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La historia no tiene ningún significado. La «historia», en el sentido en que la entiende la mayoría de la gente, simplemente no existe: y ésta es por lo menos una de las razones por las cuales afirmo que no tiene significado. […] Lo que la gente piensa habla de la historia de la humanidad es, más bien, la historia de los imperios egipcio, babilonio, persa, macedonio, griego, romano, etc.,  hasta nuestros días. En otras palabras: hablan de la historia de la humanidad, pero lo que quieren decir con ello, lo que han aprendido en la escuela, es la historia del poder político. No hay una historia de la humanidad, sino un número indefinido de historias de toda suerte de aspectos de la vida humana. Y uno de ellos es la historia del poder político, la cual ha sido elevada a categoría de historia universal. Pero esto es, creo, una ofensa contra cualquier concepción decente del género humano y equivale casi a tratar la historia del peculado, del robo o del envenenamiento, como la historia de la humanidad. En efecto, la historia del poder político no es sino la historia de la delincuencia internacional y del asesinato en masa (incluyendo, sin embargo, algunas de las tentativas para suprimirlo). Esta historia se enseña en las escuelas y se exalta a algunos de los mayores criminales como sus héroes. […] Insisto en que la historia no tiene significado. Pero esta afirmación no significa que todo lo que nos queda por hacer sea mirar horrorizados la historia del poder político, o que hayamos de considerarla una broma cruel. En efecto, es posible interpretarla con la vista puesta en aquellos problemas del poder político cuya solución nos parezca necesario intentar en nuestro tiempo. Es posible interpretar la historia del poder político desde el punta de vista de nuestra lucha por la sociedad abierta, por la primacía de la razón, de la justicia, de la libertad, de la igualdad y por el control de la delincuencia internacional. Si bien la historia carece de fines, podemos imponérselos; y, si bien la historia no tiene significado, nosotros podemos darle uno.»

Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, pp. 269-270 y 278, citado por Margarita Boladeras en su monográfico sobre Popper en Ediciones del Orto.

Este fragmento siempre me ha parecido precioso, ya que da profundamente en el clavo en una de las ideas más terroríficas que se han pensado: la Gran Historia. Existe un proceso, una dirección, un destino, hacia el que la historia transcurre y que, además, es el auténtico sentido de todo. Así, el deber del hombre es contribuir a que tal destino se cumpla. Dicho de este modo parece un pensamiento inocuo, pero se agrava cuando ese destino está por encima de los individuos, de modo que se antojan como sacrificables en pos de ese glorioso fin. Ejemplo claro de esta ida de Gran Historia ha sido el concepto de Nación, que surge cuando el sentido de la historia universal se particulariza en un pueblo concreto. Tenemos el bíblico pueblo elegido que, con el nacimiento del Estado Moderno en el epílogo de la Edad Media, se extendió a las diferentes naciones europeas: Francia, Gran Bretaña, España, Alemania, Rusia… Tu nación, tu patria, tiene la historia más gloriosa de todas y es tu deber sacrificarlo todo por devolverle su grandeza (curiosamente, para la idea de Nación, el presente siempre es decadente después de un pasado dorado) ¡Hay que volver a hacer América grande! – repite el señor Trump. Esa fue la única forma de conseguir que millones de soldados se suicidaran voluntariamente en los campos de batalla de dos guerras mundiales cuando cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente podría ver la absurda barbarie de tan descabellada empresa.

Pero, si prescindimos del concepto de Nación ¿renunciamos a nuestra historia? ¿Renunciamos a las grandes cosas que hicieron nuestros antepasados? No necesariamente. Lo que hay que cambiar es esa historia que nos enseñaron en la escuela, esa historia del «peculado, del robo y del envenenamiento» de la que escribe Popper que, además, se nos ha vendido como la única historia y de la que, para colmo, debemos sentir orgullo y admiración, es decir, que debe servir como ejemplo para las nuevas generaciones. Evidentemente, si mis ejemplos han de ser Viriato, el Cid Campeador, el Gran Capitán y Blas de Lezo, no esperemos un futuro diferente al Somne o a Stalingrado. Habría que destacar, desde luego no a los grandes expertos en matar, ni a los que hicieron grandes hazañas solo y únicamente por su ambición personal, sin contribución alguna al bien común (Aquí pienso en Julio Cesar o Napoleón… ¿Qué aportaron a la humanidad para merecer un puesto tan relevante en los libros de historia?), sino a los que han hecho aportaciones a la humanidad en su conjunto: científicos, intelectuales, artistas, o políticos en esa línea. Entiendan, no digo que no deba estudiarse esa gran historia, solo que debe invertirse el juicio moral que hacemos de ella: no vender a Julio Cesar como un héroe, sino más bien como un villano, y fomentar mucho más la presencia de héroes éticos como Gandhi, Luther King o Bartolomé de las Casas. Pero, sobre todo, la idea central es que no hay ningún destino universal hacia el que todo tienda, ni siquiera el progreso o el avance del humanismo. Si en nuestro país se vive mejor que hace cien años no es debido a un proceso inexorable, sino al trabajo contingente de muchísimas personas que han considerado que es algo bueno mejorar el mundo. Ese es el sentido, siempre precario, falible y a posteriori, surgido quizá ad horror, que nosotros podemos darle a nuestra historia.

Quizá el primer problema de la historia de la filosofía occidental haya sido este: si Heráclito decía que la esencia del mundo es estar en continuo devenir, es decir, en constante y fluido cambio, y Platón afirmaba que solo es posible conocer lo que no cambia… ¿cómo es posible conocer la realidad? Platón tuvo que inventarse otro mundo estático e inmutable fuera del mundo natural, tal como, sorprendentemente (al menos para mí), hizo Popper ya bien metidos en el siglo XX, junto con muchos otros neoplatónicos actuales.

