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El conductismo, en cualquiera de sus versiones, siempre me ha parecido algo extravagante. En su versión débil, el conductismo epistemológico, sostiene que si bien la mente puede existir, la psicología ha de centrarse exclusivamente en la conducta observable y renunciar per secula seculorum a hablar de la psique humana en términos mentales. Debido a que el concepto de mente no se antoja muy científico a nuestros instrumentos de observación habituales, y el principal método de análisis mental, la introspección, no es muy fiable, prescindimos radicalmente de él, y solo observamos la conducta. Esto, ya de primeras, se intuye como un total despropósito pues… ¿cómo explicar la conducta de una persona prescindiendo absolutamente de lo que ocurre dentro de su cabeza? Pero es más, está la versión fuerte, el conductismo ontológico, el cual no solo no permite estudiar lo mental, sino que sostiene sin ambages, que la mente no existe. Algunos autores afirmarán que la mente es un pseudoconcepto, como antes lo fueron el flogisto, el calórico o el éter. Cuando la ciencia avanzó, fue desechándolos. Así, cuando las neurociencias progresen, toda la conducta humana podrá explicarse en su totalidad sin tener que hablar, en absoluto, de la mente.

De primeras, ya digo, todo parece muy exagerado, muy forzado. Sin embargo, cuando lees que pensadores del calibre de Rudolf Carnap, Gilbert Ryle, Dan Dennett, o incluso el mismísimo Ludwig Wittgenstein, lo han defendido, la idea no puede ser tan mala. Bien, vamos a ver qué virtudes puede tener:

  1. Eliminar una idea de mente mitológica y pseudocientífica. Parece muy saludable extirpar de la práctica científica conceptos como «alma», «espíritu» o cualquier otra entidad «inmaterial, eterna e inmortal» que la tradición metafísica occidental ha usado continuamente.
  2. Prescindir de cualquier tipo de dualismo y de sus problemas. El conductismo ontológico es monista: solo existe la conducta observable, por lo que no hay que intentar explicar las, siempre controvertidas, relaciones entre mente y cuerpo. Así, para el conductista no hay ningún abismo ontológico entre la mente y el mundo (pues solo hay mundo), ni tampoco existe el escepticismo hacia las otras mentes (está en el mismo plano decir «Yo me siento triste» que «Él se siente triste»: ambas son conductas externas observables). El conductismo es radicalmente anticartesiano y al serlo se quita de todas sus dificultades.
  3. Se permite a la psicología ser independiente de las neurociencias. La conducta, y no el cerebro, es su objeto de estudio exclusivo. Así, la psicología puede ser una ciencia por derecho propio.

De acuerdo, ¿pero cómo soluciona el conductismo algo tan evidente como la causalidad mental? Si yo creo que va a llover y, en consecuencia, salgo a la calle con un paraguas, lo único que un conductista puede observar es mi salida a la calle con el paraguas ¿Cómo puede explicar el que yo cogiera el paraguas si no es apelando a mi creencia en que va a llover, algo que no es una conducta sino un pensamiento, algo tradicionalmente mental? Gilbert Ryle nos ofrece una solución: las creencias, deseos, etc. (lo que los filósofos llamamos actitudes proposicionales), son tan solo disposiciones conductuales, es decir, propensiones a realizar o no realizar una conducta. Por ejemplo, mi creencia en que va a llover queda definida como la disposición a realizar la conducta de coger un paraguas. Es una jugada maestra: todo lo que antes se consideraría como un contenido mental, pasa a ser definido exclusivamente en términos de conducta y, así, el conductismo sale airoso de lo que parecía ser su principal problema. Además, por si acaso nos encontráramos con la dificultad de explicar la variedad de conductas humanas que se dan ante la misma creencia (por ejemplo, mi creencia en que va a llover podría haber causado que yo cogiera un chubasquero en vez de un paraguas), Ryle nos habla de disposiciones conductuales de múltiples vías: una misma disposición puede manifestarse en diferentes conductas.

El segundo Wittgenstein hacía hincapié en el aspecto normativo de la disposición.  Mi creencia en que va a llover estipula qué conductas serían correctas o incorrectas. Si en vez de sacar un paraguas, salgo a la calle con una trompeta, evidentemente, habré ejecutado una conducta errónea. Muy interesantes son, al respecto, las consecuencias para la teoría de la verdad: que algo sea verdadero o falso no tiene nada que ver con ninguna adecuación de mis representaciones mentales a la realidad, ya que no existe ningún tipo de representación mental sensu stricto, sino en un ajuste entre mi conducta y la conducta correcta.  El debate, claro está, estará en determinar de dónde surge y quién determina qué es y qué no es correcto.

Bien, la propuesta es ingeniosa y tiene virtudes pero, sin embargo, sigue siendo terriblemente contraintuitiva ¿De verdad que no existe nada que podamos considerar mental? ¿De verdad que puede reducirse todo contenido mental, únicamente, a conducta? ¿De verdad que no tenemos mente? Hillary Putnam nos ofrece un sencillo experimento mental pare evidenciar lo difícil que se nos hace eliminar nuestra mente interior. Imaginemos un grupo de antiguos guerreros espartanos. Durante mucho tiempo se han entrenado en la habilidad de resistir el dolor sin realizar acción alguna más que la consecuente conducta verbal consistente en informar a los demás de que se siente dolor. Así, esos superespartanos, pueden ser gravemente heridos en combate pero no mostrarán más conducta de dolor que mover sus labios y decir «Me duele». Hasta aquí no hay ningún problema con el conductismo. El dolor seguiría siendo una disposición conductual a proferir una determinada conducta verbal. Putnam nos dice entonces que imaginemos a los super-superespartanos, una élite dentro de los superespartanos que, tras durísimos entrenamientos, habrían conseguido incluso eliminar cualquier necesidad de proferir palabra alguna para referirse al dolor. Los super-superespartanos serían tan duros que, a pesar de que les sacarán una muela sin anestesia, no mostrarían el más mínimo indicio externo de dolor. Y aquí sí que hay problemas para el conductismo: si no hay ni conducta externa observable ni propensión conductual alguna, no hay nada; sin embargo, nos parece evidente que los super-superespartanos sentirían dolor igual que cualquier otro ser humano. Ergo, la mente no es reductible a conducta.

El conductismo se parece a un zapatero que quiere meter un pie muy grande (la mente) en un zapato muy pequeño (la conducta), e intenta mil y un peripecias para que encaje pero nunca lo consigue. El conductismo es un nuevo ejemplo de la expresión intentar meter con calzador.

Ilustración de Emmanuel MacConnell.

