sus propiedades en cantidad infinita. A lo sumo podemos hablar de la posibilidad de que nuestro universo sea infinito o de que existan infinitos universos, pero no dejan de ser hipótesis muy arriesgadas con más o menos fundamento científico. Sin embargo, muchos metafísicos se han atrevido a postular infinitos referidos a cualidades. Es muy común oír hablar de los atributos de Dios en esos términos: Dios tiene infinito poder, sabiduría, bondad, etc. Con total evidencia hacer esto lleva a absurdos y a paradojas sin solución.

Pensemos en el concepto «estar casado». Según la teoría de universos múltiples si el tiempo es infinito y hay infinitas personas en los infinitos universos que son exactamente iguales a mí, yo puedo estar casado infinitas veces. Sin embargo, si aplicamos el concepto de infinito a la cualidad de «estar casado» llegamos al absurdo: una vez que estás casado, ¿lo estás mucho o poco? Es absurdo aplicar el concepto de infinito a la cualidad de «estar casado» como también lo es aplicarlo a «ser jugador del Real Madrid» o a «haber nacido en Cuenca».

Sin embargo, podría objetar el agudo metafísico, categorías como «estar casado» solo admiten todo o nada, pero existen otras que sí admiten muchas gradaciones. Por ejemplo, «ser guapo», uno puede serlo mucho o poco en muy diferentes grados, por lo que quizá cabría hablar de «belleza en grado infinito». No, porque todas las cualidades tienen un techo, tanto por arriba como por abajo. Cabría encontrar a la persona más guapa del mundo a partir de la cual ya no cabe ser más guapo o, por el contrario, la más fea. No, de nuevo diría el metafísico, siempre podríamos añadirle algo más de modo que fuera un poquito más guapo o un poquito más feo. Al feo siempre podríamos añadirle una verruga más, un diente algo más torcido o una oreja algo más asimétrica con respecto a la otra. No, querido metafísico, a pesar de tener mucho rango de acción, habría un límite a partir del cual ya solo se podría añadir cualidades en un grado infinitesimal cada vez más pequeño (el límite tendería a quedarse en una cantidad fija que no llegaría nunca al infinito). No hay ninguna cualidad que pueda existir en grado infinito. Por lo tanto, aplicar la infinitud a las cualidades de Dios es un absurdo, error clásico de la metafísica tradicional.

Hasta aquí vale, los científicos tienen razón en criticar estos absurdos metafísicos. Pero giremos ahora la tortilla para ver toda la metafísica que hay en la ciencia tradicional. Vamos a poner el ejemplo de la probabilidad. Como todos sabemos la probabilidad es una de las ramas más fértiles e interesantes de las matemáticas, un poderoso instrumento utilizado por los científicos en gran cantidad de sus quehaceres profesionales cotidianos. Ningún científico osaría decir que la probabilidad es charlatanería metafísica. Pensemos en el simple cálculo de la probabilidad de sacar un seis al tirar un dado de seis caras. Un sexto, ya está. Pues detrás de este sencillísimo cálculo hay una serie de presunciones metafísicas muy claras. Citaremos la más evidente: el concepto puramente metafísico de «azar». El matemático probabilista presupone la posibilidad de que el dado puede tener seis comportamientos diferentes cuando, realmente, jamás se ha observado eso. En nuestra vida nunca observamos las posibilidades, observamos únicamente los hechos, lo que ocurre (las posibilidades solo podemos imaginarlas). Afirmar que «podría haber ocurrido otra cosa diferente a lo que ha ocurrido» es un juicio inobservable, indemostrable e inverificable, impropio de un científico que presume de solo obedecer la observación empírica. ¿Y si el universo es esa gran maquinaria mecanicista en la que creían Laplace o Spinoza y, por lo tanto, se mueve según leyes deterministas de modo que solo puede ocurrir lo que ocurre? Es decir, nuestro matemático no solo presupone, contra la observación, que pueden darse diferentes posibilidades a un hecho dado sino que, además, presupone que el universo funciona de manera indeterminada (otro postulado metafísico no demostrable empíricamente).

