Posts etiquetados ‘José Ortega y Gasset’

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Durante muchos siglos, la forma de entender la vida biológica ha ido de la mano de lo que se ha denominado vitalismo. Dibujándolo a brocha gorda, consistiría en afirmar que hay un principio, fuerza, energía, o incluso fluido, que, cuando se “insufla” en la materia inerte produce la vida. Está muy emparentado con el animismo, que diría que los seres vivos poseen anima, un principio que los anima, es decir, que los mueve. Aristóteles pensaba que los seres vivos contenían internamente su causa eficiente, a diferencia de los seres artificiales, a los que había que mover “desde fuera”, es decir, que su causa eficiente les es externa. Este principio no podría explicarse desde la materia o sus características, por lo que el vitalismo es pretendidamente antimaterialista o, en el mejor de los casos, no-materialista. Además, encajaba muy bien con la perspectiva religiosa: cuando mueres, esa anima o alma, abandona tu cuerpo material (que es lo único que muere) y se va derechita al paraíso.

Es muy curioso como el vitalismo ha continuado existiendo en la mente de muchos intelectuales a pesar que, en biología, ha sido desterrado como una teoría falsa desde hace mucho. En 1828 Friedrich Whöler obtuvo urea (un componente químico propiamente orgánico que podemos encontrar en nuestra orina) de cianato de amonio (una sustancia típicamente inorgánica). Con esto Whöler demostró que la sustancia de la que se compone los seres mismos es exactamente igual que la que componen los seres inertes. No hay ningún extraño elemento químico, ni ninguna fuerza ni energía diferente que exista dentro de los seres vivos. La física y la química son iguales para todos (no hay nada más democrático).

Y si los descubrimientos de Whöler dejaban todavía algún resquicio para la duda (el cianato de amonio se obtenía de la fermentación de plantas, por lo que todavía podría argumentarse que no era una sustancia plenamente inorgánica), unos años más tarde (1845), Hermann Kolbe, a partir de disulfuro de carbono y cloro (Dos sustancias estrictamente inorgánicas), obtuvo ácido acético (que se encuentra en el vinagre de toda la vida).Y por si quedaba alguna duda, durante la década de 1850, el francés Pierre Eugène Berthelot sintetizó docenas de compuestos como el alcohol etílico, el ácido fórmico, el metano, el acetileno o el benceno. Desde mediados del siglo XIX, no hay lugar para el vitalismo en ciencia.

De hecho, hoy en día la mal llamada química orgánica, expresión acuñada desde la perspectiva vitalista de Jöns Jacob Berzelius (maestro contra el que se rebeló Whöler) para diferenciar una química para lo vivo y otra para lo inerte, se encarga de estudiar, no solo los compuestos que forman a los seres vivos, sino otros como el petróleo y sus derivados como, por ejemplo, el polietileno del que están hechos gran parte de los envases de los productos que consumimos a diario. Sí, la química del carbono que regula el funcionamiento de nuestro organismo es la misma que rige las propiedades de las botellas de plástico.

Sin embargo, cierto sector (bastante importante) del mundo intelectual siguió trabajando, haciendo caso omiso a los descubrimientos científicos, y el vitalismo siguió campando a sus anchas. Tenemos a Schopenhauer, hablando de una voluntad de vivir propia de todos los seres vivos, recogida por su discípulo Friedrich Nietzsche en su voluntad de poder y, de nuevo, repescada por nuestro filósofo patrio por excelencia, Don José Ortega y Gasset y sus muchos discípulos. En 1927 le dieron el premio Nobel de Literatura (menos mal que no fue el de medicina) al filósofo francés Henri Bergson, quien seguía manteniendo la presencia de lo que él llamaba élan vital, una fuerza o energía creadora, motor del proceso evolutivo… ¡82 años después de Kolbe y dando premios Nobel a vitalistas!