Pero, ¿permanece algo en el cambio? Parece que sí. Cuando miro a mi alrededor el mundo parece bastante estable y los objetos permanecen, al menos, tiempos razonables dada mi escala de medición humana… Si nos centramos en el presente, casi todo sigue igual y solo algunas cosas cambian. Ahora mismo estoy sentado enfrente de mi ordenador, mientras mi hija recorta papeles de colores en mi misma mesa. Al fondo, la tele está encendida. Si hago un cómputo entre lo que cambia y lo que no, la estabilidad gana por goleada: las paredes, los muebles, el suelo (el fondo de mi campo perceptivo), los colores, la luz permanece completamente invariable. Solo mi mente pensando, mis manos tecleando, las letras apareciendo en la pantalla, los movimientos de mi inquieta hija y el sonido de fondo de la televisión son cambiantes. Y dentro de eso que cambia, también hay cierta permanencia. Mis pensamientos parecen seguir siendo míos, siendo, de algún modo coherentes con los anteriores; las teclas siguen estando en su sitio, las letras permanecen escritas tal y como las escribo; mi hija sigue siendo ella y el sonido de la tele suena tan común y corriente como siempre lo ha hecho. Ahora mismo mi realidad sucede tranquila, predecible, controlable, apacible, cómoda…

Pero, si por ejemplo, los físicos nos dicen que los objetos están compuestos por partículas que están en continuo movimiento, si los objetos cambian de posición, salen y entran de mi campo de visión… ¿cómo sé que son los mismos y no otros diferentes? Si hay millones de fotones que bombardean a cada segundo todo mi cambio de visión, haciéndolo cada vez en cantidades variables, rebotando y chocando con todo… ¿cómo percibo colores e iluminaciones tan estables? Lo lógico sería pensar en una realidad caótica, confusa, vibrante… como el cuadro de Jackson Pollock que vemos arriba.

Bien, hagamos un experimento. El psicólogo cognitivo Roger Shepard y su discípulo Sherryl Judd, enseñaban a varios sujetos un conjunto de las doce pares de formas tridimensionales de la imagen de abajo. Como vemos, son dos formas idénticas cuya relación se va modificando en función de unas sencillas reglas de transformación: traslación en un plano bidimensional, rotación, traslación en profundidad (o cambio de escala), o rotación del propio plano (en g, h, i y l) .

Después, Shepard y Juud preguntaban que, suponiendo que las dos figuras del par fueran la misma, qué tipo de transformación había sufrido la primera para llegar a la posición de la segunda. En el caso del par a, la explicación parece clara e indiscutible: la figura se ha movido a la derecha por un plano. Sin embargo, en b caben dos explicaciones posibles: o el objeto ha aumentado su tamaño, o se ha acercado al observador partiendo de un plano tridimensional.  Del mismo modo, por ejemplo en h, puede decirse que la figura se ha contraído o que ha rotado sobre sí misma. La mayoría de los observadores elegían la explicación que no implicara cambiar la forma o el tamaño del objeto, prefiriendo añadir una tercera dimensión con tal de no modificarla. Es decir, ante dos explicaciones igualmente válidas, se elige la que mantiene estable el objeto (en la imagen, lo escrito encima del par de formas es la explicación que modifica la forma, y lo escrito debajo la explicación que no), lo que viene a demostrar que tenemos una tendencia innata a estabilizar la realidad. A esto lo llamo Shepard invariante (término tomado de James Gibson). En una sucesión temporal, nuestro cerebro intenta maximizar lo invariante de una realidad siempre cambiante. Pero lo invariante no es, desde luego, ninguna propiedad esencial o forma aristotélica que el sujeto abstrae del objeto, sino todo lo que sea posible percibir que me permita seguir identificando el objeto como el mismo en el momento siguiente.

Unas investigaciones muy relevantes (muy potentes al respecto son las de Hubel y Wiesel, por las que ganaron un Premio Nobel) demostraron como nuestra percepción visual es especialmente buena detectando los bordes de los objetos ¿Por qué? Para mantener la identidad de lo observado, dejando muy clara la frontera entre lo que es y no es el objeto (cuando, realmente, los objetos tienen bordes mucho más borrosos de como los percibimos). Los bordes nos dan información más relevante sobre la estructura invariante del objeto que cualquier otra región visual del mismo. A nivel físico, pueden describirse como un cambio brusco en los niveles de luminancia, que es además resaltada por la inhibición lateral de los fotorreceptores de la retina. La demostración es muy espectacular con las bandas de Mach:

Al observarlas nos da la impresión de que los límites entre las bandas tienen un cierto relieve, pareciendo sobresalir hacia nosotros y creando la ilusión óptica de cierta concavidad en cada banda. La ilusión se produce porque nuestro cerebro clarea u oscurece de más los límites entre cada banda para resaltar el contraste y diferenciar mejor unas de otras. Los bordes son un invariante que nuestra cognición trata de mantener a toda costa, incluso falseando la misma realidad.

 

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Observamos una manzana ¿Qué quiere decir que tenemos conocimiento de esa manzana? Podríamos empezar por sus características externas: color,forma, longitudes… Sí, nadie dudaría en decir que estos datos son conocimiento pero, en general, es un conocimiento poco interesante. Si introdujéramos la imagen de la manzana en una malla cuadriculada en la que en cada celda indicamos con una numeración el tono de cada color, tendríamos una matriz numérica que correlacionaría cada color con su posición. Sería una representación muy clásica y, desde cierta perspectiva antigua, muy realista. No obstante, si no somos ingenieros de visión artificial, esta correlación nos importa poco. La verdad, la realidad, el auténtico conocimiento, no puede ser solo eso, tiene que ser algo que esté detrás, que está por debajo de la superficie. Los griegos ya opusieron realidad a apariencias. Curioso, opusieron la realidad a lo que se aparece, es decir, a lo que tienes delante de los ojos. Lo que ves, precisamente, no es lo real. Hay que excavar en la realidad, atravesar la piel de su superficie para adentrarnos en sus profundidades. Allí es donde está la auténtica verdad.

Pero es que no hace falta irse a perspectivas anti-empiristas para afirmar lo mismo. Para el físico actual, científico de los científicos, la verdad sigue estando por debajo de las apariencias. Existe un orden oculto tras lo que observamos: unas leyes fundamentales ¿Alguien ha visto alguna vez la ley de gravitación universal? No, solo observamos colores y formas en movimiento que pueden comportarse siguiendo ciertas regularidades, que repiten su conducta en el tiempo. La lógica, el patrón de esa regularidad es lo que puede traducirse a una fórmula. Entonces no nos interesa su presencia actual, lo que ahora mismo es delante de mí, sino su historia, lo que ahora no es pero fue. El físico no es más que un historiador de la materia.