Desde los albores de la lingüística, el modelo que se utilizaba para explicar el significado de las palabras (la semántica), era la teoría referencialista del lenguaje. Básicamente sostenía que las palabras significaban algo en la medida que existía un referente en la realidad. Así, la palabra «manzana» significaba si cuando hablábamos de ella nos estábamos refiriendo a una manzana del mundo real. De aquí, además surge la teoría de la verdad como correspondencia: La frase «la nieve es blanca» es verdadera si y solo si la nieve es blanca (tal y como desarrolló Alfred Tarski en 1933 y 1944). Estábamos ante una nueva reformulación del realismo clásico representando fundamentalmente por Aristóteles: mediante el lenguaje podemos hablar de la realidad y habría tantas formas lingüísticas de hablar de la realidad como categorías tenga la realidad. Así, si tuviésemos una descripción del mundo que asignara cada palabra a su referente, tendríamos una teoría completa y perfecta del mundo…

Pero los problemas comienzan. En primer lugar, cuando hablamos de seres imaginarios como, por ejemplo, unicornios, ¿dónde está la referencia real? No pasa nada. Nuestra imaginación crea nuevos mundos (habitualmente combinando elementos del mundo real: caballo + cuerno = unicornio). Sencillamente, las referencias se encuentran en ese mundo mental (verdaderamente, no era tan sencillo… ¿qué tipo de existencia tienen los objetos imaginarios? ¿Qué es y dónde está ese mundo mental?). Después había palabras sincategoremáticas como por, para, en, y, entonces… que no tienen ningún referente ni real ni imaginario ¿qué significan entonces? No pasa nada. Son solo palabras auxiliares que cobran significado cuando se combinan con otras que sí lo tienen. Por ejemplo, si digo «Tengo un regalo para ti», «regalo» y «ti (tú)» tienen plena referencia y «para» la gana al designar la dirección hacia la que va el regalo (de mí hacia ti).

Vale, pero aquí viene un problema gordo: las palabras no solo refieren a un único referente, sino que pueden cambiarlo en función del contexto. Si yo digo «Fuego», la referencia no tendrá nada que ver si estoy señalando con mi mano un cigarrillo en mi boca,  a si estoy asomándome por la ventana de un edificio en llamas. Esto, que parece trivial, y casi estúpido, representa una ruptura brutal con la teoría referencialista del significado: no existe un lenguaje universal para hablar de toda la realidad, no existe un único modelo lingüístico del mundo, sino que habrá tantos lenguajes como contextos en los que nos encontremos. De hecho, cada comunidad lingüística utilizará unos significados diferentes que no solo se reducirán a nombrar cada objeto con una palabra distinta, sino a diferencias mucho más profundas. Vamos a ver un ejemplo precioso sacado del libro de Jim Jubak La máquina pensante (muy, muy recomendable), en un capítulo que dedica a las ideas del lingüista George Lakoff:

Por ejemplo, el dyirbal, una lengua aborigen de Australia, que Lakoff expone en su libro de 1987 Women, Fire and Dangerous Things, utiliza tan solo cuatro clases para todas las cosas. Cuando un hablante del dyirbal utiliza un nombre, éste debe ir precedido de una de entre las cuatro palabras siguientes: bayi, balan, balam o bala. Robert Dixon, un lingüista antropólogo, registró cuidadosamente los miembros de cada clase del dyirbal. Bayi incluía a hombres, canguros, zarigüeyas, murciélagos, la mayoría de serpientes, la mayoría de peces, algunos pájaros, la mayoría de insectos, la luna, las tormentas, los arco iris, los bumeranes y algunos tipos de lanzas. Balan incluía a las mujeres, las ratas marsupiales, los perros, los ornitorrincos, los equidnas, algunas serpientes, algunos peces, la mayoría de los pájaros, las luciérnagas, los escorpiones, los grillos, el gusano plumado, cualquier cosa relacionada con el agua o el fuego, el sol y las estrellas, los escudos, algunos tipos de lanzas y algunos árboles. Balam incluía todos los frutos comestibles y las plantas que los producen, los tubérculos, los helechos, la miel, los cigarrillos, el vino y los pasteles. Bala incluía partes del cuerpo, la carne, las abejas, el viento, los ñames, algunos tipos de lanzas, la mayoría de los árboles, la hierba, el barro, las piedras, los ruidos y el lenguaje.

Dixon no creía que, simplemente, las clases se agruparan aleatoriamente y que, para aprender a usarlas, había que aprenderse de memoria cada uno de sus miembros. Estudiándolas más profundamente llegó a ciertas directrices de categorización: Bayi estaba compuesto por hombres y animales (lo masculino); balan por mujeres, agua, fuego y lucha; balam  tiene evidente relación con la comida; y bala parecía contener todo lo demás. Pero lo importante es que existían criterios experienciales para categorizar: por ejemplo, los peces eran bayi, por lo que todo lo relacionado con la pesca (lanzas, redes o cualquier aparejo de pesca) era también bayi. De la misma forma, los mitos y las leyendas  también influían en las clasificaciones. Los pájaros, siendo animales, deberían ser bayi, pero eran balan ¿Por qué? Porque según la mitología de los aborígenes australianos del noreste de Queensland, los pájaros son los espíritus de las mujeres muertas. Por el contrario, tres especies de pájaros cantores son hombres míticos, por lo que pasan a la categoría de bayi.

El contexto, las prácticas, costumbres, creencias, etc. de una determinada comunidad lingüística, fijarán (y no para siempre) los significados de un lenguaje. Wittgenstein sostenía que los lenguajes están irreversiblemente ligados a formas de vida.  A mí me gusta decir que tienen historia: cada acontecimiento histórico (no en el sentido político, sino en tanto en que influye significativamente en la vida de los hablantes) creará nuevas narraciones que podrán modificar los significados.

Pero, es más, el lenguaje puede llegar modificar nuestras capacidades cognitivas. En 2006, Diana Deutsch y sus colaboradores realizaron experimentos con hablantes de chino mandarín. El chino mandarín es una lengua tonal, es decir, una lengua en el que las variaciones del tono en que se pronuncian las expresiones cambian mucho su significado. Por ejemplo, la palabra «ma» puede significar palabras tan dispares como «caballo», «madre», «cáñamo» o «regañar» solo cambiando la duración o intensidad del tono. Deustch hizo un estudio comparativo entre estudiantes de conservatorio chinos (que hablaban mandarín) y norteamericanos (tondos angloparlantes de nacimiento) para comprobar cuándo conseguían desarrollar lo que se conoce como oído absoluto: capacidad de identificar notas aisladas (capacidad muy compleja incluso para los músicos profesionales. Todos podemos identificar notas en el contexto de una canción, al compararlas con otras, pero, por ejemplo, escuchar un fa aislado y reconocerlo como tal es muy difícil). Los datos fueron muy concluyentes: por ejemplo, de entre los estudiantes que habían empezado el conservatorio entre los 4 a 5 años de edad, tenían oído absoluto el 60% de los chinos, frente a solo un 14% de los estadounidenses. Hablar una lengua tonal favorece el desarrollo de oído absoluto, o dicho de un modo más general, según el lenguaje que hables desarrollaras más o menos ciertas habilidades cognitivas.

