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Si en entradas anteriores expusimos teorías que sostienen la necesidad o inevitabilidad de la aparición del hombre, apelando tanto a que en lapsos de tiempo suficientemente largos tienden a aparecer inevitablemente ciertos diseños biológicos dados unos entornos determinados, como a la negación filosófica de la posibilidad del azar ontológico imprescindible para que la evolución siga caminos indeterminados, ahora vamos a ver la posición contraria.

Stephen Jay Gould es el mejor divulgador de las ciencias biológicas que he tenido el placer de leer. Sus ensayos son una auténtica delicia que, seguramente, han hecho más vocaciones científicas que cientos de horas de clases universitarias. A pesar que su prestigio se ha puesto en duda en varias ocasiones y quizá da algo de pie a ciertas posturas posmodernas, a mí me sigue pareciendo uno de los grandes de los últimos tiempos. Si su base puede cojear, sus evocadoras reflexiones sobre temas, a veces aparentemente inocuos, son fascinantes. Os recojo el fragmento de un artículo en donde narra sucintamente la historia natural hasta la llegada del ser humano como un conjunto de casualidades:

¿Por qué existe el Homo sapiens (la cuestión que, admitámoslo, nos lleva a preguntarnos qué es la vida)? Si consideramos escalas fractales decrecientes, encontraremos contingencia por doquier. Estamos aquí porque la lista negra de los productos anatómicos de la explosión cámbrica no incluyó un pequeño y «nada prometedor» grupo (los cordados) representado en Burgess Shale por el género Pikaia.  (Cualquier repetición de la película de la vida a través de la lotería cámbrica habría arrojado un conjunto enteramente distinto de linajes supervivientes; en este sentido, cualquier forma de vida presente debe su existencia a la fortuna). Remontémonos a la supervivencia de los mamíferos. Suprimamos el bólido cretácico (el accidente aleatorio último procedente del cielo) y los dinosaurios todavía estarían dominando el mundo de los vertebrados terrestres, en el que los mamíferos probablemente seguirían siendo criaturas marginales del tamaño de una rata (los dinosaurios habían dominado a los mamíferos durante más de 100 millones de años, ¿por qué no iban a seguir haciéndolo durante otros 65 millones de años?). Remontémonos  a un linaje de monos antropoides en las selvas africanas de hace 10 millones de años. En esta repetición no se produce ningún resecamiento del clima, de manera que los bosques no se convierten en sabanas y praderas. El linaje antropoide nunca abandona la selva persistente, y les va francamente bien quedándose como están.

Stephen Jay Gould, «¿Qué es la vida? como problema histórico»

Y el ser humano nunca habría existido. Gould insiste en que hay factores macro que pueden intervenir en el devenir evolutivo y cambiar significativamente su dirección. El supuesto meteorito que terminó con los dinosaurios o el choque de placas tectónicas que originó la gran falla del Rift que, a su vez, modificó el clima africano convirtiendo la selva en sabana, son fenómenos fortuitos, contingentes, con unas consecuencias enormes para miles de especies.

El problema de fondo es resolver la cuestión filosófica del azar ontológico (si es posible el azar o no), sin la cual no podemos determinar si la vida o el hombre tendrían que aparecer sí o sí. Gould apuesta por la existencia del azar (incluso lo menciona líneas antes de este extracto). Si la evolución juega a los dados, cada vez que rebobináramos la historia de la vida saldría un resultado diferente y la aparición del hombre sería tanto más improbable cuánto más conscientes fuéramos de la inabarcable cantidad de casualidades necesarias para su aparición. Pero esto no debe hacernos pensar que el hombre es un milagro casi inexplicable por su improbabilidad, ya que no tenemos conocimiento de los resultados de «otras tiradas de dados» que podrían haber dado otros seres aún más espectaculares que los humanos. ¿Quién sabe si la evolución hubiera ido por otros derroteros y hubiese creado algo mucho más maravilloso que la mera inteligencia? Prejuicios antropocéntricos nos impiden comprender bien esta idea: ¿por qué la mente humana es lo mejor que puede desarrollar la evolución? Seguramente que si los peces pudiesen pensar, se jactarían de que tener branquias es el fin último de la creación. Es muy posible que lo mejor de la historia natural esté aún por llegar y el pretencioso humano sea simplemente un mero capítulo.