Per ¿por qué la auténtica realidad está bajo la superficie o en la historia del objeto y no en la observación pura del mismo? ¿No podríamos decir que ya está, que con saber el color y la forma de la manzana ya sabemos lo que tenemos que saber de la manzana? ¿Por qué la apariencia externa no podría ser el auténtico conocimiento y lo profundo no ser interesante? ¿Por qué un genio maligno quiso complicarnos las cosas? Para el conocimiento científico la respuesta es evidente: hemos de adentrarnos en las profundidades si queremos saber el comportamiento de un objeto y, lo que para la ciencia es lo mismo, poder predecirlo. De la mera observación externa actual sin más no puedo sacar predicción alguna. El porqué de una conducta siempre se encuentra bajo la superficie ¿Seguro? ¿Es correcto todo lo que estamos diciendo? NO.

Herencia parmenídea, esta ha sido la ontología básica desde la que nos hemos movido en Occidente. Y este legado nos ha llevado a cometer errores de cierta envergadura. Pensar que detrás de los acontecimientos existe un mundo paralelo en donde se encuentra la auténtica verdad puede hacernos caer, al menos, en dos:

  1. Cierto desprecio a la observación. Si la auténtica verdad no está en lo observable, sino «detrás», podemos no creer en lo que está delante de nuestros ojos en pro de algo que no podemos siquiera ver. Esto es peligroso: siendo fieles a cierta ideología, podríamos llegar a invalidar resultados experimentales o a dar demasiado crédito a entidades «que no se ven». Creo que es bastante saludable no saltarse, al menos, el juicio de la experiencia.
  2. Platonización de lo no observable. Nadie ha contemplado jamás la ley de la gravedad pero podemos caer en la trampa de hacerla real en el sentido de pensar que existe con independencia de los objetos sobre los que tiene efecto. Puede parecernos que «existe un lugar» en donde están cosas como el teorema de Pitágoras, las reglas del cálculo o la ley de Coulomb… En este error cayó Popper con su mundo 3. Además, agravamos el error al pensar que esos elementos del «otro mundo» son eternos e inmutables. Parece que la ley de la gravedad siempre operará de la misma forma sin cambiar en nada ¿Estamos seguros? ¿No podría ser que las leyes cambiaran o evolucionaran?

No amigos, el hecho de que la ley de la gravedad no sea visible pero, de algún modo, sea real, no quiere decir que exista en un mundo aparte. Realmente, lo que observamos son objetos que se comportan de un determinado modo. De las regularidades de su comportamiento deducimos fórmulas que nos permiten predecir su conducta. Parece ser que los objetos se comportan según determinados hábitos o costumbres. A estos hábitos los llamamos leyes, pero eso no quiere decir que esas leyes existan «fuera» de los objetos.

Si lo pensamos con un ejemplo lo veremos muy claro: yo tengo la costumbre de leer siempre en la cama antes de dormir. Si un científico de la conducta me estudiara podría matematizar mi conducta y predecir que, dada una serie de condiciones iniciales, yo leeré siempre antes de dormirme ¿De aquí podríamos deducir que «leer en la cama antes de dormir» es una ley que existe con independencia de mí mismo y de mi cama en el mundo de las ideas de Platón?  No, una ley de la naturaleza no es más que el registro de regularidades en la naturaleza, nada ontológicamente real.

Creo que la verdad está en la superficie, no en ninguna profundidad. Sin embargo, eso no quiere decir que la verdad sea superficial en el sentido peyorativo del término, ni si quiera que sea fácil encontrarla. Predecir y comprender el funcionamiento de la realidad es muy, muy difícil, por mucho que pueda encontrarse delante de nuestros ojos. Dicho de otro modo: la superficie es bastante profunda.

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Observo unas algas mediante un sencillo microscopio óptico. Allí están, las veo perfectamente, no tengo la menor duda. Estoy ante la observación de un hecho natural, algo que la mayoría de nosotros consideraríamos como contemplar la realidad objetiva, el mundo tal y como es. Pero es más, el hecho objetivo sirve como arbitro supremo para discriminar la veracidad de cualquier disputa. Es el lugar último al que recurrir para ver quién tiene la razón. No vamos a ninguna autoridad, a ningún libro sagrado ni a ningún sabio, vamos a los hechos y ellos nos muestran la verdad. ¿Es así de sencillo?

Con total contundencia, no. Para analizar la situación de un modo más completo, tenemos que girar nuestra mirada y, en vez de centrarla en el objeto, situarla en el instrumento de observación: el microscopio. En nuestro ejemplo, observábamos las algas mediante un microscopio óptico. Este instrumento funciona con un foco de luz que suele estar debajo de la muestra a observar, y una o varias lentes (si el microscopio fuera compuesto). La luz atraviesa el objeto (que tiene que ser parcialmente trasparente), y pasa por las lentes hasta llegar al ocular donde el ojo del observador ve la imagen. Estos artefactos suelen estar dotados de más elementos: un condensador que concentra la luz sobre el objeto, un diafragma que regula la cantidad de luz o un ocular que suele ampliar la imagen que viene de la lente principal. Además, según la calidad del instrumento, tendrá dispositivos para corregir las aberraciones cromáticas y geométricas que distorsionan la imagen. Es decir, para la construcción del instrumento de observación se requieren teorías científicas previas a la observación (en este caso toda una compleja teoría sobre el comportamiento de la luz) y bastante ingeniería (conocimientos prácticos sobre la fabricación y el uso del aparato). Entonces, cuando nos enfrentamos a un hecho natural, no lo captamos de un modo puro, tal y como se nos presenta en la realidad, sino que «ponemos» en la realidad toda una gran cantidad de teoría y de práctica cuando realizamos la observación. Algunos autores han llegado a decir que un microscopio es «una teoría en movimiento» y, en consecuencia, muchos otros han dicho que «los hechos están cargados teóricamente».

Es por eso que Karl Popper, desde su falsacionismo, postuló que el método fundamental de la ciencia no era el inductivo, tal y como pensaban los intelectuales del Círculo de Viena, sino el hipotético-deductivo. Para que la ciencia funcionase inductivamente, deberían existir «hechos puros» que, al repetirse, fueran englobados dentro de una ley científica. Por ejemplo, cuando observamos una y otra vez que los objetos se atraen en función de su masa, englobamos toda una colección de hechos dentro de la ley de gravitación universal. Para Popper eso no ocurre así, ya que antes de coleccionar esos hechos, vamos a la realidad con una teoría y la ponemos a prueba en ella. Es decir, la teoría es siempre previa a los hechos. Nunca «vamos de vacío» a la realidad y ésta nos habla, sino que lo que nos habla es la misma teoría con la que vamos anteriormente a la realidad. En el ejemplo de la gravedad, conceptos como «masa», «fuerza de atracción», «aceleración», etc. se «ponen» en la realidad para ver que nos dice ésta de ellos.

