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Tal como sugirió Bacon con sus ídolos de la tribu, la maquinaria humana de reconocimiento de patrones tiende a dispararse en exceso, lo cual conlleva que creamos ver patrones en lo que en realidad es simple ruido. Hay un famoso experimento en el que este fenómeno produce el divertido resultado de que los sujetos humanos suelen rendir peor que las palomas y las ratas al afrontar la misma tarea. Al sujeto se le muestran dos lámparas, una roja y otra verde. A intervalos regulares, una de ellas se enciende y a los sujetos se les pide que predigan qué lámpara se encenderá a continuación. No se les informa sobre ningún mecanismo subyacente a la secuencia de encendidos de la lámpara roja y de la verde, pero lo cierto es que se encienden al azar, con un 0,8 de probabilidad para la roja frente a un 0,2 para la verde, independientemente de lo que haya sucedido antes. Los sujetos humanos observan la asimetría, intentan imitar el intrincado patrón de las luces, y predicen que la lámpara roja se enciende el 80% de las veces y la verde el 20% restante. De este modo acaban averiguando el correcto encendido aproximadamente 0,8 . 0,8 + 0,2 . 0,2 = 68% de las veces. Los animales más simples rápidamente averiguan cuál es la que se enciende con más frecuencia, con lo que aciertan un 80% de las veces. Ver, por ejemplo, Hinson y Staddon (1983), y Wolford, Miller y Gazzaniga (2000).

Häggström, Olle. Aquí hay dragones

Bacon tenía toda la razón del mundo: la metafísica tradicional tendió a ver en la realidad muchísimo más de lo que en ella había. La navaja de Ockham y el tenedor de Hume fueron una buena terapia aunque, parece ser que todavía no lo suficiente. Seamos humildes y aceptemos nuestro papel de intentar, al menos, ser unos buenos escépticos.

Véase, por supuesto, la superstición en las palomas de Skinner.

Falacia cum hoc ergo propter hoc: porque dos fenómenos se den a la vez, se infiere que uno es causa del otro. La base de todas nuestras supersticiones. Si hago un examen, llevo una pata de conejo y lo apruebo, la pata de conejo es causa del aprobado. Forma muy fácil de combatir tal falacia: prueba a ir al examen sin estudiar y con la pata de conejo, y estudiando y sin la pata de conejo y compara los resultados.

Dicho de otro modo: si tenemos dos fenómenos A y B que cuando ocurren, ocurre C, de primeras, no podemos saber cuál de las dos, A o B, es la causa de C. Necesitamos un segundo paso, probar qué pasa cuando solo se da A sin B o B sin A. Esa es la auténtica forma de actuar de la ciencia y que, en este caso, se opone diametralmente al ethos de la superstición. La ciencia establece relaciones causales cada vez más y más finas, es decir, va puliendo falsas causas, reduciendo su número, hasta llegar a la correcta (o siendo algo escéptico, hasta que ya no puede reducir más).

El problema se hace más complejo en el caso de la paloma. Cuando existe una distancia temporal entre la causa y el efecto, teniendo en cuenta que entre uno y otro pasan un montón fenómenos susceptibles a ser también causas, es más difícil determinar la causa correcta. Bueno, probemos igual que antes a ir eliminando todos los fenómenos que se han dado entre la causa y el efecto hasta que demos con la única que puede causar el efecto por sí sola. La paloma se daría cuenta de que solamente aleteando no abre la puerta mientras que solamente dando al manipulandum sí.

Pero llevemos al extremo el razonamiento. Pensemos en que si todos los fenómenos que han ocurrido previamente a cualquier efecto son susceptibles a ser su causa, cualquier cosa que haya pasado desde el Big Bang hasta ahora podría ser la causa de cualquier fenómeno del presente, la tarea de ir eliminando uno por uno todos los sucesos hasta llegar al primero sería algo que ni el mejor superordenador imaginable que pudiéramos construir en el futuro podría conseguir ni en una infinitésima parte. Simplemente el hecho de calcular todos los movimientos de partículas subatómicas que han ocurrido en mi cuarto en el segundo anterior a éste es algo prácticamente incalculable, cuánto más calcular las de los trece mil setecientos millones de años que suponemos que tiene de edad el universo. ¿Cómo es posible entonces que, habitualmente y con cierta precisión, descubramos las causas de la mayoría de los fenómenos cotidianos que nos ocurren a diario?

