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Existe un tipo de problemas matemáticos para los que curiosamente tenemos el método para solucionarlos pero tardaríamos tanto en hacerlo que, a fin de cuentas, es como si no supiéramos resolverlos. Uno de ellos es, por ejemplo, el llamado problema del viajero. Supongamos que un viajero tiene que recorrer una serie de ciudades siguiendo un orden tal que el camino a recorrer sea el más corto posible. La solución es mecánica y típica para ordenadores. Se trata de probar todos los caminos posibles y elegir el más corto. Los ordenadores hacen eso en fracciones de segundo.

Si, por ejemplo, el viajero tiene que recorrer cuatro ciudades, el problema es fácil. Sólo hay seis rutas posibles de cuatro ciudades que comiencen y acaben en la misma (el viajero vuelve a casa). Compliquemos el asunto: ¿hay alguna ciudad tal que si empiezo por ella, las distancias recorridas serán más cortas? Se trata ahora de hacer lo que antes pero cada vez comenzando por una ciudad diretente. Como tenemos cuatro ciudades y seis rutas posibles, las combinaciones serán 6×4=24. Nada difícil para el ordenador. Sin embargo, pensemos en 15 ciudades. Para cuatro el resultado era cuatro factorial (4!), así que para quince será 15! ¿Cuánto da quince factorial? ¡1,3 billones de posibles rutas!

Según Felix Ares en su El robot enamorado. Historia de la Inteligencia Artificial si tenemos un ordenados capaz de resolver 1.000 rutas en un segundo, tendría que estar trabajando ininterrumpidamente más de cuatro años. Si de quince, subimos a veinte ciudades, el ordenador tendría que trabajar 77 millones de años. A esto se llama explosión combinatoria. Como vemos estamos ante un problema que sabemos cómo solucionar, pero no tenemos tiempo para hacerlo.

Sin embargo, un tipo de animal que no destaca precisamente por su inteligencia ha diseñado una estrategia para resolver este problema: la hormiga. Si ponemos alimento frente un hormiguero y trazamos dos rutas para llegar a él, una larga y otra corta, comprobaremos que al cabo de un rato, todas las hormigas pasarán por la ruta corta. ¿Cómo un insecto que apenas tiene cerebro puede resolver un problema matemático tan complejo? Fue el investigador de la Universidad de Bruselas, Jean-Louis Deneubourg, quien descubrió la solución: cada hormiga, al caminar, va dejando un rastro químico (una feromona) que es detectable por las demás hormigas. Esta feromona se evapora en poco tiempo, así que cuanto más tiempo transcurre, menos detectable es. Entonces, cuando una hormiga pasa por el camino corto, el tiempo de evaporación es menor que si va por el largo. Las demás hormigas eligen ir por el camino corto porque «huele» más que en el largo. Cuanto más rato pasa, más hormigas eligen el camino corto pues cada vez «huele» más y el largo menos. Al final, todas van por el corto.

Las hormigas pueden tener conducta inteligente

Algo curioso es pensar que este comportamieno inteligente se produce sin que existe nadie que lo dirija. Todo el mundo tiene la idea de que cualquier conducta estratégica necesita una dirección, un cerebro que reflexione y planifique. Aquí vemos que no es necesario. Tenemos que abrir nuestra rígida concepción de los procesos que pueden llevar a conducta inteligente. Por otro lado, este comportamiento nos puede dar pistas de cómo puede surgir nuestra inteligencia. Muchas hormigas no inteligentes producen una conducta inteligente. ¿No podrían millones de neuronas no inteligentes producir la inteligencia humana? Rara vez caemos en la cuenta de que los seres humanos estamos formados por una ingente cantidad de seres vivos (unos 100 billones de células). Nuestras células son seres autónomos que pueden vivir fuera de nosotros. Somos, al fin y al cabo, como grandes hormigueros que quizá puedan explicarse mejor desde la sociobiología de Edward Wilson (gran mirmecólogo, lógicamente) que desde otras disciplinas.