El filósofo canadiense Ian Hacking va a dar un giro más al asunto, insistiendo sobre todo, en el carácter práctico de la experimentación. Cuando observamos por el microscopio no solo tenemos una teoría previa, sino una gran cantidad de acción: primero, para fabricar el aparato y, segundo, para usarlo competentemente. Hacking incide en que la observación está cargada de práctica competente. La filosofía de la ciencia se había centrado demasiado en las controversias de la ciencia teórica, minusvalorado la ciencia experimental. Hay científicos que son grandes teóricos pero malos experimentadores y viceversa, pero parece que solo se valora la elaboración teórica cuando la experimental es igual o más importante si cabe. Los científicos son practitionners, un tipo especial de artesanos que «construyen preguntas» para «fabricar respuestas». Los hechos están cargados de práctica, y esta práctica es previa a cualquier enunciación teórica.

Pero es mas, Hacking defiende la irreductibilidad de los hechos a enunciados puramente observacionales. Cuando utilizamos el lenguaje para describir un hecho, perdemos mucha información, precisamente, la información que expresa la práctica realizada para la observación. Por ejemplo, si al observar algas mediante el microscopio enunciamos «Las algas son verdes», estamos omitiendo todo el trabajo práctico necesario para saber que las algas son verdes. Es exactamente igual que cuando montamos en bicicleta: tenemos un excelente conocimiento acerca de como montar, pero este conocimiento técnico es difícilmente transcribible a enunciados puramente lingüísticos. Prueben si no a intentar enseñar a un niño a montar solamente mediante un manual de instrucciones.  Es el famoso problema de los ingenieros de IA para trasladar el conocimiento de un experto a un computador. Gran parte del conocimiento del especialista no es puramente teórico ni está basado en reglas fijas.

Y aún más. Para demostrar sus tesis Hacking hace un pormenorizado estudio de la historia de los microscopios, de la cual vamos a sacar varias tesis bastante significativas:

1. Las revoluciones científicas se dan más en el ámbito técnico que en el teórico. El descubrimiento de un nuevo aparato de observación supone una revolución técnico-conceptual, casi siempre, mucho más importante que un avance puramente teórico. Pensemos, por poner un ejemplo de nuestra propia cosecha, en la convulsión que ha supuesto para todas las ciencias la invención del ordenador.

2. El método de la ciencia no es el inductivo, pero tampoco el hipotético-deductivo de Popper. Según Hacking, los científicos rara vez utilizan los instrumentos para verificar hipótesis, sino para crear nuevos hechos. Cuando se inventa un nuevo tipo de microscopio lo que se pretende conseguir es observar algo que antes no se podía observar, es decir, conseguir desvelar un nuevo campo de observación, una nueva categoría de hechos científicos. La ciencia es un sistema para crear y transformar la realidad, no para contemplarla y entenderla.

3. A pesar de lo que pudiera parecer visto lo visto, Hacking no es un constructivista radical del estilo de Latour, Collins o Woolgar. No cree que la ciencia es una construcción socio-cultural independiente de la realidad y, por lo tanto, equivalente al mito o a la religión. Y es que, en un contexto bastante poco propicio, saca un argumento en defensa del realismo y la objetividad: a pesar de utilizar instrumentos de muy diferentes características tecnológicas (microscopio por fluorescencias, de contraste de fase, acústico, de rayos X, ect.) los resultados de la observación siguen los mismos patrones al visualizar el mismo objeto. No hay contradicción alguna entre lo que observamos desde un simple microscopio óptico y uno electrónico de barrido, a pesar de ser máquinas técnicamente muy diferentes y basarse en principios teóricos heterogéneos. Las representaciones resultantes son artificialmente construidas pero coinciden. Además, esta coincidencia es previa a cualquier enunciación teórica. De nuevo, al igual que en Círculo de Viena, tenemos «hechos puros» previos a la teoría que salvaguardan la objetividad y el realismo de la ciencia. Aunque más que hechos, serían representaciones artificiales fruto de hábiles prácticas.

Ian Hacking

Desde que estaba en la facultad siempre me pareció atractivo el pragmatismo. Me parecía muy interesante su marcada postura antimetafísica que hacía a los pragmatistas prescindir del problemático concepto de verdad en su sentido trascendental, realista o esencialista (la verdad consiste en captar, abstraer, intuir una esencia o un universal absoluto) cambiándolo por el de utilidad. Así, una teoría científica no es más verdadera que otra rival en una carrera por alcanzar una supuesta verdad final sino, simplemente, tiene más éxito según una serie de parámetros que definimos previamente (más predictiva, más elegante, más acorde con nuestras creencias anteriores o más eficaz a la hora de solucionar un determinado problema). Así también nos quitamos de encima no sólo la verdad sino a molestos familiares suyos como la «verosimilitud» o la «aproximación progresiva a la verdad» que tantos quebraderos de cabeza dieron a Popper.  El pragmatismo es metafísicamente muy cómodo.

Además, las tesis ontológicas en las que se basa también son interesantes. No parte de un mundo de objetos, sustancias, propiedades o esencias sino que suele centrarse en una determinada teoría de la acción (por no decir que no tiene a priori compromiso ontológico alguno: la ontología elegida dependerá de su utilidad). Para el pragmatismo hay sucesos problemáticos que tenemos que solucionar y nuestras teorías son acciones, respuestas ante estos problemas. Nuestras teorías no son entidades extrañas (y ontológicamente muy problemáticas) que existen en el mundo de las ideas o en el mundo 3 de Popper, sino que son acciones (al igual que andamos o hablamos, teorizamos), instrumentos para solucionar problemas como si fueran destornilladores, martillos o alicates que sólo pueden ser descritas por su actuación a la hora de montar un armario.

