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En una romántica búsqueda de conseguir un sistema jurídico perfecto, vamos a crear un juez robot que no se vea influido por esos sesgos que hacen que los humanos fallemos una y otra vez en la sagrada tarea de impartir justicia. A primera vista, sencillamente, podríamos dotar a un algoritmo con la base de datos lo más potente posible sobre casos anteriores que crearon jurisprudencia. Entonces, ante cualquier decisión, nuestro juez electrónico solo tendría que buscar en su memoria el caso que más se asemejara al presente y aplicar la misma sentencia. Bien, pero pronto comenzarían los problemas, dado que las, a priori, pequeñas diferencias entre los casos pasados y los actuales, pueden ser mucho más grandes de lo que parecen, y ante esa novedad no prevista, nuestro programa debería ser capaz de dar una justa respuesta. Nos encontraremos casos en los que ni las sentencias anteriores ni la ley parecen dar una respuesta clara y concisa, por lo que nuestro robot necesitará reflexionar. Es por eso que suele decirse que las leyes no se aplican sino que se interpretan.

Entonces, no nos quedará otra que programar al robot con una serie de directrices que le sirvan para interpretar toda nueva circunstancia, una serie de principios de justicia. Hagámoslo: para que consideremos una condena  como justa, tiene que darse una serie de condiciones que nuestro robot debería tener grabada a fuego en su placa base:

  1. Conocimiento: el juez robot ha de contar con toda la información relevante para determinar la sentencia. Es por eso que muchas veces se habla de «falta de pruebas», cuando no hay información suficiente para determinar si el sospechoso es culpable o no. Importante es entonces saber que casi nunca se cuenta con toda la información: a pesar de que estemos casi seguros de que el asesino es el mayordomo, nadie más que asesino y asesinado estuvieron presentes en el momento del crimen. Entonces, casi toda condena entraña una incertidumbre que hay que determinar si es asumible o no.
  2. Imparcialidad: el juez robot no ha de beneficiar a ninguna de las partes interesadas debido a cualquier motivo que no esté estrictamente relacionado con el asunto a juzgar. Aquí el problema no estaría ya en la corrupción pura y dura que asola los sistemas judiciales de medio mundo, sino en los sesgos inconscientes ocultos en la mente del juez. Esto es, precisamente, lo que se intenta subsanar con los jueces robóticos, y aunque la prensa amarillista nos haya mostrado siempre lo contrario, la inteligencia artificial es una tecnología muy apropiada para evitarlos. No hay nada más fácil, si quieres construir una máquina que no sea racista, que hacerla ciega al color de piel.
  3. Proporcionalidad: el castigo debe ser proporcional al delito cometido. No es justo que me condenen a diez años de trabajos forzados por robar una barra de pan, ni tampoco es justo que me condenen a un día de cárcel por un triple asesinato.
  4. Estabilidad o consistencia: en casos similares que se dan en otro momento del tiempo, los castigos han de ser similares. La justicia no ha de cambiar con el tiempo, ya que crearíamos agravios comparativos entre casos iguales. Si miramos la historia de la humanidad vemos que eso no se ha cumplido para nada, y que los castigos por las mismas penas han ido cambiando. Antes, por regla general, eran muchísimo más duras y las prisiones bastante menos humanas que las de hoy. La explicación, algo presuntuosa por parte de nuestro presente eso sí, está en decir que en el pasado se equivocaban y que nosotros hemos perfeccionado el sistema para hacerlo más justo, de modo que el agravio comparativo se da solo hacia los que tuvieron la mala fortuna de ser juzgados en el pasado.

Vamos a centrarnos en el 3, en el principio de proporcionalidad. Explicarlo es muy fácil, pero llevarlo a la práctica es harto complejo. Sencillamente dice que el castigo a aplicar debe ser proporcional a la magnitud del delito. La proporcionalidad más perfecta es la lex talionis, el bíblico «ojo por ojo, diente por diente»: aplicar al culpable del delito exactamente lo mismo que le ha hecho a la víctima. En algunos casos es relativamente sencillo. Si me han robado 100 euros, han de devolvérmelos con un plus añadido por el perjuicio que me ocasionó no tenerlos durante el tiempo que se tardó en la devolución (por ejemplo, sumando unos intereses). Sin embargo, los problemas surgen en nada que nos paramos a pensar un segundo: ¿una misma cantidad de dinero tiene el mismo valor para todo el mundo? ¿Son iguales 100 euros para un indigente que para un multimillonario? Eso es lo que pienso cuando voy conduciendo por la carretera y me pasa un Porsche a 170 Km/h.

Y la dificultad se hace más patente cuando comenzamos a intentar medir la proporcionalidad de ciertos daños, más cuando la sensibilidad al sufrimiento de cada individuo difiere significativamente. Por ejemplo, si yo insulto públicamente a una persona, lo proporcional sería que esa persona me insultara de la misma forma. No obstante, yo puedo ser un personaje público al que los insultos no le afectan demasiado (incluso, podría ser que los buscara a propósito con tal de que se hable de mí), mientras que el otro agraviado puede ser muy sensible al escarnio público, por lo que aquí la proporcionalidad no se conseguiría en un insulto por insulto. Como no podemos medir con precisión la cantidad de sufrimiento que proporciona tal o cual castigo, esta proporcionalidad es netamente imposible, cuánto más en esta época de ofendiditos en la red. Podría ser que a mí me provocara importantes daños emocionales ver rostros de gente poco agraciada físicamente en Instagram ¿Deberían compensarme los feos por el daño que me ocasionan? ¿Dónde está el límite entre lo que es razonable que ofenda y lo que no?

Tirando más del hilo nos encontramos con aún más problemas. Si suponemos que el crimen más grave es el asesinato, el castigo proporcional no podría ser más exacto que la pena de muerte pero, ¿cómo castigar proporcionalmente a alguien que ha asesinado a dos o más personas? Si con un asesinato el criminal tiene asegurada la pena de muerte, cuando ya ha matado a una persona, todos los demás crímenes que cometa le saldrán gratis. O, si no somos favorables a la pena de muerte pero sí a la cadena perpetua, tenemos el caso de que la pena será mucho más leve para un anciano o un enfermo terminal que morirán en la cárcel habiendo cumplido muy poco tiempo de condena, que para un joven con veinte años y una salud de hierro.

