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Durante muchos siglos, la forma de entender la vida biológica ha ido de la mano de lo que se ha denominado vitalismo. Dibujándolo a brocha gorda, consistiría en afirmar que hay un principio, fuerza, energía, o incluso fluido, que, cuando se “insufla” en la materia inerte produce la vida. Está muy emparentado con el animismo, que diría que los seres vivos poseen anima, un principio que los anima, es decir, que los mueve. Aristóteles pensaba que los seres vivos contenían internamente su causa eficiente, a diferencia de los seres artificiales, a los que había que mover “desde fuera”, es decir, que su causa eficiente les es externa. Este principio no podría explicarse desde la materia o sus características, por lo que el vitalismo es pretendidamente antimaterialista o, en el mejor de los casos, no-materialista. Además, encajaba muy bien con la perspectiva religiosa: cuando mueres, esa anima o alma, abandona tu cuerpo material (que es lo único que muere) y se va derechita al paraíso.

Es muy curioso como el vitalismo ha continuado existiendo en la mente de muchos intelectuales a pesar que, en biología, ha sido desterrado como una teoría falsa desde hace mucho. En 1828 Friedrich Whöler obtuvo urea (un componente químico propiamente orgánico que podemos encontrar en nuestra orina) de cianato de amonio (una sustancia típicamente inorgánica). Con esto Whöler demostró que la sustancia de la que se compone los seres mismos es exactamente igual que la que componen los seres inertes. No hay ningún extraño elemento químico, ni ninguna fuerza ni energía diferente que exista dentro de los seres vivos. La física y la química son iguales para todos (no hay nada más democrático).

Y si los descubrimientos de Whöler dejaban todavía algún resquicio para la duda (el cianato de amonio se obtenía de la fermentación de plantas, por lo que todavía podría argumentarse que no era una sustancia plenamente inorgánica), unos años más tarde (1845), Hermann Kolbe, a partir de disulfuro de carbono y cloro (Dos sustancias estrictamente inorgánicas), obtuvo ácido acético (que se encuentra en el vinagre de toda la vida).Y por si quedaba alguna duda, durante la década de 1850, el francés Pierre Eugène Berthelot sintetizó docenas de compuestos como el alcohol etílico, el ácido fórmico, el metano, el acetileno o el benceno. Desde mediados del siglo XIX, no hay lugar para el vitalismo en ciencia.

De hecho, hoy en día la mal llamada química orgánica, expresión acuñada desde la perspectiva vitalista de Jöns Jacob Berzelius (maestro contra el que se rebeló Whöler) para diferenciar una química para lo vivo y otra para lo inerte, se encarga de estudiar, no solo los compuestos que forman a los seres vivos, sino otros como el petróleo y sus derivados como, por ejemplo, el polietileno del que están hechos gran parte de los envases de los productos que consumimos a diario. Sí, la química del carbono que regula el funcionamiento de nuestro organismo es la misma que rige las propiedades de las botellas de plástico.

Sin embargo, cierto sector (bastante importante) del mundo intelectual siguió trabajando, haciendo caso omiso a los descubrimientos científicos, y el vitalismo siguió campando a sus anchas. Tenemos a Schopenhauer, hablando de una voluntad de vivir propia de todos los seres vivos, recogida por su discípulo Friedrich Nietzsche en su voluntad de poder y, de nuevo, repescada por nuestro filósofo patrio por excelencia, Don José Ortega y Gasset y sus muchos discípulos. En 1927 le dieron el premio Nobel de Literatura (menos mal que no fue el de medicina) al filósofo francés Henri Bergson, quien seguía manteniendo la presencia de lo que él llamaba élan vital, una fuerza o energía creadora, motor del proceso evolutivo… ¡82 años después de Kolbe y dando premios Nobel a vitalistas!

Pero la cosa no queda aquí. Todavía es muy común leer a intelectuales influenciados por el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien, a parte de sus muchas aportaciones positivas a la psicología, defendía la presencia de una especie de energía pulsional, igualmente no encontrada por experimento alguno. Y más grave que Freud es la famosa figura de Wilhelm Reich, discípulo del vienés, nos hablaba del orgón, una energía cuya liberación más manifiesta está en el orgasmo (de ahí su nombre, mezcla de orgasmo y organismo). A pesar de que Reich murió encarcelado por la venta de equipos médicos fraudulentos, hoy en día tiene incluso una fundación: el American College of Orgonomy. Alucinante.

Lamentablemente, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, tan de moda en la actualidad en ciertos círculos universitarios y políticos, se considera influenciado por Freud, Reich o Lacan (este tercero también tiene telita). Una pena fruto quizá de la triste separación entre ciencias y letras. Si los humanistas contemporáneos estuvieran versados en algo de biología o química, prácticamente, básicas, otros gallos cantarían.

Un escándalo, pero no me queda del todo claro: ¿acaso no existe el instinto de supervivencia o el deseo sexual como fuerzas, o energías, motivadoras de nuestra conducta? Sí que existen pero no como causas motrices. El deseo de hacer o conseguir algo en general no es más que una sensación: yo siento que deseo. Esa sensación activa (o como mínimo informa) un montón de subprocesos que se ponen en marcha para que, realmente, nuestro organismo consiga el objeto de deseo. Esa sensación activadora o informadora no es ninguna fuerza o energía, no es nada que empuje ni mueva absolutamente nada. A nivel físico no existe ninguna correlación entre el deseo y tal fuerza o energía vital, sencillamente porque no existe. El único correlato material de la sensación de deseo es actividad neuronal.