Además, el pragmatismo parece la consecuencia lógica de la filosofía analítica ante el fracaso del verificacionismo del Círculo de Viena o del falsacionismo de Popper y la llegada del segundo Wittgenstein. El pragmatismo se lleva muy bien con las Investigaciones Filosóficas del vienés y su teoría de los juegos del lenguaje. El significado de una expresión lingüística no está en su referencia a la realidad, sino en su uso, en seguir las reglas de un determinado juego prefijadas culturalmente (o vitalmente, según el historiador de la filosofía que hable). El lenguaje se entiende en su actuación y no como algo abstracto o separado de la realidad ordinaria. Fieles seguidores suyos, Austin escribe Cómo hacer cosas con palabras o Searle Actos de habla. Los pensadores más populares de la última época analítica, como Putnam o Quine, serán pragmatistas.

Sin embargo, a pesar de sus virtudes, podemos ver ciertos problemas. Si cambiamos verdad por utilidad tenemos que tener en cuenta que algo que es útil es siempre «útil para», es decir, es un medio para conseguir un fin determinado. Entonces tenemos que explicar ese fin que queremos conseguir y si ese fin, de nuevo, lo definimos por su utilidad caemos en una regresión ad infinitum. Por ejemplo, un tenedor es útil para trinchar un filete pero debemos preguntarnos para qué queremos trinchar un filete. Es necesario cortar la cadena de utilidades en algo que sea un fin en sí mismo, algo deseable no por su utilidad sino porque sea bueno de por sí. Del mismo modo el pragmatismo puede tener consecuencias éticas muy peligrosas. Si partimos de la idea de que hay que bajar el índice de desempleo, la solución final de Himmler podría ser, pragmáticamente hablando, una solución muy eficiente.  Cuando leí la serie de conferencias de William James publicadas en Alianza bajo el título Pragmatismo quedé bastante decepcionado y no volví a plantearme esta corriente seriamente.

Empero, a día de hoy, comienza a interesarme de nuevo. Me gusta su perspectiva ontológica porque creo que sería posible salvar la tesis objetivista (que defiendo fuertemente) de que existe un mundo exterior diferente a mí y que no todas las teorías acerca de la realidad tienen la misma validez siendo relatos literarios o construcciones estrictamente culturales, sin caer en posturas realistas que tienen que apelar a la metafísica para subsistir (el realismo platónico). El pragmatismo postura una relación gnoseológica diferente con la realidad: conocer no es captar algo de lo real y meterlo en el entendimiento, no es un acto diferente, especial,  sino una forma más de interactuar con el mundo. Me parece una propuesta interesante. ¿Qué os parece?

Una versión muy actualizada de pragmatismo es el concepto de affordance de J.J. Gibson.

Supongamos que tenemos la siguiente secuencia numérica:

2 4 6 8

Con suma facilidad podemos encontrar la regla que la produce, a saber: números pares que se van incrementando de dos en dos. Parece que no hay ningún problema pero si pensamos, no hay ninguna garantía de que el siguiente número de la secuencia sea un 10 ni que esa regla sea válida. Supongamos que ahora nos dan más elementos:

2 4 6 8 3 2 4 6 8 3

Todo cambia drásticamente: ahora la regla de generación no tiene nada que ver con números pares ni con crecer de dos en dos, sino que consiste en cinco números que se repiten sin que encontremos relación alguna entre ellos (podrían bien ser fruto de una producción aleatoria).  ¿Qué quiere decir esto? Algo que decía Hegel hace muchos años: la verdad o está al final o no está. O dicho de otro modo: si no tenemos todos los elementos de una secuencia es imposible establecer con seguridad la regla que la genera.

Pensemos ahora estas secuencias en términos de historia de la ciencia. Cada número es una evidencia empírica, el resultado de un experimento. Las reglas de formación de la secuencia serían leyes científicas. Creo que la metáfora no es muy desacertada ya que los resultados experimentales siempre se cuantifican en magnitudes y las leyes científicas no son más que relaciones entre tales magnitudes. Si observamos la primera secuencia tendríamos tres leyes que nos servirían para predecir el próximo número. Pero al incorporar los nuevos números que da la segunda secuencia descubriríamos que las tres leyes son falsas, no nos sirven para establecer nuevas predicciones. Todo se pone patas arriba y hacen falta nuevas teorías para interpretar los nuevos hechos. Ahora la ley nos dice que la secuencia numérica se repite de cinco en cinco. En terminología de Kuhn podríamos hablar de que estamos ante un nuevo paradigma, una nueva forma radicalmente diferente de entender la realidad. Es posible que la ciencia avance así, aportando más evidencia empírica en virtud de nuevas observaciones que nos hace revisar nuestra antiguas leyes, estableciendo otras que se ajustan cada vez con más precisión a los nuevos datos. Eso sí, manteniendo siempre la máxima de que futuros datos puedan invalidar nuestras actuales leyes en un siempre inseguro e incierto camino. En ciencia no hay verdades absolutas.

Sigamos. Los nuevos datos nos dan la siguiente secuencia:

2 4 6 8 3 2 4 6 8 3 5 7 0 3 4 2 00 4 2 3 1 2 3 6 8 9

Siempre hemos vivido con una gran confianza en que el desarrollo de la ciencia nos llevaría a resolver todas las grandes cuestiones. Creemos que, tarde o temprano, la ciencia descubrirá la cura del cáncer o del Alzheimer, que conseguirá ingenios tecnológicos inimaginables sin que exista razón alguna para poner límites a este avance… Pero supongamos entonces que nuestra evidencia empírica es la de la anterior secuencia. Aparentemente no existe relación ninguna entre sus miembros, no hay ley alguna que pueda relacionar los datos. ¿No podría llegar el momento en que nos encontráramos con algo así? Nuestras mejores inteligencias podrían estar devanándose los sesos durante años sin encontrar nada (Más sabiendo que dada una secuencia de números no hay ningún mecanismo que nos diga si es aleatoria o sigue algún patrón). La búsqueda podría ser eterna pero podría llegar un momento en que nos diésemos por vencidos. ¿Podría existir tal fin de la ciencia? De momento, es muy alentador ver que no hay razones sólidas contra el desaliento (al menos en la actualidad). La electrodinámica cuántica consigue grados de precisión en sus predicciones de un promedio de doce decimales. Es la teoría más precisa jamás construida y, a día de hoy, lo más cerca que el hombre ha estado de una verdad absoluta.

