Si en entradas anteriores expusimos teorías que sostienen la necesidad o inevitabilidad de la aparición del hombre, apelando tanto a que en lapsos de tiempo suficientemente largos tienden a aparecer inevitablemente ciertos diseños biológicos dados unos entornos determinados, como a la negación filosófica de la posibilidad del azar ontológico imprescindible para que la evolución siga caminos indeterminados, ahora vamos a ver la posición contraria.
Stephen Jay Gould es el mejor divulgador de las ciencias biológicas que he tenido el placer de leer. Sus ensayos son una auténtica delicia que, seguramente, han hecho más vocaciones científicas que cientos de horas de clases universitarias. A pesar que su prestigio se ha puesto en duda en varias ocasiones y quizá da algo de pie a ciertas posturas posmodernas, a mí me sigue pareciendo uno de los grandes de los últimos tiempos. Si su base puede cojear, sus evocadoras reflexiones sobre temas, a veces aparentemente inocuos, son fascinantes. Os recojo el fragmento de un artículo en donde narra sucintamente la historia natural hasta la llegada del ser humano como un conjunto de casualidades:
¿Por qué existe el Homo sapiens (la cuestión que, admitámoslo, nos lleva a preguntarnos qué es la vida)? Si consideramos escalas fractales decrecientes, encontraremos contingencia por doquier. Estamos aquí porque la lista negra de los productos anatómicos de la explosión cámbrica no incluyó un pequeño y «nada prometedor» grupo (los cordados) representado en Burgess Shale por el género Pikaia. (Cualquier repetición de la película de la vida a través de la lotería cámbrica habría arrojado un conjunto enteramente distinto de linajes supervivientes; en este sentido, cualquier forma de vida presente debe su existencia a la fortuna). Remontémonos a la supervivencia de los mamíferos. Suprimamos el bólido cretácico (el accidente aleatorio último procedente del cielo) y los dinosaurios todavía estarían dominando el mundo de los vertebrados terrestres, en el que los mamíferos probablemente seguirían siendo criaturas marginales del tamaño de una rata (los dinosaurios habían dominado a los mamíferos durante más de 100 millones de años, ¿por qué no iban a seguir haciéndolo durante otros 65 millones de años?). Remontémonos a un linaje de monos antropoides en las selvas africanas de hace 10 millones de años. En esta repetición no se produce ningún resecamiento del clima, de manera que los bosques no se convierten en sabanas y praderas. El linaje antropoide nunca abandona la selva persistente, y les va francamente bien quedándose como están.
Stephen Jay Gould, «¿Qué es la vida? como problema histórico»
Y el ser humano nunca habría existido. Gould insiste en que hay factores macro que pueden intervenir en el devenir evolutivo y cambiar significativamente su dirección. El supuesto meteorito que terminó con los dinosaurios o el choque de placas tectónicas que originó la gran falla del Rift que, a su vez, modificó el clima africano convirtiendo la selva en sabana, son fenómenos fortuitos, contingentes, con unas consecuencias enormes para miles de especies.
El problema de fondo es resolver la cuestión filosófica del azar ontológico (si es posible el azar o no), sin la cual no podemos determinar si la vida o el hombre tendrían que aparecer sí o sí. Gould apuesta por la existencia del azar (incluso lo menciona líneas antes de este extracto). Si la evolución juega a los dados, cada vez que rebobináramos la historia de la vida saldría un resultado diferente y la aparición del hombre sería tanto más improbable cuánto más conscientes fuéramos de la inabarcable cantidad de casualidades necesarias para su aparición. Pero esto no debe hacernos pensar que el hombre es un milagro casi inexplicable por su improbabilidad, ya que no tenemos conocimiento de los resultados de «otras tiradas de dados» que podrían haber dado otros seres aún más espectaculares que los humanos. ¿Quién sabe si la evolución hubiera ido por otros derroteros y hubiese creado algo mucho más maravilloso que la mera inteligencia? Prejuicios antropocéntricos nos impiden comprender bien esta idea: ¿por qué la mente humana es lo mejor que puede desarrollar la evolución? Seguramente que si los peces pudiesen pensar, se jactarían de que tener branquias es el fin último de la creación. Es muy posible que lo mejor de la historia natural esté aún por llegar y el pretencioso humano sea simplemente un mero capítulo.
La que sí queda muy dañado es la idea de que la historia natural sigue un plan premeditado. Se antoja muy extraño que un dios que planeara la aparición del hombre, necesitara para ello recurrir a «dar tantos rodeos», a catástrofes y extinciones masivas que se llevan consigo a tantas criaturas creadas previamente. ¿Para qué tan ineficiente despliegue de medios? ¿Para qué crear varias miriadas de especies cuyo único fin es la extinción? ¿No hubiera sido, a todas luces más práctico, crear al hombre sin más de una vez por todas? Si Dios ideó un plan así, nos hace dudar mucho de su omnipotencia o, como mínimo, de sus habilidades como ingeniero. Y la crítica vale tanto para un universo azaroso como para uno determinista. Podría ser que el universo fuese totalmente determinado y, eso, de ningún modo, nos ha de hacer pensar en planificación alguna. La Tierra se mueve alrededor del sol siguiendo una trayectoria que podríamos definir como totalmente determinada y predecible, y eso no implica que la Tierra gire según un plan prefijado o por algún propósito o intención. Desde luego, si hubiese algún plan, no es un plan demasiado inteligente. En cualquier caso todo se parece más a una especie de experimento, a un juego en el que se marcan una serie de reglas iniciales y se espera a ver qué pasa. Si hubiera algún dios, parece estar jugando con un algoritmo genético, ensayando y probando resultados en un grandioso laboratorio cósmico, más que querer llegar a un objetivo prefijado.