Respuestas:

1. En primer lugar, los fenómenos que ocurren a diario no son caóticos, sino que siguen unas reglas dadas que los hacen más sencillos. Por ejemplo, todos los átomos que forman parte de una pelota de tenis se comportan de una forma similar cuando la pelota viene hacía mí, de tal modo que no hace falta calcular la trayectoria de todos los átomos uno por uno, sino solo la trayectoria de grupos de ellos. Por decirlo de algún modo, la naturaleza se comporta haciendo «packs»: hay muchas regularidades y repeticiones. Si no fuera así, conocerla y actuar en ella hubiera sido imposible.

2. Nuestro cerebro, desde sus remotos orígenes, ha ido descubriendo y simplificando el comportamiento de estos «packs», de estas regularidades naturales.  Cuando veo la pelota de tenis acercarse hacia mí, no veo millones de partículas interactuando, sino una única unidad, la pelota, desplazándose en el aire. Mi sistema perceptivo se adaptó a percibir la realidad de un modo económico y eficaz teniendo en cuenta sus limitados recursos. Pensemos en cómo utilizo el concepto «perro» para referirme a un montón de entidades distintas: perros de diferentes colores, edades, tamaños, razas… a todos los llamo «perro».

3. Pero no solo mi percepción simplifica, mi razón también lo hace. Un ejemplo. Tengo un coche y lo guardo en mi garaje, olvidándoseme echarle gasolina. El auto permanece diez años en el garaje y un día decido sacarlo. Cuando lo saco, a los cien metros, el coche se para y yo me pregunto cuál será la causa. ¿Tengo entonces que ir analizando todo lo que ha pasado de aquí a diez años atrás para descubrir la causa? No: hipersimplifico. Solo pienso en eventos relacionados con el coche y su funcionamiento porque yo ya sé, previamente, que los coches funcionan con gasolina. Entonces recuerdo que no le eché gasolina y descubro, entre infinitas causas posibles, la correcta. La clave está en que conozco el funcionamiento del coche, tengo almacenado en mi memoria las diversas causas que explican cómo funciona un automóvil, poseo ese resumen, esa síntesis causal, lo cual evita que tenga que obrar por ensayo y error, eliminando posibles causas, cada vez que intente explicar su funcionamiento.

4. La historia evolutiva ha tenido que ser un colosal proceso de simplificación causal. Desde los primeros seres unicelulares que aprendieron a responder de una manera y no de cualquier otra a los cambios en su entorno, hasta la llegada de los mamíferos y de los sapiens, todo fue un enorme dispositivo de almacenamiento de información causal, primero en el ADN y luego en nuestras portentosas memorias de primate. La evolución es hipersimplificación.