Pero la cosa no queda aquí. Todavía es muy común leer a intelectuales influenciados por el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, quien, a parte de sus muchas aportaciones positivas a la psicología, defendía la presencia de una especie de energía pulsional, igualmente no encontrada por experimento alguno. Y más grave que Freud es la famosa figura de Wilhelm Reich, discípulo del vienés, nos hablaba del orgón, una energía cuya liberación más manifiesta está en el orgasmo (de ahí su nombre, mezcla de orgasmo y organismo). A pesar de que Reich murió encarcelado por la venta de equipos médicos fraudulentos, hoy en día tiene incluso una fundación: el American College of Orgonomy. Alucinante.

Lamentablemente, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, tan de moda en la actualidad en ciertos círculos universitarios y políticos, se considera influenciado por Freud, Reich o Lacan (este tercero también tiene telita). Una pena fruto quizá de la triste separación entre ciencias y letras. Si los humanistas contemporáneos estuvieran versados en algo de biología o química, prácticamente, básicas, otros gallos cantarían.

Un escándalo, pero no me queda del todo claro: ¿acaso no existe el instinto de supervivencia o el deseo sexual como fuerzas, o energías, motivadoras de nuestra conducta? Sí que existen pero no como causas motrices. El deseo de hacer o conseguir algo en general no es más que una sensación: yo siento que deseo. Esa sensación activa (o como mínimo informa) un montón de subprocesos que se ponen en marcha para que, realmente, nuestro organismo consiga el objeto de deseo. Esa sensación activadora o informadora no es ninguna fuerza o energía, no es nada que empuje ni mueva absolutamente nada. A nivel físico no existe ninguna correlación entre el deseo y tal fuerza o energía vital, sencillamente porque no existe. El único correlato material de la sensación de deseo es actividad neuronal.

Un ejemplo: deseo beber agua. En mi mente aparece la sensación de sed, por lo que mi brazo se mueve para coger un vaso de agua ¿Qué fuerza o energía se pone aquí en juego? La única fuerza significativa será la que produzca la contracción de las fibras musculares de mi brazo, no hay otra. Ningún élan vital bergsoniano ni ningún conatus spinozista empujarán desde ningún lado. Por favor, dejemos de hablar de alquimia de una vez por todas.

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  1. MacLuhan hablaba de «extensiones del hombre» o Ernst Kapp de «órganos proyectados». He leído muchas veces usar la expresión «prótesis» (si bien sería más correcto decir «órtesis» en la mayoría de los casos ) para hablar de los adelantos tecnológicos que forman parte de nuestros quehaceres cotidianas y que, en cierto sentido, forman parte de nuestro cuerpo, siendo ya complejo establecer una frontera entre hombre y máquina. Se habla de cyborg para referirse a esta simbiosis representada por individuos con cualquier tipo de implante mecánico o electrónico. Todos se quedan muy cortos. Ortega se acercó algo más: somos esencialmente técnicos, esencialmente artificiales: nuestra forma de relacionarnos con el mundo es el artificio. No es que podamos elegir entre usar tecnología o no, es que somos tecnología. El ludismo es el movimiento más antinatural que existe y el transhumanismo es un humanismo.
  2. Spacewar fue el primer videojuego de la historia. Lo diseñó en 1962 un estudiante del MIT llamado Steve Russell. Conocer la fecha de este evento no parece importante. Yo mismo no la conocía hasta hace unos días, pero eso cambiará drásticamente. Igualmente que la historia que nos enseñaron en los institutos (llena casi exclusivamente de reyes y batallitas) ha ido evolucionando para convertirse en una historia social, económica, simbólica, de las ideas, etc. muchísimo más útil y significativa, la historia de la computación terminará por incluirse en ella y tener un importante papel en los planes educativos (o no, dependerá claro de nuestra insigne clase política). Es una obviedad decir que a día de hoy, un sociólogo no se enterará de absolutamente nada sin la historia del procesamiento de la información.
  3. En 2008 existían ya unos 8,6 millones de robots, cifra que contrasta mucho con los escasos 20.000 que funcionaban en 1980. En 28 años ya hay 430 veces más robots y, sin embargo, la jornada laboral no se ha reducido (incluso ha subido a principios de siglo) ¿Por qué? ¿En qué están fallando las predicciones de Keynes? ¿Por qué no tenemos ya jornadas de dos o tres horas diarias? Dos razones: nosotros, la clase media hemos elegido mantener un elevadísimo nivel de consumo a cambio de seguir trabajando muchas horas (hay que ser imbéciles pero así lo hemos decidido. Ya veréis a quién votáis o cuáles son las prioridades en vuestras vidas). Y la segunda: desde las clases dirigentes se ha remado en la misma dirección como no podría ser de otra manera. En tu empresa, si tus trabajadores echan ocho horas y producen x, y ahora tienes dos robots que te hacen producir x+5 sin un aumento significativo de costes, bienvenido sea ese aumento de producción en un ámbito de dura competencia en el sector. Si reduces la jornada laboral, siempre habrá otra empresa que no lo hará y ganará la partida, así que no lo haces. Sin una legislación global no se puede hacer nada.
  4. Diversos estudios (por ejemplo aquí y aquí) calculan que en un par de décadas casi la mitad de los puestos de trabajo en el sector industrial serán ocupados por robots. En España el sector industrial representa, desgraciadamente, solo un 20% del total de los trabajadores. Si tenemos algo más de 17 millones de trabajadores, de los cuales 3,4 trabajan en la industria, para el 2040 tendremos 1,7 millones de puestos de trabajo destruidos. Son veinte años, una generación. Hay tiempo para formar a los futuros trabajadores para adaptarse a este nuevo mercado laboral (evidentemente dentro de lo previsible. Mucho de lo que venga en veinte años es totalmente impredecible a día de hoy), si bien será complicado conseguir suplir un número tan alto de puestos de trabajo perdidos (se auguran momentos complicados). Además, este suceso implicará la división entre países que han conseguido robotizar su sector industrial y los que no. Se antoja muy necesario prepararse para la inminente robolución.