Un ejemplo: deseo beber agua. En mi mente aparece la sensación de sed, por lo que mi brazo se mueve para coger un vaso de agua ¿Qué fuerza o energía se pone aquí en juego? La única fuerza significativa será la que produzca la contracción de las fibras musculares de mi brazo, no hay otra. Ningún élan vital bergsoniano ni ningún conatus spinozista empujarán desde ningún lado. Por favor, dejemos de hablar de alquimia de una vez por todas.

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Antes de nada, tenemos tres posturas sobre el origen evolutivo de la mente:

  1. La mente como fruto de la evolución constituye una adaptación al medio. Grave problema: podemos explicar nuestro conocimiento y forma de actuar ordinarias, pero nos sería muy difícil explicar el conocimiento avanzado (el científico) ¿Descubrir las ondas gravitacionales es algo que va a aumentar claramente la eficacia biológica de sus investigadores? Tener un gran conocimiento del mundo a escala mesoscópica parece una gran adaptación pero, ¿para qué a escala cósmica o microscópica? En fin, que si parece que es más fácil y económico conseguir el éxito reproductivo en una discoteca que en un acelerador de partículas… ¿para qué un acelerador de partículas?
  2. La mente es un efecto colateral o epifenómeno de otras adaptaciones al medio. Problema: parece que gran parte de las habilidades cognitivas de un sujeto sí que son adaptaciones… ¿no sería un tanto extraño que la evolución hubiera premiado tanto tener un cerebro tan grande si no tuviera utilidad adaptativa alguna?
  3. La mente es algo bastante complejo y chapucero (realmente son muchas cosas) por lo que contendrá adaptaciones y efectos colaterales de esas adaptaciones y de otras que no tendrán nada que ver con la mente. Problema: es muy difícil diferenciar qué es una adaptación, qué lo fue y ya no lo es, qué lo fue pero ahora lo sigue siendo aunque para otra cosa, etc, etc. No obstante, es el camino a seguir. Ingeniería inversa, historia biológica y adelante.

Aceptando 3, llegamos a tres nuevas posturas con respecto al conocimiento:

  1. Realismo: La mente como fruto de la evolución nos proporciona un conocimiento, cómo mínimo, lo suficientemente válido para que hayamos podido sobrevivir. El argumento clásico a favor es decir que si no conociéramos correctamente el mundo no hubiéramos sobrevivido como especie. Parece evidente que si confundes un depredador con una presa, poco durarás en la lucha por la supervivencia. Además, habría cierta evidencia empírica a favor, a saber, comprobar que, en general, tanto nuestros sistemas perceptivos como de toma de decisiones (tanto a nivel consciente como inconsciente) suelen acertar. A pesar de cometer errores, solemos movernos bastante bien en nuestro entorno. Problema: realmente, para sobrevivir, no hace falta tener una información ni completa ni siquiera fidedigna de la realidad (ahora veremos en qué sentido), tan solo la que sea útil para sobrevivir.
  2. Ficcionalismo: La mente como fruto de la evolución nos proporciona un conocimiento fundamentalmente falso acerca de la realidad porque, en general, la mentira es más rentable que la verdad.  Por ejemplo, suele argüirse que las religiones o los patriotismos nacionalistas son teorías falsas que sirven muy bien para cohesionar un grupo y, en consecuencia, mejorar las posibilidades de supervivencia de sus miembros. Problema: la evidencia parece ir al lado contrario: a pesar de que la mentira pudiese ser rentable en casos puntuales, más rentable será la verdad.  No obstante, entendiendo el ficcionalismo tal y como lo entiende Nietzsche, en el sentido de que el conocimiento no es verdadero ni falso, sino como algo diferente, un instrumento al servicio de la vida, es decir, una especie de ficción útil, la cosa no va tan desencaminada y nos lleva a una tercera opción…
  3. Pragmatismo: La mente como fruto de la evolución nos proporciona un conocimiento, únicamente, útil para sobrevivir. Parece una imperdonable pérdida de recursos diseñar organismos para conocer toda la realidad. Y, en este sentido, parece más económico hacer un sistema simbólico que impulse a pautas de acción adecuadas para la supervivencia que un sistema que replique la totalidad de lo real. Por ejemplo, parece más barato tener una luz roja que se encienda cuando hay peligro, como puede ser el dolor de garganta ante una infección vírica, que no  un informe detallado de todos y cada uno de los millones de virus presentes en la faringe. El dolor no tiene ninguna similitud, no tiene parecido alguno a un virus y, sin embargo, de un modo biológicamente barato (no hay un gran procesamiento de información) me informa de la presencia del patógeno (o, al menos, de que algo va mal) y, además, me impulsa con mucha urgencia a hacer lo posible por reducirlo.

El pragmatismo, no obstante, tiene que hacer cierta concesión al realismo. Si seguimos con el ejemplo del dolor de garganta, el símbolo «dolor» debe activarse tras la detección veraz de la amenaza, es decir, realmente deben existir virus en mi garganta. Mi organismo, en un principio, debe percibir correctamente lo que le pasa para que «la transformación simbólica» tenga sentido evolutivo.  Aunque a mi consciencia solo llegue un símbolo sin relación alguna con la realidad, mi organismo tiene que «conocer» o interactuar de algún modo con lo real para que tenga sentido mandar la información simbólica.

Objeción: ¿no parece que la cantidad de información que manejamos es muchísimo más alta que la necesaria para la eficacia biológica? El impresionante detalle con la que se nos presenta la información visual… ¿para qué tanta? ¿No hay una enorme inflación informacional?