La que sí queda muy dañado es la idea de que la historia natural sigue un plan premeditado. Se antoja muy extraño que un dios que planeara la aparición del hombre, necesitara para ello recurrir a «dar tantos rodeos», a catástrofes y extinciones masivas que se llevan consigo a tantas criaturas creadas previamente. ¿Para qué tan ineficiente despliegue de medios? ¿Para qué crear varias miriadas de especies cuyo único fin es la extinción? ¿No hubiera sido, a todas luces más práctico, crear al hombre sin más de una vez por todas? Si Dios ideó un plan así, nos hace dudar mucho de su omnipotencia o, como mínimo, de sus habilidades como ingeniero. Y la crítica vale tanto para un universo azaroso como para uno determinista. Podría ser que el universo fuese totalmente determinado y, eso, de ningún modo, nos ha de hacer pensar en planificación alguna. La Tierra se mueve alrededor del sol siguiendo una trayectoria que podríamos definir como totalmente determinada y predecible, y eso no implica que la Tierra gire según un plan prefijado o por algún propósito o intención. Desde luego, si hubiese algún plan, no es un plan demasiado inteligente. En cualquier caso todo se parece más a una especie de experimento, a un juego en el que se marcan una serie de reglas iniciales y se espera a ver qué pasa. Si hubiera algún dios, parece estar jugando con un algoritmo genético, ensayando y probando resultados en un grandioso laboratorio cósmico, más que querer llegar a un objetivo prefijado.

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Tenemos una serie de hechos que requieren explicación: mi hija tiene fiebre, le duele la cabeza y la garganta y tiene tos seca. Lanzamos dos hipótesis:

Hipótesis A: ha cogido el virus de la gripe.

Hipótesis B: unos extraterrestres le han introducido un chip en el cerebro que le está causando estos síntomas con el fin de estudiar a la especie humana para la posterior invasión.

¿Cómo sabemos qué hipótesis es la correcta? Realizando la clásica prueba de verificación. Llevamos a la niña al médico que le hace un análisis de secreciones respiratorias en donde detecta proteínas víricas y un elevado número de anticuerpos. Parece claro, la niña tiene la gripe. ¿Con ello falsamos la hipótesis B? No del todo. Podemos recurrir a una hipótesis ad hoc:

Hipótesis ad hoc 1 para defender la hipótesis B: es que no solo mi hija tiene el chip, sino mucha más gente. Y el chip no solo provoca los síntomas de la gripe sino que controla la mente de su huésped. Los médicos fueron controlados y falsearon las pruebas para engañarnos y que no se descubrieran sus planes de conquistar la Tierra.

Vaya por Dios con los marcianos. Bien, hagamos más pruebas. Cojamos a la niña y que yo mismo (que sé con seguridad que no tengo el chip en el cerebro) le haga toda prueba posible para detectar el chip. Hacemos todo tipo de scanners cerebrales imaginables: electroencefalogramas, radiografías, tomografías por emisión de positrones, etc. y no descubrimos ni rastro del chip. ¿Hemos refutado ya la hipótesis B? No.

Hipótesis ad hoc 2 para defender la hipótesis B: la tecnología extraterrestre es muy avanzada, por lo que el chip está especialmente diseñado para evadir nuestros rudos sistemas de detección. Es posible que su tamaño sea tan solo de unas micras por lo que no hay forma de localizarlo.

Aquí además, nuestro obstinado defensor de la conspiración extraterrestre ha tomado una nueva estrategia más eficaz: ha hecho que su tesis no sea falsable: si no hay forma de encontrar el chip no podemos ni falsar ni verificar nada, por lo que su tesis se convierte en indestructible. No hay forma ya de atacarla.

De lo que estamos hablando es de la famosa tesis Duhem-Quine, también llamada holismo confirmacional. A grosso modo dice que no es posible refutar afirmaciones aisladas porque éstas siempre se apoyan en hipótesis auxiliares. Siempre que una de las afirmaciones de una teoría sea refutada, con un poco de imaginación podemos modificar una de esas hipótesis auxiliares de forma que la teoría, en su conjunto, no resulte falsada. A parte del calado que el holismo tiene para la filosofía de la ciencia en general, con ella podemos explicar, como hemos querido mostrar en el ejemplo, la resistencia que teoría disparatadas, tales como las conspiranoicas o las supersticiones en general, suelen ofrecer ante la crítica racional (aunque esto es aplicable a cualquier teoría). Es solo cuestión de ingenio para ir evadiendo cualquier intento de verificación hasta, llegado el caso, hacer que la teoría no pueda ser falsada.

La estrategia para conseguir que cualquier estupidez sea inverificable consiste, simplemente, en «sacarla del mundo». Si solo podemos hacer experimentos sobre objetos físicos, sobre el mundo natural, para impedir cualquier verificación experimental lo único que hay que hacer es crear otro mundo en el que no quepa experimento alguno: el sobrenatural. Pongamos un ejemplo clásico: tenemos un familiar gravemente enfermo. No tenemos ni idea de que le puede pasar así que, como somos muy religiosos, nos ponemos a rezar para que la providencia divina nos ayude. En ese momento aparece un médico que, tras examinar al paciente, encuentra la cura. ¿Qué ha causado la recuperación del enfermo? Podemos, simplemente, apelar a la causa natural: la actuación del médico. Pero también podemos apelar a la sobrenatural: Dios curó al enfermo a través de los cuidados del médico. ¿Cuál es la causa correcta? Podríamos, sin más problemas, quedarnos con la natural, pero de lo que se trata es de refutar la sobrenatural. ¿Cómo hacerlo? Realicemos la prueba. Cojamos a otro enfermo y no le demos tratamiento médico alguno. Solo recemos. Entonces el paciente muere. ¿Hemos refutado la intervención divina? No, podemos apelar al misterio: los caminos del Señor son inescrutables y, esta vez, ha preferido llevarse al enfermo con Él. ¿Cómo refutar esta hipótesis auxiliar? Imposible, no hay forma de conocer los planes divinos, están «fuera del mundo natural».