En otra forma también las instituciones de la Iglesia prepararon el camino para la máquina: en su menosprecio por el cuerpo. Pues el respeto por el cuerpo y sus órganos es profundo en todas las culturas clásicas del pasado. A veces, al ser proyectado imaginativamente, el cuerpo puede ser desplazado simbólicamente por las partes o los órganos de otro animal, como en el Horus egipcio. Pero la sustitución se hace para intensificar algunas cualidades orgánicas, el poder del músculo, del ojo, de los genitales. Los falos que se llevaban en procesión religiosa eran mayores y más poderosos, en la representación, que los verdaderos órganos humanos: así, también, las imágenes de los dioses podían alcanzar dimensiones heroicas, para acentuar su vitalidad. Todo el ritual de la vida en las antiguas culturas tendía a recalcar el respeto por el cuerpo y espaciarse en sus bellezas y deleites: incluso los monjes que pintaron las cuevas de Ajanta, en la India, se encontraron bajo su hechizo. La entronización de la forma humana en la escultura, y la atención por el cuerpo en la palestra de los griegos o en los baños de los romanos, reforzó el sentimiento interno por lo orgánico. […] Pero las enseñanzas de la Iglesia iban dirigidas contra el cuerpo y su cultivo: si por un lado era el Templo del Espíritu Santo, también era vil y pecador por naturaleza: la carne tendía a la corrupción y para lograr los laudables fines de la vida se la debe mortificar y dominar, reduciendo sus apetitos por el ayuno y la abstención. […] Al odiar el cuerpo, las mentes ortodoxas de aquellas edades estaban preparadas para violentarlo. En lugar de resentirse contra las máquinas que podían simular esta o aquella acción del cuerpo, podían darles la bienvenida. Las formas de la máquina no eran más feas o repulsivas que los cuerpos de los hombres y mujeres lisiados y tullidos, o, si eran repulsivos y feos, eso mismo les impedía ser una tentación para la carne. El escritor de la Crónica de Nuremberg, en 1398, podías decir que «los artefactos con ruedas que realizan extrañas tareas y exhibiciones y disparates proceden directamente del demonio», pero a pesar de sí misma, la Iglesia estaba creando discípulos del demonio.

Lewis Mumford en Técnica y civilización

No deja de ser paradójico como dos cosas sin aparente relación, casi contradictorias desde nuestra visión contemporánea, como el desprecio al cuerpo del cristianismo y el origen maquinal de la Modernidad, tengan  mucho que ver. La historia hace extraños compañeros de cama. Ampliando esta idea a cualquier evento histórico, podemos ver cuántas cosas concurren como sus causas sin que tenga por qué darse un hilo conductor entre ellas, una lógica sinergia que haga el proceso predecible, lo cual vuelve la cuestión aún más paradójica: ¿tiene el hombre algo que ver con la historia? Dicho de otra manera: ¿alguien se cree la patraña de que el hombre ha decidido algo por sí mismo?

Las circunstancias son siempre mayores que el sujeto, las circunstancias deciden por el sujeto… llevemos el asunto a su extremo: las circunstancias son el auténtico sujeto. Esta conclusión deja de ser paradójica para pasar a dar mucho miedo ya que las circunstancias entienden muy poco de ética.

Todos los años, un grupo de profesores del instituto donde trabajo escriben un libro sobre diversas temáticas. El año pasado se hizo sobre etnografía manchega. Yo, al que nunca le ha interesado el folclore popular (menos si es manchego. Ya se sabe que nadie es profeta en su tierra), no sabía de qué escribir, pero, rindiendo honor a una picaresca también muy manchega,  se me ocurrió una treta: usando como pretexto alguna superstición popular, hablaría de algo que sí me interesa, a saber, las falsas creencias. Así, hice una pequeña investigación sobre el mal de ojo, una superstición muy arraigada por aquí, como pretexto para reflexionar acerca del origen de la superstición en general y de su supervivencia a lo largo de los siglos.

Y aquí os dejo lo que me atrevería a decir que es lo mejor que jamás nadie ha escrito sobre la superstición. Son treinta páginas, pero tal es su calidad y la sapiencia que se desprende de entre sus páginas, que no os arrepentiréis de su lectura 😉

El Logos de la Superstición en pdf.

Por todos es reconocido, dice el docto prelado, que la autoridad de la Sagrada Escritura o de la Tradición se funda tan sólo en el testimonio de los apóstoles, que fueron testigos presenciales de los milagros de nuestro Salvador, por los cuales probó su divina misión. Por tanto, nuestra evidencia de la verdad de la religión cristiana es aún menor que la evidencia de la verdad de nuestros sentidos […] Sería contradecir la experiencia, cuando la Sagrada Escritura, así como la Tradición en la que se supone que se funda, no tienen a su favor una evidencia como la de la experiencia sensible.

[…] Nada es tan oportuno como un argumento concluyente de esta clase, que, por lo menos, debe hacer callar al fanatismo y superstición más arrogantes y librarnos de sus impertinentes acechanzas.

