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Las ciencias se comportan conforme al esquema siguiente: si queremos conocer el funcionamiento de un reloj, no nos preguntamos si hay bacterias sobre sus engranajes o péndulos; el hecho de su presencia no tiene la menor importancia para la construcción y  la cinética de su mecanismo. ¡Las bacterias no pueden influir en la marcha de un reloj! Asimismo se pensaba entonces que los seres racionales no podían inmiscuirse en el funcionamiento del mecanismo cósmico, en cuya investigación debía ignorarse por completo su eventual presencia.

Con esta bella metáfora, Stanislaw Lem nos quiere mostrar la idea de inconmensurabilidad (tan presente en su obra), de incomunicación o si se quiere, de cierre categorial, entre la física y la biología. Efectivamente, la primera gran cosmovisión del Universo fue la aristotélica, de corte eminentemente biologicista (y es que los griegos no tenían máquinas, ni les importaba demasiado construirlas) y la segunda, la newtoniana, estrictamente fisicalista (propia del culto a la máquina de la Ilustración). Necesariamente, Newton tuvo que machacar a Aristóteles, puesto que, volvemos a la metáfora de Lem, en un gran reloj cósmico no hay lugar para bacterias. ¿Qué tiene que ver un bacilococo con la máquina de vapor de Newcomen? ¿Acaso influye la mitosis celular en la presión de las calderas que hacen funcionar el ferrocarril que lleva mis productos de Manchester a Londres y que, a la postre, me hará rico?

Y entonces llegó Schrödinger y se hizo la luz.  Un grandísimo físico aficionado a la biología intenta explicar el funcionamiento de los seres vivos en términos de dinámica de partículas. Los biólogos experimentan un profundo escalofrío en sus entrañas y todo cambia. Ahora, explicamos el funcionamiento de la célula en términos mecanicistas (hablamos a menudo de «maquinaria celular» y el interior del citoplasma no nos parece demasiado alejado de una gran factoría). La intención de Schrödinger, como la de todo buen vienés de la primera mitad del XX, era reduccionista: la física como el saber último que todo ha de explicar. Sin embargo, yo creo que su hazaña tuvo efectos no deseados contrarios a tal propósito: unió dos disciplinas casi antagónicas sin conseguir reducir la una a la otra. Únicamente ofreció una nueva visión para los biólogos que iluminó campos antes oscuros. Schrödinger no consigue explicar del todo qué es la vida (ni desde luego, su todavía misterioso origen), solo nos da ciertas descripciones de su funcionamiento: ese desequilibrio termodinámico generador de orden en un universo entrópico. Si se quiere, Schrödinger amplifica más el misterio: ¿por qué en un cosmos que tiende al desorden aparecen unos organismos empecinados en llevarle la contraria?

No creo en la inconmensurabilidad radical entre teorías ni disciplinas. Es más, precisamente, creo que lo realmente interesante, las grandes revoluciones que conmocionan el pensamiento, se dan cuando alguien mete el hocico en un campo que no es el suyo, cuando dos paradigmas irreconciliables se tocan. Lo interesante ocurre siempre en las fronteras, nunca en el pacífico centro. Es posible que las bacterias se dediquen a corroer los oxidados engranajes del reloj.

Una de las ideas de la historia de la ciencia que más me impactaron cuando conseguí entenderla bien (si es que aún hoy la entiendo del todo bien) es el principio de relatividad galileano, formulado por Newton en su segunda ley del movimiento. La ley newtoniana dice así: todo objeto está en movimiento o en reposo a no ser que se ejerza una fuerza sobre él. Aparentemente no parece gran cosa para el lego en historia de la física, pero es una frase altamente revolucionaria. Aristóteles pensaba, con su habitual sentido común, que el estado natural de un objeto era el reposo. Cuando observamos la naturaleza los objetos parecen estar quietos a no ser que algún tipo de fuerza los mueva. Cuando esa fuerza deja de ejercer su acción el objeto deja lentamente de moverse hasta quedar de nuevo quieto. Con esta idea se vivió desde la Grecia clásica hasta el Renacimiento, hasta que llegó la egregia mente de Galileo Galilei.