La alternativa saludable consiste en usar un poquito la Navaja de Ockham como directriz espistemológica: no multiplicar los entes sin necesidad. Si ya tenemos la causa natural como válida, ¿por qué generar una segunda? Si ya tenemos al médico, ¿para que apelar a Dios? En este caso el asunto parece fácil. El problema está en que no siempre es así y para desmontar pseudoteorías hay que terminar por ser más ingenioso que sus creadores.

 

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Los intentos de una demostración que se precie de serlo sobre la existencia de Dios, desde Anselmo de Canterbury hasta Tomás de Aquino, han sido un fracaso. No hay ninguna prueba irrefutable de que Dios existe, es más, tampoco hay razones demasiado convincentes para defender a ultranza su existencia. Los teístas pueden contraargumentar que el ateo tampoco tiene una demostración ni razones poderosas para afirmar taxativamente que Dios no existe. También es cierto, pero no lo es menos que el que afirma algo es el que tiene la carga de la prueba. Supongamos que yo afirmo la existencia de duendes verdes de tres cabezas. Cuando alguien me dijera que no cree en mi afirmación, lo suyo es que yo aporte pruebas, no que obligue al no creyente a que demuestre la falsedad de mi aserto. Si esto no fuera así y dada la fecundidad imaginativa de la mente humana, nos pasaríamos toda la vida buscando pruebas en contra de cualquier afirmación por absurda que pareciera. No, la forma lógica de actuar es pensar que algo no existe simplemente porque no hay razones sólidas para pensar en su existencia. Yo no puedo estar todo el día afirmando que soy «a-duendes verdes», «a-duendes rosas», «a-duendes amarillos» y así hasta el infinito.

Sin embargo, a pesar de que esto parece suficiente para declararse ateo, hay que aceptar honestamente que  tampoco podemos demostrar ni aportar razones muy convincentes para afirmar rotundamente que Dios no existe. No sabemos si somos el experimento de una raza extraterrestre, si Dios pudiera ser algo parecido al Bosón de Higgs o si somos una simulación por computador y vivimos en Matrix.

Pero es que la búsqueda de una demostración de la existencia o inexistencia de Dios es algo muy extraño. Yo puedo probar la existencia de una regla matemática para resolver un tipo de problemas utilizando la deducción. El teorema de Pitágoras puede demostrarse, dando además una demostración absolutamente irrefutable para cualquier hijo de vecino. También podemos probar la existencia de objetos empíricos con la mera observación, pero si Dios ni es una regla matemática ni es un objeto observable del mundo…. ¿tiene sentido hablar de una demostración de su existencia? Dios parece, según los teístas, encontrarse en un plano distinto, diríamos «metafísico», en el cual no sé si tiene mucho sentido hablar de demostraciones. Si Dios no es algo físico y, menos aún, una entidad matemática, parece muy difícil establecer algún tipo de relación causal entre él y el mundo que supuestamente ha creado. Nos encontraríamos en el difícil problema de la relación entre substancias que Descartes no fue capaz de resolver: ¿cómo substancias espirituales interactúan con substancias materiales?

Por ejemplo, tenemos el problema de qué tipo de «acto» sería la creación del universo. Muchos creacionistas argumentan que cuando uno se encuentra con un objeto complejo en el mundo tal como puede ser un ser vivo cualquiera, habría que apelar a un creador pues, del mismo modo, si uno se encuentra un reloj en el suelo parece absurdo pensar en que nadie lo diseñó. Es el famoso argumento creacionista de William Paley. Sin entrar en que la evolución puede producir entidades complejas sin necesidad de diseños dirigidos, podemos objetar que parece igual de absurdo encontrarse un reloj y afirmar que ha sido creado de la nada ya que, por experiencia, siempre que observamos un objeto pensamos que ha sido creado a partir de materiales anteriores apelando al principio de conservación de la materia y la energía. Pensar en una creación ex-nihilo es algo que, de nuevo, ha de explicarse desde un plano metafísico si pretendemos que tenga sentido.