[…] Pero es un milagro que un hombre muerto vuelva a la vida, pues esto no se ha observado en ningún país o época. Ha de haber, por tanto, una experiencia uniforme contra todo acontecimiento milagroso, pues de lo contrario, tal acontecimiento no merecería ese hombre. Y como una experiencia uniforme equivale a una prueba, aquí no hay una prueba directa y completa, derivada de la naturaleza del hecho, en contra de la existencia de cualquier milagro; n puede destruirse aquella prueba, ni el milagro puede hacerse creíble, sino por una prueba contraria que sea superior.

La simple consecuencia es (y trátase de una máxima general digna de nuestra atención) «que ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta establecer; e incluso en este caso hay una destrucción mutua de argumentos, y el superior sólo nos da una seguridad adecuada al grado de fuerza que queda después de deducir el inferior»

[…] Pues, en primer lugar, no se puede encontrar en toda la historia ningún milagro atestiguado por un número suficiente de hombres de tan incuestionable buen sentido, educación y conocimientos como para salvarnos de cualquier equivocación a su respecto; de una integridad tan indudable como para considerarlos allende de toda sospecha de pretender engañar a otros; de crédito y reputación tales entre la humanidad como para tener mucho que perder en el caso de ser cogidos en una falsedad, y, al mismo tiempo, afirmando hechos realzados tan públicamente y en una parte tan conocida del mundo como para hacer inevitable el descubrimiento de su falsedad. Todas esas circunstancias son necesarias para darnos una seguridad total en el testimonio de los hombres.

[…] En conjunto, entonces, parece que ningún testimonio de un milagro ha venido a ser una probabilidad, mucho menos que una prueba y que, incluso suponiendo que equivaliera a una demostración, se opondría a otra demostración, derivada de la misma naturaleza del hecho de queremos establecer. Sólo la experiencia confiere autoridad al testimonio humano y es la misma experiencia la que nos asegura de las leyes de la naturaleza. […] ningún testimonio humano puede tener tanta fuerza como para demostrar un milagro y convertirlo en fundamento justo de cualquier sistema de religión.

David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano. Sección 10

 

Leo en Imposturas intelectuales de Sokal y Bricmont el siguiente caso:

«Meera Nanda, una bioquímica india que ha militado en los movimientos de «ciencia para el pueblo» en la India y que actualmente estudia sociología de la ciencia en los Estados Unidos, relata la siguiente historia a propósito de supersticiones tradicionales védicas que rigen la construcción de los edificios sagrados y que están destinadas a potenciar al máximo la «energía positiva». A un político indio que estaba metido en grandes dificultades le advirtieron

que sus dificultades desaparecerían si entraba en su oficina, por una puerta orientada hacia oriente. Sin embargo, aquel acceso estaba bloqueado por un barrio de chabolas y era imposible atravesarlo en automóvil. De ahí que ordenara la demolición del barrio«.

¿No nos previene el ejemplo contra realizar propuestas ligadas a creencias religiosas en el Tercer Mundo? ¿No se nos asemeja el asunto en algo a las «políticas sociales» contra el uso del preservativo y a favor de la abstinencia? ¿No recuerda el caso a la negación de las transfusiones de sangre o al rechazo a la investigación con células madre?

En su Tratado de ateología, Michel Onfray nos narra sus conversaciones con un chófer musulmán llamado Abdurahmán:

«Luego de unos instantes de silencio, me explica que, no obstante, antes de entrar en el Paraíso tendrá que rendir cuentas de su vida como hombre de fe, y que es probable que no le alcance toda su existencia para expiar una culpa que bien podría costarle la paz y la eternidad… ¿Un delito? ¿Un asesinato? ¿Un pecado mortal, como dicen los cristianos? Sí, de algún modo: un chacal que un día aplastó con las ruedas de su vehículo… Abdú iba muy rápido, no respetaba los límites de velocidad en las carreteras del desierto – donde se puede distinguir el resplandor de un faro a kilómetros de distancia -, y no lo vio venir. El animal salió de entre las sombras y dos segundos depués agonizaba bajo el chasis del auto.