La ciencia está infectada de metafísica de forma que no puede establecerse una frontera clara entre la una y la otra. Pero es que eso no es malo. Hay tanto «buena metafísica» como «mala metafísica» al igual que hay «buena ciencia» y «mala ciencia». Muchos científicos tienen el prejuicio de entender que la metafísica siempre es mala y que hay que huir de ella como de la peste, sin darse cuenta tanto de que eso es imposible como de que no es tan malo.

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Los intentos de una demostración que se precie de serlo sobre la existencia de Dios, desde Anselmo de Canterbury hasta Tomás de Aquino, han sido un fracaso. No hay ninguna prueba irrefutable de que Dios existe, es más, tampoco hay razones demasiado convincentes para defender a ultranza su existencia. Los teístas pueden contraargumentar que el ateo tampoco tiene una demostración ni razones poderosas para afirmar taxativamente que Dios no existe. También es cierto, pero no lo es menos que el que afirma algo es el que tiene la carga de la prueba. Supongamos que yo afirmo la existencia de duendes verdes de tres cabezas. Cuando alguien me dijera que no cree en mi afirmación, lo suyo es que yo aporte pruebas, no que obligue al no creyente a que demuestre la falsedad de mi aserto. Si esto no fuera así y dada la fecundidad imaginativa de la mente humana, nos pasaríamos toda la vida buscando pruebas en contra de cualquier afirmación por absurda que pareciera. No, la forma lógica de actuar es pensar que algo no existe simplemente porque no hay razones sólidas para pensar en su existencia. Yo no puedo estar todo el día afirmando que soy «a-duendes verdes», «a-duendes rosas», «a-duendes amarillos» y así hasta el infinito.

Sin embargo, a pesar de que esto parece suficiente para declararse ateo, hay que aceptar honestamente que  tampoco podemos demostrar ni aportar razones muy convincentes para afirmar rotundamente que Dios no existe. No sabemos si somos el experimento de una raza extraterrestre, si Dios pudiera ser algo parecido al Bosón de Higgs o si somos una simulación por computador y vivimos en Matrix.

Pero es que la búsqueda de una demostración de la existencia o inexistencia de Dios es algo muy extraño. Yo puedo probar la existencia de una regla matemática para resolver un tipo de problemas utilizando la deducción. El teorema de Pitágoras puede demostrarse, dando además una demostración absolutamente irrefutable para cualquier hijo de vecino. También podemos probar la existencia de objetos empíricos con la mera observación, pero si Dios ni es una regla matemática ni es un objeto observable del mundo…. ¿tiene sentido hablar de una demostración de su existencia? Dios parece, según los teístas, encontrarse en un plano distinto, diríamos «metafísico», en el cual no sé si tiene mucho sentido hablar de demostraciones. Si Dios no es algo físico y, menos aún, una entidad matemática, parece muy difícil establecer algún tipo de relación causal entre él y el mundo que supuestamente ha creado. Nos encontraríamos en el difícil problema de la relación entre substancias que Descartes no fue capaz de resolver: ¿cómo substancias espirituales interactúan con substancias materiales?

Por ejemplo, tenemos el problema de qué tipo de «acto» sería la creación del universo. Muchos creacionistas argumentan que cuando uno se encuentra con un objeto complejo en el mundo tal como puede ser un ser vivo cualquiera, habría que apelar a un creador pues, del mismo modo, si uno se encuentra un reloj en el suelo parece absurdo pensar en que nadie lo diseñó. Es el famoso argumento creacionista de William Paley. Sin entrar en que la evolución puede producir entidades complejas sin necesidad de diseños dirigidos, podemos objetar que parece igual de absurdo encontrarse un reloj y afirmar que ha sido creado de la nada ya que, por experiencia, siempre que observamos un objeto pensamos que ha sido creado a partir de materiales anteriores apelando al principio de conservación de la materia y la energía. Pensar en una creación ex-nihilo es algo que, de nuevo, ha de explicarse desde un plano metafísico si pretendemos que tenga sentido.