¿Cuál sería la postura más coherente entonces? El agnosticismo: no definirse en este aspecto, reconociendo que, dado lo que sabemos es prematuro decir nada o bien reconociendo la imposibilidad de llegar a saberlo nunca (ignoramus et ignorabimus). Yo opto por la primera opción: lo más honesto intelectualmente habiendo hecho un recorrido por la historia de la filosofía y de la ciencia es mantenerse agnóstico (lo que suele llamarse agnosticismo débil). Ignoro si en un futuro alguien descubrirá algo maravilloso o Dios se aparecerá en la puerta de mi casa para probarme su existencia, pero hasta que esto ocurra, cierro la boca.

Hay también que tener clara la diferencia entre teísta y creyente. Un teísta es alguien que cree en la existencia de Dios pero que no tiene por qué adscribirse a ninguna religión. Por el contrario, el creyente cree en alguna religión. El teísta puede ser creyente pero el creyente debe ser teísta. Aquí sí que nos definimos claramente como no creyentes: las grandes religiones son falsas en sus afirmaciones fundamentales o, como mínimo, son infundadas; fruto de tradiciones culturales antiguas llenas de mito, magia, superstición e incluso barbarie. A tres siglos de la Ilustración nadie debería creer en milagros ni resurrecciones. Muy diferente es defender el deísmo o ciertos tipos de religión natural. Pensadores ilustrados como Pierre Bayle, Thomas Woolston, John Locke, Thomas Paine, Rousseau o Voltaire mantuvieron ciertas formas de deísmo, criticando el dogmatismo de la religión cristiana y, en general, toda forma de divina providencia. Aunque el deísmo fue una tendencia predominante en la Ilustración también es cierto que tuvo muchos críticos (curiosamente Hume está entre ellos, también Berkeley, Joseph Butler o, cómo no, William Paley), la mayoría en la línea argumental de que la religión natural es insuficiente, siendo necesaria la revelación de Dios a los hombres. El agnosticismo, sin embargo, no ha sido nunca un movimiento filosófico organizado, teniendo un carácter minoritario y disperso. Quizá sus máximos representantes sean Thomas Henry Huxley, el carismático bulldog de Darwin o, en la edad contemporánea, Bertrand Russell, teniendo más adeptos fuera de la filosofía que dentro de ella.

El agnóstico no se encuentra en su vida en un punto intermedio entre el teísta y el ateo sino más cerca del ateo. Ya que el agnóstico no se pronuncia sobre la existencia de Dios, vive como si Dios no existiera, es decir, como un ateo. A nivel práctico, el agnosticismo es un criptoateísmo o un ateísmo práctico. Si no sé si Zeus puede castigarme o no por no hacer libaciones en su honor parece bastante absurdo que viva temiendo su ira. Siguiendo al genial Epicuro, si no sabemos nada de los dioses vivamos sin tenerles miedo.

Vivir como si Dios no existiera tampoco nos lleva a la inmoralidad o a una ética ligera y despreocupada como suelen acusarnos lo creyentes. Hay diversas éticas que pueden fundamentarse sin que tenga que existir un Dios detrás que las justifique. Ni mucho menos tiene razón Dostoievski en su célebre sentencia: «Si Dios no existe todo está permitido». Una vida en la que sus consignas sean la bondad, la generosidad, la preocupación por los demás o la búsqueda del bien común no tiene por qué estar respaldada por un Dios que lo ordene o que lo justifique. Podemos defender el humanismo laico que está hoy en día tan de moda, pero no solo ese. La historia del pensamiento nos da múltiples posturas éticas que no necesitan fuerzas divinas: emotivismo, utilitarismo, existencialismo, hedonismo… Hay miles de autores con propuestas éticas muy interesantes y que nadie tacharía de abominaciones morales.

[…] las gentes de la isla polinesia de Pascua, se asentaban en una tierra que fue boscosa en otro tiempo, y entre cuyas arboledas se incluía el palmeral más grande del planeta. Los pascuenses, sin embargo, fueron talando de forma gradual aquellas masas verdes al fin de emplear su madera para hacer canoas, obtener leña, transportar estatuas, erigirlas y fabricar tallas, amén de para proteger el suelo de la erosión. Al final, acabaron con los bosques hasta el punto de extinguir todas las especies de árboles, y así fue como se quedaron sin embarcaciones, sin esculturas y sin material con que salvaguardar la capa superficial del terreno, y su sociedad se hundió en medio de una epidemia antropófaga que supuso la muerte del 90 por 100 de los isleños. La cuestión que más intrigaba a mis alumnos de la UCLA era una que yo no había tenido en cuenta: ¿cómo demonios puede ninguna sociedad tomar una decisión tan desastrosa, a ojos vista, como talar todos los árboles de los que depende? Mis estudiantes se preguntaban, por ejemplo, qué debían estar pensando los pascuenses en el momento de echar abajo la última palmera.

jared Diamond, ¿Por qué hay sociedades que toman decisiones desastrosas?