El experimento es bien sencillo, tan trivial que parece imposible que a nadie se le ocurriera hacerlo antes. Si observamos un barco en movimiento y lanzamos un objeto desde su mástil, su trayectoria variará en función de donde esté situado el observador. Si somos un marinero que está dentro del barco veremos que el objeto tiene una trayectoria rectilínea desde lo alto del mástil hasta la cubierta. Sin embargo, si somos Galileo y observamos el mismo movimiento desde nuestro telescopio en tierra firme, veremos que hace una curva acompañando el movimiento del barco. Es algo trivial pero que tiene que hacer rechinar nuestras neuronas: ¿cómo es posible que el mismo movimiento tenga dos trayectorias distintas? Parece que algo o se mueve en línea recta o lo hace siguiendo una curva pero… ¿ambas a la vez? ¡No puede ser!

´+Relatividad de Galileo

La conclusión es alucinante: no existe ninguna trayectoria «real», absoluta, válida para todos los observadores posibles, sino que hay tantas trayectorias como observadores, y si pensamos que podrían existir un número indeterminado de posiciones y velocidades desde las que observar… ¡hay infinitas trayectorias posibles! Infinitos galileos situados en infinitas posiciones diferentes observarían trayectorias distintas.

La importancia de este hallazgo es capital pues suponía un durísimo golpe a la física aristotélica. Como para el griego existían el movimiento y el reposo absolutos, para mover el mundo eran necesarios un montón de motores que transmitían por contacto (evidentemente, desconocía las fuerzas a distancia como la gravedad) el movimiento a cada móvil existente. En su compleja cosmología, existían un montón de esferas de éter que envolvían el universo y se movían unas a otras hasta llegar a Dios, al motor inmóvil, aquella fuerza absoluta que movía sin moverse ni ser movida. Cuando Galileo formula su principio todo esto salta por los los aires. No existe un motor absoluto porque el movimiento no es objetivo, es relativo a cada observador. Si, por ejemplo, todo el universo estuviera constituido por una serie de objetos que se mueven en la misma dirección a la misma velocidad, nadie podría afirmar, siendo uno de esos móviles, si algo se mueve o todo está quieto. Sencillamente, en ese universo, no existiría el concepto de movimiento. De la misma forma, en un universo en el que solo existiera un objeto, tampoco podría decirse si está en movimiento o reposo, pues no habría ningún observador externo, ningún punto de referencia desde el que juzgar la trayectoria. Y es que el movimiento no es una propiedad del objeto, no puede explicarse apelando únicamente al objeto móvil, sino que hace falta un mínimo de un segundo objeto que, además mantenga una dirección o velocidad diferentes con respecto al primero, para poder hablar de movimiento. Por eso podemos volver a insistir en la necesidad de basar nuestro conocimiento en una ontología de relaciones más que en una ontología objetualista. El movimiento es una relación, no una propiedad objetiva.

El concepto fundamental de la madre de todas las ciencias, aquella que pretende reducirlo todo a sus leyes, el concepto de movimiento, es relativo, es subjetivo. Pero, precaución amigo conductor, subjetivo no quiere decir «construido culturalmente por el individuo», ni «creado o inventado» o «una mera idea en la mente de alguien». El movimiento es real: un hombre del siglo XII, un masái, y yo observamos la misma trayectoria que Galileo siempre que estemos en su mismo lugar. El movimiento es perfectamente real y objetivo en el sentido de externo a nosotros, solo que es algo que solo existe en relación con otros objetos, no por sí mismo. Simplemente (o no tan simplemente), la cuestión reside en cambiar la perspectiva ontológica.

Pero no todo está perdido para los teístas nostálgicos de Aristóteles. Podríamos volver a apelar al ojo de Sauron: podría existir un centro del Universo, un lugar privilegiado desde el que observar la totalidad de lo real y, por lo tanto, poder determinar el movimiento y el reposo. Dios volvería a ser la percepción absoluta, el ojo que todo lo ve y que da objetividad a  la realidad. Todas nuestras observaciones de trayectorias serían erróneas ya que nosotros no estamos situados en el lugar de Dios. Sólo Él sabría cuál es el movimiento correcto de cada móvil. Berkeley podría no estar tan desencaminado como pudiera parecer (como pasa con todos los filósofos clásicos cuando se los estudia bien). No obstante, para mí todo eso es un mito: centro del universo, observador absoluto, motor inmóvil, causa incausada, idea de bien de la que todo emana… verdad absoluta, a fin de cuentas, no son más que diversas formas de representar ese anhelo humano de saberlo todo, de llegar al hegeliano fin de la historia. Mitos de la razón, al fin y al cabo.