En la sociedad actual, las nuevas tecnologías de la información suponen novedades que deberían tenerse en cuenta a la hora de legislar, si queremos mantener lo más posible el principio de proporcionalidad. En el celebérrimo caso de la manada, los acusados fueron castigados con unos daños de cárcel supuestamente proporcionales al delito cometido. Independientemente con si esa sanción fue justa o no, los acusados fueron también sometidos a un linchamiento público por parte de los medios. Las redes sociales permitieron que sus fotos y datos biográficos fueran conocidos por todo el mundo, y que se hablara en el tono que se quisiera sobre ellos. Es decir, al clásico castigo carcelario se le añadió el nuevo castigo de vapuleamiento en la red que, muchos, podrían considerar incluso peor, o quizá más dañino a largo plazo, que el primero. En otros tiempos en los que no existían nuestros hipertrofiados medios de comunicación, un delincuente, una vez que pagaba su pena, podría empezar de nuevo sin que todo el mundo supiera de su turbio pasado, pero ahora eso es casi imposible. Entonces, cualquier juez robótico que se precie debería tener en cuenta dicho plus, quizá compensando al criminal con menos tiempo en prisión (si además del principio de proporcionalidad quiere mantener el principio de estabilidad). No deja de resultar chocante como hemos vuelto a formas de justicia medievales. Antes de la llegada del Estado Moderno, a los criminales se los linchaba públicamente, cuando no se los ahorcaba en la plaza del pueblo. Entonces, el nuevo contrato social estipuló que la capacidad de castigar delitos era una función exclusiva del Estado, evitando que nadie pudiera tomarse la justicia por su mano. Ahora, paradójicamente, volvemos a torturas medievales gracias a altas tecnologías.

Como vemos, crear un juez robot es algo muchísimo más completo de lo que hubiera soñado Leibniz, y aunque creo que es perfectamente posible, en contra de los que piensan que la justicia humana es algo irreductible a la automatización, no es algo que se vaya a conseguir en dos tardes. Impartir justicia es una tarea que requiere una muy profunda comprensión de la realidad de la que están lejos nuestra mejores inteligencias artificiales. Otra cosa, muy saludable, es que los jueces dispongan de software que le ayude en sus sentencias, como ya ocurre, no sin polémica eso sí, con el programa Compas en Estados Unidos.

Otro camino, que es el que se está usando ahora, es el de abandonar la programación simbólica y utilizar deep learning.  Así, se le da la base de datos a la red neuronal y se la va entrenando para que sus sentencias sean similares a las de los jueces profesionales. Aunque el porcentaje de aciertos suele ser muy alto, aquí nos encontramos con un gravísimo problema: la black box. Los algoritmos de deep learning no pueden explicar el porqué de sus resultados y eso, hablando de decidir sobre la condena de un ser humano, es inaceptable. No podemos tolerar de ningún modo que un software tome decisiones tan importantes sin que sepamos por qué lo ha hecho.  Hasta que tengamos una auténtica IA explicada, no podemos utilizar las redes neuronales para impartir justicia.

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Uno de los temas más densa, a la par que infructuosamente, tratados por la tradición filosófica occidental ha sido el de la posibilidad de la nada. Si Leibniz establecía como pregunta fundamental de la metafísica «¿Por qué existe algo en vez de nada?», parecía primordial definir de algún modo qué significa que algo sea una nada. Para Parménides, el primer metafísico de Occidente, la nada era un contrasentido lógico ya que decir que existía ya era sostener que era algo y, precisamente, la nada se define por no ser nada. Así, la nada era algo en lo que ni siquiera cabía pensar puesto que no podía tener existencia ni siquiera como un objeto mental. La nada era imposible.

Aristóteles, con su sensatez y cordura habituales, siguió a Parménides y expulsó la nada de su física. No existe, todo está lleno de ser. Incluso los aparentemente vacíos espacios interplanetarios estaban llenos de una sustancia divina denominada éter. Todo estaba saturado de ser, sin el más mínimo espacio para la no existencia. Filósofos y científicos siempre han sufrido de horror vacui. Incluso cuando Torricelli produjo por primera vez vacío de forma experimental, se podía seguir argumentando a favor de la no existencia de la nada ¿Cómo?

Si dado un espacio cualquiera quitamos todos los objetos que lo pueblan, incluso el aire, tal y como hizo Torricelli, ¿no estamos ya ante puro y genuino vacío, es decir, ante la nada? No, porque queda el espacio, queda un continente tridimensional donde flotan las cosas. Y de eso no podemos prescindir porque, pensaban todos los físicos de la Edad Moderna, este espacio es inmutable… No hay forma de interactuar con él. Pero es más, no solo no podíamos hacer nada a nivel ontológico sino que tampoco lo podíamos hacer a nivel mental. Para Kant, el espacio era una condición de posibilidad de la percepción de cualquier objeto físico. Sin espacio no podemos imaginar siquiera un objeto en nuestra mente. Intente el lector pensar en una pelota de fútbol sin las categorías de altura, longitud y volumen… absolutamente imposible.

Pero todo cambió con la Relatividad de Einstein. Ahora el espacio era algo que se podía modificar, se estiraba y se contraía como el chicle. El espacio ya no es sencillamente un contenedor, un vacío abstracto en el que está todo, sino que cobra una nueva entidad ontológica: parece ser algo, ya es menos una nada. Edwin Hubble nos dio además un nuevo e importante dato: el universo se expande, es decir, el espacio se hace cada vez más y más grande. Para entender esto todo el mundo recurre a la idea de un globo que se infla, siendo nuestro universo solamente su superficie. Pero aquí se empieza a complicar nuestra comprensión intuitiva de las cosas. Esta metáfora tiene la virtud de mostrarnos visualmente como todos los objetos se alejan a la vez de todos los demás, es decir, lo que realmente significa la expansión del espacio en todas direcciones. Si en el globo dibujamos puntos simulando ser estrellas, al inflarlo todos los puntos crecerán a la vez que se irán alejando de todos los demás puntos. Sin embargo, la limitación de la metáfora está en ver que, realmente, la superficie del globo no puede ser todo lo que existe: hay un interior y un exterior del globo. Nuestro universo globo se estaría expandiendo en un espacio, no sería todo el espacio.