Posible respuesta 1 : en la clásica carrera armamentística entre organismos luchando por sobrevivir, se perfeccionaron los sistemas perceptivo-cognitivos mucho más de lo que, a priori, pueda parecernos necesario. Si quiero transmitir mis genes, compito con otros, por lo que tanto al combatir con ellos como al competir por pareja he de ser el mejor, por lo que no hay techo en la mejora de cualquiera de mis facultades.

Pero no nos convence: ¿realmente otorga ventaja con mis competidores la nitidez  y riqueza de detalles con la que contemplo la realidad? ¿Qué ventaja me da ante otro tipo con el que me peleo por una hembra distinguir tres tonos de rosa más que él? Está muy bien saber calcular un poquito para sobrevivir pero… ¿para qué sistemas de ecuaciones no lineales? Está muy bien tener visión espacial pero… ¿resolver un cubo de Rubik? Está muy bien tener buena memoria pero… ¿memorizar más de cien mil dígitos de pi?

Posible respuesta 2: Como dijimos al principio de la entrada, mucho de este excedente podría deberse a efectos secundarios de adaptaciones. Por ejemplo, si tengo facultad para imaginar diversos futuros alternativos para escoger la mejor planificación de una acción determinada, también podré imaginar mundos fantásticos sin ninguna utilidad.

Algo mejor pero nos sigue rechinado: parece que en algunos caso podría ser esa la causa pero parece mucha causalidad que, prácticamente, todas nuestras capacidades cognitivas sean muchísimo más avanzadas que lo necesario para sobrevivir y reproducirse: demasiado léxico, demasiada gramática, demasiado cálculo, demasiada imaginación, demasiada cultura…

Creo que la psicología evolucionista todavía no tiene una explicación sólida al excedente de facultades cognitivas propio del ser humano. Recuerdo una entrada en la que hablábamos de cómo el psicólogo Geoffrey Miller intentaba explicar el tema referido al lenguaje humano, y que, al igual que ahora, no nos terminamos de convencer.

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Uno de los pecados más típicos y, casi consustanciales, al mundo intelectual, es el de la arrogancia. He leído a multitud de filósofos decir, sin despeinarse siquiera, que todo lo que se había escrito hasta su llegada era erróneo y que su obra constituía algo así como el punto culminante de la historia de la filosofía. Eso se puede ver en el Discurso del Método de Descartes, a lo largo y ancho de toda la obra de Hegel (que según muchos de sus discípulos constituye el fin del quehacer filosófico a partir del cual solo queda hacer historia de la filosofía); incluso el maravilloso Wittgensetin se atreve a decir que su Tractatus constituye una solución final a todos los problemas de la filosofía. Decía Santayana que quién no conoce la historia de la filosofía está condenado a repetirla. Y así ha sido: todos estos pensadores que se creyeron el fin de la historia solamente han sido un escalón más en ella, siendo su arrogancia un punto ciego de ingenuidad e ignorancia en su, por lo demás, genial trabajo.

Lo mismo puede decirse del positivismo. Asombrados por el rotundo éxito de las ciencias naturales, muchos autores quisieron subirse a su carro y pensaron que la ciencia era, de nuevo, la solución y el fin de la historia de la filosofía. Pero los positivistas tuvieron un atrevimiento aún mayor y enfatizaron como nadie hasta entonces el infravalor de todo lo que se había pensado hasta su llegada, lanzándose a establecer un límite muy definido entre el auténtico conocimiento, la verdaderísima verdad, y la charlatanería o, como ellos la llamaron, la pseudociencia. Los miembros del Círculo de Viena, malinterpretando terriblemente a Wittgenstein, intentaron concienzudamente elaborar un preciso criterio de demarcación entre ciencia y filosofía. Y, claro está, fue un rotundo fracaso. Sus criterios de correspondencia, verificación, testabilidad, falsación, etc. se llevaban por delante gran parte de lo que tradicionalmente consideraríamos ciencia empírica. Al final, se dieron cuenta que era imposible establecer una frontera entre ciencia y metafísica, siendo el mismo discurso científico tan metafísico como cualquier otro.

Lo que me asombra en la actualidad es que, debido seguramente a este desconocimiento de la historia de la filosofía del que se queja Santayana, el discurso positivista se mantiene de forma bastante habitual en cualquier foro científico. Si uno lee uno de los grandes libros de divulgación científica de las últimas décadas, El gen egoísta de Richard Dawkins, ve claramente en su introducción el alegre sesgo positivista de su autor. Es muy común leer a científicos que se disculpan por entrar en cuestiones filosóficas en sus obras, entendiendo siempre la filosofía como algo así como «especular sin pruebas» o «fantasear», de modo que eso debe evitarse en toda investigación científica seria. Ese «límite», ese «criterio de demarcación» propio del positivismo sigue presente de forma tácita en sus mentes a pesar de que ya casi nadie lo defiende seriamente desde mediados del siglo pasado.

El asunto es más grave de lo que parece pues creo que la fragmentación del conocimiento, el hecho de que el saber se encuentre dentro de compartimentos estancos poco comunicados, la ausencia de una cosmovisión coherente y bien integrada, el abismo existente entre las ciencias y las humanidades, viene de esta obstinación positivista por crear fronteras artificiales donde, con toda evidencia, no las hay. La miseria del positivismo como corriente filosófica está en su arrogante obsesión por separar. En estos días estoy leyendo la maravillosa Viena de Wittgenstein de Janik y Toulmin, en donde se nos cuenta el ambiente intelectual de la Viena de principios de siglo para comprender el contexto de la filosofía del filósofo austriaco. En la Viena finisecular no existía esta  especialización profesional tan marcada en el ámbito anglosajón. En la Viena que dio a luz a Freud, Kokoschka, Schömberg, Mahler, Ernst Mach, Adolf Loos, e incluso al mismo Círculo positivista de Viena, no existía esta idea de demarcación entre conocimientos, entre saberes ciertos y falsos, de un modo tan marcado como en la actualidad. Leamos este fragmento:

 ¿Fue solamente una coincidencia que los orígenes de la música dodecafónica, de la arquitectura «moderna», del positivismo legal y lógico, de la pintura no figurativa y del psicoanálisis – sin mencionar la reviviscencia del interés por Schopenhauer y Kierkegaard – tuviesen lugar simultáneamente y estuviesen concentrados, en tan gran medida, en Viena? ¿Fue meramente un hecho biográfico curioso que el joven director de orquesta Bruno Walter acompañase regularmente a Gustav Mahler a la mansión vienesa de la familia Wittgenstein, y que hubiesen descubierto en sus conversaciones que tenían un interés común por la filosofía kantiana, lo cual indujo a Mahler a regalar a Walter en las Navidades de 1894 una colección de la obra de Schopenhauer? . ¿Y no fue más que una consecuencia particular de la versatilidad de Arnold Schönberg regalando un ejemplar de su gran libro de texto musical, Armonielehre (Tratado de armonía), al periodista y escritor Karl Krauss, con la dedicatoria: «He aprendido de usted más, quizá, de lo que alguien debiera aprender de otro si pretende permanecer independiente».

En la Viena de Wittgenstein existía un zeitgeist determinado siendo una de sus características principales esa interdisplinariedad o interdepartamentalidad de la que nuestros pedagogos no paran de hablar. Si Viena se hubiera regido por los criterios de demarcación positivistas que ayudará a dar a luz, dudo mucho que la riqueza de sus aportaciones al siglo XX hubiese sido tal. En otro ejemplo significativo, el mismo Dawkins positivista cuenta lo que ocurrió cuando un ingeniero aeronaútico como Maynard Smith se dedicó a la teoría de la evolución, aplicando a ella la teoría de juegos: una gran revolución. Cuando dos disciplinas que, aparentemente, no tienen nada que decirse, se mezclan fértilmente, el conocimiento avanza. Pero si el conocimiento se aísla,  se compartimenta, la decadencia y la parálisis lo infectan.

Empero, no todo en el positivismo es sinrazón. Como todas las corrientes, defendidas en su totalidad son falsas, pero atendidas parcialmente son verdaderas. El positivismo y la filosofía analítica que lo acompañó nos hicieron ver dos cosas: la grandeza de la colosal revolución que la ciencia traía consigo y los defectos de una buena parte de la filosofía que se había hecho históricamente. Hace unos días leí un tweet muy sugerente de Paco Traver que decía: ¿Por qué la llaman metafísica si carece de física? Eso es cierto. No entiendo cómo alguien puede hacer ontología o filosofía de la naturaleza ignorando por completo la física de partículas. No comprendo como tantos filósofos han dado la espalda a la revolución científica en un, de nuevo, gesto de arrogancia. Las humanidades se apoderaron del concepto de cultura entendiendo como cultura exclusivamente lo que hacían ellas. Es decir, se considera un gesto de alta cultura conocer bien la vida y las obras de, por ejemplo, Schubert, pero no pasa absolutamente nada si no conocemos el Segundo Principio de la Termodinámica o si nuestro nivel de matemáticas no pasa de Bachillerato. El positivismo hizo muy bien en denunciar esto, más cuando la superstición y las magufadas varias, fruto de la ignorancia científica, abundan en nuestro mundo. La red está llena de blogs escépticos criticando cualquier desatino pseudocientífico y eso es magnífico.

Muchos de los problemas filosóficos que aparecían por doquier son fruto de malos usos del lenguaje. Esa es la segunda gran verdad del positivismo y de la filosofía analítica. Es muy cierto que si analizas lingüísticamente con sumo cuidado ciertas argumentaciones ves que, en el fondo, son fruto de errores en el manejo, por ejemplo, de los significados de los términos. Esto ocurre salvajemente en la filosofía postmoderna, la cual es charlatanería pura y dura en un alto porcentaje. El positivismo volvió (y vuelve, ya que hoy en día la postmodernidad sigue muy vigente en ciertos ámbitos) a acertar en su denuncia.

Pero el positivismo erró en su perspectiva global. Ni siquiera su concepción de la ciencia que defendía a ultranza fue correcta. Si yo observo una planta percibo en ella multitud de propiedades: veo formas, longitudes, colores… Si la observo con más tiempo y detenimiento puedo intuir su patrón de crecimiento, cómo se alimenta y se reproduce… pero si aplico a su estudio todo el peso del método científico mi conocimiento aumenta exponencialmente… Comprendo su metabolismo, sus mecanismos de polinización… observo millones de células, millones de reacciones químicas, millones de sistemas que asombran por su complejidad con los que Teofrasto no hubiera podido ni soñar… Si miro la planta al microscopio aparecen nuevos mundos que me llevan al infinito y más allá. La ciencia es, por definición, amplitud de miras, crecimiento. No es, desde luego separación y frontera.

Betrand Russell definía la filosofía como lo que todavía no es ciencia. Un pensador, procedente de un ámbito casi antagónico al de Russell, Karl Jaspers, afirmaba que la ciencia necesitaba de la filosofía para avanzar. Ambos entendían la filosofía como ese momento de especulación, de conjeturas, de discusión sobre conceptos y enfoques metodológicos, previa a la pura experimentación científica. Yo voy algo más allá: no solo ese momento, sino el mismo quehacer estrictamente científico está infectado de filosofía.