Sauron2

La cita más conocida del filósofo irlandés George Berkeley es «ser es ser percibido». Máxima que explicita la tesis fundamental del empirismo radical que ha caracterizado, desde entonces, el pensamiento de las Islas Británicas. Lo que existe, lo único en lo que puedes tener confianza, es lo que ven tus ojos. Cualquier otro contenido mental que no provenga directamente de los órganos de los sentidos está bajo sospecha, es susceptible de ser una fabulación, un goyesco monstruo de la razón.

«Ser es ser percibido», buena guía para tu vida que, seguramente, te llevará por caminos más seguros que los probables espejismos del entendimiento. Empero, si la admitimos radicalmente, es decir, filosóficamente, trae problemas que se ven «a simple vista» pues, ¿qué ocurre con la realidad cuando yo no la percibo? ¿qué ocurre con la existencia cuando cierro los ojos? ¿O qué ocurre con los lugares que nadie ha visto jamás? ¿Con un simple parpadeo el mundo desaparece? Berkeley pensó una ingeniosa solución. Una de las características que suelen atribuirse a la divinidad es la onminsciencia: Dios está en todas partes, Dios puede verlo todo. ¡Eureka! Si ser es ser percibido, el mundo que yo no percibo sigue existiendo cuando cierro los ojos porque Dios es el ojo que todo lo ve, la percepción absoluta. Dios es el ojo de Sauron (ignoro si Tolkien habría leído a Berkeley) como no podía ser de otro modo para un empirista radical (curioso que hoy en día «radical» se utilice como insulto, cuando la etimología de la palabra nos dice que «radical» es aquel que va a la raíz de un asunto…). Pero Berkeley fue más allá en su radicalidad: no hay forma de saber si las imágenes en mi mente que se forman cuando yo percibo un objeto (impresiones) tienen existencia real fuera de mi mente. Yo solo sé que existen las impresiones que hay en mi cabeza y la infinita cantidad de impresiones que hay en la mente de Dios. Y si las ideas o impresiones son, por definición, inmateriales, espirituales… ¿existe un mundo material fuera mi mente? No, solo existen mis ideas y las de Dios, siendo el mundo, por así decirlo, una parte de la mente de Dios. Como luego dirá Schopenhauer, Berkeley es el padre del idealismo.

Otra visión más famosa es la de Newton. Para que su física tuviese sentido necesitaba dos referentes absolutos, dos coordenadas en las que situar todos los fenómenos: el espacio y el tiempo.   Son dos substancias inmateriales, inmóviles, inmutables (hasta que llegó la física relativista), homogéneas (no hay diferencia alguna entre los distintos puntos del espacio o del tiempo) e infinitas, es decir, se parecen a como los escolásticos definían a Dios, pero tienen una diferencia: son extensas (pueden medirse y, el espacio, a parte, tiene «tridimensionalidad»). Newton afirmó que eran la forma en que Dios percibía el mundo, eran los Sensorium Dei. Nosotros, seres limitados e imperfectos solo podemos percibir a la vez un grupo de objetos en el tiempo presente. Dios, en su infinita omnisciencia y omnipresencia, percibe todos los objetos del mundo al «ver mediante el espacio mismo» y, de modo más espectacular aún, los percibe desde la eternidad, es decir, su sentido temporal no se limita a ver todo el presente del Universo, sino a ver todos los instantes del tiempo a la vez (presente, pasado y futuro). Es difícil imaginar cómo sería percibir el tiempo de esa manera al igual que nos es imposible visualizar una forma geométrica de once dimensiones pero Dios es Dios y como tal puede hacerlo.