¿Cuál sería la postura más coherente entonces? El agnosticismo: no definirse en este aspecto, reconociendo que, dado lo que sabemos es prematuro decir nada o bien reconociendo la imposibilidad de llegar a saberlo nunca (ignoramus et ignorabimus). Yo opto por la primera opción: lo más honesto intelectualmente habiendo hecho un recorrido por la historia de la filosofía y de la ciencia es mantenerse agnóstico (lo que suele llamarse agnosticismo débil). Ignoro si en un futuro alguien descubrirá algo maravilloso o Dios se aparecerá en la puerta de mi casa para probarme su existencia, pero hasta que esto ocurra, cierro la boca.

Hay también que tener clara la diferencia entre teísta y creyente. Un teísta es alguien que cree en la existencia de Dios pero que no tiene por qué adscribirse a ninguna religión. Por el contrario, el creyente cree en alguna religión. El teísta puede ser creyente pero el creyente debe ser teísta. Aquí sí que nos definimos claramente como no creyentes: las grandes religiones son falsas en sus afirmaciones fundamentales o, como mínimo, son infundadas; fruto de tradiciones culturales antiguas llenas de mito, magia, superstición e incluso barbarie. A tres siglos de la Ilustración nadie debería creer en milagros ni resurrecciones. Muy diferente es defender el deísmo o ciertos tipos de religión natural. Pensadores ilustrados como Pierre Bayle, Thomas Woolston, John Locke, Thomas Paine, Rousseau o Voltaire mantuvieron ciertas formas de deísmo, criticando el dogmatismo de la religión cristiana y, en general, toda forma de divina providencia. Aunque el deísmo fue una tendencia predominante en la Ilustración también es cierto que tuvo muchos críticos (curiosamente Hume está entre ellos, también Berkeley, Joseph Butler o, cómo no, William Paley), la mayoría en la línea argumental de que la religión natural es insuficiente, siendo necesaria la revelación de Dios a los hombres. El agnosticismo, sin embargo, no ha sido nunca un movimiento filosófico organizado, teniendo un carácter minoritario y disperso. Quizá sus máximos representantes sean Thomas Henry Huxley, el carismático bulldog de Darwin o, en la edad contemporánea, Bertrand Russell, teniendo más adeptos fuera de la filosofía que dentro de ella.

El agnóstico no se encuentra en su vida en un punto intermedio entre el teísta y el ateo sino más cerca del ateo. Ya que el agnóstico no se pronuncia sobre la existencia de Dios, vive como si Dios no existiera, es decir, como un ateo. A nivel práctico, el agnosticismo es un criptoateísmo o un ateísmo práctico. Si no sé si Zeus puede castigarme o no por no hacer libaciones en su honor parece bastante absurdo que viva temiendo su ira. Siguiendo al genial Epicuro, si no sabemos nada de los dioses vivamos sin tenerles miedo.

Vivir como si Dios no existiera tampoco nos lleva a la inmoralidad o a una ética ligera y despreocupada como suelen acusarnos lo creyentes. Hay diversas éticas que pueden fundamentarse sin que tenga que existir un Dios detrás que las justifique. Ni mucho menos tiene razón Dostoievski en su célebre sentencia: «Si Dios no existe todo está permitido». Una vida en la que sus consignas sean la bondad, la generosidad, la preocupación por los demás o la búsqueda del bien común no tiene por qué estar respaldada por un Dios que lo ordene o que lo justifique. Podemos defender el humanismo laico que está hoy en día tan de moda, pero no solo ese. La historia del pensamiento nos da múltiples posturas éticas que no necesitan fuerzas divinas: emotivismo, utilitarismo, existencialismo, hedonismo… Hay miles de autores con propuestas éticas muy interesantes y que nadie tacharía de abominaciones morales.

Marvin Minsky en Máquinas inteligentes:

En particular, todos compartimos la noción de que dentro de cada persona se esconde otra persona, que llamamos el «yo», y que piensa y siente por nosotros: toma nuestras decisiones y hace planes que después aprueba o rechaza. Esto se parece mucho a lo que Daniel Dennett llama el Teatro Cartesiano – la quimera universal de que en alguna parte en lo profundo de la mente hay un lugar especial donde todos los sucesos mentales convergen finalmente para ser experimentados -. En este sentido, el resto de nuestro cerebro – todos los mecanismos del lenguaje, el control motriz – son meros accesorios que el «yo» encuentra convenientes para sus propósitos ocultos.