Sin embargo, esto no tiene que llevarnos a lo que, lamentablemente, la postmodernidad hace continuamente: dirigirnos a un relativismo radical (basándose en la hipótesis de Sapir y Whorf), afirmando que la realidad es una construcción lingüística, y como hay muchos lenguajes diferentes, habrá tantas realidades como lenguajes… ¡ufffff! Y es que prescindir de la realidad siempre es harto peligroso (es lo que tanto les gusta hacer a nuestros ilustres políticos). Vamos a ver unos ejemplos, de lo que se han llamado tipos naturales, es decir, de formas de significar que no obedecen a ningún tipo de construcción lingüística.

En sus experimentos [los de Brent Berlin y Paul Kay] mostraban 144 trozos de material pintado a hablantes de lenguas diferentes. Cuando les pedían a los sujetos que señalaran las partes del espectro que nombraba su lengua, las respuestas parecían arbitrarias. Pero cuando se les pedía que señalarán el mejor ejemplo de, pongamos «grue» [green + blue] (el nombre de una combinación de azul y verde), todos identificaban el mismo azul central y no el turquesa. Independientemente de los términos que utilizara una lengua para los colores, todos los seres humanos parecían estar de acuerdo en qué colores eran más azules, más verdes o más rojos.

Eleanor Rosch conoció los resultados de Berlin y Kay cuando estaba en pleno apogeo de su propio estudio sobre el dani, una lengua de Nueva Guinea en la que solo había dos términos para colores: mili para colores oscuros y fríos (incluyendo el negro, el verde y el azul), y mola para colores claros y cálidos (incluyendo el blanco, el rojo y el amarillo). Se trataba de una sociedad que planteaba un increíble desafío a los resultados de Berlin y Kay ¿Podría Rosch duplicar aquellos resultados con nativos de una lengua tan radicalmente pobre?

Reproducir la prueba de Berlin y Kay no fue difícil. Al enfrentar a los hablantes del dani con los 144 trozos coloreados y pedirles que escogieran el mejor ejemplo de mola, eligieron colores focales, bien el rojo central, el blanco ventral o el amarillo central. Ninguno eligió una mezcla de los tres.

Es más, Rosch fue más allá y realizó un nuevo experimento. Enseñó a un grupo de danis los nombres de ocho colores centrales (elegidos aleatoriamente) y a otro, otros ocho colores no centrales. Con total claridad, el grupo que aprendió los colores centrales lo hizo más rápidamente y recordaba mejor los nombres. Los resultados son evidentes: no todo es una construcción lingüística ya que hay una realidad preexistente que conocemos antes de, ni siquiera, saber o poder nombrarla. Y, por tanto, la construcción de un lenguaje no es algo totalmente convencional o arbitrario, sino que la realidad (o nuestra estructura o forma cognitiva de conocerla) interviene decisivamente.

Como vemos, la semántica es un tema mucho más complejo de lo que a priori podría imaginarse. En la comprensión de un lenguaje influyen aspectos de, prácticamente, todas las esferas de ámbito humano: la realidad, la situación contextual, las costumbres y las creencias, las prácticas sociales, las experiencias vitales, la biología de nuestros sistemas perceptivos, cognitivos e, incluso, de nuestros aparatos fonadores… todos influyen de diversas maneras en que comprendamos el significado de cualquier expresión de un lenguaje.

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Uno de los temas más densa, a la par que infructuosamente, tratados por la tradición filosófica occidental ha sido el de la posibilidad de la nada. Si Leibniz establecía como pregunta fundamental de la metafísica «¿Por qué existe algo en vez de nada?», parecía primordial definir de algún modo qué significa que algo sea una nada. Para Parménides, el primer metafísico de Occidente, la nada era un contrasentido lógico ya que decir que existía ya era sostener que era algo y, precisamente, la nada se define por no ser nada. Así, la nada era algo en lo que ni siquiera cabía pensar puesto que no podía tener existencia ni siquiera como un objeto mental. La nada era imposible.

Aristóteles, con su sensatez y cordura habituales, siguió a Parménides y expulsó la nada de su física. No existe, todo está lleno de ser. Incluso los aparentemente vacíos espacios interplanetarios estaban llenos de una sustancia divina denominada éter. Todo estaba saturado de ser, sin el más mínimo espacio para la no existencia. Filósofos y científicos siempre han sufrido de horror vacui. Incluso cuando Torricelli produjo por primera vez vacío de forma experimental, se podía seguir argumentando a favor de la no existencia de la nada ¿Cómo?

Si dado un espacio cualquiera quitamos todos los objetos que lo pueblan, incluso el aire, tal y como hizo Torricelli, ¿no estamos ya ante puro y genuino vacío, es decir, ante la nada? No, porque queda el espacio, queda un continente tridimensional donde flotan las cosas. Y de eso no podemos prescindir porque, pensaban todos los físicos de la Edad Moderna, este espacio es inmutable… No hay forma de interactuar con él. Pero es más, no solo no podíamos hacer nada a nivel ontológico sino que tampoco lo podíamos hacer a nivel mental. Para Kant, el espacio era una condición de posibilidad de la percepción de cualquier objeto físico. Sin espacio no podemos imaginar siquiera un objeto en nuestra mente. Intente el lector pensar en una pelota de fútbol sin las categorías de altura, longitud y volumen… absolutamente imposible.

Pero todo cambió con la Relatividad de Einstein. Ahora el espacio era algo que se podía modificar, se estiraba y se contraía como el chicle. El espacio ya no es sencillamente un contenedor, un vacío abstracto en el que está todo, sino que cobra una nueva entidad ontológica: parece ser algo, ya es menos una nada. Edwin Hubble nos dio además un nuevo e importante dato: el universo se expande, es decir, el espacio se hace cada vez más y más grande. Para entender esto todo el mundo recurre a la idea de un globo que se infla, siendo nuestro universo solamente su superficie. Pero aquí se empieza a complicar nuestra comprensión intuitiva de las cosas. Esta metáfora tiene la virtud de mostrarnos visualmente como todos los objetos se alejan a la vez de todos los demás, es decir, lo que realmente significa la expansión del espacio en todas direcciones. Si en el globo dibujamos puntos simulando ser estrellas, al inflarlo todos los puntos crecerán a la vez que se irán alejando de todos los demás puntos. Sin embargo, la limitación de la metáfora está en ver que, realmente, la superficie del globo no puede ser todo lo que existe: hay un interior y un exterior del globo. Nuestro universo globo se estaría expandiendo en un espacio, no sería todo el espacio.