Más cosas. Volvemos al principio. Tenemos la primera sucesión (2468). Ahora pensemos que tenemos una nueva tal que así:

3 5 7 9

Si se nos dice que está secuencia es un ejemplo de las reglas que generan la primera, nos vemos obligados a cancelar una de nuestras leyes (números pares) pero podemos mantener las otras dos (orden creciente de dos en dos). Ahora viene otro ejemplo:

4 7 9 13

Tenemos que romper otra de las leyes (de dos en dos) para quedarnos sólo con el orden creciente. La única regla de generación de esta cadena es que está formada por números en orden creciente. Lo interesante del tema es pensar en por qué, nada más ver la primera secuencia aplicamos reglas muy concretas para, sólo al final, mantener la más general cuando, de primeras, podríamos sólo haber mantenido esta última. Al ver 2468 podríamos únicamente haber dicho que son números en orden creciente pero, sin embargo, añadimos que crecían de dos en dos y que eran números pares. Además, ¿por qué establecer estas relaciones y no otras? Surge la necesidad de pensar que tenemos un «modo natural» de razonar, de establecer deducciones (que bien puede ser algo innato, inscrito en nuestros genes, o aprendido, o ambas cosas). Kant tiene mucha razón.

Además, reflexionemos sobre cómo hemos ido puliendo nuestras leyes en base a nuevas evidencias: si tras tener 2468, las siguientes secuencias hubieran sido:

12 14 16 18

o:

124 126 128 130

no hubiéramos aumentado nuestro conocimiento. Únicamente estaríamos más seguros, tendríamos algo más de certeza en que nuestras tres leyes iniciales están en lo cierto. Sin embargo, al encontrar las nuevas secuencias (2579 y 479 13) hemos ido puliendo nuestra teoría, hemos descartado leyes (siempre reducidas a meras hipótesis) para quedarnos con la última (orden creciente). Hemos operado por falsación (bendito Popper), descartando hipótesis en base a experimentos. Nuestro conocimiento ha avanzado, se ha modificado, a base de demostrar que estábamos equivocados. Si todas las nuevas secuencias hubieran verificado las tres leyes iniciales, nuestro conocimiento del mundo sería muy certero, muy avalado por la experiencia, pero no se hubiera modificado. La ciencia necesita del error para progresar.

Cuando Joseph Gall publicó su Higher Cortical Functions in Man se pensaba que había zonas en el cerebro dedicadas exclusivamente a habilidades tales como la cortesía, el sentido de la justicia, el patriotismo, el amor a la vida o, incluso, la atracción por el vino. La frenología tuvo una vida corta y hoy en día es condenada unánimemente a ser considerada como una pseudociencia. Sin embargo, Gall sentó las bases de la neuroanatomía moderna y, básicamente, gran parte de sus ideas se mantienen, sólo que muy refinadas. Así que más que una pseudociencia, la frenología debería tratarse como una protociencia. De hecho, la gran diferencia entre el mapa cortical de arriba y uno actual es, salvando la diferencia en la base experimental que los sustenta, la terminología. Hay una depuración conceptual, una progresiva desmistificación lingüísitica. Conceptos como «astucia», «parsimonia» o «espiritualidad» son equívocos, confusos, difíciles de verificar. La ciencia ha ido eliminándolos, sustituyéndolos por nuevos, más precisos, claros y distintos, operativos científicamente hablando: «Memoria de lugar», «Reconocimiento táctil de objetos» o «Comprensión de melodía y tono» son habilidades cognitivas muy bien situadas en la corteza cerebral. Una popperiana selección natural entre términos  ha ido cribando palabras, dejando sólo las más aptas. La ciencia crece y madura.

Sin embargo esta depuración terminológica acaba por llevarse al extremo en lo que tradicionalmente entendemos como fisicalismo o materialismo eliminativo.  Esta corriente suele afirmar, en diversas intensidades y con múltiples matizaciones, que el lenguaje mediante el cual nos referimos a la mente ha de reducirse exclusivamente al lenguaje de la ciencia y, dentro de ésta, al lenguaje de la física. De esta manera una afirmación como «Estoy triste» debería traducirse por una expresión del tipo «Tengo una estimulación electroquímica en la región neuronal 543». El fisicalismo, a parte de intentar extremar el rigor científico en las ciencias de la mente, pretende solucionar el peliagudo problema de la conciencia, a saber, la aparente peculidaridad ontológica de los estados mentales: no los puedes tocar, no los puedes ver pero parecen muy reales. Su solución es postular un monismo materialista que identifica los estados mentales con estados físicos. Y aquí está el problema, grave donde los haya: los estados mentales ofrecen una tenaz resistencia a ser reducidos. Imaginemos, por ejemplo, a un científico con una ceguera total de nacimiento. Jamás ha visto nada pero es el mejor experto del mundo en oftalmología. Sabe todo lo que científicamente se conoce sobre el funcionamiento del ojo. Sabe todos los mecanismos físico-químicos que intervienen en el proceso de la visión, sin embargo: ¿sabe realmente lo qué es el color azul? Él conoce que el azul es como nuestro cerebro interpreta la luz de longitudes de onda de entre aproximadamente 450 y 500 nanómetros que no es absorbida por los objetos y sabe qué partes de nuestro cortex visual se activan cuando vemos objetos azules, pero la pregunta perece sin responderse totalmente: ¿sabe realmente qué es el color azul  sin haberlo visto nunca? Es más, ¿cómo podríamos explicárselo? ¿Cómo hacer entender a un ciego de nacimiento qué se siente al ver cosas azules? El lenguaje de la física parece insuficiente.

Además, si seguimos pensando, encontramos nuevos interrogantes: ¿Cómo sabemos que todos nosotros vemos los mismos colores o sentimos igual las mismas cosas? A lo mejor yo sufro una especie rara de daltonismo y lo que todo el mundo ve como azul, yo lo veo rojo y viceversa. Como a mí desde pequeño me han nombrado las cosas que yo veo rojas como azules, uso el lenguaje correctamente y nombro lo azul con la palabra «azul» aunque lo vea rojo y ni yo ni nadie puede darse cuenta de mi error… ¡Podría darse el caso de que todo el mundo viera las cosas en colores distintos y nadie se daría cuenta!

Cuando pensamos en el criterio último para distinguir la verdad de la falsedad de una ley científica solemos pensar en la predicción. Una hipótesis será verdadera (o describirá una regularidad de la naturaleza) si puede predecir un acontecimiento futuro. De hecho esta es la base de todo conocimiento científico pues, ¿qué es sino un experimento que probar que algo que pensamos que sucede va a suceder de nuevo? ¿Qué es sino la ciencia que el control del futuro?