David Hume lo dijo ya hace algunos siglos. No hay ninguna evidencia a favor de un «lugar» donde todas nuestras experiencias se encuentren «unificadas». Cuando estoy hablando con alguien ocurren varios procesos: por un lado veo una imagen (la cara de mi interlocutor) y, por el otro, escucho unos sonidos (su voz), luego proceso todo eso mediante un montón de sistemas cerebrales: traducir e interpretar los sonidos en unidades con significado dentro de un entorno social muy específico, comprender las señales faciales o gestuales que nos envía, elaborar una respuesta lingüística, mover los músculos necesarios para mantener mi postura corporal y ejecutar sonidos articulados, etc. . Toda esta complejísima miríada de procesos ocurren a la vez pero, ¿quién me dice que hay una «entidad mental», un «espacio» en el que todo esto ocurre a la vez de forma que un nuevo espectador percibe todo y actúa unitariamente?

Esta es una idea obviamente absurda, porque no explica nada. Entonces, ¿por qué es tan popular? Respuesta: ¡precisamente porque no explica nada! Eso es lo que la hace ser tan útil para la vida diaria. Uno puede dejar de preguntarse por qué hace lo que hace y por qué siente lo que siente. Por arte de magia, nos exime de la responsabilidad y el deseo de comprender cómo tomamos nuestras decisiones. Uno simplemente dice «yo decido» y transfiere toda la responsabilidad a su imaginario ego interno.

El «yo» parece la última respuesta, la causa última que «explica» todas nuestras decisiones y creencias, la base de mi libertad, mi historia, mi auténtica esencia. Pero, ¿qué podemos explicar a través de esa instancia? ¿Hacia dónde podemos seguir pensando contando con ella? Cuando en un juicio le preguntan al presunto culpable por qué ha cometido el crimen, si el dice «porque yo lo quise, fue mi decisión», bastará para declararlo culpable sin más pesquisas. El concepto de «yo» es una vía muerta de investigación.

Presumiblemente, cada persona adquiere esta idea en la infancia, a partir de la maravillosa percepción de que uno mismo es otra persona, muy semejante a las que ve a su alrededor. Lo positivo de esta percepción es que profundamente útil cuando se trata de predecir lo que uno, uno mismo, va a hacer, a partir de la experiencia de los otros.

Efectivamente, si decimos que el «yo» es una ilusión hay que explicar el por qué de esa ilusión, qué función podría desempeñar. Y aquí la tenemos: función predictiva de la conducta de los otros. Si yo creo que dentro de mí hay otra persona (ese homúnculo de Dennett) que se comporta como cualquier otra, puedo predecir el comportamiento de los otros observando esa persona dentro de mí. Ya hablamos de eso aquí: la autoconsciencia podría ser nada más que inventar «otro yo» para saber que harán los otros.

El problema es que el concepto del yo individual se convierte en un obstáculo para el desarrollo de ideas más profundas cuando verdaderamente se necesitan mejores explicaciones. Entonces, cuando fallan nuestros modelos internos, nos vemos forzados a mirar a cualquier otra parte en busca de ayuda o consejo. Es entonces cuando acudimos a los padres, los amigos o los psicólogos, o recurrimos a algún libro de autoayuda, o caemos en las manos de esos tipos que pretenden poseer poderes psíquicos. Nos vemos formados a buscar fuera de nosotros, porque el mito del yo individual no da cuenta de lo que pasa cuando una persona experimenta conflictos, confusiones, sentimientos entremezclados – o lo que pasa cuando gozamos o sufrimos, cuando nos sentimos confiados o inseguros, o depresivos o eufóricos, o cuando algo nos repugna o nos atrae -. No nos da ninguna idea de por qué unas veces podemos resolver los problemas y otras tenemos dificultades para comprender las cosas. No explica la naturaleza de las relaciones intelectuales o emocionales, o ni siquiera establece la relación entre ambas categorías.