Es por eso que, igualmente, falla la metáfora del Big Bang entendida como una gran explosión. Cuando decimos que, al principio, todo el universo estaba comprimido en una diminuta singularidad, ya estamos fallando en algo pues, ¿qué había fuera de esa singularidad? Nada, podría responderse, ya que todo lo existente se encontraba allí. Pero entonces, ¿qué sentido tiene decir que el universo se expandió? ¿Hacia dónde lo hizo si no había más a donde ir? Todo el mundo suele visualizar en su mente un pequeño punto que, a gran velocidad, va aumentando su radio pero… si queremos aumentar cualquier longitud necesitamos un espacio en el que alargarla… ¿No es entonces un sinsentido hablar de expansión del universo?

El cosmólogo ruso Alexander Vilenkin intentó definir la nada como un espacio-tiempo esférico cerrado de radio cero, cayendo en este mismo problema: si esa nada se transforma en algo y, por lo tanto, aumenta su radio, ¿ese radio se expande hacia dónde? Kant veía estos problemas irresolubles y quizá lo sean. Dentro de la historia de la filosofía y de la ciencia, no he visto otros temas donde las respuestas hayan sido más escasas y precarias.

Pensemos de otra manera. Un universo esférico como el globo de Hubble tiene una propiedad muy interesante. Su superficie es ilimitada pero finita, al igual que la de una cinta de Moebius. Tú puedes estar dando vueltas y vueltas a un globo que jamás encontraras nada que pare tus pasos, ninguna frontera ni muro que ponga un límite a tu trayectoria. Sin embargo su superficie es finita, es decir, que podemos calcularla y nos dará un número finito normal y corriente (4πr²). En la visión de Vilenkin, y de muchos otros, está la idea de que nuestro universo puede ser algo así: finito (con una longitud y una cantidad de materia y energía finita) pero ilimitado (no hay un muro detrás del cual esté la nada). Tiene sentido pero nos encontramos con que es difícil (más bien imposible) extrapolar la metáfora del globo de Hubble a un mundo tridimensional ¿Cómo podemos imaginar un espacio con altura, longitud y volumen que sea finito pero ilimitado? Yo no encuentro el modo.

Por otro lado la infinitud del universo, la alternativa a la nada, también parece compleja. El mismo Kant pensó que si el pasado era temporalmente infinito nunca podríamos llegar al día de hoy, ya que para que éste llegara deberían pasar infinitos días. Según Holt nos cuenta, Wittgenstein argumentaba igual con un divertido chiste: Nos encontramos a un tipo que recita en voz alta: «9… 5… 1… 4… 1… 3… ¡Fin!» ¿Fin de qué?, le preguntamos. «Bueno – dice aliviado -, he enumerado todos los dígitos de π desde la eternidad hacia atrás, y he llegado al final».

Ni contigo ni sin ti. Mal concepto éste de la nada.

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Parece ser muy común en todos los hombres de genio, pasar por épocas de sequía intelectual, épocas aterradoras en las que se piensa que uno ha perdido su don más preciado, su capacidad de crear grandes obras. Evidentemente, si un genio pierde su genio, no le queda nada. Es por ello que esas rachas de esterilidad son especialmente temidas y, cada genio, ha intentado sortearlas de los mas diversos modos, recurriendo a incluso a soluciones impropias de hombres dotados de tal genio (quizá porque, precisamente en esos momentos, no eran genios). Wittgenstein no era una excepción, tal y como nos cuenta Ray Monk a partir del diario de David Pinsent:

Wittgenstein dio en pensar que lo que necesitaba no era diversión, sino mayores poderes de concentración. A este fin estaba dispuesto a probarlo todo, incluso la hipnosis, y se hizo mesmerizar por un tal doctor Rogers. «La idea es ésta», escribe Pinsent en su diario: «es verdad, creo que las personas son capaces de un esfuerzo muscular extraordinario cuanto están en trance hipnótico: ¿entonces por qué no también un esfuerzo mental extraordinario?»

De modo que cuando esté en trance, Rogers le hará ciertas preguntas acerca de puntos de lógica que Wittgenstein todavía no tiene claros (ciertas dudas que todavía no ha conseguido aclarar), y Witt espera ser capaz de verlas claramente. ¡Parece tan descabellado! Witt ha ido dos veces a que lo hipnotizaran, pero solo al final de la segunda entrevista Rogers consiguió dormirlo; cuando lo hizo, sin embargo, lo hizo tan profundamente que tardó media hora en volver a despertarlo completamente. Witt dice que estuvo consciente todo el tiempo – podía oír hablar a Rogers -, pero absolutamente sin voluntad ni fuerza: no podía comprender lo que le decían, no podía hacer ningún esfuerzo muscular, se sentía exactamente como si estuviera anestesiado. Estuvo amodorrado durante una hora después de dejar a Rogers. En conjunto es un asunto maravilloso.

Como no podía ser de otra manera, la hipnosis no fue muy útil al austriaco, quizá nada más que para ahondar en la desesperación ante su vacío mental (que, afortunadamente, fue solo temporal). Y es que la hipnosis no ha demostrado tener utilidad alguna, bordeando siempre ser una práctica pseudocientífica. Ya el mismo Freud, abandonó esta técnica dudando de sus propiedades terapéuticas (y mira que el psicoanálisis, en general, tampoco ha demostrado curar demasiado a nadie). No obstante, como concluye Pinsent, en conjunto, un asunto maravilloso.

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Viajamos a Oxford por primera vez. Un representante de la universidad nos va enseñando los diferentes edificios que componen la Universidad: aulas, bibliotecas, museos, despachos, etc. Después de varias horas de visita turística decimos a nuestro guía:

– Muy bien. Hemos visto muchas aulas, bibliotecas, museos y despachos, pero yo he venido aquí a visitar la Universidad de Oxford. ¿Cuándo la visitaremos?

– Disculpe señor – nos responderá perplejo el guía – pero es que esto es la Universidad de Oxford.

– No, ahora mismo estamos en una biblioteca. ¿Me está usted diciendo que esta biblioteca es la Universidad de Oxford? ¿La Universidad no es más que una biblioteca?

– No señor, la Universidad es el conjunto de todos los edificios que hemos visitado, de todas las personas que en ellos trabajan y de todas las actividades que en ellos se realizan.

– No, no puede ser. Entonces, ¿qué tipo de entidad es la Universidad de Oxford? Dese cuenta que usted me está diciendo que la Universidad de Oxford no es nada, no es un objeto material como tal, no es una substancia… No la puedo ver, oír, tocar…

– Está usted diciendo cosas muy extrañas. Claro que puede tocar la Universidad. Ahora mismo está pisando su suelo.

– No, yo estoy pisando el suelo de la biblioteca, no de la Universidad de Oxford. ¡Deje de tomarme el pelo! ¡Lléveme inmediatamente con el Rector!