En un poético pasaje del Así habló Zarathustra, Nietzsche nos contaba que solamente veía grandes orejas, enormes ojos o gigantescas narices… Tullidos al revés los llamaba. Era su particular crítica a la hiperespecialización de las ciencias modernas. Un hiperespecialista es un gran ojo que ve mucho, pero ni oye ni huele ni toca. Si nuestros sistemas educativos únicamente crean sujetos especialistas en un campo del saber, ciegos para los demás, tendremos tullidos, personas incompletas. De la misma forma, Edgar Morín nos advierte que la gran mayoría de los problemas a los que nos enfrentamos en el siglo XXI son problemas que hay que afrontar a muchos niveles. Ni la ciencia, ni la técnica, ni la política, ni la economía ni cualquier disciplina o perspectiva que se enfrente a ellos por si sola podrá hacerlos frente. A problemas de múltiples niveles soluciones multidisciplinares. Hacen falta teorías globales, visiones que integren de modo coherente todos los campos del saber y no, desde luego, perspectivas que busquen la división y, al hacerlo, fomenten el estancamiento.

La corriente filosófica que domina mayoritariamente las universidades europeas y norteamericanas es la posmodernidad. De índole fundamentalmente francesa, esta corriente defiende un cierto relativismo a todos los niveles. Piensa que la Modernidad ha sido un fracaso, que la razón ilustrada nos ha llevado a un mundo tecno-burocrático que termina por eliminar la diferencia y la individualidad del hombre. La razón instrumental, hija, según ellos, de la ciencia y la razón, nos llevó a Auschwitz o a la bomba atómica, al capitalismo salvaje y al colonialismo, incluso al deterioro medioambiental o al machismo. La ciencia, fiel sierva del poder establecido, mantiene un positivismo dogmático y excluyente que expulsa como pseudosaber a todo aquella teoría crítica que se rebela contra tan opresor sistema. La comunidad científica no se da cuenta de que saber es ideológico, relativo a sus circunstancias socio-históricas  y por tanto, tan válido o inválido como la religión o los mitos de las diversas culturas que ha dado la historia. La ciencia es un mito más, un metarrelato que no muestra sino la derrota de la razón moderna. Ante ella se defienden ciertas teorías si no directamente irracionalistas, como mínimo arracionalistas.  Vattimo sostendrá que ante la muerte de la razón sólo nos queda un pensamiento débil, o Lyotard o Rorty nos hablarán, basándose en el segundo Wittgenstein, de que lo único que nos queda será la modificación de juegos del lenguaje para llevarlos a posturas ético-políticas que respeten la individualidad del sujeto. Como los juegos del lenguaje no tienen nada que ver con la verdad, podemos cambiarlos a nuestra conveniencia para que la ficción que es, a fin de cuentas, todo nuestro conocimiento, al menos tenga unas consecuencias positivas para nuestra realidad social. Como todo es ficción narrativa, la posmodernidad se muestra como la postura más tolerante por excelencia. Todas las culturas y sus respectivas interpretaciones de la realidad quedan igualadas, no existiendo una posición privilegiada desde la cual juzgarlas. Todo es hermeneútica, narración, poesía, mito, prejuicio, contexto, fragmento, juego, perspectiva, subjetividad… Llegando al extremo en autores como Lacan, Deleuze y Guattari, Baudrillard, Virilio o Julia Kristeva (a mi juicio, pseudofilósofos que rozan la vulgar estafa) quienes, denunciando que las estructuras lingüísticas paridas por la modernidad son totalitarias y opresoras, generan nuevos lenguajes que, llegando a una «fecunda» inflación terminológica, resultan absolutamente ininteligibles tanto para el común de los mortales como para el profesional de la filosofía.

Paradójicamente, los resultados ético-políticos de tan fértil y exitosa corriente han sido desastrosos. Embebidos de ese relativismo ultratolerante, nuestros políticos no dudan en tachar de discriminador y reaccionario cualquier discurso que mantenga un mínimo de consistencia ante los abusos y las sinrazones de toda afirmación, hábito o costumbre fruto de una minoría étnica, marginada o minoritaria. No se pueden criticar los absurdos de la cultura gitana sin ser tachados de racistas ya que no somos quiénes para juzgar otras culturas, curiosamente a la vez que los gitanos acaban recluidos en guetos marginales en las periferias de las ciudades. Tampoco podemos ponernos serios ante las barbaridades que los imanes musulmanes sueltan desde sus mezquitas ni denunciar la neta falsedad de los poderes del chamán de cualquier tribu. Adivinos, videntes, homeópatas, nigromantes y cartomantes proliferan por doquier sin que podamos denunciarles ya que sus artes mágicas tienen el mismo estatuto que nuestras teorías científicas más demostradas. El segundo principio de la termodinámica es una construcción tan literaria como la güija, el mal de ojo y el poder adivinatorio de las cartas del tarot.  Si la Modernidad apostaba por un desencatamiento del mundo, la posmodernidad vuelve a encantarlo.

Ahora tenemos soldados que van siempre «en misión de paz» armados hasta los dientes, «profundas identidades nacionales» en donde sólo hay bailes y fiestas regionales, «mujeres modernas y liberadas» en donde sólo hay esclavitud laboral y antidepresivos, «medicina alternativa y tradicional» en donde sólo hay efecto placebo o «pluralidad y multiculturalismo» donde sólo hay superficialidad y falta de fuerza para condenar la injusticia y la falsedad. Nietzsche se equivocaba cuando decía que no había hechos sino sólo interpretaciones. Hay hechos y hay interpretaciones de los hechos. Ahora sólo tenemos interpretaciones. ¡Volvamos a los hechos antes de que sea demasiado tarde!