Hay una expresión que creo que viene del coaching deportivo (o no sé si de la psicología) y que me parece bastante ilustrativa: zona de confort. En cualquier actividad que realices en tu vida, esa zona es en la que te siente cómodo, la que dominas, en la que sabes perfectamente lo que tienes que hacer y lo haces bien. Los seres humanos, animales comodones donde los haya (eso de no perder el tiempo, de no vaguear y de hacer siempre cosas productivas es un invento de los protestantes. El homo sapiens es naturalmente perezoso), vivimos muy bien en esa zona. Sin embargo, todos los coachs valoran a los jugadores a los que les gusta salir del confort y meterse en problemas, en lugares en donde uno está de todo menos a gusto. La razón es evidente: salir de la zona de confort es la única forma de crecer, de aprender. Si solo haces lo que sabes hacer nunca harás nada nuevo y, a fortiori, jamás aprenderás. En el mundo del pensamiento, de la filosofía, es lo mismo.

Leemos a los de siempre, a los que escriben lo que queremos leer. Creamos muros de prejuicios a base de repetir siempre lo mismo, de pensar continuamente lo mismo, es decir, de no pensar. Repetimos los mantras que escuchamos en la caverna mediática de los nuestros. Construimos castillos de argumentos en torno a ideas preconcebidas, protegiendo esos dogmas que, bajo ningún concepto, pueden derrumbarse. Y aunque llegaran a derrumbarse, no importa, seguiríamos sosteniéndolos, porque forman parte de nosotros mismos. En términos de Ortega, estaríamos hablando no de ideas sino de creencias, de verdades vitales que forman parte de nosotros tanto como nuestro nombre o nuestra casa. Por eso nos cuesta tanto abandonarlas, por eso nos ofende tanto cuando las cuestionan.