Causas y efectos

Publicado: 16 marzo 2012 en Filosofía de la ciencia
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Tengo una alergia terrible que mantiene mi nariz taponada y mi sentido del olfato inútil. También estoy dejando de fumar con poco éxito y estoy a dieta. Ah, y me gusta mucho leer. Un cocktail  peligroso, ¿qué no?

El martes por la noche me preparo un té respetando escrupulosamente la nimia cantidad de calorías diarias que el régimen permite. Como tengo la nariz taponada no me doy cuenta que, cuando retiro la tetera, me dejo el gas encendido. Abro mi libro mientras me siento cómodamente en el sofá. Estoy leyendo la interesantísima última encíclica de Benedicto XVI: Caritas in Veritate. Leer algo tan magnífico me provoca un mono terrible y, como mi fuerza de voluntad es muy débil, claudico y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero prende el gas y mi casa salta por los aires. Mi triste final me pilló leyendo una encíclica… quizá esto haga que San Pedro me deje entrar en el cielo.

¿Cuál fue la causa de la explosión? La respuesta más habitual sería apelar al gas y al cigarro encendido. Pero si pensamos un poquito más encontramos múltiples causas: si yo no hubiera tenido alergia habría podido oler el gas y quizá lo habría apagado a tiempo, por lo que la alergia también sería una causa; si yo hubiera conseguido dejar de fumar no habría encendido el pitillo, así que mi débil fuerza de voluntad también sería causa; si no estuviera dieta no me hubiera hecho un té y quizá habría comido un helado y no hubiera encendido el gas; y si no me gustara leer, en vez de sentarme en el sofá y encenderme un cigarro, quizá hubiera salido a dar una vuelta por el parque y nada de este trágico suceso habría ocurrido. Es más, rizando el rizo, podríamos decir que la causa es que el Papa hubiera escrito la encíclica, ya que si no lo hubiera hecho, quizá no me habría puesto a leer y no habría encendido el cigarro… ¡Ratzinger es el culpable de mi muerte! ¡Lo sabía!

Vaya lío, ¿cómo poner orden? Podemos pensar la causalidad en términos de necesidad y suficiencia. Podemos pensar que cada una de las causas que hemos expuesto son necesarias (sin ellas no se daría el efecto) pero no son suficientes (ninguna de ellas por sí sola podría causar el efecto). Si encontráramos una causa suficiente y necesaria esa sería la causa más poderosa y parecería lícito hablar de ella como de la auténtica causa. Pero aquí radica el problema: ¿existe alguna causa suficiente y necesaria? No, para cualquier efecto se dan un montón de causas necesarias pero insuficientes… El mundo parece una enorme red de relaciones causales en la que todas ellas conspiran para que se dé cada efecto. De algún modo que alguien mueva un dedo en Kinshasa puede ser causa de que mi casa salte por los aires. El problema se complica muchísimo: cualquier cosa que haya ocurrido con anterioridad en el tiempo podría ser causa de cualquier efecto presente… ¡Hay que concretar!

Hume entendió la causalidad en términos de proximidad espacio-temporal, prioridad y unión constante: algo era causa de un efecto si ocurría en un tiempo y un espacio cercanos al efecto, antes del efecto y solía darse constantemente junto a él. Demasiado simple: si mi mujer se acostó con otro hace cinco años en Brasil y yo me entero hoy y la dejo, la causa de la ruptura (la infidelidad) ocurrió en un tiempo y en un espacio lejanos (Brasil, hace cinco años). O pensemos en una bola de billar que cae sobre un cojín, deformándolo. La causa de la deformación es la bola cayendo, pero aquí, la causa no sucede antes del efecto, sino a la vez, ya que, además, la deformación del cojín es causa de que la bola desacelere su velocidad de caída (se da retrocausalidad, suceso que quizá ocurra en todo fenómeno causal, lo cual complica aún más, si cabe, el problema: la causa ocurre después del efecto… ¡El futuro interviene en el pasado!). Parece que la cercanía, lejanía o prioridad espacio-temporales no son propiedades claramente definitorias de la causalidad. O, y para desmontar la última característica de Hume, de cualquier fenómeno causal que sólo ocurriera una vez no podríamos decir que fuera realmente causal, ya que en él no habría unión constante (otra cuestión interesante: ¿es posible que exista un fenómeno tal que en su naturaleza esté sólo ocurrir una vez? ¿O todo lo que existe es esencialmente repetible?). Dicho de otro modo: correlación no implica causalidad.