Sólo tres notas:

1. Los habitantes de la Isla de Pascua no tenían una economía capitalista, no habían tenido Ilustración ni sabían qué era el liberalismo ni el marxismo. Eran una cultura no occidental. Lo que mal llamaríamos un «pueblo primitivo». Pues bien, parece que no mantuvieron una equilibrada relación con su ecosistema. Un buen ejemplo contra el mito del buen salvaje.

2. Seguramente que sus creencias religiosas tuvieron un peso muy grande a la hora de tomar la decisión. Hacía falta mucha madera para construir y transportar moáis. Un buen ejemplo de que obrar anteponiendo tales creencias al sentido común no suele dar buenos resultados.

3. Me pregunto en qué pensará Mariano Rajoy cuando esté talando la última palmera. Seguramente en qué habrá que esperar a ver lo que dicen en Bruselas o que no ha tenido más remedio y que eso, aunque sea desagradable, es gobernar con responsabilidad.

Dejamos a un niño solo un pequeño plazo de tiempo en una sala. Se le dicen dos cosas:

1. que no mire en una caja cerrada que hay en el centro de la estancia.

2. que en la sala hay una amable princesa invisible que se llama Alicia.

¿Qué hace el niño? Según los resultados de este experimento realizado en 2005 por Jesse Bering, los niños a los que no se les dijo que en la sala estaba la princesa invisible tendían más a mirar dentro de la caja que los niños a los que sí se les dijo. La presencia de un «ser sobrenatural» sirve como motivador del cumplimiento de la normatividad social. Pero el mismo caso no sólo se cumple en chiquillos. Bering probó algo parecido con estudiantes universitarios: comprobó que alumnos realizaban menos trampas a la hora de realizar unos ejercicios en un ordenador si se les decía que en la habitación había un espíritu.

Pero, este «temor» ante lo sobrenatural ¿es innato o aprendido? Bering desarrolló un nuevo experimento. Como sujetos experimentales utilizó a alumnos de primaria de colegios españoles, la mitad de colegios católicos y la otra mitad laicos. Ante ellos se representaba una sencilla obra de teatro con títeres. Los dos protagonistas eran un cocodrilo y un pequeño ratón y en la historia, al final, el cocodrilo se zampaba al pobre roedor. Al terminar la función se preguntaba a los jóvenes espectadores si al morir el ratón, todas sus características personales había desaparecido con él. La mayoría afirmaba que, si bien su cuerpo se había extinguido, el alma permanecía, pensando que ahora el ratón se sentiría solo y nostálgico. Esta creencia era compartida por todos los niños desde los ocho hasta los doce años, independientemente de si su colegio era religioso o laico (aunque los niños de colegios religiosos tardaban algo más en abandonar esta creencia). ¿Tienen las creencias sobrenaturales entonces una base innata?

De aquí saco dos ideas que me parecen muy interesantes:

1. Es común sostener que lo que es innato en nosotros son nuestras capacidades y facultades cognitivas mientras que son aprendidas las creencias y los conocimientos. Por ejemplo, siguiendo a Chomsky, tenemos estructuras innatas que nos capacitan para aprender un idioma y darle una determinada gramática mientras que los contenidos de dicho idioma, los significados y usos, son aprendidos, lo que explica la existencia de diferentes lenguas.  Sin embargo, en lo que no solemos caer es en que es posible que también existan conocimientos o creencias innatas. ¿No podría ser que nacemos creyendo o sabiendo determinadas cosas? Yo creo que sí pero, ¿cuáles serían? Jung nos hablaba de que toda la humanidad tiene un inconscinete colectivo, un conjunto de creencias arquetípicas que se expresaban con una diversidad de mitos, rituales y prácticas en las diferentes culturas. Ya es un intento.

2. A pesar de que creo firmemente que la creencia en el dios cristiano tal como es concebida tradicionalmente en Occidente es falsa, los experimentos de Bering son insuficientes para refutarla. Pensemos lo contrario. Supongamos que nuestra mente no posee ningún tipo de estructura o facultad para pensar en Dios. ¿Qué habría pasado? Que las religiones jamás hubiesen existido. Pero es que las religiones existen, por lo que nuestra mente tiene necesariamente que tener una base innata que permita pensar en Dios. Y que esta base innata tenga una utilidad para mantener la normatividad social tampoco refuta demasiado. Eso sólo es una peculiaridad de tal creencia, seguramente compartida con otras. La admiración y respeto del prestigio de las autoridades científicas también ayuda a que en las universidades funcione un determinado tipo de normatividad, y no por ello decimos que la ciencia sea una creencia falsa que garantiza el orden social. Para que estos experimientos sirviesen de argumento contra la creencia en Dios deberían probar de algún modo, no que la creencia es innata o adquirida o que pueda tener algún tipo de funcionalidad social, sino que es ilusoria. Y para eso son insuficientes.