Un rato más tarde el personal de seguridad nos invita a abandonar el recinto de Oxford. Pero, ¿qué hay de raro en este razonamiento? A, después de ver todos los edificios, personal y actividades que componen la Universidad, seguir preguntando dónde está la Universidad es lo que Gilbert Ryle denomina error categorial. En este ejemplo pretendemos que Oxford sea un objeto físico, una substancia, cuando realmente no lo es (o es algo más).  Y Ryle hace una cosa muy interesante: aplica esta forma errónea de razonar a como entendemos habitualmente la mente.

Desde Descartes se ha tendido a pensar que la mente es una substancia, una especie de «cosa», un recipiente en donde se dan todos nuestros pensamientos, emociones, recuerdos, etc. lo cual ha generado gran confusión y múltiples problemas filosóficos que, en el fondo, no serían más que pseudoproblemas. La contrariedad más evidente es la que surge cuando nos preguntamos por la naturaleza ontológica de esa mente: si Descartes opuso la mente a la materia como dos cosas completamente diferentes, ¿de qué están hechos los pensamientos? ¿Cuál es la naturaleza de los estados mentales? ¿Son espirituales, intangibles, etéreos… y, por tanto, inasequibles a la investigación científica?

Ryle niega la mayor: la mente no es una «cosa», no hay ningún órgano corporal al que podamos llamar «mente», sino que la mente son los procesos mentales. En este sentido la mente no es algo único sino múltiple, tesis que iría contra siglos de tradición filosófica. La mente no es un objeto sino muchas y variadas «actividades». Pero, ¿qué son los procesos mentales? Aquí Ryle da una respuesta muy original aunque contraintutitiva y extraña: los procesos mentales  son disposiciones conductuales, es decir, algo así como potencialidades para la acción. Sigamos un ejemplo del mismo Ryle: el talento de un payaso. Si un payaso tiene talento diremos que es porque tiene una serie de habilidades que se expresarán en una conducta exitosa a la hora de, por ejemplo, hacer reír a los niños. Pero, ¿qué son esas habilidades? No son objetos observables ya que una habilidad solo es observable cuando se ejecuta pero puede existir sin que se ejecute nunca. Yo puedo ser muy habilidoso jugando a los dardos a pesar de que no haya jugando nunca. Pero tampoco son algo inexistente: yo tengo esa habilidad.

Llegados a este punto Ryle introduce otra interesante diferenciación: knowing that (saber que) y knowing how (saber cómo). Saber qué se refiere a lo que todo el mundo entenderíamos por conocer algo teóricamente (un conocimiento de hechos, acontecimientos), mientras que saber cómo se referiría al conocimiento práctico: saber reglas y criterios (saber nadar, leer o montar en bicicleta). Sería muy interesante, siguiendo la afirmación del segundo Wittgenstein de que aprender el significado de algo consiste en seguir una regla, es decir, en saber cómo hacer algo, pensar que todo conocimiento es un saber cómo y que, por tanto, no existe eso de saber qué (daríamos así un impresionante golpe antimetafísico en la mesa). Pues bien, «saber cómo» es una disposición conductual, por lo que los procesos mentales son formas de knowing how, habilidades «ocultas» que salen a la luz en la conducta.

Pero, ¿qué pasa con los qualia? ¿Qué pasa con las sensaciones conscientes? ¿No tienen algún tipo de existencia? No, esta falsa creencia es fruto de la herencia cartesiana que, repetimos, tiende a ver la mente como algún tipo de objeto. Es el mito del fantasma en la máquina. Para Ryle no existe ningún lugar al que solo cada uno tiene un acceso privilegiado: no existe ningún «episodio privado» ni ninguna labor de «introspección», sencillamente porque no existen los objetos que esos episodios o labores experimentan: no existen contenidos mentales, no existe la mente. Este antimentalismo encaja perfectamente con la corriente psicológica dominante en el momento de la publicación de la obra de Ryle El concepto de lo mental (1949): el conductismo. Si lo único que podemos observar científicamente es la conducta de los sujetos, siendo la mente algo extraño y problemático como objeto de investigación, quitémosla de en medio. Damas y caballeros, según Ryle ustedes no tienen mente.

Por cierto, quién quiera entender de forma clara y sencilla la filosofía del primer Wittenstein puede leer mi artículo para Hypérbole.

Desde que estaba en la facultad siempre me pareció atractivo el pragmatismo. Me parecía muy interesante su marcada postura antimetafísica que hacía a los pragmatistas prescindir del problemático concepto de verdad en su sentido trascendental, realista o esencialista (la verdad consiste en captar, abstraer, intuir una esencia o un universal absoluto) cambiándolo por el de utilidad. Así, una teoría científica no es más verdadera que otra rival en una carrera por alcanzar una supuesta verdad final sino, simplemente, tiene más éxito según una serie de parámetros que definimos previamente (más predictiva, más elegante, más acorde con nuestras creencias anteriores o más eficaz a la hora de solucionar un determinado problema). Así también nos quitamos de encima no sólo la verdad sino a molestos familiares suyos como la «verosimilitud» o la «aproximación progresiva a la verdad» que tantos quebraderos de cabeza dieron a Popper.  El pragmatismo es metafísicamente muy cómodo.

Además, las tesis ontológicas en las que se basa también son interesantes. No parte de un mundo de objetos, sustancias, propiedades o esencias sino que suele centrarse en una determinada teoría de la acción (por no decir que no tiene a priori compromiso ontológico alguno: la ontología elegida dependerá de su utilidad). Para el pragmatismo hay sucesos problemáticos que tenemos que solucionar y nuestras teorías son acciones, respuestas ante estos problemas. Nuestras teorías no son entidades extrañas (y ontológicamente muy problemáticas) que existen en el mundo de las ideas o en el mundo 3 de Popper, sino que son acciones (al igual que andamos o hablamos, teorizamos), instrumentos para solucionar problemas como si fueran destornilladores, martillos o alicates que sólo pueden ser descritas por su actuación a la hora de montar un armario.

Además, el pragmatismo parece la consecuencia lógica de la filosofía analítica ante el fracaso del verificacionismo del Círculo de Viena o del falsacionismo de Popper y la llegada del segundo Wittgenstein. El pragmatismo se lleva muy bien con las Investigaciones Filosóficas del vienés y su teoría de los juegos del lenguaje. El significado de una expresión lingüística no está en su referencia a la realidad, sino en su uso, en seguir las reglas de un determinado juego prefijadas culturalmente (o vitalmente, según el historiador de la filosofía que hable). El lenguaje se entiende en su actuación y no como algo abstracto o separado de la realidad ordinaria. Fieles seguidores suyos, Austin escribe Cómo hacer cosas con palabras o Searle Actos de habla. Los pensadores más populares de la última época analítica, como Putnam o Quine, serán pragmatistas.