Es por eso que, igualmente, falla la metáfora del Big Bang entendida como una gran explosión. Cuando decimos que, al principio, todo el universo estaba comprimido en una diminuta singularidad, ya estamos fallando en algo pues, ¿qué había fuera de esa singularidad? Nada, podría responderse, ya que todo lo existente se encontraba allí. Pero entonces, ¿qué sentido tiene decir que el universo se expandió? ¿Hacia dónde lo hizo si no había más a donde ir? Todo el mundo suele visualizar en su mente un pequeño punto que, a gran velocidad, va aumentando su radio pero… si queremos aumentar cualquier longitud necesitamos un espacio en el que alargarla… ¿No es entonces un sinsentido hablar de expansión del universo?

El cosmólogo ruso Alexander Vilenkin intentó definir la nada como un espacio-tiempo esférico cerrado de radio cero, cayendo en este mismo problema: si esa nada se transforma en algo y, por lo tanto, aumenta su radio, ¿ese radio se expande hacia dónde? Kant veía estos problemas irresolubles y quizá lo sean. Dentro de la historia de la filosofía y de la ciencia, no he visto otros temas donde las respuestas hayan sido más escasas y precarias.

Pensemos de otra manera. Un universo esférico como el globo de Hubble tiene una propiedad muy interesante. Su superficie es ilimitada pero finita, al igual que la de una cinta de Moebius. Tú puedes estar dando vueltas y vueltas a un globo que jamás encontraras nada que pare tus pasos, ninguna frontera ni muro que ponga un límite a tu trayectoria. Sin embargo su superficie es finita, es decir, que podemos calcularla y nos dará un número finito normal y corriente (4πr²). En la visión de Vilenkin, y de muchos otros, está la idea de que nuestro universo puede ser algo así: finito (con una longitud y una cantidad de materia y energía finita) pero ilimitado (no hay un muro detrás del cual esté la nada). Tiene sentido pero nos encontramos con que es difícil (más bien imposible) extrapolar la metáfora del globo de Hubble a un mundo tridimensional ¿Cómo podemos imaginar un espacio con altura, longitud y volumen que sea finito pero ilimitado? Yo no encuentro el modo.

Por otro lado la infinitud del universo, la alternativa a la nada, también parece compleja. El mismo Kant pensó que si el pasado era temporalmente infinito nunca podríamos llegar al día de hoy, ya que para que éste llegara deberían pasar infinitos días. Según Holt nos cuenta, Wittgenstein argumentaba igual con un divertido chiste: Nos encontramos a un tipo que recita en voz alta: «9… 5… 1… 4… 1… 3… ¡Fin!» ¿Fin de qué?, le preguntamos. «Bueno – dice aliviado -, he enumerado todos los dígitos de π desde la eternidad hacia atrás, y he llegado al final».

Ni contigo ni sin ti. Mal concepto éste de la nada.

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El filósofo alemán Gottfried Leibniz es, probablemente, una de las personas más inteligentes que haya dado la especie humana. Fue quizá el «último genio universal» pues hizo aportaciones a, prácticamente, todas las materias que toco, y no fueron pocas: filosofía, matemáticas, geología, medicina, psicología, ciencias de la computación… Pero, paradójicamente, no encontramos una correlación directa entre sobredotación intelectual y éxito en la vida (menos aún entre inteligencia e integridad moral). Leibniz no fue para nada un fracasado y consiguió éxitos bastante notables (absolutamente sobresalientes en lo que se refiere al campo intelectual), pero aquí vamos a narrar uno de sus más notorios fracasos: su proyecto minero en las montañas Harz.

Leibniz prometió a su nuevo protector, el duque Ernesto Augusto de Hanover (su antiguo mecenas, el duque Johann Friedrich terminaba de fallecer), que su proyecto de construcción de molinos para la extracción de plata en las minas de Harz (Sajonia) le podría generar, sin casi costes, unos beneficios de 400.000 táleros adicionales. El duque aceptó su propuesta y mando al filósofo inventor a las montañas.

En 1683 el proyecto llevaba ya dos años de retraso y un déficit del 800 por cien. Leibniz había planteado unas estructuras auxiliares para la construcción de los molinos cuyo coste era tan alto como para poner en duda la rentabilidad de la inversión global. Por otro lado, gran parte del plan del molino de viento ya había sido proyectado por un ingeniero anterior. Leibniz no tuvo demasiados escrúpulos en venderlo como totalmente suyo. Era normal que los obreros comenzaran a dudar de la honestidad de Leibniz y se quejaran. Alegaban que este “filósofo-consultor” no parecía saber demasiado del negocio de la extracción minera, que planteaba fantasmagorías matemáticas de imposible traducción en la práctica y que, además, miraba demasiado por su interés económico. No entendían cómo cobraba un salario tan grande por lo que realmente hacía.

En 1684 las máquinas ya estaban construidas y había que comprobar si funcionaban. Resultó que no hacia viento. Las montañas de Harz no tenían nada que ver con las tierras bajas de Holanda, donde tan bien funcionan los molinos. Es absolutamente increíble como el co-inventor del cálculo infinitesimal y fundador de la Academia de Ciencias de Berlín no cayera en la cuenta de algo tan sumamente básico para su proyecto: para que un molino funcione hace falta viento.  Vale, no pasa nada, el filósofo se puso a diseñar un nuevo tipo de molino con unas aspas diferentes, una serie de planos verticales que girarían como una especie de tiovivo. Parece ser que funcionaban algo mejor que los anteriores pero el hecho era inapelable: no hacía viento.

A estas alturas los trabajadores que, prácticamente, querían asesinar a Leibniz, le propusieron una prueba: demostrar que los nuevos molinos funcionaban mejor que las bombas de agua que utilizaban anteriormente. Leibniz escribió un alegato de más de veinte páginas en donde sostenía que en su contrato no se especificaba que sus molinos tuvieran que ser más eficientes que las bombas, solo decía que debían extraer agua, y así lo hacían. El texto era jurídicamente intachable.