En filosofía de la mente el epifenomenalismo sostiene que la mente es un fenómeno secundario, un efecto colateral de la materia, un residuo sin importancia para el fenómeno principal. El ejemplo clásico es pensar en el ruido que hace el motor de un automóvil: es un efecto secundario de la explosión dentro del cilindro que no tiene una influencia significativa en el funcionamiento global del motor. Siguiendo esta analogía, las facultades mentales no serían más que el ruido de la materia. Los defensores del epifenomenalismo suelen hacer hincapié, además, de que si bien la materia genera la mente, no hay retroalimentación, es decir, la mente no tiene influencia alguna en la materia. Esta tesis es problemática: ¿cómo que la mente no puede influir en la materia? ¿Acaso cuando pienso en golpear una piedra con un martillo mi mente no está modificando su entorno material?

Revisemos el tema: ¿qué es la mente? ¿cuál es su origen? La mejor respuesta que puede darse acorde con la ciencia actual y sin recurrir a ningún sobrenaturalismo es decir que la mente es fruto de la evolución biológica. Esto explica muy bien muchas de nuestras facultades mentales. Una buena memoria hace que recuerde donde vive el depredador o cuando maduran los frutos de tal o cual arbusto, o una competente facultad lingüística hace que pueda comunicarme bien y cazar en grupo. La mente es una magnífica herramienta de adaptación. Pero, ¿qué pasa con las características de mi mente que no tienen una clara función adaptativa? ¿Por qué escribo poesías? ¿Por qué la filosofía, el arte, la religión? Aunque últimamente hay muchos estudios que pretenden ver un fin evolutivo a estas cualidades estrictamente humanas, parece que no tienen una directa y clara función en la supervivencia de los genes del individuo. ¿Por qué están allí entonces?

Aquí es donde entra el epifenomenalismo: estas cualidades son epifenómenos, consecuencias indirectas del devenir evolutivo. Por ejemplo, el arte puede ser una consecuencia secundaria de la creatividad necesaria para fabricar herramientas o planificar una cacería. La religión podría ser un subproducto de aspectos como la necesaria cohesión del grupo, jerarquía social y autoridad. Pensar en entes sobrenaturales puede entenderse como un efecto colateral de la natural búsqueda de causas para los fenómenos necesaria para interactuar con eficacia en el entorno natural.

Sabemos que la evolución es chapucera, que, como un chatarrero, reutiliza, mezcla, repara… ¡Y lo hace todo sobre la marcha! Así, hay órganos que quedan olvidados y que pasan a reutilizarse para otra función cientos de miles de años después, o partes que no servían para nada y que luego tuvieron una función vital. Nuestra mente ha de ser un conjunto de todas estas cosas: funciones evolutivas claras, vestigios otrora vitales y ahora inservibles pero que siguen funcionando, parches, apaños, arreglos… epifenómenos.

Esta idea encaja muy bien con la tesis del accidente: estamos aquí por mera casualidad. Somos como somos por una casual conjunción de azar y necesidad. El mundo no está aquí para que nosotros lo gobernemos, nuestra mente no ha sido diseñada para descubrir unos misterios preexistentes o unas verdades ancestrales. Somos el ruido del motor de la evolución. Eso sí, un ruido que puede modificar el mismo motor, un epifenómeno que puede volverse contra el fenómeno originario. Nuestra dignidad consistirá en ser un poderoso accidente.

Veáse toda la saga:

El salto que es el hombre (IV): entre caballos y cocodrilos.

El salto que es el hombre (III): la diferencia de grado y el origen del lenguaje.

El salto que es el hombre (II).

El salto que es el hombre.

Desde la Máquina de Von Neumann celebramos el 50 aniversario de la salida del primer hombre al espacio. ¡Poyejali!

P.D.: Es posible que Gagarin jamás dijera esa frase. Como quizá pasa con todas las citas célebres hay que ponerlas en cuarentena. Pero es que no me he podido resistir… ¡Suena tan bonita!

Anexo: adjunto el documental «First Orbit» de Chris Riley:

 

Leyendo un simpático post de Jesús Zamora acerca de la verdad me vino a la cabeza la popular teoría de la verdad como redundancia. Es una forma ingeniosa de desembarazarse de conceptos que, debido a su carga metafísica, traen dolores de cabeza al reflexionar sobre ellos. Tal era el caso del concepto de verdad. Cuando nos preguntamos ¿qué es la verdad?, automáticamente nos entra vértigo y tenemos que exprimir nuestra sesera para ofrecer alguna respuesta concluyente. Los positivistas lógicos de primera mitad de siglo, intentaron solucionar el asunto disolviéndolo, es decir, constatando que ,en el fondo, lo que pasaba es que el concepto de verdad es un pseudoconcepto, una palabra sin sentido que sólo traía pseudoproblemas. Si queremos tener un conocimiento sólido de la realidad hay que eliminar estas absurdas fuentes de sofismas, por lo que, en su pretencioso proyecto de construir lenguajes lógicamente perfectos, entraba eliminar por completo cualquier palabra que oliera a metafísica.