Leibniz, buen guardián del cristianismo, advirtió que entender así los sentidos de Dios era afirmar que hay algo de Dios que es medible en el mundo o que es una parte del mundo, y si pensamos que Dios es trascendente al mundo, eso es, absolutamente diferente a él tal y como defiende el catolicismo, caemos en una contradicción. Newton se acercaba peligrosamente a la herejía. ¿Cómo entender entonces el espacio y el tiempo? No hacerlos algo distinto a los objetos y al movimiento. Para Leibniz si quitáramos todos los objetos del espacio, no habría espacio o si no existiera el movimiento no habría tiempo. Sorprendemente, Leibniz actúo de un modo más empirista que un científico como Newton. Si no podemos ver el espacio y el tiempo, ambos no existen como contenedores absolutos y solo son en el sentido en el que forman parte de lo que sí podemos observar. El Universo no tiene un contenedor absoluto en el que está «flotando» sino que el Universo solo es sus contenidos. Además Leibniz nos saca de la radicalidad empirista que llevaba quizá a más extravagancias de las que pretendía sacarnos. Respondiendo al empirismo sostuvo algo que ahora nos parece fruto del más sencillo sentido común: todo lo que hay en mi entendimiento procede de los sentidos menos el mismo entendimiento. No todo son impresiones e ideas, no todo es percepción pura, sino que hay un entendimiento que organiza y da forma a esas ideas como luego, magistralmente, desarrollaría la filosofía de Kant. Leibniz saca de la naturaleza el ojo de Sauron cual Frodo Bolsón en las Montañas del Destino.

Quizá por mi mentalidad moderna no me cuesta demasiado comprender el universo como una enorme maquinaria. Es fácil imaginarse átomos moviéndose según una serie de leyes, engranajes y palancas, fuerzas y aceleraciones; y tener en el cerebro la representación mental similar a la del plano que hace un arquitecto o ingeniero: formas geométricas, esquemas, símbolos y fórmulas matemáticas. Es el cosmos que nos dejó la revolución científica en sus primeros siglos, el universo de James Watt y de Isaac Newton. Es el cosmos en el que nos han educado.

Sin embargo, y quizá por la misma razón, me cuesta muchísimo imaginarme el universo desde el paradigma previo al mecanicismo. Antes de que Copérnico y Galileo dieran a luz un mundo radicalmente nuevo, se entendía el cosmos como un gran ser vivo, como un organismo biológico. ¿Cómo es posible imaginarlo todo como algo viviente cuando, precisamente, andamos como locos buscando un resquicio de vida en la inmensidad de un espacio dominado por lo inerte? Platón nos ofrece un texto maravilloso en el Timeo donde aporta razones para defenderlo:

Y lo ha combinado así [su constructor], primero para que el Todo fuera en lo posible un viviente perfecto, formado por partes perfectas; en segundo lugar, para que fuera único, sin que fuera de él quedara nada de lo que pudiera nacer otro viviente de la misma clase; y finalmente, para que se viera libre de vejez [eterno] y enfermedad [incorruptible] […]. Ésta es la razón de que Dios haya formado el mundo en forma esférica y circular, siendo las distancias por todas partes iguales, desde el centro hasta los extremos. Ésta es la más perfecta de todas las figuras y la más completamente semejante a sí misma. Pues Dios pensó que lo semejante es mil veces más bello que lo desemejante. En cuanto a la totalidad de la superficie exterior, la ha pulido y redondeado exactamente, y esto por varias razones. En primer lugar, el mundo no tenía ninguna necesidad de ojos, ya que no quedaba nada visible fuera de él, ni de orejas, ya que tampoco quedaba nada audible. No lo rodeaba ninguna atmósfera que hubiera exigido una respiración. Tampoco tenía la necesidad de ningún órgano, bien fuera para absorber el alimento, bien para expeler lo que anteriormente hubiera asimilado. Pues nada podía salir de él por ninguna parte, y nada tampoco podía entrar en él, ya que fuera de él no había nada. En efecto, es el mundo mismo el que se da su propio alimento por su propia destrucción. Todas sus pasiones y todas sus operaciones se producen en él, por si mismo, de acuerdo con la intención de su autor. Pues el que lo construyó pensó que sería mejor si se bastaba a sí mismo que no si tenía la necesidad de alguna cosa. No tenían para él ninguna utilidad las manos, hechas para coger o apartar algo, y el artista pensó que no había necesidad de dotarle de estos miembros superfluos, ni le eran tampoco útiles nos pies, ni, en general, ningún órgano adaptado a la marcha […]. Por esa razón, imprimiendo sobre él una revolución uniforme en el mismo lugar, hizo que se moviera con una rotación circular.

