1. La mayoría de la gente piensa que su voto no vale para nada, no va a resultar ni de lejos decisivo en la votación, de modo que se cuestiona si acudir a votar le resulta rentable en términos de coste-beneficio.
2. La mayoría de la gente piensa que, debido a lo poco que cuenta su voto, no merece la pena informarse en profundidad de las propuestas de cada partido.
3. Así mismo, aunque por motivos éticos (deber ciudadano o algo así) el votante se quisiera informar, el acceso a las propuestas no es fácil (los programas electorales son generalistas y demagógicos y, prácticamente, no dicen nada) y si uno quiere profundizar más, tener una opinión sólida sobre qué medidas serán realmente más interesantes, requiere muchísimo tiempo y esfuerzo (estar constantemente informado de la realidad política mediante fuentes fiables… ¿es siquiera posible?). Y aquí reside la gran paradoja: si quieres votar responsablemente tienes que dedicar ese tiempo que quizá no tienes. Como ya sabían los griegos para dedicarse a la política hay que tener ocio, hay que liberarse del trabajo (por eso en Atenas los esclavos eran los que labraban los campos). Y bien lo denunció Marx: ¿cómo van los obreros a dedicarse a la política si su preocupación es la supervivencia?
4. Sale entonces mucho más barato «posicionarse», es decir, votar a lo que uno «ha mamado» desde pequeño, a lo que le han enseñado a valorar visceralmente como positivo y, por lo tanto, a escuchar, aceptar y compartir, sea lo que sea lo que diga. En un momento de tu vida, seguramente desde la adolescencia, «te posicionas» con el PP o con el PSOE, te haces de izquierdas y derechas y, desde entonces, tu voto está decidido. Cualquier acción política será interpretada a priori desde esa posición por lo que nunca se verá nada bueno en las acciones del partido rival ni viceversa. Independientemente de la realidad política el votante posicionado votará siempre igual.
5. Otra fórmula barata es hacer «lo que se hace», es decir, después de un seguimiento superfluo de los vaivenes de la política en los principales medios de comunicación (¿puede ese seguimiento no ser superfluo?), aceptar sus principales emblemas y eslóganes varios, y votar conforme a ellos. Por ejemplo: «Dado lo mal que el PSOE lo ha hecho con la crisis, lo suyo será votar al PP» sería un tópico sencillo que podría inducir al voto. Aquí es donde el juego electoralista que se practica en nuestra partitocracia puede arañar unos votos. Un buen control de los medios un poquito antes de las elecciones y la memoria de pez del votante pueden provocar un vuelco inesperado en las urnas. Si bien, en estas elecciones, no creo que sea el caso.
6. Y la tercera fórmula, y la más barata de todas, es no votar. Uno se declara apolítico desde el complejo de superioridad que se siente al ver el lamentable panorama y vive apartado de la política, en un ostracismo autoimpuesto que queda muy bien para presumir en cenas de sociedad. Es el caso de muchos intelectuales o de gran parte de nuestros adolescentes, si bien estos últimos no lo hacen por sentirse superiores, sino simplemente porque pasan de un panorama que bien mirado es bastante aburrido y poco sugerente. ¿Que atractivo podría tener seguir como mero espectador el quehacer de gente muy mediocre que rara vez sorprende en un juego con unas reglas demasiado consabidas? Cuando nos quejamos de la apatía política que domina la mentalidad de nuestros jóvenes no solemos caer en la cuenta de que quizá la apatía puede ser una postura muy legítima dado lo que les estamos ofreciendo. Sin embargo, que la situación sea penosa no legitima totalmente la apatía ya que ésta sólo contribuye a que a los políticos se les dé «barra libre», es decir, total impunidad para hacer lo que les dé la gana. Un votante apático es la panacea para el corrupto.
7. Corolario escalofriante: si el voto responsable es imposible o muy poco frecuente y, como hemos visto, las demás formas de voto no son legítimas… ¿qué diablos estamos haciendo en las elecciones? ¿dónde queda la soberanía popular y demás ideales democráticos? Nuestra idolatrada democracia se convierte en una farsa ya que su principio fundamentador, la elección de representantes, está profundamente viciado por una insondable paradoja.