Leo constantemente en saludables blogs escépticos la distinción entre cosas que merecen respeto y que no. Se suele afirmar que las personas sí que merecen respecto pero las creencias no. Si tú eres racista, puedo respetarte como ser humano pero no respetaré tus malvadas creencias. Está bien, pero solo como ideal. Es completamente normal que cualquier persona se ofenda si le dices que sus afirmaciones son una estupidez, sencillamente porque las ideas de una persona, si se ha habituado a ellas o las defiende desde hace tiempo, son parte de su identidad, de su más íntimo ser. Criticar sus ideas es criticarle a él mismo. Cuando afirmamos que el cristianismo es una rotunda estafa y comprobamos como los creyentes se enfadan, no solemos caer en la cuenta en que lo que realmente les estamos diciendo es que su modo de vida, lo que hacen, dicen y piensan todos los días, es una rotunda estafa. En el fondo estamos diciendo que ellos mismos son una estafa o, como mínimo, les estamos diciendo que son tan estúpidos como para haber estado engañados toda su vida. A nadie le gusta que le tomen por idiota. Es totalmente razonable que se sientan ofendidos. Igualmente, si le decimos a un físico que la teoría en la que lleva trabajando veinte años es una total estupidez, creo que se molestará.

Cambiar de ideas cuando alguien nos da fuertes razones para pensar que son erróneas es una forma radical de salir de nuestra zona de confort. Por eso nos cuesta tantísimo, pero debemos intentar hacerlo o, como mínimo, tenerlo como un ideal utópico al que tender. Y es que eso es precisamente la filosofía, el ideal utópico de estar siempre dispuesto a abandonar la seguridad de tu confort para situarte en la incomodidad de la frontera. El auténtico pensamiento consiste en violentar el mismo pensamiento, en quedarse perplejo sin respuesta alguna, en encontrarse en callejones sin salida, en laberintos sin la ayuda de ningún hilo de Ariadna. La filosofía consiste en estar siempre en los límites: en los de la ciencia, en los del conocimiento, en los de la razón, en los del abismo o en los de la cordura… Y no hay nada tan antinatural para el siempre comodón, orgulloso y susceptible ser humano.

¿Puedes elegir racionalmente entre dos opciones idénticas?

El Asno de Buridan se jactaba de tomar todas sus decisiones desde un profundo análisis racional. Un día, teniendo mucha hambre, se encontró ante un dilema. En el establo donde vivía, el granjero había dejado dos montones de heno. Nuestro asno comenzó con su análisis racional para decidir por cuál de los dos montones empezar a comer. Pero, los dos parecían iguales: pesaban lo mismo, tenían el heno igual de fresco y estaban formados por trigo, avena y cebada en la misma proporción. ¿Cuál elegir? El asno pensó y pensó y, al no tener ninguna razón para elegir uno u otro, no pudo elegir ninguno y murió de hambre.

Esta manida historieta puede interpretarse como que en toda decisión hay una parte no racional, un riesgo a asumir o un salto de fe. Durante mucho tiempo se ha utilizado para trazar los límites de las decisión racional. Y hasta cierto punto tiene razón. Por mucho que planifiques una acción existirán aspectos que no controles, imprevistos, incertidumbre, por lo que toda acción tiene una parte de apuesta, de asunción de riesgos. Para actuar hay que ser valiente, lo cual no nos tiene que llevar a aceptar un irracionalismo total. Pero este no es el problema.

El tema es que en la sociedad actual vivimos en una inversión del asno de Buridan. No es el caso que tenemos que elegir entre dos opciones y la racionalidad nos es insuficiente, sino que tenemos un inmenso abanico de opciones a nuestra disposición y escaso análisis racional en la toma de decisiones. El problema no está en si la decisión racional tiene límites, el problema está en el nulo uso de la racionalidad. Vivimos en una época en la que se enfatizan los criterios de elección no racionales: «Haz lo que el corazón te pida», «Sé tú mismo», «Elije por amor», «Déjate llevar por tu intuición»

Ortega y Gasset decía que vivimos en una época en la que la técnica abre el campo de la posibilidad hasta cumbres inauditas, a la vez que el campo de los fines, del qué queremos, está más vaciado que nunca. La crisis de valores ha arrastrado o  se ha convertido en una crisis de racionalidad (o viceversa), en una quiebra de la razón. Miles de opciones, miles de alternativas y  elecciones emocionales… ¿Hay algo más peligroso?

Muchas alternativas y poca racionalidad