En su Blog Una nueva conciencia y, a raíz de un post publicado por José Luis Ferreira, Carlos realiza un feroz ataque al naturalismo, al positivismo y al racionalismo. Si bien yo sólo me sumo de modo militante a la primera de estas tres corrientes (algo a la tercera y nada a la segunda), entiendo que se me englobe dentro de estas tendencias. Aquí va mi respuesta.

Abro un manual de fisiología vegetal y me encuentro con una bella ilustración de, por ejemplo, una clásica célula vegetal. Veo como cada una de sus pequeñas partes esta cuidadosamente catalogada (con nombres muy feos eso sí), como se han establecido funciones (sabemos para qué vale cada cosita), redes de relaciones entre cada uno de los distintos orgánulos, complejas interacciones físicas, térmicas, químicas… Cuando veo la célula vegetal, me imagino los arduos años de trabajo de laboratorio, me imagino al curioso naturalista mirando por su microscopio (aparato que requirió siglos de trabajo para su refinamiento actual y que, leches, ¡funciona dogmáticamente!). Años, becas de investigación, horas y horas de trabajo muchas veces mal remunerado… Esa es la gran empresa del conocimiento humano. Cuando ojeo las páginas de ese manual, la fuerza que me guía es la curiosidad  de comprender mejor el mundo (la cual creo que también guió al fisiólogo gracias al cual puedo entender la célula) y la fascinación ante ver lo maravillosa que es realmente la naturaleza. A cada página que paso voy encontrando algunas respuestas, entiendo por qué la pared celular está hecha de celulosa o para qué valen las vacuolas, pero inmediatamente surgen otras mil preguntas: ¿cómo almacenan las sales las vacuolas? ¿cómo atraviesan los nutrientes la pared celular? Para algunas vuelven a darse respuestas, pero para muchas otras no. Y lo bonito, a la vez que trágico, es que no se pueden dar rápidamente. He de esperar a otros años de cuidadosa y precisa investigación, a muchas hipótesis atrevidas pero refutadas, o a que quizá no se sepa nunca. Sin embargo, al mirar la imagen de la célula me cuesta pensar que exista algo de mentira aquí, algo de conocimiento relativo o de escepticismo… ¿Es que acaso la célula vegetal no tiene las partes que aquí se mencionan? ¿Es que los procesos químicos de los que aquí se hablan no ocurren realmente? Podría darse que algunas cosas estuvieran equivocadas pero no la mayoría: las proteínas se sintetizan en los ribosomas, esto es algo extremadamente difícil de negar.

¿Hay algo de dogmatismo, de fortín de seguridad psicológica, de nueva ideología de moda, de servilismo estatal, de perezosa comodidad intelectual que ingenua no duda de sus fundamentos, en mi paseo por el manual de fisiología vegetal? No, aunque puede derivar en ello. Si afirmo que eso es lo único que puede decirse sin más sí, si niego toda posibilidad de otro discurso por principio sí, si tacho a priori de estupidez todo lo demás sí. Pero no es el caso, porque lo que se hace es tachar algunas cosas sólo a posteriori.

Después de comprobar los terribles esfuerzos de miles de biólogos durante siglos por conseguir hablar dos líneas de un minúsculo orgánulo, me encuentro con el filósofo posmoderno de turno (a lo Lyotard por ejemplo), el cual tira por la borda todo a partir de tres libros que ha leído y de dos tardes de pensar frente a la estufa. El conocimiento es relativo, una invención, una fabulación del hombre atormentado que no sabe  vivir en la incertidumbre… No hay hechos, sólo interpretaciones decía Nietzsche.¡Gödel lo ha demostrado desde las matemáticas, Feyerabend desde la historia de la ciencia! La ciencia es una ideología burguesa, cuya única justificación  es servir a la clase dominante… ¡Heisenberg ha destruido todos estos dogmas desde la física cuántica! Entonces vuelvo a mirar mi manual de fisiología y pienso: será verdad entonces y es que los ribosomas no sintetizarán proteínas. Será verdad, así que voy a negar todo esto no sea que me llamen dogmático o positivista que, en un alarde de ingenuidad, no se ha dado cuenta de que es un burócrata al servicio de un opresivo statu quo. Y es que, habitualmente, la mayoría de esta peña no se ha asomado ni por un segundo a mi querido manual.

A partir de este conocimiento tan dogmático e ingenuo, que se caracteriza (entre otras carencias) por su precisión, por haber sido elaborado con sumo cuidado en un trabajo comunitaro de muchísimas personas, y porque su modus operandi reside precisamente en no creerse nada hasta tenerlo muy pero que muy comprobado, podemos permitirnos el lujo (sin ser tachados de fanáticos o tiranos espero) de tachar a posteriori aquellas cosas que están hechas con menos precisión, esfuerzo o cuidado. Y eso es lo que se hace. Planteamientos como las filosofías de Aristóteles, Hegel o Leibniz (por las que tengo un sumo respeto) pierden la partida contra las teorías científicas porque adolecen de ciertas carencias. Aristóteles fue un gran observador pero lo faltó la experimentación, y Hegel o Leibniz se alejan tanto de la observación y del sentido común que acaban por plantear posturas excéntricas o descabelladas. Lo que criticamos (o yo critico) son las posturas alejadas de la naturaleza, que no tienen cuidado en comprobar de algún modo sus tesis (la teología cristiana es un claro ejemplo), que caen en las trampas del lenguaje (es la gran aportación de la filosofía analítica), que se pierden en infructuosas especulaciones (el pensamiento trinitario por ejemplo) o que, a fin de cuentas, no solucionan ningún problema (¿Me puede alguien decir qué problema teórico o práctico solucionó Heidegger?). Criticamos a aquel que se lanza a hablar páginas y páginas de la vida sin haber tocado mi manual de fisiología (estará faltando al respeto a todos los que lo hicieron posible).

