En una romántica búsqueda de conseguir un sistema jurídico perfecto, vamos a crear un juez robot que no se vea influido por esos sesgos que hacen que los humanos fallemos una y otra vez en la sagrada tarea de impartir justicia. A primera vista, sencillamente, podríamos dotar a un algoritmo con la base de datos lo más potente posible sobre casos anteriores que crearon jurisprudencia. Entonces, ante cualquier decisión, nuestro juez electrónico solo tendría que buscar en su memoria el caso que más se asemejara al presente y aplicar la misma sentencia. Bien, pero pronto comenzarían los problemas, dado que las, a priori, pequeñas diferencias entre los casos pasados y los actuales, pueden ser mucho más grandes de lo que parecen, y ante esa novedad no prevista, nuestro programa debería ser capaz de dar una justa respuesta. Nos encontraremos casos en los que ni las sentencias anteriores ni la ley parecen dar una respuesta clara y concisa, por lo que nuestro robot necesitará reflexionar. Es por eso que suele decirse que las leyes no se aplican sino que se interpretan.
Entonces, no nos quedará otra que programar al robot con una serie de directrices que le sirvan para interpretar toda nueva circunstancia, una serie de principios de justicia. Hagámoslo: para que consideremos una condena como justa, tiene que darse una serie de condiciones que nuestro robot debería tener grabada a fuego en su placa base:
- Conocimiento: el juez robot ha de contar con toda la información relevante para determinar la sentencia. Es por eso que muchas veces se habla de «falta de pruebas», cuando no hay información suficiente para determinar si el sospechoso es culpable o no. Importante es entonces saber que casi nunca se cuenta con toda la información: a pesar de que estemos casi seguros de que el asesino es el mayordomo, nadie más que asesino y asesinado estuvieron presentes en el momento del crimen. Entonces, casi toda condena entraña una incertidumbre que hay que determinar si es asumible o no.
- Imparcialidad: el juez robot no ha de beneficiar a ninguna de las partes interesadas debido a cualquier motivo que no esté estrictamente relacionado con el asunto a juzgar. Aquí el problema no estaría ya en la corrupción pura y dura que asola los sistemas judiciales de medio mundo, sino en los sesgos inconscientes ocultos en la mente del juez. Esto es, precisamente, lo que se intenta subsanar con los jueces robóticos, y aunque la prensa amarillista nos haya mostrado siempre lo contrario, la inteligencia artificial es una tecnología muy apropiada para evitarlos. No hay nada más fácil, si quieres construir una máquina que no sea racista, que hacerla ciega al color de piel.
- Proporcionalidad: el castigo debe ser proporcional al delito cometido. No es justo que me condenen a diez años de trabajos forzados por robar una barra de pan, ni tampoco es justo que me condenen a un día de cárcel por un triple asesinato.
- Estabilidad o consistencia: en casos similares que se dan en otro momento del tiempo, los castigos han de ser similares. La justicia no ha de cambiar con el tiempo, ya que crearíamos agravios comparativos entre casos iguales. Si miramos la historia de la humanidad vemos que eso no se ha cumplido para nada, y que los castigos por las mismas penas han ido cambiando. Antes, por regla general, eran muchísimo más duras y las prisiones bastante menos humanas que las de hoy. La explicación, algo presuntuosa por parte de nuestro presente eso sí, está en decir que en el pasado se equivocaban y que nosotros hemos perfeccionado el sistema para hacerlo más justo, de modo que el agravio comparativo se da solo hacia los que tuvieron la mala fortuna de ser juzgados en el pasado.
Vamos a centrarnos en el 3, en el principio de proporcionalidad. Explicarlo es muy fácil, pero llevarlo a la práctica es harto complejo. Sencillamente dice que el castigo a aplicar debe ser proporcional a la magnitud del delito. La proporcionalidad más perfecta es la lex talionis, el bíblico «ojo por ojo, diente por diente»: aplicar al culpable del delito exactamente lo mismo que le ha hecho a la víctima. En algunos casos es relativamente sencillo. Si me han robado 100 euros, han de devolvérmelos con un plus añadido por el perjuicio que me ocasionó no tenerlos durante el tiempo que se tardó en la devolución (por ejemplo, sumando unos intereses). Sin embargo, los problemas surgen en nada que nos paramos a pensar un segundo: ¿una misma cantidad de dinero tiene el mismo valor para todo el mundo? ¿Son iguales 100 euros para un indigente que para un multimillonario? Eso es lo que pienso cuando voy conduciendo por la carretera y me pasa un Porsche a 170 Km/h.