Está claro: ¿para que iba a tener ojos, pies o manos el universo? ¿A dónde iba a ir, qué iba a coger o qué iba a ver si Él es todo lo que hay? ¿Y qué forma iba a tener sino la más bella de todas, la esfera, girando en movimiento rotatorio circular y uniforme? Platón también muestra un animal autosuficiente, enzarzado en un proceso cíclico de creación y destrucción… ¡un universo homeostático! ¿No se ve aquí, en el siglo VI a. C., la hipótesis de Gaia?

Argumentaba Lucrecio en su De Rerum Natura en contra de la eternidad del universo:

«Si no hubo origen de los cielos y la Tierra a partir de generación, y si existieron por toda la eternidad, ¿cómo es que otros poemas, antes del tiempo de la guerra de Tebas y de la destrucción de Troya, no han cantado también otras hazañas de los habitantes de la Tierra? ¿Cómo han caído en el olvido las acciones de tantos hombres en otros tiempos?… Salvo que, como es mi opinión, la totalidad del mundo es de fecha relativamente moderna, y reciente en su origen, y tuvo su comienzo hace un corto tiempo»

E igualmente Teofrasto, basándose en los procesos de erosión:

«Si la Tierra no hubiera tenido un  principio en el que nació, ninguna parte de ella se vería elevada sobre el resto. Las montañas serían ahora muy bajas, todas las colinas estarían niveladas con la llanura… Tal como es, la no uniformidad constante y la gran cantidad de montañas con sus enormes llanuras que ascienden al cielo son indicios de que la Tierra no ha existido siempre»

Son argumentos ingeniosos. El argumento de Lucrecio tiene mucho sentido si pensamos que el hombre nació con la Tierra (como afirma el Génesis) y que el hombre siempre ha elaborado documentos escritos. Aceptando estas dos premisas y pensando que los primeros documentos escritos que tenemos no llegan a los 4.000 años a.C. de antigüedad, no andamos muy lejos de las fechas que daban las autoridades cristianas al origen del Cosmos.  Por su parte, el de Teofrasto antecede el uniformitarismo de Lyell, pero niega otros elementos conformadores del relieve y, de alguna manera, el principio de conservación de la energía.

Sin embargo, algo que les quita ingenuidad para nuestra mirada moderna es que en ellos se trasluce la idea de irreversibilidad, idea que parecía desterrada de la física hasta no hace mucho.  La física newtoniana es, en muchos de sus aspectos, a-temporal, a-histórica. La fórmula de la gravedad no tiene en cuenta la historia de los cuerpos (de hecho, sólo atiende a muy poquita información sobre ellos: masa y posición). Qué era y qué no era el objeto antes  o después del movimiento importa poco (porque lo único que importa es el movimiento). Fue cuando se estudiaron las relaciones entre calor y trabajo cuando llegó el gran descubrimiento: los procesos físicos tienen historia, el tiempo es asimétrico. El desorden de un sistema tiende siempre a aumentar su entropía, siendo muy improbable que ocurra lo contrario. Nace la termodinámica y surge la idea de un tétricamente desordenado fin del Universo.

Resulta divertido todas las posibilidades filosóficas que conlleva esta idea. De primeras, la dificultad de elaborar leyes científicas acerca de un Universo que cambia cualitativamente se eleva a la enésima potencia. Ya no sólo se trata de describir lo que pasa en un momento dado, sino de describir lo que pasa en otros momentos de características diferentes del anterior. Los entes se multiplican, esta vez con necesidad. De segundas, la irreversibilidad de algunos sucesos supone poner límites a muchas posibilidades técnicas. Quizá no podamos revertir los efectos del envejecimiento o, la más descabellada aún, viajar hacia atrás en el tiempo. Otra idea es que con la irreversibilidad tenemos un criterio para determinar que viajamos del pasado al futuro. Si el tiempo fuera marcha atrás, del futuro al pasado y no hubiera sucesos irreversibles, no tendríamos ninguna forma de saberlo (en un Universo marcha atrás los extintores encenderían fuegos y las cerillas los apagarían, nada más). Sin embargo, cuando mezclo el café con la leche estoy demostrando nada más y nada menos que viajo hacia el futuro. Aunque según Boltzmann, es sólo una cuestión probabilística: existe la remota posibilidad de que el café y la leche se desmezclen solos. Podría decirse que el tiempo va hacia delante porque es más probable que así lo haga.