Otra salida, muy popular hoy en día, es sostener que definir una causa de un acontecimiento es algo puramente convencional, un acuerdo entre los individuos en función de lo que la praxis lingüística indique en ese momento. Por ejemplo, en el hundimiento del Costa Concordia, teniendo una sociedad que busca ansiosa y obsesivamente culpables de cualquier desastre, la causa fue la negligencia y cobardía del capitán. Seguramente, en la sociedad europea del medioevo o en el Egipto faraónico, las causas hubieran sido de índole celestial. El contexto cultural define las reglas que rigen los distintos juegos del lenguaje, y definir la causa de un efecto no deja de ser otro juego reglamentado.

La visión opuesta, digamos «realista», diría que el vínculo que se da entre la causa y el efecto no es algo ficticio como pensaría Hume, sino que es real. Hay algo que se transmite de la causa al efecto pero, ¿qué es? Recurriendo a la física, energía y/o momentum. Vale, en un proceso puramente físico parece haber tal transferencia pero ¿qué pasa cuando digo que «mi regalo causó mucha alegría a Laura»? ¿Mi regalo «transmitió» energía a Laura? Ummmmm… de nuevo el problema del reduccionismo. ¿Podríamos reducir toda explicación causal a explicación física? Como siempre, la realidad parece resistirse mucho a ello.

Más información en la Enciclopedia de Stanford.

Seguimos con las trasnochadas lecturas de Hume:

«Por mi parte, cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo (myself), siempre tropiezo con alguna percepción particular, de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. En ningún momento puedo nunca cogerme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar nada excepto la percepción. Cuando desaparecen mis percepciones por algún tiempo, como cuando estoy profundamente, durante tal tiempo estoy insensible a mí mismo, y puede en verdad decirse que no existo»

Tratado sobre la naturaleza humana, libro I

La tradición hablaba del alma, de la mente humana como de aquello que permanecía en el cambio.  Desde que yo era un bebé, todas las moléculas de mi cuerpo han cambiado, sin embargo, yo tengo la idea de seguir siendo yo mismo desde entonces, ¿por qué? Porque mi yo es una substantia, algo que subyace por debajo de la realidad cambiante (una forma, una ousía). Además, mi yo es ese teatro cartesiano, ese lugar donde se dan todas mis ideas y percepciones, aquel «sitio» donde pienso, siento o creo. Mi yo es algo de naturaleza invariable, indivisible, idéntico a sí mismo, que «acompaña», que «está en el trasfondo de todo lo que ocurre en mi mente». Al ser inmutable e indivisible, es inmaterial (ya que todo lo material es extenso y nadie puede medir un pensamiento) por lo que su inmortalidad parece una consecuencia lógica de todo esto.

Que Hume ponga en duda la existencia del yo debido a que no tenemos ninguna impresión de él no es lo más interesante (a pesar de que de por sí dé mucho que hablar), sino su crítica a la yuxtaposición cartesiana entre res cogitans y res extensa, entre cuerpo y alma. Todo lo que consideramos dentro de nuestro mundo material se define por su extensión, por tener longitud, es decir, por ser divisible en partes. Sin embargo, nuestra mente no es extensa, no tiene ninguna cualidad espacial (¿alguien puede decir cuántos centímetros mide la soledad?). Para decir el lugar de cualquier objeto tenemos que tener un sistema de referencia (otro objeto) a partir del cual situar el primero. Así decimos que la taza está a la derecha del cazo. Sin embargo, cuando decimos que el ser humano es un compuesto de cuerpo y alma, estamos yuxtaponiendo dos cosas que, previamente, hemos definido como categorialmente diferentes. ¿Cómo va a estar la mente JUNTO al cuerpo?. Así prosigue Hume:

«Y esto es lo que evidentemente ocurre con todas nuestras percepciones y objetos, excepto los de la vista y el tacto. Una reflexión moral no puede estar situada a la derecha o a la izquierda de una pasión, ni puede un olor o un sonido tener figura circular o cuadrada»

El error de Descartes consistió en concebir la mente como algo SIMILAR al cuerpo, yuxtaponible a él, por lo que dotó a la mente con propiedades mecánicas (las propiedades del universo galileano recién nacido). Así, su res cogitans tenía que ser la causa eficiente de los movimientos del cuerpo. Sin fuerzas a distancia, necesitaba algo así como que el alma «empujara» al cuerpo para iniciar el movimiento.

Este grave error continúa afianzado con mucha fuerza en el memorandum colectivo (además de por Descartes, por el Cristianismo y su otro mundo prometido. Lo siento, tenía que decirlo) y hace que nos cueste mucho plantear teorías de la mente libres de sesgos dualistas o no causales (como la wittgensteiniana, de la que hablaremos en próximos posts… ¿no parece revolucionaria la idea de que nuestra mente NO SEA LA CAUSA de nuestros actos? Próximamente…).

Ver también El yo no es un comandante, es un farsante

Por todos es reconocido, dice el docto prelado, que la autoridad de la Sagrada Escritura o de la Tradición se funda tan sólo en el testimonio de los apóstoles, que fueron testigos presenciales de los milagros de nuestro Salvador, por los cuales probó su divina misión. Por tanto, nuestra evidencia de la verdad de la religión cristiana es aún menor que la evidencia de la verdad de nuestros sentidos […] Sería contradecir la experiencia, cuando la Sagrada Escritura, así como la Tradición en la que se supone que se funda, no tienen a su favor una evidencia como la de la experiencia sensible.

[…] Nada es tan oportuno como un argumento concluyente de esta clase, que, por lo menos, debe hacer callar al fanatismo y superstición más arrogantes y librarnos de sus impertinentes acechanzas.

[…] Pero es un milagro que un hombre muerto vuelva a la vida, pues esto no se ha observado en ningún país o época. Ha de haber, por tanto, una experiencia uniforme contra todo acontecimiento milagroso, pues de lo contrario, tal acontecimiento no merecería ese hombre. Y como una experiencia uniforme equivale a una prueba, aquí no hay una prueba directa y completa, derivada de la naturaleza del hecho, en contra de la existencia de cualquier milagro; n puede destruirse aquella prueba, ni el milagro puede hacerse creíble, sino por una prueba contraria que sea superior.

La simple consecuencia es (y trátase de una máxima general digna de nuestra atención) «que ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta establecer; e incluso en este caso hay una destrucción mutua de argumentos, y el superior sólo nos da una seguridad adecuada al grado de fuerza que queda después de deducir el inferior»

[…] Pues, en primer lugar, no se puede encontrar en toda la historia ningún milagro atestiguado por un número suficiente de hombres de tan incuestionable buen sentido, educación y conocimientos como para salvarnos de cualquier equivocación a su respecto; de una integridad tan indudable como para considerarlos allende de toda sospecha de pretender engañar a otros; de crédito y reputación tales entre la humanidad como para tener mucho que perder en el caso de ser cogidos en una falsedad, y, al mismo tiempo, afirmando hechos realzados tan públicamente y en una parte tan conocida del mundo como para hacer inevitable el descubrimiento de su falsedad. Todas esas circunstancias son necesarias para darnos una seguridad total en el testimonio de los hombres.

[…] En conjunto, entonces, parece que ningún testimonio de un milagro ha venido a ser una probabilidad, mucho menos que una prueba y que, incluso suponiendo que equivaliera a una demostración, se opondría a otra demostración, derivada de la misma naturaleza del hecho de queremos establecer. Sólo la experiencia confiere autoridad al testimonio humano y es la misma experiencia la que nos asegura de las leyes de la naturaleza. […] ningún testimonio humano puede tener tanta fuerza como para demostrar un milagro y convertirlo en fundamento justo de cualquier sistema de religión.

David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano. Sección 10