La primera formulación de la teoría de la verdad como redundancia se encuentra formulada en Ramsey si bien Frege o Wittgenstein ya habían hecho mención de ella. En sus Investigaciones filosóficas Wittgenstein sostiene que decir que “es verdad que p” equivale a decir que “p”, del mismo modo que decir que “es falso que p” equivale a decir que “┐p”; por lo tanto decir “es verdad que p” es una redundancia que no añade nada nuevo a lo dicho en «que p”. Según Ramsey las teorías que afirman que la verdad es una propiedad o una relación de las palabras, de los objetos, o del resultado de relacionarlas, son erróneas. Las afirmaciones “es verdad que” o “es cierto que” no añaden nada nuevo a lo que diría la misma oración sin incluirlas. De este modo no hay verdades ni falsedades, ni siquiera hechos o casos. Ramsey disuelve en un momento todo discurso metafísico acerca de la verdad y, si forzamos un poquito, hasta de la misma realidad. Esto sí que es usar la navaja de Ockham.

Sin embargo, existe un problema: no siempre afirmamos la verdad de algo sin conocer la proposición en cuestión (p), adscribiéndonos ciegamente a su verdad. Sería el ejemplo de decir “Todo lo que el Papa dice es verdadero”. Ramsey, consciente del problema se lanza a su solución:

La proposición “Todo lo que el Papa dice es verdadero” se transcribe a lenguaje lógico así:

(1) Para todo a, R, b, si el Papa asevera aRb, entonces aRb

Si admitimos la cuantificación de segundo orden sobre la proposición, se podría transcribir a:

(2) Vp (Si el Papa dice que p, entonces p)

Podríamos decir entonces lo mismo sin recurrir a “es verdadero” por lo que afirmar la verdad o falsedad en este tipo de proposiciones seguiría siendo redundante.

PD: Ramsey, además de un genio, era un ateo militante, pero tenía graves problemas de riñón que lo llevaron a la tumba con tan sólo veintiséis años. Dios tiene muy mala leche con los ateos. Crucemos los dedos.

 

Colin McGinn

Publicado: 2 octubre 2010 en Ciencia y religión
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Son los argumentos de siempre pero está bien recordarlos.

Christopher Hitchens es uno de los intelectuales pertenecientes al núcleo duro del ateísmo anglosajón de los últimos años, junto a otros jinetes del apocalipsis como Dawkins, Harris, Dennett… A pesar de que no estoy de acuerdo con algunas de sus posiciones he de reconocer su valía y su labor en cuanto a ateo militante luchando contra las falsas creencias.

Este año supimos la desgraciada noticia de que Hitchens se esta tratando de un cáncer de esófago, además de un cáncer de los muy malos, que casi con total seguridad, no superará. Algunos Hijos de la Gran Puta sentenciaron que Dios lo había castigado por su herejía apelando al mejor espíritu del Supremo Hacedor del Antiguo Testamento. Esta Suprema Idiotez, sin embargo, no alberga contradicción con la doctrina cristiana y su peculiar visión de la Providencia divina, y nos conecta con uno de los principales problemas de la teología: el del mal en el mundo.

¿Cómo un Dios infinitamente bueno puede mandar un cáncer a Chistopher Hitchens? La cuestión es peliaguda pero el filósofo alemán Gottfried Leibniz dio una ingeniosa respuesta con su teoría de los mundos posibles:

Un mundo es «posible» si no contradice las leyes de la lógica. Hay un número infinito de mundos posibles y consideró que sería mejor uno que tuviera el mayor exceso del bien sobre el mal. Él podría haber creado un mundo que no contuviera mal, pero ése no hubiera sido tan bueno como el mundo actual. Eso es porque algunos grandes bienes están lógicamente ligados con ciertos males. Para tomar un ejemplo trivial, un trago de agua fresca cuando uno está sediento en un día de calor, puede darnos tal placer que uno puede pensar que la sed previa, aunque molesta, valía la pena de sufrirla, porque sin ella el goce subsiguiente no podía haber sido tan grande. Para la teología, no son ejemplos como éste los importantes, sino la relación del pecado con el libre albedrío. el libre albedrío es , gran bien, pero era lógicamente imposible para Dios el conceder el libro albedrío y al mismo tiempo decretar que no hubiera pecado. Dios decidió, por lo tanto hacer al hombre libre, aunque previó que Adán se comería la manzana, y aunque el pecado traería consigo inevitablemente el castigo. El mundo que resultó, aunque contiene mal, tiene un exceso más grande de bien sobre el mal que cualquier otro mundo posible; éste es, por consiguiente, el mejor de todos los mundos posibles y el mal que contiene no proporciona ningún argumento contra la bondad de Dios.