En 1685 el duque comprendió al fin lo ruinoso de la empresa y ordenó su cese inmediato. Por supuesto, Leibniz no podía pensar en retirarse y pasó un año más trabajando en las montañas, ideando nuevos inventos para los mineros. Propuso, por ejemplo, una cadena circular de contenedores ingeniada para elevar pesos desde los pozos usando rocas de la superficie. Pero hacía ya tiempo que las relaciones con los trabajadores estaban rotas y nadie le hacía caso. Cuando hablaban con él le daban la razón, para seguir trabajando con total normalidad al día siguiente. En 1686 Leibniz volvió a Hanover sin haber ganado ni un mísero tálero para el Ducado y habiendo malgastado miles.

Este desafortunado suceso podría interpretarse desde la perspectiva  de unos obreros que no supieron entender las avanzadas ideas de un genio como Leibniz. Podríamos adornar la historia, contándola como la del típico hombre que se adelantó a un tiempo que no lo comprendió y que se revolvió contra él, dibujando a Leibniz como a un héroe del estilo de Galileo o Darwin. Nada más lejos de la realidad. Leibniz hizo el imbécil en las minas de Harz y no hay más que hablar. Muchas de sus ideas eran o rocambolescas entelequias sin la más remota posibilidad de que funcionaran en la práctica, o cuya construcción y funcionamiento costaría mucho más dinero que lo que ahorraría, o, simple y llanamente, no existían medios técnicos en el siglo XVII para construirlas. Leibniz no tenía ninguna experiencia ni como ingeniero ni como minero, además de que, seguramente, su forma de ser, egocéntrica y altiva, no le permitió liderar eficazmente la gran empresa que traía entre manos, sobre todo en lo referente a su relación con los trabajadores.

Y es que la tónica parece ser la siguiente: la mayoría de las personas que han triunfado rotundamente en la vida eran muy inteligentes. Sin embargo, cuando se supera cierto límite de inteligencia, llegando a la abrumadora sobredotación intelectual que poseía Leibniz por ejemplo, el éxito parece romper la correlación. Si uno mira la historia de los grandes líderes políticos o de los grandes empresarios, parece ser que son personas muy listas, pero no son genios. Un intelecto elevado te permite adaptarte muy bien a tu entorno. Sin embargo, un cociente intelectual excesivamente alto quizá produce disfunciones adaptativas de diferente tipo que impiden que alguien se desenvuelva especialmente bien ante determinadas circunstancias. Así que no os preocupéis por no ser genios, seguramente tenéis más probabilidad de triunfar en la vida que ellos.

He sacado la historieta del libro El hereje y el cortesano de Matthew Stewart, una obra preciosa.

 

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La cita más conocida del filósofo irlandés George Berkeley es «ser es ser percibido». Máxima que explicita la tesis fundamental del empirismo radical que ha caracterizado, desde entonces, el pensamiento de las Islas Británicas. Lo que existe, lo único en lo que puedes tener confianza, es lo que ven tus ojos. Cualquier otro contenido mental que no provenga directamente de los órganos de los sentidos está bajo sospecha, es susceptible de ser una fabulación, un goyesco monstruo de la razón.

«Ser es ser percibido», buena guía para tu vida que, seguramente, te llevará por caminos más seguros que los probables espejismos del entendimiento. Empero, si la admitimos radicalmente, es decir, filosóficamente, trae problemas que se ven «a simple vista» pues, ¿qué ocurre con la realidad cuando yo no la percibo? ¿qué ocurre con la existencia cuando cierro los ojos? ¿O qué ocurre con los lugares que nadie ha visto jamás? ¿Con un simple parpadeo el mundo desaparece? Berkeley pensó una ingeniosa solución. Una de las características que suelen atribuirse a la divinidad es la onminsciencia: Dios está en todas partes, Dios puede verlo todo. ¡Eureka! Si ser es ser percibido, el mundo que yo no percibo sigue existiendo cuando cierro los ojos porque Dios es el ojo que todo lo ve, la percepción absoluta. Dios es el ojo de Sauron (ignoro si Tolkien habría leído a Berkeley) como no podía ser de otro modo para un empirista radical (curioso que hoy en día «radical» se utilice como insulto, cuando la etimología de la palabra nos dice que «radical» es aquel que va a la raíz de un asunto…). Pero Berkeley fue más allá en su radicalidad: no hay forma de saber si las imágenes en mi mente que se forman cuando yo percibo un objeto (impresiones) tienen existencia real fuera de mi mente. Yo solo sé que existen las impresiones que hay en mi cabeza y la infinita cantidad de impresiones que hay en la mente de Dios. Y si las ideas o impresiones son, por definición, inmateriales, espirituales… ¿existe un mundo material fuera mi mente? No, solo existen mis ideas y las de Dios, siendo el mundo, por así decirlo, una parte de la mente de Dios. Como luego dirá Schopenhauer, Berkeley es el padre del idealismo.

Otra visión más famosa es la de Newton. Para que su física tuviese sentido necesitaba dos referentes absolutos, dos coordenadas en las que situar todos los fenómenos: el espacio y el tiempo.   Son dos substancias inmateriales, inmóviles, inmutables (hasta que llegó la física relativista), homogéneas (no hay diferencia alguna entre los distintos puntos del espacio o del tiempo) e infinitas, es decir, se parecen a como los escolásticos definían a Dios, pero tienen una diferencia: son extensas (pueden medirse y, el espacio, a parte, tiene «tridimensionalidad»). Newton afirmó que eran la forma en que Dios percibía el mundo, eran los Sensorium Dei. Nosotros, seres limitados e imperfectos solo podemos percibir a la vez un grupo de objetos en el tiempo presente. Dios, en su infinita omnisciencia y omnipresencia, percibe todos los objetos del mundo al «ver mediante el espacio mismo» y, de modo más espectacular aún, los percibe desde la eternidad, es decir, su sentido temporal no se limita a ver todo el presente del Universo, sino a ver todos los instantes del tiempo a la vez (presente, pasado y futuro). Es difícil imaginar cómo sería percibir el tiempo de esa manera al igual que nos es imposible visualizar una forma geométrica de once dimensiones pero Dios es Dios y como tal puede hacerlo.