Sin embargo, como todo en este mundo desalmado, hay discusión. El filósofo austríaco Karl Popper nos advirtió de un grave problema que puede suscitar las predicciones. Popper, como buen filósofo de la ciencia del siglo XX, estaba buscando un criterio de demarcación entre la ciencia y la pseudociencia. Ya conocía el criterio de los postivistas vieneses que consistía en afirmar que una proposición será científica si es verificable empíricamente, pero también conocía que ese criterio era demasiado estrecho y que dejaba gran parte de la ciencia normal fuera de la misma ciencia. Hay muchas afirmaciones tradicionalmente científicas que no son claramente verificables. El problema era grave: si la verificación experimental no me vale para distinguir el auténtico conocimiento del falso… ¿cómo voy a diferenciar lo que me dice un adivino cartomante y nigromante de lo que me dice mi profesor de física?

Popper tuvo una idea genial que parte, curiosamente de una crítica al mismo concepto de predicción. Pensemos en las siguientes frases dichas por dos personajes diferentes:

Adivino cartomante y nigromante: «Mañana vas a tener un buen día»

Profesor de física: «Mañana a las 10:35 hará una temperatura de 22,5º C»

Si pensamos cuál de estas frases es más predictiva, es decir, cuál de ellas tiene más probabilidades de cumplirse, no hay duda de que la del adivino es más probable: tiene un 50%, o tienes un buen día o tienes un mal día. Sin embargo, la del profesor tiene muchas probabilidades de fallar: a las 10:35 podrían hacer 22,6º o 22,4º o 22,3º o 22,2º, etc. Si tuviéramos que apostar racionalmente, lo haríamos a favor del adivino… ¿Cómo es posible? ¿Hacemos más caso a un adivino que a un científico?

Popper subraya así las insuficiencias de fijarnos únicamente en la predictividad de la hipótesis. La predicción del adivino tiene más probabilidades de ser cierta debido a su ambigüedad. ¿Qué es un buen día? Mientras no me pase ninguna desgracia importante… ¡casi todo puede ser un buen día! Además, seguramente que si me pasa algo positivo, utilizaré ese suceso como sesgo de confirmación hacia tan ambigua predicción. No es casualidad que los adivinos profesionales jamás hagan predicciones precisas, sino que siempre jueguen con generalidades y vaguedades. Nunca te dirán: «El jueves 22 de Mayo a las 17:35 tu jefe saldrá por la puerta de su despacho y te subirá el sueldo un 35%» sino, a lo sumo: «Vas a tener éxito en tu trabajo». Una hipótesis puede ser muy predictiva debido simplemente a su generalidad, por eso la predicción, por si sola no puede ser una prueba de que estamos ante auténtica ciencia. ¿Cómo saberlo entonces?

Popper acuñó la expresión falsador posible, que es cada caso en el que nuestra hipótesis puede fallar. Decir «Mañana a las 10:35 hará una temperatura de 22,5º C» es lanzar una predicción con una infinidad de falsadores posibles: toda temperatura que no sea exactamente 22,5º C., mientras que decir «Mañana tendrás un buen día» sólo tiene un falsador posible: tener un mal día. Para Popper, una predicción es tanto más científica cuantos más falsadores posibles tenga y menos si es al contrario. Pensemos en la fuerza que da esto a la afirmación de nuestro profesor de física: si, a pesar de tener tantos falsadores posibles, acertamos… ¡nuestra teoría tiene una gran fuerza! ¡Teníamos todo en contra y, aún así, hemos dado en el blanco! ¡Eso tiene que ser ciencia a la fuerza!

Lo que hace Popper es enriquecer la noción de predicción con la de precisión. Nuestras teorías científicas no sólo han de poder predecir el futuro sino, además, hacerlo con suma especificación. Por eso cuando la electrodinámica cuántica puede hacer predicciones con una exactitud de hasta veinte decimales… hay razones para diferenciar lo que hacen los físicos de lo que hacen los adivinos cartomantes y nigromantes.

Las dos posturas ontológicas que tradicionalmente han dominado la historia de la filosofía han sido, primero, el dualismo de propiedades (anteriormente conocido como dualismo platónico o cartesiano) y, luego, el materialismo, siendo esta última la que domina en los ambientes intelectuales de corte cientificista de la actualidad.

El dualismo, en la medida en que sostiene la total independencia e incomunicación entre la mente y el cuerpo, es una teoría absurda. Aunque no sepamos cómo nuestro cerebro genera estados mentales, ni sepamos qué relación hay entre uno y otros,  tenemos claro que existe una estrecha relación. Creo que no hace falta ni mencionar, por obvio, lo que ocurre con nuestros estados mentales cuando bebemos mucho alcohol o cuando nos anestesian.

Y con respecto al materialismo ya sabéis mi postura : creo que no sabemos lo suficientemente bien qué es la materia para enarbolar la proposición «Todo lo que existe es x, siendo x materia» , como subrayaba la crítica de Moulines al materialismo y que discutimos largamente en este blog. Además, el materialismo siempre ha tenido, y tendrá, el problema de la conciencia como bestia negra: ¿Cómo explicar la existencia de estados mentales que no son claramente definibles en términos materiales? Las estrategias pasan por negar la existencia de tales estados, bien directamente (Ryle, Dennett o Patricia Churchland), bien reduciéndolos a estados funcionales (Fodor y, al principio, Putnam) o, directamente, hacerlos idénticos a los estados neuronales (Smart); o de modo casi embarazoso, evitando hablar de ellos (el conductismo en general). Desgraciadamente para todos ellos, los estados mentales se resisten a ser reducidos y ninguna de las propuestas parece satisfactoria. ¿Qué hacer entonces? ¿Es que cabe otra alternativa a ser materialista o dualista? Pienso que sí.