Bertrand Russell en su Historia de la Filosofía

Líneas más adelante, el propio Russell, ridiculiza el argumento heredando la misma deliciosa ironía del Cándido deVoltaire:

Este argumento satisfizo evidentemente a la reina de Prusia. Sus siervos continuaron soportando el mal, mientras ella continuó disfrutando del bien, y era confortante el que un gran filósofo le asegurara que eso era justo y lícito

Y es que, este argumento, está lleno de graves problemas:

1. ¿Hay un número infinito de mundos posibles? Quiza las posibilidades son finitas. Pensemos, por ejemplo, que si existe un número finito de átomos, las combinaciones entre ellos para formar mundos, siendo altísimas, serán necesariamente finitas. ¿Cómo podemos saber eso?

2.La tesis «Un mundo es posible si no contradice las leyes de la lógica» contiene un posible error categorial. La contradicción es aplicable solamente a inferencias tal que un razonamiento como «Hoy llueve y hoy no llueve» es contradictorio. Entonces, ¿cómo aplicar el adjetivo contraditorio a algo que no sea una argumentación, algo como el Universo? ¿Puede haber un filete de ternera contradictorio?

3. Me repatean muchísmo las afirmaciones del tipo de que sólo hay bien porque existe el mal. Me recuerda a Hegel cuando decía que las botas del general en su avance, a veces, pisan alguna bella florecilla; afirmación que bien pudo justificar las millones de bajas del ejército prusiano en la Primera Guerra Mundial por avanzar unos pocos metros de terreno en Verdún o en el Somme. Entonces no busquemos construir un mundo sin sufrimiento, ya que este sufrimiento será necesario para que el mundo sea bueno. Un mundo con hambre, guerras y plagas será mejor, a fin de cuentas, que un mundo que no las tenga… Además si bien encontramos males que traen consigo bienes venideros, ¿no hay males que no traen consigo bien alguno? ¿Qué hay de bueno en el cáncer de Hitchens?

4. No veo la conexión lógica entre los bienes y los males. En el ejemplo del agua hay claridad, pero… ¿qué trae de bueno un terremoto que mata a miles de personas? A lo mejor, cuando ocurre, en otras partes del mundo pasan cosas buenas que equilibran la balanza. A lo mejor cuando alguien se cae y se parte una pierna a otro le toca la lotería. Podría ser, pero esto nos llevaría a establecer causalidades mágicas, es decir, nos llevaría a afirmar que la rotura de una pierna causa que toque la lotería, lo cual no lleva más que a vivir en un mundo de fantasía (el mundo en el que viven los que creen que Dios puede mandarte un cáncer).

5. Que producir en mí el bien que me hace beber agua después de estar sediento en un día caluroso haga necesario a un Dios omnipotente tener que necesitar el día caluroso y la sed, dice muy poco a favor de su omnipotencia. ¿No podría producir Dios en mí una sensación exactamente igual de buena que la que causa el agua después de estar sediento en un día caluroso, sin sed ni calor? Dios parece tener menos poder que las sustancias psicotrópicas…

6. La idea de que la libertad del hombre es un bien tan grande que justifica la existencia de los males que el mismo hombre comete está muy bien pero, ¿no podría Dios haber rebajado la peligrosidad del mismo hombre? ¿No podría haber creado un mundo en el que el hombre, lo más malo que pudiera hacer con su libertad fuera insultar al vecino? No sé, creo que tenemos un sistema nervioso muy sensible al dolor… ¿no podría Dios haberle bajado algunos decibelios?

7. Este argumento puede ser igual de verdadero a su inversa como nos cuenta de nuevo Russell:

Un maniqueo podría replicarle que éste es el peor de los mundos posibles, en el que las cosas buenas que existen sólo sirven para realizar los males. El mundo -podría decir- fue creado por un demiurgo malvado, que permitió el libre albedrío, que es bueno, para estar seguro del pecado, que es malo, y cuyo mal supera al bien del libre albedrío. El demiurgo -podía continuar- creó algunos hombres virtuosos, con el fin de que pudieran ser castigados por los malos, pues el castigo del virtuoso es un mal tan grande que hace al mundo peor que si no existiera ningún hombre bueno.

No amigos, no hay ningún Dios que haya querido castigar a Hitchens por sus maldades, ni su cáncer va a traer a alguien bien alguno. Tener un cáncer es una tragedia que, por ningún bien venidero, es preferible a no tenerlo. La enfermedad se debe a un conjunto de causas biológicas que nuestros médicos  tratan de combatir cada día (estos sí que son los que verdaderamente intentan que el mundo sea más bueno que malo).  Y quien diga que a Hitchens o a su familia, ésto los va a unir más o los va a hacer más fuertes, o cosas por el estilo, no estará diciendo más que estupideces. El cáncer sólo los va hacer sufrir muchísimo y punto. A mí me encantaría más que a nadie que no fuera así pero, salgamos ya de nuestro infantilismo, no lo es. Lo más que podemos hacer es mandarles ánimos y desearles que el trance sea lo menos doloroso posible.