Leibniz, buen guardián del cristianismo, advirtió que entender así los sentidos de Dios era afirmar que hay algo de Dios que es medible en el mundo o que es una parte del mundo, y si pensamos que Dios es trascendente al mundo, eso es, absolutamente diferente a él tal y como defiende el catolicismo, caemos en una contradicción. Newton se acercaba peligrosamente a la herejía. ¿Cómo entender entonces el espacio y el tiempo? No hacerlos algo distinto a los objetos y al movimiento. Para Leibniz si quitáramos todos los objetos del espacio, no habría espacio o si no existiera el movimiento no habría tiempo. Sorprendemente, Leibniz actúo de un modo más empirista que un científico como Newton. Si no podemos ver el espacio y el tiempo, ambos no existen como contenedores absolutos y solo son en el sentido en el que forman parte de lo que sí podemos observar. El Universo no tiene un contenedor absoluto en el que está «flotando» sino que el Universo solo es sus contenidos. Además Leibniz nos saca de la radicalidad empirista que llevaba quizá a más extravagancias de las que pretendía sacarnos. Respondiendo al empirismo sostuvo algo que ahora nos parece fruto del más sencillo sentido común: todo lo que hay en mi entendimiento procede de los sentidos menos el mismo entendimiento. No todo son impresiones e ideas, no todo es percepción pura, sino que hay un entendimiento que organiza y da forma a esas ideas como luego, magistralmente, desarrollaría la filosofía de Kant. Leibniz saca de la naturaleza el ojo de Sauron cual Frodo Bolsón en las Montañas del Destino.

Una postura derivada del darwinismo es lo que se ha llamado programa adaptacionista. Si la selección natural premia a los más aptos, siendo éstos aquellos que tienen una variación con respecto a sus congéneres que les hace tener cierta ventaja, serán estas ventajas las que pasen a la siguiente generación. A estas ventajas se las conoce comúnmente como adaptaciones (Una definición clásica de adaptación es la aportada por Hudson Reeve y Paul Sherman (1993): una adaptación es una variable fenotípica que resulta en la mayor aptitud o eficacia biológica de entre un conjunto específico de variantes en un determinado ambiente. No obstante es una definición problemática como discute Ruse). Si la selección natural ha estado ejerciendo su presión selectiva durante millones de años sobre toda la historia de la biosfera (o incluso más, si aceptamos una selección natural prebiótica), parece de esperar que las características fenotípicas expresadas por los individuos tengan algún tipo de función adaptativa. La tesis polémica, propia de este programa, estaría en afirmar que todas las características fenotípicas son adaptaciones.

De este modo, la mente humana con todas sus características y la elaboración de concomimiento como una de sus funciones, al ser un fruto más de la selección, debería poder ser explicada como una adaptación más. Nuestra mente ha de tener una función para potenciar nuestra eficacia reproductiva al igual que la tienen las garras del león o las branquias del pez. Esto choca con nuestro sentido común cuando pensamos qué función adaptativa tendrán actividades humanas como el arte, la religión, la filosofía, la música, etc. actividades además que se sitúan comúnmente como las más dignas del quehacer humano (y las más inútiles por definición según el siempre sensato Aristóteles). ¿De qué puede servirme para expandir mis genes el hecho de pintar un cuadro o leer un poema de Pessoa? Este problema hizo al co-descubridor de la selección natural, “sacar la mente fuera de la evolución”. Según Wallace, todas las “partes” de nuestro cuerpo pueden explicarse mediante la selección natural menos la mente, para la que necesitamos apelar a un ser superior. ¿No podemos explicar entonces la mente desde el programa adaptacionista? Esperemos, todavía es pronto para tener que hablar de un ser superior. Que se tengan problemas para explicar algo no da píe a que tengamos que recurrir a hipótesis más improbables e inverosímiles que la posibilidad de que existan más explicaciones dentro del ámbito naturalista (Recomendación epistemológica donde las haya).

Parecería una evidencia afirmar que, como mínimo, ninguna de las características de un individuo resultan ser contradictorias con las selección (la presencia de algo que tienda a eliminar al individuo antes de reproducirse) ya que serían inmediatamente eliminadas debido a que su portador moriría sin propagar sus genes. Sin embargo, la continua introducción de novedad a modo de mutaciones evita que esto suceda. Si suponemos que un individuo ha ido acumulando muchísimas adaptaciones que le hacen ser un magnífico superviviente en su nicho ecológico, nada impide que su descendiente no nazca con una mutación negativa (supongamos un gen semiletal) que lo haga menos apto que sus padres pero, aún así, todavía competitivo en la lucha por la existencia. A la larga, su genotipo podría perder (o no), pero si nosotros estudiamos ese individuo en el presente, todo su fenotipo no está constituido por adaptaciones, sino que podría tener características neutrales o incluso contra-adaptaciones no lo suficientemente letales para eliminarlo en la lucha por la vida (por ejemplo, un sapiens con miopía).

Dennett se ha postulado en el programa adaptacionista con su propuesta de “la ingeniería a la inversa”. Según este planteamiento, es epistemológicamente sensato explicar toda característica biológica como fruto de la selección natural y, por lo tanto, como beneficioso en términos de eficacia reproductiva para su poseedor. Al igual que si vemos un reloj, para comprender sus partes pensamos en la figura de un ingeniero que les dio una función clara, así deberíamos obrar con respecto a cualquier ser vivo. Dependiendo del beneficio evolutivo postulado, se podrán establecer hipótesis para comprobarlas empíricamente con posterioridad. Para Dennett, encontrarse con una característica fenotípica y no postular ninguna posible función adaptativa, es plantear una hipótesis nula que no nos vale epistemológicamente para nada. Sin hipótesis adaptacionista, la investigación no tiene ningún camino que seguir.  Como prueba de lo valioso del adaptacionismo no hay más que ver los múltiples frutos que ha dado esta directriz. Sin embargo, una cosa es una recomendación epistemológica y otra cosa es la verdad. Que sea conveniente para la investigación tratar todo como si fuera a priori una adaptación no implica que todo sea una adaptación.