Sin embargo, a pesar de sus virtudes, podemos ver ciertos problemas. Si cambiamos verdad por utilidad tenemos que tener en cuenta que algo que es útil es siempre «útil para», es decir, es un medio para conseguir un fin determinado. Entonces tenemos que explicar ese fin que queremos conseguir y si ese fin, de nuevo, lo definimos por su utilidad caemos en una regresión ad infinitum. Por ejemplo, un tenedor es útil para trinchar un filete pero debemos preguntarnos para qué queremos trinchar un filete. Es necesario cortar la cadena de utilidades en algo que sea un fin en sí mismo, algo deseable no por su utilidad sino porque sea bueno de por sí. Del mismo modo el pragmatismo puede tener consecuencias éticas muy peligrosas. Si partimos de la idea de que hay que bajar el índice de desempleo, la solución final de Himmler podría ser, pragmáticamente hablando, una solución muy eficiente.  Cuando leí la serie de conferencias de William James publicadas en Alianza bajo el título Pragmatismo quedé bastante decepcionado y no volví a plantearme esta corriente seriamente.

Empero, a día de hoy, comienza a interesarme de nuevo. Me gusta su perspectiva ontológica porque creo que sería posible salvar la tesis objetivista (que defiendo fuertemente) de que existe un mundo exterior diferente a mí y que no todas las teorías acerca de la realidad tienen la misma validez siendo relatos literarios o construcciones estrictamente culturales, sin caer en posturas realistas que tienen que apelar a la metafísica para subsistir (el realismo platónico). El pragmatismo postura una relación gnoseológica diferente con la realidad: conocer no es captar algo de lo real y meterlo en el entendimiento, no es un acto diferente, especial,  sino una forma más de interactuar con el mundo. Me parece una propuesta interesante. ¿Qué os parece?

Una versión muy actualizada de pragmatismo es el concepto de affordance de J.J. Gibson.

Quiero hacer una gran fiesta en mi casa y para ello cuento con la inestimable ayuda de mi robot doméstico DOMOT 9000. Necesito que mi fiesta acabe por ser una especie de gran orgía, por lo que cuando le mando a DOMOT que haga la lista de invitados, le incluyo el requisito de que invite únicamente a mis amigos que sean solteros. Entonces recurre a su base de datos y manda invitaciones a mis amigos solteros de la siguiente manera:

Arturo ha vivido feliz con Alicia durante los últimos cinco años. Tienen una hija de dos años llamada Mónica y nunca se han casado ni por lo civil ni por la Iglesia. Enviar invitación a Arturo, a Alicia y a Mónica.

Wilson es un inmigrante colombiano sin papeles que decidió casarse con mi amiga Bárbara para librarse de ser deportado. De todas formas, nunca han vivido juntos. Han tenido numerosas parejas y proyectan anular su matrimonio tan pronto como encuentre a alguien con quien quieran casarse. NO enviar invitación a Wilson ni a Bárbara.

Rebeca es mi entrañable vecina, una mujer de noventa y cinco años que nunca ha conocido varón y vive junto con seis gatos. Enviar invitación a Rebeca.

Julia y Luis son hermanos y tienen quince años, viven en casa de sus padres y cursan segundo de la ESO. Enviar invitación a Julia y a Luis.

David tiene diecisiete años. Se marchó de casa a los trece, y abrió un pequeño negocio. En la actualidad es un empresario de éxito que vive como un playboy en su dúplex. Enviar invitación a David.

Lorena una ferviente católica profesora de religión. Ha decidido llegar virgen al matrimonio y es muy firme siguiendo sus convicciones y compromisos religiosos. Enviar invitación a Lorena.

Marta y Elisa son una pareja de homosexuales que viven juntas desde hace muchos años. Enviar invitación a Marta y a Elisa.

Andrea es una joven de veinticinco años sin pareja muy atractiva y muy promiscua. La conozco de sólo hace unos días y me cae muy bien. No podría decir que es mi amiga aunque si la conociera más estoy seguro de que acabaríamos por ser grandes amigos. NO enviar invitación a Andrea.

A Faisal, la ley de su país natal, Abu Dabi, le concede la posibilidad de tener tres esposas. En la actualidad tiene dos y está interesado en conocer a otra potencial consorte. NO enviar invitación a Faisal.

Jaime y Lucía son actores porno. Llevan casados desde los veinte años y llevan una relación de lo más liberal, estando abiertos a relacionarse sexualmente con mucha más gente. NO enviar invitación a Jaime y a Lucía.

El padre Matías es sacerdote de la Iglesia católica. Enviar invitación al padre Matías.

Eva aún no ha nacido. Es un embrión de trece días. ¿Envíar invitación a Eva? ERROR, ERROR… Entonces DOMOT 9000 se queda colgado.

(Lista basada en una elaborada por Terry Winograd)

En fin, confiando en mi robot, me pongo mis mejores galas y espero a que vengan mis invitados con la esperanza de celebrar la fiesta sexual más salvaje de los últimos tiempos. Para mi desagradable sorpresa me encuentro con una pareja con una hija, una anciana, tres menores de edad, una  mojigata profesora de religión, dos lesbianas muy enamoradas y un cura. Por contra, mis amigos más promiscuos no han sido invitados: Wilson, Bárbara, Andrea, Faisal, Jaime y Lucía. Tras unas aburridísimas dos horas y después de intentar, sin éxito, ligarme a la catequista (la cual terminó por darme un bofetón), la gente se fue de mi casa con cara de pocos amigos. ¡Jamás volveré a confiar en DOMOT 9000!

¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué el robot siguió tan mal mis instrucciones? Es que nuestro robot seguía de modo literal una teoría referencialista del lenguaje. En ella cada concepto se refiere a una extensión de objetos que comparten una característica común, ignorando cualquier otro elemento. La palabra «soltero» tiene de extensión todos aquellos individuos no casados  por la Iglesia o por lo civil, de modo que menores de edad, ancianos, curas, etc. entrarían dentro de su dominio. Su error a la hora de organizar la fiesta es una prueba de que la teoría referencialista del lenguaje defendida por los autores del Círculo de Viena siguiendo el Tractatus de Wittgenstein no se adecua perfectamente a lo que realmente es el lenguaje. Para comunicarnos lingüísticamente entran en juego un montón de elementos que van más allá de las meras definiciones (muchos de ellos incluso extralingüísticos: gestos, entonaciones, conocimiento de intenciones, etc.). En este caso entra lo que podemos denominar genéricamente como contexto o, dicho de otro modo, lo que llamaríamos sentido común. A DOMOT 9000 le faltaba información previa, a saber, que además de amigos solteros, yo necesitaba que estuvieran sexualmente disponibles. Le faltaba algo que al ser humano más estúpido no le falta: leer un poquito entre líneas.

Es por esto que la filosofía analítica acabó dando un giro hacia teorías pragmatistas del lenguaje, es decir, teorías que tuvieran en cuenta todos los factores que la praxis del lenguaje ordinario sí tenía en cuenta. Del mismo modo, desde las ciencias de la computación, se construyeron sistemas basados en conocimiento o sensibles al contexto intentando, todavía con poco éxito, emular algo paradójicamente tan complejo como el sentido común humano.