Y la dificultad se hace más patente cuando comenzamos a intentar medir la proporcionalidad de ciertos daños, más cuando la sensibilidad al sufrimiento de cada individuo difiere significativamente. Por ejemplo, si yo insulto públicamente a una persona, lo proporcional sería que esa persona me insultara de la misma forma. No obstante, yo puedo ser un personaje público al que los insultos no le afectan demasiado (incluso, podría ser que los buscara a propósito con tal de que se hable de mí), mientras que el otro agraviado puede ser muy sensible al escarnio público, por lo que aquí la proporcionalidad no se conseguiría en un insulto por insulto. Como no podemos medir con precisión la cantidad de sufrimiento que proporciona tal o cual castigo, esta proporcionalidad es netamente imposible, cuánto más en esta época de ofendiditos en la red. Podría ser que a mí me provocara importantes daños emocionales ver rostros de gente poco agraciada físicamente en Instagram ¿Deberían compensarme los feos por el daño que me ocasionan? ¿Dónde está el límite entre lo que es razonable que ofenda y lo que no?
Tirando más del hilo nos encontramos con aún más problemas. Si suponemos que el crimen más grave es el asesinato, el castigo proporcional no podría ser más exacto que la pena de muerte pero, ¿cómo castigar proporcionalmente a alguien que ha asesinado a dos o más personas? Si con un asesinato el criminal tiene asegurada la pena de muerte, cuando ya ha matado a una persona, todos los demás crímenes que cometa le saldrán gratis. O, si no somos favorables a la pena de muerte pero sí a la cadena perpetua, tenemos el caso de que la pena será mucho más leve para un anciano o un enfermo terminal que morirán en la cárcel habiendo cumplido muy poco tiempo de condena, que para un joven con veinte años y una salud de hierro.
En la sociedad actual, las nuevas tecnologías de la información suponen novedades que deberían tenerse en cuenta a la hora de legislar, si queremos mantener lo más posible el principio de proporcionalidad. En el celebérrimo caso de la manada, los acusados fueron castigados con unos daños de cárcel supuestamente proporcionales al delito cometido. Independientemente con si esa sanción fue justa o no, los acusados fueron también sometidos a un linchamiento público por parte de los medios. Las redes sociales permitieron que sus fotos y datos biográficos fueran conocidos por todo el mundo, y que se hablara en el tono que se quisiera sobre ellos. Es decir, al clásico castigo carcelario se le añadió el nuevo castigo de vapuleamiento en la red que, muchos, podrían considerar incluso peor, o quizá más dañino a largo plazo, que el primero. En otros tiempos en los que no existían nuestros hipertrofiados medios de comunicación, un delincuente, una vez que pagaba su pena, podría empezar de nuevo sin que todo el mundo supiera de su turbio pasado, pero ahora eso es casi imposible. Entonces, cualquier juez robótico que se precie debería tener en cuenta dicho plus, quizá compensando al criminal con menos tiempo en prisión (si además del principio de proporcionalidad quiere mantener el principio de estabilidad). No deja de resultar chocante como hemos vuelto a formas de justicia medievales. Antes de la llegada del Estado Moderno, a los criminales se los linchaba públicamente, cuando no se los ahorcaba en la plaza del pueblo. Entonces, el nuevo contrato social estipuló que la capacidad de castigar delitos era una función exclusiva del Estado, evitando que nadie pudiera tomarse la justicia por su mano. Ahora, paradójicamente, volvemos a torturas medievales gracias a altas tecnologías.
Como vemos, crear un juez robot es algo muchísimo más completo de lo que hubiera soñado Leibniz, y aunque creo que es perfectamente posible, en contra de los que piensan que la justicia humana es algo irreductible a la automatización, no es algo que se vaya a conseguir en dos tardes. Impartir justicia es una tarea que requiere una muy profunda comprensión de la realidad de la que están lejos nuestra mejores inteligencias artificiales. Otra cosa, muy saludable, es que los jueces dispongan de software que le ayude en sus sentencias, como ya ocurre, no sin polémica eso sí, con el programa Compas en Estados Unidos.
Otro camino, que es el que se está usando ahora, es el de abandonar la programación simbólica y utilizar deep learning. Así, se le da la base de datos a la red neuronal y se la va entrenando para que sus sentencias sean similares a las de los jueces profesionales. Aunque el porcentaje de aciertos suele ser muy alto, aquí nos encontramos con un gravísimo problema: la black box. Los algoritmos de deep learning no pueden explicar el porqué de sus resultados y eso, hablando de decidir sobre la condena de un ser humano, es inaceptable. No podemos tolerar de ningún modo que un software tome decisiones tan importantes sin que sepamos por qué lo ha hecho. Hasta que tengamos una auténtica IA explicada, no podemos utilizar las redes neuronales para impartir justicia.