En claro desafío al programa adaptacionista, Gould y Lewontin (1979) publicaron un famoso artículo en el que utilizaban la sátira del Cándido de Voltaire a la teoría de los mundos posibles de Leibniz para criticarlo. En la obra de Voltaire, el profesor Pangloss explicaba todo fenómeno ocurrido en función de su servicio a un bien mayor superior, apelando constantemente a que Dios creó nuestro Universo como el mejor de los mundos posibles. Voltaire ironizaba sobre tal afirmación cuando el profesor Pangloss encontraba bondad en el terrible terremoto que asoló Lisboa en 1755. Gould afirma que entender todo como adaptación es hacer lo mismo que hacía Pangloss: dar un sentido apriorístico a todo no lleva más que a tener que encajar ad hoc lo que no cuadre con nuestro sentido inicial.  Sería muy bonito que todo fuera explicable desde el adaptacionismo, pero la verdad es que no tiene por qué ser así. G&L apelarán a las restricciones filogenéticas como alternativas a la adaptación. Los organismos heredan pautas de desarrollo desde el cigoto hasta la fase adulta que no permiten la posibilidad de muchas cambios y que restringen la dirección de los cambios posibles. Para explicar esto pusieron el ejemplo de las pechinas de la catedral de San Marcos en Venecia. Según G&L, las pechinas son subproductos de los arcos (suponiendo, en el ejemplo, que el arco es una adaptación diseñada por la selección natural) no causados directamente por la selección natural, sino, como un epifenómeno suyo. Del mismo modo, es posible que las pechinas pudieran, a su vez, servir en un futuro como adaptaciones de algún tipo (pensemos que si el criterio artístico fuera la selección natural, las pechinas han sido decoradas y ornamentadas de diversas maneras) o permanecer inútiles siempre. De este modo podríamos encontrarnos con muchas “partes” del organismo sin una función adaptativa clara. ¿Es el caso de la mente humana?

De cualquier forma, aunque la explicación adaptacionista no pueda con todo, sí que es cierto que ha de quedar como trasfondo de cualquier otra explicación. Nuestra mente es fruto de la evolución, esto es indudable y jamás debe perderse de vista; otra cosa es que podamos explicar todas sus características desde la idea de adaptación.

Christopher Hitchens es uno de los intelectuales pertenecientes al núcleo duro del ateísmo anglosajón de los últimos años, junto a otros jinetes del apocalipsis como Dawkins, Harris, Dennett… A pesar de que no estoy de acuerdo con algunas de sus posiciones he de reconocer su valía y su labor en cuanto a ateo militante luchando contra las falsas creencias.

Este año supimos la desgraciada noticia de que Hitchens se esta tratando de un cáncer de esófago, además de un cáncer de los muy malos, que casi con total seguridad, no superará. Algunos Hijos de la Gran Puta sentenciaron que Dios lo había castigado por su herejía apelando al mejor espíritu del Supremo Hacedor del Antiguo Testamento. Esta Suprema Idiotez, sin embargo, no alberga contradicción con la doctrina cristiana y su peculiar visión de la Providencia divina, y nos conecta con uno de los principales problemas de la teología: el del mal en el mundo.

¿Cómo un Dios infinitamente bueno puede mandar un cáncer a Chistopher Hitchens? La cuestión es peliaguda pero el filósofo alemán Gottfried Leibniz dio una ingeniosa respuesta con su teoría de los mundos posibles:

Un mundo es «posible» si no contradice las leyes de la lógica. Hay un número infinito de mundos posibles y consideró que sería mejor uno que tuviera el mayor exceso del bien sobre el mal. Él podría haber creado un mundo que no contuviera mal, pero ése no hubiera sido tan bueno como el mundo actual. Eso es porque algunos grandes bienes están lógicamente ligados con ciertos males. Para tomar un ejemplo trivial, un trago de agua fresca cuando uno está sediento en un día de calor, puede darnos tal placer que uno puede pensar que la sed previa, aunque molesta, valía la pena de sufrirla, porque sin ella el goce subsiguiente no podía haber sido tan grande. Para la teología, no son ejemplos como éste los importantes, sino la relación del pecado con el libre albedrío. el libre albedrío es , gran bien, pero era lógicamente imposible para Dios el conceder el libro albedrío y al mismo tiempo decretar que no hubiera pecado. Dios decidió, por lo tanto hacer al hombre libre, aunque previó que Adán se comería la manzana, y aunque el pecado traería consigo inevitablemente el castigo. El mundo que resultó, aunque contiene mal, tiene un exceso más grande de bien sobre el mal que cualquier otro mundo posible; éste es, por consiguiente, el mejor de todos los mundos posibles y el mal que contiene no proporciona ningún argumento contra la bondad de Dios.

Bertrand Russell en su Historia de la Filosofía

Líneas más adelante, el propio Russell, ridiculiza el argumento heredando la misma deliciosa ironía del Cándido deVoltaire:

Este argumento satisfizo evidentemente a la reina de Prusia. Sus siervos continuaron soportando el mal, mientras ella continuó disfrutando del bien, y era confortante el que un gran filósofo le asegurara que eso era justo y lícito

Y es que, este argumento, está lleno de graves problemas:

1. ¿Hay un número infinito de mundos posibles? Quiza las posibilidades son finitas. Pensemos, por ejemplo, que si existe un número finito de átomos, las combinaciones entre ellos para formar mundos, siendo altísimas, serán necesariamente finitas. ¿Cómo podemos saber eso?

2.La tesis «Un mundo es posible si no contradice las leyes de la lógica» contiene un posible error categorial. La contradicción es aplicable solamente a inferencias tal que un razonamiento como «Hoy llueve y hoy no llueve» es contradictorio. Entonces, ¿cómo aplicar el adjetivo contraditorio a algo que no sea una argumentación, algo como el Universo? ¿Puede haber un filete de ternera contradictorio?

3. Me repatean muchísmo las afirmaciones del tipo de que sólo hay bien porque existe el mal. Me recuerda a Hegel cuando decía que las botas del general en su avance, a veces, pisan alguna bella florecilla; afirmación que bien pudo justificar las millones de bajas del ejército prusiano en la Primera Guerra Mundial por avanzar unos pocos metros de terreno en Verdún o en el Somme. Entonces no busquemos construir un mundo sin sufrimiento, ya que este sufrimiento será necesario para que el mundo sea bueno. Un mundo con hambre, guerras y plagas será mejor, a fin de cuentas, que un mundo que no las tenga… Además si bien encontramos males que traen consigo bienes venideros, ¿no hay males que no traen consigo bien alguno? ¿Qué hay de bueno en el cáncer de Hitchens?