Una de las aportaciones más famosas de Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas es el concepto de «parecidos de familia».  Wittgenstein intenta definir qué es el lenguaje, pero se encuentra con una pluralidad de lenguajes diferentes (los que llamará juegos de lenguaje) a los que no encuentra una característica en común tal que nos sirva para la definición:

66. Considera, por ejemplo, los procesos que llamamos «juegos». Me refiero a los juegos de tablero, juegos de cartas, juegos de pelota, juegos de lucha, etc. ¿Qué hay de común a todos ellos? – No digas: «Tiene que haber algo común a ellos o no los llamaríamos juegos» – sino mira si hay algo común a todos ellos. – Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y, por cierto, toda una serie de ellos. Como se ha dicho: ¡no pienses, sino mira! Mira, por ejemplo, los juegos de tablero con sus variados parentescos. Pasa ahora a los juegos de cartas: aquí encuentras muchas correspondencias con la primera clase, pero desaparecen muchos rasgos comunes y se presentan otros. Si ahora pasamos a los juegos de pelota, continúan manteniéndose carias cosas comunes pero muchas se pierden – ¿Son todos ellos entretenidos? Compara el ajedrez con las tres en raya. ¿O hay siempre un ganar o perder, o una competición entre los jugadores? Piensa en los solitarios. En los juegos de pelota hay ganar y perder; pero cuando un niño lanza la pelota a la pared y la recoge de nuevo, ese rasgo ha desaparecido. Mira qué papel juegan la habilidad y la suerte. Y cuán distinta es la habilidad en el ajedrez y la habilidad en el tenis. Piensa ahora en los juegos de corro: Aquí hay el elemento del entretenimiento, ¡pero cuántos de los otros rasgos característicos han desaparecido! Y podemos recorrer así los muchos otros grupos de juegos. Podemos ver cómo los parecidos surgen y desaparecen.

Y el resultado de este examen reza así: Vemos una complicada red de parecidos que se superponen y entrecruzan. Parecidos a gran escala y de detalle.

Cuando observamos la realidad, contemplamos una ingente cantidad de clases de «cosas» entre las que solamente encontramos parecidos, sin conseguir vislumbrar nada que todas ellas tengan en común de tal modo que podamos decir que en la realidad únicamente hay x (tal como erróneamente hace el materialismo) pues, ¿qué tendrían en común un átomo, un dolor de muelas, un teorema matemático, la velocidad, los tipos de interés, la batalla de San Quintín y la digestión? Algunas similitudes, parentescos… parecidos de familia:

67. No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión «parecidos de familia»; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos, andares, temperamento, etc., etc. – Y diré: los ‘juegos’ componen una familia.

¿A qué postura nos llevaría aplicar la teoría de parecidos de familia de Wittgenstein a la ontología? A un pluralismo ontológico (n-ismo de propiedades si se quiere): existe un sólo mundo (no necesitamos un mundo platónico dónde existen los teoremas matemáticos ni otro mundo para los estados mentales como pasa con Popper o Penrose) pero en él hay muchas propiedades diferentes tal que no podemos definir cuál sería la característica común a todas ellas. Como dice Searle:

Hay montones de propiedades en el mundo: electromagnéticas, económicas, geológicas, históricas, matemáticas, por decir algunas. De manera que si mi posición es un dualismo de propiedades, en realidad debería llamarse pluralismo de propiedades, n-ismo de propiedades, dejando abierto el valor de n. La distinción verdaderamente importante no es la que puede darse entre lo mental y lo físico, entre la mente y el cuerpo, sino la que puede darse entre aquellos rasgos del mundo que existen independientemente de los observadores – rasgos como la fuerza, la masa y la atracción gravitatoria – y aquellos rasgos que son dependientes de los observadores – como el dinero, la propiedad, el matrimonio y el gobierno -. El caso es que, aunque todas las propiedades dependientes del observador dependen de la conciencia para su existencia, la conciencia misma no es relativa al observador. La conciencia es un rasgo real e intrínseco de ciertos sistemas biológicos como el suyo y el mío».

John Searle, El misterio de la conciencia.

La mente, a pesar del materialismo, permanece irreductible a lo material. Sin embargo, no por ello hay que aceptar el dualismo. ¡Acepta el n-ismo de propiedades!


Cuando Popper fue envestido doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid, en su lección magistral, propuso doce principios para una nueva ética profesional:

«1. Nuestro conocimiento objetivo conjetural continúa superando con diferencia lo que el individuo puede abarcar. Por consiguiente no hay autoridades.

2. Es imposible evitar todos los errores, e incluso todos aquellos que, en sí mismos, son evitables. Todos los científicos cometen equivocaciones continuamente. Hay que revisar la antigua idea de que se pueden evitar los errores y que, por lo tanto, existe la obligación de evitarlos: la idea en sí encierra un error.

3. Por supuesto, sigue siendo nuestro deber hacer todo lo posible para evitar errores. Pero, precisamente para evitarlos debemos ser conscientes, sobre todo, de la dificultar que esto encierra.

4. Los errores pueden existir ocultos al conocimiento de todos, incluso en nuestras teorías mejor comprobadas; así, la tarea específica del científico es buscar tales errores.

5. Por lo tanto, tenemos que cambiar nuestra actitud hacia nuestros errores. Es aquí donde hay que empezar nuestra reforma práctica de la ética. Porque la actitud de la antigua ética profesional nos obliga a tapar nuestros errores, a mantenerlos secretos y a olvidarnos de ellos tan pronto como sea posible.

6. El nuevo principio básico es que para evitar equivocarnos debemos aprender de nuestros propios errores. Intentar ocultar la existencia de errores es el pecado más grande que existe.

7. Tenemos que estar continuamente al acecho para detectar errores, especialmente los propios, con la esperanza en ser los primeros en hacerlo.

8. Es parte de nuestra tarea tener una actitud autocrítica, franca y honesta hacia nosotros mismos.

9. Puesto que debemos aprender de nuestros errores, asimismo debemos aprender a aceptarlos, incluso con gratitud, cuando nos los señalan los demás.

10. Debemos tener claro en nuestra mente que necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros errores y, sobre todo, necesitamos a gente que se haya educado con diferentes ideas, en un mundo cultural distinto. Así se consigue la tolerancia.

11. Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica, pero que la crítica de los demás es una necesidad. Tiene casi la misma importancia que la autocrítica.

12. La crítica racional y no personal (u objetiva) debería ser siempre específica: hay que alegar razones específicas cuando una afirmación específica o una hipótesis o un argumento específicos nos parece falso o no válido. Hay que guiarse por la idea de acercamiento a la verdad objetiva. En este sentido, la crítica tiene que ser impersonal; pero debería ser a la vez benévola»