Y lo que resulta más curioso aún es que una idea que a la ciencia y a la filosofía les ha costado milenios en alcanzar, la gente de a píe la lleva manejando con total normalidad desde siempre sin saber nada de termodinámica. La vida misma parece más que nada una gran flecha de irreversibilidad. No podremos volver a nacer, no haremos de nuevo nuestra Primera Comunión, no daremos más nuestro primer beso, no tendremos nunca más veinte años… Lo que pasó pasó, aquel error que cometimos, por mucho que hagamos para enmendarlo, quedará siempre allí, tal y como sucedió, irreversiblemente.

La flor newtoniana

Publicado: 5 octubre 2009 en Evolución
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La última adquisición para mi jardín casero ha sido un Cyclamen persicum. Es una planta delicada provista de unas bonitas hojas de forma acorazonada pintadas en dos tonalidades de verdes y de unas coloridas flores violetas que duran (o pueden durar, crucemos los dedos) todo el invierno.

Pero lo más curioso es la estrategia evolutiva de esta planta para la polinización. Muchas fanerógamas utilizan sus colores y estructura floral para atraer insectos y que éstos trasladen su polen (la orquídea es la más espectacular)  mientras que otras confían en el viento o en la lluvia para su transporte. Pero lo que realmente era más fácil es la estrategia del cyclamen: utiliza la fuerza de la gravedad. Así, sencillamente, su cáliz apunta hacia abajo mientras que sus pétalos apuntan hacia arriba (parecen flores punkys) . El polen cae sin más sin tener que esperar al abejorro de turno… ¿Cómo no se le ocurrió a ninguna flor antes?

El cyclamen maneja bien la ley de la gravedad

Una concepción dogmática y absolutista del desarrollo de la ciencia tiende a ver las teorías científicas como algo terminado, estático, inamovible; como si el científico que las idea las generara  en un tiempo pero luego las dejara acabadas para siempre (O ni siquiera eso, el mito de Newton y la manzana es una muestra de falsa idea de cómo nace una teoría científica. Los Principia de Newton no son fruto de un «manzanazo» sino de años de dura investigación). Así, si hablamos de paradigmas, solemos entender el paradigma aristotélico, el newtoniano y el einsteniano como tres grandes totems, corpus de doctrinas perfectamente ensambladas. Cuando empezaron a caer, uno imagina que una serie de evidencias experimentales corroyeron sus cimientos hasta que se derrumbaron de una sola vez como un edificio al ser demolido. Parece que uno se acuesta aristotélico y a la mañana siguiente ya es newtoniano.

Nada más lejos de la realidad. La ciencia, cuando es buena ciencia, se caracteriza por lo móvil. Una buena idea no es la idea que se queda en el trono de la verdad nada más pensarse; una buena idea genera inmediatamente líneas de investigación que vuelven constantemente a revisarla; una buena idea es una visión de futuro, más valiosa por lo que abre que por las soluciones que da. Esa es la diferencia entre la ciencia viva y la ciencia muerta (o la religión).

La teoría de Darwin abrió un marco nuevo de hipótesis y contrahipótesis, de tesis y refutaciones

Y, precisamente, desde el Blog Memecio nos llega un claro ejemplo de ciencia viva. El Origen de las especies de Charles Darwin se gestó durante unos veinte años (imaginemos las vueltas que dieron las ideas en la cabeza de Darwin durante tanto tiempo) y luego tuvo nueve ediciones en las que se corrigieron y matizaron un montón de tesis. El especialista en visualización de datos del MIT Ben Fry (en su Web podréis ver diagramas del código genético, estructura de cromosomas, etc.) nos muestra una visualización de los cambios que Darwin introdujo en las sucesivas ediciones de su gran obra. Además de poder verse los cambios frase por frase, es curioso contemplar como las ediciones aumentan de tamaño (de 140.000 a 190.000 palabras). Y es que Darwin tuvo que responder a muchas objeciones (muchas de ellas bastante lógicas) ya que su pensamiento supuso el comienzo de una gran revolución por lo que, necesariamente, habría de estar inacabado.