4. No veo la conexión lógica entre los bienes y los males. En el ejemplo del agua hay claridad, pero… ¿qué trae de bueno un terremoto que mata a miles de personas? A lo mejor, cuando ocurre, en otras partes del mundo pasan cosas buenas que equilibran la balanza. A lo mejor cuando alguien se cae y se parte una pierna a otro le toca la lotería. Podría ser, pero esto nos llevaría a establecer causalidades mágicas, es decir, nos llevaría a afirmar que la rotura de una pierna causa que toque la lotería, lo cual no lleva más que a vivir en un mundo de fantasía (el mundo en el que viven los que creen que Dios puede mandarte un cáncer).

5. Que producir en mí el bien que me hace beber agua después de estar sediento en un día caluroso haga necesario a un Dios omnipotente tener que necesitar el día caluroso y la sed, dice muy poco a favor de su omnipotencia. ¿No podría producir Dios en mí una sensación exactamente igual de buena que la que causa el agua después de estar sediento en un día caluroso, sin sed ni calor? Dios parece tener menos poder que las sustancias psicotrópicas…

6. La idea de que la libertad del hombre es un bien tan grande que justifica la existencia de los males que el mismo hombre comete está muy bien pero, ¿no podría Dios haber rebajado la peligrosidad del mismo hombre? ¿No podría haber creado un mundo en el que el hombre, lo más malo que pudiera hacer con su libertad fuera insultar al vecino? No sé, creo que tenemos un sistema nervioso muy sensible al dolor… ¿no podría Dios haberle bajado algunos decibelios?

7. Este argumento puede ser igual de verdadero a su inversa como nos cuenta de nuevo Russell:

Un maniqueo podría replicarle que éste es el peor de los mundos posibles, en el que las cosas buenas que existen sólo sirven para realizar los males. El mundo -podría decir- fue creado por un demiurgo malvado, que permitió el libre albedrío, que es bueno, para estar seguro del pecado, que es malo, y cuyo mal supera al bien del libre albedrío. El demiurgo -podía continuar- creó algunos hombres virtuosos, con el fin de que pudieran ser castigados por los malos, pues el castigo del virtuoso es un mal tan grande que hace al mundo peor que si no existiera ningún hombre bueno.

No amigos, no hay ningún Dios que haya querido castigar a Hitchens por sus maldades, ni su cáncer va a traer a alguien bien alguno. Tener un cáncer es una tragedia que, por ningún bien venidero, es preferible a no tenerlo. La enfermedad se debe a un conjunto de causas biológicas que nuestros médicos  tratan de combatir cada día (estos sí que son los que verdaderamente intentan que el mundo sea más bueno que malo).  Y quien diga que a Hitchens o a su familia, ésto los va a unir más o los va a hacer más fuertes, o cosas por el estilo, no estará diciendo más que estupideces. El cáncer sólo los va hacer sufrir muchísimo y punto. A mí me encantaría más que a nadie que no fuera así pero, salgamos ya de nuestro infantilismo, no lo es. Lo más que podemos hacer es mandarles ánimos y desearles que el trance sea lo menos doloroso posible.

Estatua de Hume en EdimburgoSiempre me ha resultado curioso como los planteamientos filosóficos que pretendieron ser más estrictamente realistas, en el sentido de partir exclusivamente de la experiencia, sin inventarse nada, como los de Ockham o Hume, acaban en cierto escepticismo.  Por el bando contrario, otras menos cuidadosas, acaban en posturas más dogmáticas como las de Descartes o Leibniz, por seguir en la misma época.

Desde que me lo explicaron por primera vez en el instituto, he tenido una cierta debilidad por David Hume. Su famosa crítica al principio de causalidad me parece una idea tan fantástica como simple… ¿cómo todo el mundo había sido tan sumamente dogmático de no darse cuenta de algo tan evidente? ¿Cómo era posible que Santo Tomás no se diera cuenta de que es imposible deducir desde los efectos alguna característica de la causa? Para los profanos en el tema o para los que quieran repensar esto, voy a explicarlo tal y como lo hago en clase.

Cuando observamos un fenómeno causal, del tipo que digamos  «El fenónomeno A es causa de B», lo único que realmente percibimos es:

a) Una contigüidad entre el fenómeno causa y el efecto: A y B siempre se dan juntos en el tiempo, no separados por una distancia temporal considerable. Ej.: nada más encender el fuego sale humo.

b) Una prioridad de la causa sobre el efecto: percibimos que A siempre va antes que B. Ej.: el fuego va antes que el humo.

c) Una unión constante entre la causa y el efecto: siempre que percibo A percibo B. Ej.: siempre que percibo fuego hay humo.

La clave está en lo siguiente: unión constante no quiere decir conexión necesaria. Nuestro entendimiento tiende a crear expectativas de futuro cuando ve dos fenómenos que se dan parejos en el tiempo. Si cada vez que he visto fuego he visto salir humo, tiendo a pensar que, en un futuro, cada vez que vea fuego, veré humo. Sí, pero el único fundamento de tal expectativa sólo reside en la costumbre: como hasta ahora ha pasado esto, pienso que en un futuro pasará lo mismo… ¡pero ese es mi único fundamento! La costumbre nunca puede expresar necesidad lógica: que algo haya pasado así hasta ahora, no quiere decir que vaya a pasar así siempre.

Bertrand Russell expresaba muy bien esta crítica en su cuento del pavo inductivo: supongamos que tenemos un pavo muy inteligente que vive en una granja. Es muy curioso y quiere entender cómo funciona su mundo. Apunta cuidadosamente las cosas que le suceden todos los días e infiere leyes por inducción. Así, comprueba que todos los días el granjero le echa comida a las 9, de lo que infiere inductivamente que «Todos los días como a las 9″. El pavo cree en sus leyes y las eleva al rango de ciencia. Así vive tranquilo en su ordenado y estable mundo. Sin embargo, la víspera de Navidad, el granjero no vino ni con la comida ni con el agua, sino con un hacha. Las leyes inductivas de nuestro desdichado pavo jamás hubieran podido  predecir algo así.