Pero estoy abierto a que me ofrezcan otras cosas. Si alguien tiene algo mejor a la lógica matemática (la razón) y a la verificación experimental (la observación) que, por favor, me lo presente.

Nietzsche nos dejó uno de los imperativos morales más hermosos de la historia de la filosofía:

«No anhelar distantes venturas ni bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad»

Es precioso. Tienes que amar tanto la vida, amar tanto cada segundo que pasa de tu existencia, que desearías repetirlo infinitas veces. Hay que tener en cuenta lo terrible que tiene que ser repetir algo infinitas veces, debe ser el auténtico infierno. Pues tienes que quererte tanto que no te importe eso, es más, tu amor será tan grande que lo desearás, desearás la eterna repetición de tu vida. Eso es vitalismo y todo lo demás son comedias. ¿A alguien se le ocurre un mandato más poderoso, una celebración más alta de la vida?

Pero, ¿y si llegara el ocaso y te dieras cuenta de que no has vivido? ¿Y si el último día de tu vida te dieras cuenta de que no deseas su eterna repetición? Pues eso le pasa a Josef Breuer…

No he visto la película, pero quizá esté bien.

Una de las cosas que más me cuesta entender de mi gremio, los filósofos, es  cómo es posible que el tema del Origen del Universo haya dejado de ser un problema filosófico, dejándoselo con exclusividad a astrofísicos y cosmólogos… No comprendo el hecho de que no aparezcan títulos en las librerías que se titulen «El concepto de inflación cósmica en el segundo Hawking» o «La expansión del Universo desde una perspectiva fenomenológica». En fin, síntomas del anquilosamiento de una noble disciplina que necesita una tremenda renovación.  En pro de poner un granito de arena en solucionar este problema voy a hablar de una de las teorías cosmológicas más sorprendentes y atrevidas de la actualidad: la teoría de los universos múltiples.

El cosmólogo soviético de la Universidad de Tufts Alexander Vilenkin piensa que más allá de lo que consideramos Universo observable, existen otros universos, infinitud de universos que tuvieron sus propios big bangs (ríanse ustedes de la navaja de Ockham y de eso de no multiplicar los entes sin necesidad). Así mismo, esos universos se encuentran dentro de otros Universos siguiendo un patrón fractal, como si de un juego de muñecas rusas se tratara. Los universos son como burbujas «flotando» en lo que se denomina falso vacío. Así, tendríamos universos dentro de universos hasta llegar al falso vacío primigenio, del cual habrían surgido los primeros big bangs.

¿Y qué es el falso vacío? El vacío surge de quitar toda las partículas y toda la radiación de un espacio concreto. Siguiendo la concepción espacial de Newton, en la que el espacio es el gran continente de la materia, los físicos pensaban que ese espacio concreto tendría una densidad energética cero, es decir, que estaría realmente vacío. Sin embargo, Vilenkin desmiente eso afirmando que el vacío no está realmente vacío (es diferente de la nada. Llore señor Parménides), sino que tiene presión y puede estar en diferentes estados energéticos. Podrían existir vacíos con unas densidades energéticas muy altas (estos son propiamente, los falsos vacíos) que tendrían unas propiedades físicas algo extrañas: cada centímetro cúbico tendría una masa equivalente a la Luna, gravedad repulsiva y una alta inestabilidad que los hace decaer en vacíos con densidades energéticas más bajas. Al decaer, el falso vacío genera un enorme excedente energético que se transforma en partículas y radiación (he aquí la creación de nuestro Universo). Además, este falso vacío y su «antigravedad» o fuerza de repulsión explicaría el periodo de inflación cósmica inmediatamente posterior al Big Bang.

Multiverso: infinitos universos unos dentro de otros

El número de universos generado en este Multiverso es infinito, pero no los sucesos que en él pueden ocurrir. De ese modo la teoría del eterno retorno de Nietzsche puede tener sentido. Si el número es infinito pero los eventos que ocurren no, necesariamente, todas las posibilidades se darán y se repetirán… ¡infinitas veces! Mi vida se está viviendo exactamente igual a como la vivo yo ahora en infinitos universos paralelos. Pero es más, no sólo hay infinitos santiagos tecleando este mismo texto en sus ordenadores, sino que hay infinitos santiagos que no lo están haciendo porque escriben otro sobre salvar las ballenas, el estado de la economía o veinte formas de hacer una pipirrana… Desde luego, creernos el centro del Universo deja definitivamente de tener sentido. El Cosmos en su totalidad es un lugar donde se dan una y otra vez todas las posibilidades posibles… ¿Alguien puede descifrar esto?

Véase también: La noción de campo ha de sustituir a la de materia o En contra del materialismo (III)

O el capítulo 33 de Redes, o Una conferencia que dio Vilenkin para la Fundación Banco Santander

Esta imagen de Urano parece dar la razón a mi querido Aristóteles. El Universo está dividido en dos grandes zonas: la sublunar y la supralunar. La sublunar, que va desde el centro de la Tierra hasta la Luna, está llena de desorden, de movimiento, de carencias… de imperfección a fin de cuentas (es nuestro mundo. Ya Nietzsche se quejaba con razón del poco amor por  él que ha tenido la filosofía occidental) . Por el contrario, el mundo supralunar, más allá de la esfera de la luna, está lleno de perfección, armonía, orden y quietud. El movimiento expresa imperfección, expresa tener que ir a algún lado porque careces de algo. Por eso en el mundo supralunar apenas hay movimiento. Sus entes son cada vez más y más perfectos, hasta llegar al motor inmóvil, causa incausada, acto puro que mueve todo el Universo sin moverse él mismo.