Los que argumentan que el darwinismo es una religión autoritaria bien harían en comparar los cambios constantes en el pensamiento de Darwin con la, esta vez sí, quietud totémica de los textos bíblicos. ¿Cuántas veces se ha corregido la Biblia debido a las objeciones planteadas? Sólo quien se cree en posesión de la verdad absoluta no necesita revisarla, sólo quien opera con dogmas y no con hipótesis no necesita pensar sino sólo dar órdenes a su rebaño. En el caso de Darwin, desde luego, la historia no era esa.

Tengo una televisión que hace cosas maravillosas: produce imágenes en movimiento a gran resolución, imágenes que son réplicas exactas de cosas que están pasando a miles de kilómetros, muchas veces en riguroso directo. Mi televisión capta ondas invisibles que viajan por el aire y las transforma en preciosos paisajes a todo color.  Es una cosa alucinante que hubiera hecho que Isaac Newton se cagara en los pantalones si la viera. Es la cima de la evolución tecnológica, fruto de verdaderos diseñadores inteligentes. Sin embargo, cuando algo tan maravilloso se estropea, se avería sin que exista el modo de repararlo… ¿a dónde se van las imágenes en color que producía? ¿A dónde va ese sonido envolvente de tan grande calidad? ¿Dónde estarán sus más de doscientos canales?¿A dónde van las películas que compartí con ella? ¿Dónde estarán la final de la Eurocopa o el festival de Eurovisión?

No soy técnico ni ingeniero, así que no tengo ni idea de cómo el sustrato electrónico de mi tele produce esas imágenes y sonidos inmateriales. Encuentro la relación causal pero no comprendo la causa eficiente… ¿cómo produce mi tele esas imágenes tan magníficas? Mi conocimiento no lo puede explicar y esa incertidumbre me deja preplejo (la Grandeza del Misterio). Pero no puede ser que algo tan maravilloso se quede en la nada, en el vacío de la existencia. ¿Cómo puede acabar siempre mal la vida de cada tele? ¿No podrían las teles funcionar para siempre? Es injusto. Es más, podríamos preguntarnos ¿qué había antes de la televisión? ¿Será el mismo vacío que después? Mi tele fue una gran tele, nunca ser averió y siempre estuvo allí cuando la necesité.  No se merece acabar así… No puedo soportar su ausencia… ¿Habrá ido a un lugar mucho mejor? Las imágenes eran inmateriales por lo que seguro que pueden sobrevivir sin el soporte electrónico… ¿Podré volver a reencontrarme con ella y volver a ver House los martes por la noche? ¿O quizá se reencarne en las nuevas teles que salen de la fábrica?  La verdad es que ninguna televisión ha vuelto del más allá para contárnoslo por lo que creo que no lo sabremos nunca.

Esta entrada continua: ¿Qué hay después de la muerte?

Empecemos por algunas citas:

«Podemos por tanto considerar la materia como constituida por las regiones de espacio en las cuales el campo es extremadamente intenso… En este nuevo tipo de física no hay lugar para campo y materia, pues el campo es la única realidad» (las negritas son mías).

Ésto lo dijo Albert Einstein (Citado por M. Capek en The Philosophical impact of Contemporary Physics. Pág. 319).

Otra de Hermann Weyl:

«Según la teoría del campo de la materia, una partícula material tal como un electrón es simplemente una pequeña zona de un campo eléctrico, dentro de la cual la fuerza del campo asume valores enormemente altos, indicando que una energía comparativamente muy grande está concentrada en un espacio muy pequeño. Tal nudo de energía, que de ningún modo se presenta claramente delineado contra el resto del campo, se propaga a través del espacio vacío como una onda de agua sobre la superficie de un lago; no existe una sustancia de la que pueda decirse que el electrón está compuesto en cada momento» (Las negritas son mías. En Philosophy of Mathematics and Natural Sciencie. Pág. 171)

Y acabamos con una del físico austríaco Walter Thirring (citado en El Tao de la física de Fritjof Capra. Pág. 294)

«La física teórica moderna… nos ha hecho pensar sobre la esencia de la materia en un contexto diferente. Ha llevado nuestra atención de lo visible – las partículas – a la entidad subyacente: el campo. La presencia de la materia es simplemente una perturbación del estado perfecto del campo en un lugar dado; algo accidental, casi podría decirse que es simplemente una «mancha». Por consiguiente, no existen leyes sencillas que describan las fuerzas que actúan entre las partículas elementales… Tanto el orden como la simetría deberán buscarse en el campo subyacente» (las negritas son mías).