Conclusión: nuestras leyes científicas están basadas en el principio de causalidad por lo que, como hemos visto, no podemos decir que se cumpliran de modo necesario en el futuro. Pudiera ser que mañana cambiara el orden del Cosmos y las cosas cambiaran radicalmente. ¿Y si mañana dejara de funcionar la ley de la gravedad? Sería un serio problema, pero no podemos decir con necesidad lógica que no pudiera ocurrir.

He metido a los que creo que son más importantes viendo sus descubrimientos e influencia histórica. No he metido artistas (pintores, arquitectos, escultores)  porque he pensado que al crear arte no crearon directamente teorías (si bien muchos de ellos lo hicieron) y aquí quiero preguntar por quién es el teórico más grande  de todos los tiempos. Perdonadme por las terribles omisiones que he cometido. Son todos los que están pero no están todos los que son.

La encuesta estará abierta hasta el 31 de Diciembre del 2011.

Otro famoso argumento utilizado por muchos filósofos (Leibniz o Hume) es el llamado argumento del mal de Epicuro, pues se le atribuye al pensador hedonista. En rigor, no es una demostración de la ¿Dios permite el mal?inexistencia de Dios ya que en ningún momento concluye en la no existencia de éste, simplemente pone en duda la compatibilidad de ciertas afirmaciones. Vendría a decir algo así:

Ante el hecho de que existe el mal (o el sufrimiento) en el mundo y Dios permite que siga existiendo se dice:

1. O Dios quiso eliminar el mal y no pudo. Entonces Dios no es omnipotente. Con rigor no podemos decir que Dios no exista, simplemente habría que negar su omnipotencia.

2. O Dios pudo eliminar el mal y no quiso. Entonces Dios no tiene una bondad infinita. No podemos decir que Dios no exista, simplemente habría que negar su bondad. Dios sería también malvado.

3. O Dios ni quiso ni pudo. Dios ni es omnipotente ni es bondadoso.

4. O Dios quiso y pudo. Este es el caso que da más juego. Es posible que Dios ya ha tomado medidas contra el mal en el mundo y nosotros no lo sepamos. Sólo en este caso se compatibilizan mal en el mundo, omnipotencia y bondad infinita, si bien a cambio de renunciar a nuestra verdad sobre la percepción del mal en el mundo, lo cual ya da píe a especular mucho. Luego lo veremos mejor.

¿Con qué argumentos se defienden los creyentes ante tales acusaciones? Veamos algunos:

1. Dios no es el responsable directo del mal en el mundo, ya que el mal no tiene entidad ontológica siendo solamente ausencia de bien.

Este argumento no es más que decir lo mismo de otra manera. Al ser Dios el creador del mundo, pudo haberlo creado sin que pudiera darse de la ausencia de bien. Si Dios creó el mundo en su totalidad y es omnipotente, es el responsable de todo mal que en él ocurra.

2. Los culpables del mal son los hombres y no Dios. Nosotros somos los que hacemos el mal pues Dios nos hizo libres para elegir entre el bien y el mal o, con más precisión, para hacer el bien o dejar de hacerlo.

¿O es el hombre el único responsable de su destino?En muchas ocasiones el hombre no es responsable del sufrimiento. Una epidemia o un desastre natural pueden causar mucho sufrimiento sin que el hombre tenga directamente la culpa. Si Dios es omnipotente y sumamente bueno podría evitar tales catástrofes.

3. Santo Tomás contestaba que había pensar de otra manera: no comenzar por el mal en el mundo para concluir que no hay Dios, sino comenzar por Dios y, a partir de hay razonar. Él decía que si hay mal, Dios existe. Ya que si hay mal es porque hay bien y Dios es la causa del bien, el hecho de que exista mal es una prueba de que Dios existe.

Sí, esto es enunciar el problema de otro modo pero presuponiendo como premisa que Dios causa el bien (podría ser que el bien lo causen exclusivamente los hombres al no existir Dios) e ignorando las otras: Dios es omnipotente y sumamente bueno. Este argumento no resuelve nada.

4. No tenemos una concepción correcta de lo que es el bien y el mal. Los filósofos no han llegado a un acuerdo para definir lo que es el bien o lo bueno, por lo tanto no tenemos herramientas para juzgar las acciones de Dios, aún más cuando presuponemos que es infinitamente sabio. Nuestra inteligencia es tan sumamente inferior a la de Dios que es ya una presunción intentar comprender y, aún peor, juzgar sus actos. Ya decía Santo Tomás de Aquino que los efectos de la creación son inadecuados en virtud a la causa. Dios es infinitamente más listo que nosotros, no pretendamos comprenderlo. ¿Podría una cucaracha comprender el mundo de los humanos?

Este es el mejor argumento (no obstante, los creyentes siempre acaban por apelar o a su fe o a la inescrutabilidad de los caminos del Señor) que no es más que adoptar el caso 4 del argumento de Epicuro. Los cristianos dicen que Dios ya tomó medidas contra el mal, pero no como nosotros las esperábamos (eliminando el mal ipso facto), sino enviando a su hijo a que muriera por nosotros.

Yo personalmente apuesto por esta última argumentación. No tenemos demasiado claro qué es el mal ni el bien, además de que me parece poco lógico atribuir intencionalidad moral a cosas como tsunamis y epidemias de gripe. Creo que sólo se puede atribuir moralidad a los actos humanos y no a los naturales (hacerlo me parece burdo animismo). Sin embargo, del mismo modo afirmo que es igualmente absurdo atribuirle tantas características a Dios como hacen los cristianos: suma bondad, omnipotencia, omnipresencia, omnisciencia… No comprendo como saben tanto sobre Dios y luego acusan a la razón de soberbia. Al afirmar estos atributos y, además, darles un grado infinito, los teólogos cristianos se meten en complicados laberintos y paradojas sin necesidad. ¿No será lo más honesto y humilde, tanto para creyentes como para ateos, afirmar que realmente sabemos muy poquito para afirmar nada?

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