Urano fotografado por la Voyager 2

Urano se ve como una esfera perfecta, como un ente que no puede pertenecer a este mundo. Urano es el dios de los cielos, marido de Rea y rey de los dioses hasta que su hijo, el envidioso Cronos, lo destrona cortándole los testículos (de los cuales nacerá Afrodita como no puede mostrar mejor el cuadro de Botticelli). Y viendo esta imagen uno tiene ganas de darles la razón a los rapsodas griegos. Sin embargo, ellos nunca supieron de su existencia. Urano no se descubrió hasta 1781 por William Herschel (padre de John Herschel, otro grandísimo astrónomo que está enterrado al lado de Darwin). Los griegos pensaban que era una estrella más.

La luna vista por Galileo

Esta creencia en la perfección de los planetas quebró con el nacimiento de la ciencia moderna. En noviembre de 1609  Galileo enfocó su primitivo telescopio (de unos modestos veinte aumentos) hacia la luna y descubrió que estaba llena de cráteres, que su superficie no era tan diferente a la del relieve terrestre… ¡que no era perfecta! Observando la línea del terminador lunar comprobó que allí hay montañas tan altas o más que las terrestres. Desgraciadamente, no existe ningún mundo perfecto, no hay ningún paraiso espacial, ninguna morada de los dioses. Existan marcianos, ángeles o motores inmóviles, todos estamos en el mismo Universo y todos estamos afectados por las mismas leyes, condenados irremediablemente a la imperfección.

¿Llegará el bus ateo a todas las ciudades españolas?

Allá donde va el «autobús ateo» siembra polémica.  La empresa encargada del transporte público en Zaragoza (TUZSA) ha rechazado la campaña afirmando que tienen la norma de no poner publicidad religiosa en sus autobuses. La Unión de Ateos y Librepensadores liderada por el barcelonés Albert Riba no rechaza la idea de poner una demanda ya que esa clausla podría ser inconstitucional. A finales de enero, parece que la empresa ATM llevará el eslogan por las calles madrileñas (parece ser que Gallardón da su visto bueno). El caso es que según el mismo Riba en EL PAÍS digital, la campaña lleva recogidos más de 16.000 euros. La página Web en castellano es ésta.

En el otro bando la contraofensiva no se hizo esperar. Desde la ultraderecha, el singular Pío Moa, afirmó textualmente que esta campaña era «una invitación más a la cultura de la trola, del choriceo y del puterío» (las negritas son mías). En Madrid, la línea 493 (Fuenlabrada, Leganés,  Aruche) lleva, desde el 24 de Diciembre, el mensaje «Dios sí existe. Disfruta de la vida en Cristo». La publicidad ha sido pagada por la Iglesia Evangélica de Fuenlabrada. Desde E-Christians se ha lanzado una camapaña de recogida de dinero para emitir nuevos mensajes en autobuses. Según Europa Press, el Observatorio Antidifamación Religiosa (¿de dónde sale esta gente?) tachó de ilegal la campaña ya que, según ellos, viola el artículo 525 (daña los sentimientos religiosos) del Código Penal y el artículo tres de la Ley General de Publicidad (atenta contra la dignidad de las personas). Desde la Iglesia Católica las respuestas han sido más bien frías y distantes, mucho más templadas que las de los demás grupos cristianos. Según La Gaceta.es, el presidente del Consejo Pontificio de la Cultura del Vaticano, Gianfranco Ravasi calificó la campaña de «carnavalada» propia de un ateísmo poco serio a nivel intelectual. Según él, ni Marx, ni Nietzsche ni Sartre hubieran hecho tal publicidad. En general, los católicos, no creen que la existencia de Dios esté reñida con disfrutar de la vida y ven banal o superficial la campaña.

Y aquí estoy de acuerdo con Ravasi (y es raro que yo esté de acuerdo con un arzobispo).  Creo que la campaña es, a nivel global, algo positivo porque sitúa el debate sobre la existencia de Dios en el centro del candelero (¿cuándo un debate filosófico ha tenido tanta publicidad?). Me encanta que en cualquier cafetería, a parte de escuchar  sobre la crisis o el partido del domingo, se hable sobre si Dios es de tal o cual manera. También veo positivo que, como se ha dicho, «los ateos salgan del armario». Esta bien que se sepa que existen muchos ateos disconformes con el pensamiento cristiano. Sin embargo, y en esto es en lo que coincido con Ravasi, el eslogan de la campaña parece «tontorrón». No creo que los cristianos sean gente que no disfrute de la vida (si bien los que conozco no son gentes demasiado dadas al «hedonismo salvaje», son felices y disfrutan de la vida a su manera). Creo que se podría haber buscado algún mensaje más profundo.

No obstante, tampoco creo que, como dice Pío Moa a su manera, el eslogan sea una invitación más al «vive la vida irresponsablemente». No creo en la frase de Dostoievski «Si Dios no existe todo está permitido». Tampoco creo, como afirma Juan Manuel de Prada, que vivimos en un mundo de idolatrías y falsas promesas de progreso y bienestar; ni en una dictadura del relativismo, que decía Benedicto XVI. En general, los cristianos piensan que vivimos en una época de degeneración moral terrible y que sin cristianismo no hay valores ni moral posible. No lo creo.

Lo que sí que creo que hay que hacer es recordar, re-construir, construir, divulgar y dar a conocer al común de los mortales otras formas de vivir, otros estilos de vida buena ajenos a la moral cristina (¡Los hay, existen!). Formular un ateísmo constructivo, como pretende hacer Michel Onfray, es ya un intento.

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