La corriente filosófica que domina mayoritariamente las universidades europeas y norteamericanas es la posmodernidad. De índole fundamentalmente francesa, esta corriente defiende un cierto relativismo a todos los niveles. Piensa que la Modernidad ha sido un fracaso, que la razón ilustrada nos ha llevado a un mundo tecno-burocrático que termina por eliminar la diferencia y la individualidad del hombre. La razón instrumental, hija, según ellos, de la ciencia y la razón, nos llevó a Auschwitz o a la bomba atómica, al capitalismo salvaje y al colonialismo, incluso al deterioro medioambiental o al machismo. La ciencia, fiel sierva del poder establecido, mantiene un positivismo dogmático y excluyente que expulsa como pseudosaber a todo aquella teoría crítica que se rebela contra tan opresor sistema. La comunidad científica no se da cuenta de que saber es ideológico, relativo a sus circunstancias socio-históricas  y por tanto, tan válido o inválido como la religión o los mitos de las diversas culturas que ha dado la historia. La ciencia es un mito más, un metarrelato que no muestra sino la derrota de la razón moderna. Ante ella se defienden ciertas teorías si no directamente irracionalistas, como mínimo arracionalistas.  Vattimo sostendrá que ante la muerte de la razón sólo nos queda un pensamiento débil, o Lyotard o Rorty nos hablarán, basándose en el segundo Wittgenstein, de que lo único que nos queda será la modificación de juegos del lenguaje para llevarlos a posturas ético-políticas que respeten la individualidad del sujeto. Como los juegos del lenguaje no tienen nada que ver con la verdad, podemos cambiarlos a nuestra conveniencia para que la ficción que es, a fin de cuentas, todo nuestro conocimiento, al menos tenga unas consecuencias positivas para nuestra realidad social. Como todo es ficción narrativa, la posmodernidad se muestra como la postura más tolerante por excelencia. Todas las culturas y sus respectivas interpretaciones de la realidad quedan igualadas, no existiendo una posición privilegiada desde la cual juzgarlas. Todo es hermeneútica, narración, poesía, mito, prejuicio, contexto, fragmento, juego, perspectiva, subjetividad… Llegando al extremo en autores como Lacan, Deleuze y Guattari, Baudrillard, Virilio o Julia Kristeva (a mi juicio, pseudofilósofos que rozan la vulgar estafa) quienes, denunciando que las estructuras lingüísticas paridas por la modernidad son totalitarias y opresoras, generan nuevos lenguajes que, llegando a una «fecunda» inflación terminológica, resultan absolutamente ininteligibles tanto para el común de los mortales como para el profesional de la filosofía.

Paradójicamente, los resultados ético-políticos de tan fértil y exitosa corriente han sido desastrosos. Embebidos de ese relativismo ultratolerante, nuestros políticos no dudan en tachar de discriminador y reaccionario cualquier discurso que mantenga un mínimo de consistencia ante los abusos y las sinrazones de toda afirmación, hábito o costumbre fruto de una minoría étnica, marginada o minoritaria. No se pueden criticar los absurdos de la cultura gitana sin ser tachados de racistas ya que no somos quiénes para juzgar otras culturas, curiosamente a la vez que los gitanos acaban recluidos en guetos marginales en las periferias de las ciudades. Tampoco podemos ponernos serios ante las barbaridades que los imanes musulmanes sueltan desde sus mezquitas ni denunciar la neta falsedad de los poderes del chamán de cualquier tribu. Adivinos, videntes, homeópatas, nigromantes y cartomantes proliferan por doquier sin que podamos denunciarles ya que sus artes mágicas tienen el mismo estatuto que nuestras teorías científicas más demostradas. El segundo principio de la termodinámica es una construcción tan literaria como la güija, el mal de ojo y el poder adivinatorio de las cartas del tarot.  Si la Modernidad apostaba por un desencatamiento del mundo, la posmodernidad vuelve a encantarlo.

Ahora tenemos soldados que van siempre «en misión de paz» armados hasta los dientes, «profundas identidades nacionales» en donde sólo hay bailes y fiestas regionales, «mujeres modernas y liberadas» en donde sólo hay esclavitud laboral y antidepresivos, «medicina alternativa y tradicional» en donde sólo hay efecto placebo o «pluralidad y multiculturalismo» donde sólo hay superficialidad y falta de fuerza para condenar la injusticia y la falsedad. Nietzsche se equivocaba cuando decía que no había hechos sino sólo interpretaciones. Hay hechos y hay interpretaciones de los hechos. Ahora sólo tenemos interpretaciones. ¡Volvamos a los hechos antes de que sea demasiado tarde!

Las dos posturas ontológicas que tradicionalmente han dominado la historia de la filosofía han sido, primero, el dualismo de propiedades (anteriormente conocido como dualismo platónico o cartesiano) y, luego, el materialismo, siendo esta última la que domina en los ambientes intelectuales de corte cientificista de la actualidad.

El dualismo, en la medida en que sostiene la total independencia e incomunicación entre la mente y el cuerpo, es una teoría absurda. Aunque no sepamos cómo nuestro cerebro genera estados mentales, ni sepamos qué relación hay entre uno y otros,  tenemos claro que existe una estrecha relación. Creo que no hace falta ni mencionar, por obvio, lo que ocurre con nuestros estados mentales cuando bebemos mucho alcohol o cuando nos anestesian.

Y con respecto al materialismo ya sabéis mi postura : creo que no sabemos lo suficientemente bien qué es la materia para enarbolar la proposición «Todo lo que existe es x, siendo x materia» , como subrayaba la crítica de Moulines al materialismo y que discutimos largamente en este blog. Además, el materialismo siempre ha tenido, y tendrá, el problema de la conciencia como bestia negra: ¿Cómo explicar la existencia de estados mentales que no son claramente definibles en términos materiales? Las estrategias pasan por negar la existencia de tales estados, bien directamente (Ryle, Dennett o Patricia Churchland), bien reduciéndolos a estados funcionales (Fodor y, al principio, Putnam) o, directamente, hacerlos idénticos a los estados neuronales (Smart); o de modo casi embarazoso, evitando hablar de ellos (el conductismo en general). Desgraciadamente para todos ellos, los estados mentales se resisten a ser reducidos y ninguna de las propuestas parece satisfactoria. ¿Qué hacer entonces? ¿Es que cabe otra alternativa a ser materialista o dualista? Pienso que sí.