Respetuoso de las normas del código de circulación, no debería haber cometido tal sacrilegio: matar a un animal sin necesidad de alimentarse de él. Además de que el Corán no estipula tal cosa, me parece…, no podemos sentirnos responsables de todo lo que nos ocurre. Abdurahmán piensa que sí: Alá se manifiesta en las minucias, y esta anécdota demuestra la obligación de someterse a la ley, a las reglas y al orden, porque cualquier transgresión, aunque sea mínima, nos acerca al infierno; incluso nos lleva directamente a él…

Durante mucho tiempo, el chacal lo atormentó por las noches. Le impidió dormir en más de una ocasión, y lo vio a menudo en sueños, prohibiéndole la entrada al Paraíso»

Onfray se siente perplejo y contrariado ante esta creencia. La nimiedad de haber atropellado accidentalmente a un chacal atormenta a un buen hombre durante toda su vida. La creencia absurda de que ese hecho tenga algo que ver con el resto de tu existencia (y con la de ultratumba) no deja de parecerle a Onfray algo curioso.

A mí me invade la misma sensación cuando paseo por las calles de Ciudad Real. Cuando camino por la calle Ruíz Morote y veo ante mí la bonita Iglesia de San Pedro me entra esa misma perplejidad. Cuando veo a la gente salir de misa de ocho me pregunto qué pasará por sus cabezas, me pregunto cuántos chacales ontológicos estarán asentados en su mente ¿Cuántas promesas, esperanzas, pactos, culpabilidades, tormentos… depositados en sus respectivos chacales? Curioso a la vez que lamentable.

Hoy hace exactamente 538 años del nacimiento del renacentista Alberto Durero. Para celebrarlo tenemos su visión del Apocalipsis de San Juan. Aquí vemos a sus cuatro jinetes: hambre, guerra, muerte y peste, sembrando el pánico a su paso.

El apocalipsis según Alberto DureroLa creencia en el apocalipsis, es decir, en que va llegar un día x en el cual el mundo se va a acabar con la segunda venida de Jesucristo, es uno de los dogmas centrales del Cristianismo y, en consecuencia, aceptado como cierto por la comunidad cristiana. O sea, que a cuatro siglos de la Revolución Científica, gran parte de la humanidad todavía cree en el fin del mundo.  Muy bien, celebremos entonces The end of the world con REM.

Leamos unos fragmentos de la Investigación  sobre el conocimiento humano de David Hume (las negritas son mías):

«La simple consecuencia es (y trátase de una máxima general digna de nuestra atención) «que ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta esclarecer; e incluso en este caso hay una destrucción mutua de argumentos, y el superior sólo nos da una seguridad adecuada al grado de fuerza que queda después de deducir el inferior». Cuando alguien me dice que vio resucitar a un muerto, inmediatamente me pregunto si es más probable que esta persona engañe o sea engañada, o que el hecho que narra haya podido ocurrir realmente. Sopeso un milagro en contra de otro y, de acuerdo con la superioridad que encuentro, tomo mi decisión y siempre rechazo el milagro mayor. Si la falsedad de su testimonio fuera más milagrosa que el acontecimiento que relata, entonces, y no antes, puede pretender obtener para sí mi creencia y opinión.

[…]Un beato puede ser un entusiasta e imaginar que ve lo que de hecho no tiene realidad. Puede saber que su narración es falsa, y, sin embargo, perseverar en ella con las mejores intenciones del mundo para promover tan sagrada causa, o incluso cuando no caiga en esta ilusión, la vanidad, movida por una tentación tan fuerte, opera sobre él con mayor fuerza que sobre el resto de la humanidad en cualquier circunstancia, y su interés propio con la misma fuerza. Sus oyentes pueden no tener suficiente juicio para criticar su testimonio. Por principio, renuncian a la capacidad que pudieran tener  en estos temas sublimes y misteriosos. O incluso si estuvieran muy dispuestos a emplearla, la pasión y una imaginación calenturienta impiden la regularidad de sus operaciones. Su credulidad aumenta su osadía. Y su osadía se impone a su credibilidad».