Cuando Newton enunció su teoría de la gravitación universal, pronto se dió cuenta de un gran problema. La fuerza de la gravedad interactúa de forma instantánea. Pero si, por ejemplo, el sol, que está a ocho minutos luz de la tierra, y ejerce su fuerza gravitacional sobre ella de modo instantáneo… ¡¡¡ La fuerza de la gravedad viaja a una velocidad infinita !!! Eso no podía ser, era absurdo. Entonces Faraday, en sus estudios sobre electricidad, introduce la noción de campo, que luego utilizarán Maxwell, para hablar de electromagnetismo y Einstein para hablar de gravitación.

La noción de campo sustituye a la de materia

¿Qué es un campo? Supongamos que tenemos dos cuerpos que interaccionan entre sí, ejerciendo cada cada uno de ellos una fuerza sobre el otro. Si vamos situando el segundo cuerpo en distintas posiciones alrededor del primero, actuará en cada caso una fuerza distinta sobre él. Ésto sólo se comprende admitiendo que cada punto del espacio alrededor del primer cuerpo, está dotado de cierta propiedad, creada por éste, que hace que al colocar allí un segundo cuerpo, actúa sobre él una fuerza. A esta propiedad la llamamos campo. Esta noción, como hemos visto en las citas, nos tiene que hacer abandonar nuestra visión clásica de la materia y, por ende, del materialismo. Materia ha de entenderse como alta intensidad energética de campo, no ya como cuerpo, objeto u extensión (a modo cartesiano, como despliegue tridimensional) y, como ya no es casi necesario mencionar, alejarla de nociones como «solidez», «dureza» o «indivisibilidad», ni tampoco como «lo que puedo tocar o ver» (hay que eliminar toda relación con los sentidos) o «lo que me rodea» (cayendo en subjetivismo). ¿Qué más consecuencias pueden sacarse de esta nueva concepción de la materia o de este posmaterialismo?

a) No cabe la división entre continente y contenido propia del mecanicismo newtoniano. Newton habló del espacio y del tiempo como los dos continentes absolutos en los que acaecía todo o en dónde estaba toda la materia existente (sus sensorium dei). Ahora sabemos que el espacio y el tiempo son inseparables de sus contenidos. El espacio se curva o alabea en función de la presencia de masa y el tiempo se adelanta o retrasa en función de la velocidad.

b) La vieja noción de vacío queda invalidada. El espacio entendido como vacío entre objetos ya no es válido. El materialismo mecanicista entendía el vacío como esa ausencia de materia, ese no-ser en el que habitaban los objetos materiales. Ese no-ser ira imperturbable, el ser material no podía interactuar con él. Hoy sabemos que podemos curvar el espacio, es decir, que el «espacio vacío» no es un no-ser, sino que tiene entidad. Precisamente la noción de campo es similar a la noción de espacio vacío y tiene entidad ontológica.

c) La geometría del espacio cobra vital importancia. El mecanicismo pensaba en un espacio infinito tridimensional. Ahora sabemos que el espacio puede variar su geometría, teniendo esto importantes consecuencias para sus «contenidos». La geodésica (línea más corta en unir dos puntos) es muy distinta en un plano que en una esfera. Las geometrías no euclídeas sustituyen a la geometría plana de Euclides. La nueva física hace que cambiemos radicalmente nuestra visión del espacio.

He metido a los que creo que son más importantes viendo sus descubrimientos e influencia histórica. No he metido artistas (pintores, arquitectos, escultores)  porque he pensado que al crear arte no crearon directamente teorías (si bien muchos de ellos lo hicieron) y aquí quiero preguntar por quién es el teórico más grande  de todos los tiempos. Perdonadme por las terribles omisiones que he cometido. Son todos los que están pero no están todos los que son.

La encuesta estará abierta hasta el 31 de Diciembre del 2011.