Una de las aportaciones más famosas de Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas es el concepto de «parecidos de familia».  Wittgenstein intenta definir qué es el lenguaje, pero se encuentra con una pluralidad de lenguajes diferentes (los que llamará juegos de lenguaje) a los que no encuentra una característica en común tal que nos sirva para la definición:

66. Considera, por ejemplo, los procesos que llamamos «juegos». Me refiero a los juegos de tablero, juegos de cartas, juegos de pelota, juegos de lucha, etc. ¿Qué hay de común a todos ellos? – No digas: «Tiene que haber algo común a ellos o no los llamaríamos juegos» – sino mira si hay algo común a todos ellos. – Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y, por cierto, toda una serie de ellos. Como se ha dicho: ¡no pienses, sino mira! Mira, por ejemplo, los juegos de tablero con sus variados parentescos. Pasa ahora a los juegos de cartas: aquí encuentras muchas correspondencias con la primera clase, pero desaparecen muchos rasgos comunes y se presentan otros. Si ahora pasamos a los juegos de pelota, continúan manteniéndose carias cosas comunes pero muchas se pierden – ¿Son todos ellos entretenidos? Compara el ajedrez con las tres en raya. ¿O hay siempre un ganar o perder, o una competición entre los jugadores? Piensa en los solitarios. En los juegos de pelota hay ganar y perder; pero cuando un niño lanza la pelota a la pared y la recoge de nuevo, ese rasgo ha desaparecido. Mira qué papel juegan la habilidad y la suerte. Y cuán distinta es la habilidad en el ajedrez y la habilidad en el tenis. Piensa ahora en los juegos de corro: Aquí hay el elemento del entretenimiento, ¡pero cuántos de los otros rasgos característicos han desaparecido! Y podemos recorrer así los muchos otros grupos de juegos. Podemos ver cómo los parecidos surgen y desaparecen.

Y el resultado de este examen reza así: Vemos una complicada red de parecidos que se superponen y entrecruzan. Parecidos a gran escala y de detalle.

Cuando observamos la realidad, contemplamos una ingente cantidad de clases de «cosas» entre las que solamente encontramos parecidos, sin conseguir vislumbrar nada que todas ellas tengan en común de tal modo que podamos decir que en la realidad únicamente hay x (tal como erróneamente hace el materialismo) pues, ¿qué tendrían en común un átomo, un dolor de muelas, un teorema matemático, la velocidad, los tipos de interés, la batalla de San Quintín y la digestión? Algunas similitudes, parentescos… parecidos de familia:

67. No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión «parecidos de familia»; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos, andares, temperamento, etc., etc. – Y diré: los ‘juegos’ componen una familia.

¿A qué postura nos llevaría aplicar la teoría de parecidos de familia de Wittgenstein a la ontología? A un pluralismo ontológico (n-ismo de propiedades si se quiere): existe un sólo mundo (no necesitamos un mundo platónico dónde existen los teoremas matemáticos ni otro mundo para los estados mentales como pasa con Popper o Penrose) pero en él hay muchas propiedades diferentes tal que no podemos definir cuál sería la característica común a todas ellas. Como dice Searle:

Hay montones de propiedades en el mundo: electromagnéticas, económicas, geológicas, históricas, matemáticas, por decir algunas. De manera que si mi posición es un dualismo de propiedades, en realidad debería llamarse pluralismo de propiedades, n-ismo de propiedades, dejando abierto el valor de n. La distinción verdaderamente importante no es la que puede darse entre lo mental y lo físico, entre la mente y el cuerpo, sino la que puede darse entre aquellos rasgos del mundo que existen independientemente de los observadores – rasgos como la fuerza, la masa y la atracción gravitatoria – y aquellos rasgos que son dependientes de los observadores – como el dinero, la propiedad, el matrimonio y el gobierno -. El caso es que, aunque todas las propiedades dependientes del observador dependen de la conciencia para su existencia, la conciencia misma no es relativa al observador. La conciencia es un rasgo real e intrínseco de ciertos sistemas biológicos como el suyo y el mío».

John Searle, El misterio de la conciencia.

La mente, a pesar del materialismo, permanece irreductible a lo material. Sin embargo, no por ello hay que aceptar el dualismo. ¡Acepta el n-ismo de propiedades!


Leyendo un simpático post de Jesús Zamora acerca de la verdad me vino a la cabeza la popular teoría de la verdad como redundancia. Es una forma ingeniosa de desembarazarse de conceptos que, debido a su carga metafísica, traen dolores de cabeza al reflexionar sobre ellos. Tal era el caso del concepto de verdad. Cuando nos preguntamos ¿qué es la verdad?, automáticamente nos entra vértigo y tenemos que exprimir nuestra sesera para ofrecer alguna respuesta concluyente. Los positivistas lógicos de primera mitad de siglo, intentaron solucionar el asunto disolviéndolo, es decir, constatando que ,en el fondo, lo que pasaba es que el concepto de verdad es un pseudoconcepto, una palabra sin sentido que sólo traía pseudoproblemas. Si queremos tener un conocimiento sólido de la realidad hay que eliminar estas absurdas fuentes de sofismas, por lo que, en su pretencioso proyecto de construir lenguajes lógicamente perfectos, entraba eliminar por completo cualquier palabra que oliera a metafísica.

La primera formulación de la teoría de la verdad como redundancia se encuentra formulada en Ramsey si bien Frege o Wittgenstein ya habían hecho mención de ella. En sus Investigaciones filosóficas Wittgenstein sostiene que decir que “es verdad que p” equivale a decir que “p”, del mismo modo que decir que “es falso que p” equivale a decir que “┐p”; por lo tanto decir “es verdad que p” es una redundancia que no añade nada nuevo a lo dicho en «que p”. Según Ramsey las teorías que afirman que la verdad es una propiedad o una relación de las palabras, de los objetos, o del resultado de relacionarlas, son erróneas. Las afirmaciones “es verdad que” o “es cierto que” no añaden nada nuevo a lo que diría la misma oración sin incluirlas. De este modo no hay verdades ni falsedades, ni siquiera hechos o casos. Ramsey disuelve en un momento todo discurso metafísico acerca de la verdad y, si forzamos un poquito, hasta de la misma realidad. Esto sí que es usar la navaja de Ockham.

Sin embargo, existe un problema: no siempre afirmamos la verdad de algo sin conocer la proposición en cuestión (p), adscribiéndonos ciegamente a su verdad. Sería el ejemplo de decir “Todo lo que el Papa dice es verdadero”. Ramsey, consciente del problema se lanza a su solución:

La proposición “Todo lo que el Papa dice es verdadero” se transcribe a lenguaje lógico así:

(1) Para todo a, R, b, si el Papa asevera aRb, entonces aRb

Si admitimos la cuantificación de segundo orden sobre la proposición, se podría transcribir a:

(2) Vp (Si el Papa dice que p, entonces p)

Podríamos decir entonces lo mismo sin recurrir a “es verdadero” por lo que afirmar la verdad o falsedad en este tipo de proposiciones seguiría siendo redundante.

PD: Ramsey, además de un genio, era un ateo militante, pero tenía graves problemas de riñón que lo llevaron a la tumba con tan sólo veintiséis años. Dios tiene muy mala leche con los ateos. Crucemos los dedos.