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Culpo directamente a los medios de dar una cobertura mediática desmedida a personajes que no la merecen. Es el caso de terraplanistas, negacionistas, transhumanistas… y ahora de chavales como Pablo Hasél o Isabel Peralta, jóvenes sin formación ni talento alguno demostrables, que copan minutos y minutos, páginas y páginas del espacio público. No es de extrañar que, al final, los imbéciles tomen el Capitolio y la imagen de nuestra era sea la de Jake Angeli, con su disfraz de piel y cuernos, asaltando el edificio que simboliza la democracia moderna. Y es que si miramos las estadísticas, toda esta gente constituyen una minúscula minoría. Gente que piense que la Tierra es plana o que los judíos son los culpables de los males de nuestro tiempo, tiene que contarse con los dedos de la mano ¿Por qué entonces tanta amplificatio?

Culpo directamente a los partidos políticos de no saber salir de este dilema del prisionero siniestro de la politización y simplificación absoluta de todo. Desde el segundo uno del caso Hasél, nos inundaron los memes que establecían la comparativa con el homenaje a la División Azul, lanzando la torpe pregunta de por qué a uno sí y a otros no ¿De verdad que todo se reduce a esto? ¿De verdad que, sencillamente, vivimos en un Estado Fascista que permite alabanzas a Hitler y castiga canciones de rap? ¿En serio que todo se reduce a esta película de buenos y malos? La reflexión sobre los límites de la libertad de expresión, que debería ser el centro del debate, queda en los márgenes de la arena pública y al final solo tenemos el Sálvame Deluxe de las tertulias televisivas, saturadas de charlatanes serviles a unos intereses bien remunerados. Así que vamos a salirnos de esa tendencia y a hablar del tema de interés: los límites de la libertad de expresión.

¿Es punible de alguna manera lo que ha hecho el señor Hasél? Sí. Creo que es muy importante la distinción entre ideas y personas. En nuestro Estado de Derecho lo más importante a defender son los individuos, las personas, por lo que parece razonable castigar cualquier delito de injurias contra cualquier persona (sea el rey, Pablo Iglesias o Alberto Chicote). Es diferente decir «Me cago en la monarquía» refiriéndome al sistema político en general, que «Me cago en Juan Carlos I de Borbón». La primera frase solo estaría atacando a una abstracción teórica (una idea), mientras que la segunda estaría atacando a una persona. La primera no debería ser punible mientras que la segunda sí.

Otro tema, diferente si bien no menos importante, es si Pablo Hasél debería entrar en la cárcel por lo que ha hecho. Aquí entra en juego el siempre difícil tema de la proporcionalidad de los castigos con respecto a los delitos ¿Las injurias contra la corona y otras instituciones del Estado, así como el enaltecimiento del terrorismo, deberían conllevar penas de prisión? ¿O sólo valdría con una multa u otro tipo de sanciones menores? Desde mi punto de vista, si bien estoy abierto a muchas y razonables objeciones, creo que en el caso Hasél tampoco se ha cometido ningún abuso jurídico, ni las leyes en las que se han basado para su condena parecen desproporcionadas. El delito de enaltecimiento del terrorismo (artículo 578 del Código Penal), por el cual le ha caído la mayor parte de la condena, castiga con de uno a tres años de prisión. No se a usted, querido lector, pero para mí enaltecer el terrorismo es una cosa muy grave que merece bastante escarmiento. Otra cosa, y aquí sí que hay un problema, es que las declaraciones en las que se enaltecía el terrorismo estaban dentro de una canción, lo cual añade un matiz muy diferente: ¿hay injuria si estamos dentro de una obra de arte? ¿No estaríamos limitando el arte si juzgamos la expresión artística? De nuevo creo que no. Habría que analizar caso por caso y seguro que podemos encontrar ejemplos en los que sería difícil decidir, pero en el caso de las canciones de Hasél creo que no hay duda de que en ellas hay un delito claro de odio. Pensemos que si decimos que no, estamos dando patente de corso para que cualquiera que nos quiera insultar y librarse del castigo, lo único que tiene que hacer es darle un barniz artístico a su agravio. Si quisieras llamarme «Hijo de puta» sin castigo alguno, solo tendrías que decírmelo cantando.

También es importante distinguir entre personas e instituciones. Puede parecer razonable que ciertas instituciones de nuestro país merezcan una especial protección debido a lo que representan. En el caso de la policía o la guardia civil es muy obvio. Si pudiésemos estar todo el día pitorreándonos e insultado a cualquier policía que nos encontremos por la calle, difícilmente iba a poder cumplir su, tantas veces desagradable, misión, que no es otra que protegernos (y que en la inmensa mayoría de los casos hacen con justicia y diligencia). Aquí creo que el debate estaría en a qué gremios o instituciones deberíamos también considerar con especial respeto y si habría que establecer una gradación entre ellos: ¿Médicos, profesores, bomberos, funcionarios de la administración…? ¿Y las profesiones liberales? ¿Esas no? ¿Por qué? Y entremos en el caso más peliagudo: ¿Y la corona?

En este caso, si aceptamos que la corona es una institución que merece un especial respeto, podríamos hacer punible también la injuria a los miembros de la Casa Real, tal y como hace nuestra Constitución (artículo 490.3). Esto puede no gustar a los republicanos, para los que, obviamente, la monarquía como institución no merece ningún respeto. Sin embargo, desde mi punto de vista, aquí ha de prevalecer el imperio de la ley. Nos guste o no, nuestro sistema de gobierno es una monarquía parlamentaria y, mientras así sea, hay una ley que protege especialmente esta institución. Por lo tanto, si aceptamos que nuestras leyes son fruto del consenso democrático, hemos de aceptarlas aunque no nos gusten. Esto es así porque si permitimos que no se cumpla una ley vigente estamos abriendo la caja de Pandora para que no se cumplan muchas más. Yo podría pensar que es injusto no poder superar los 120 Km/h de velocidad en las autovías debido a que Alemania no tiene límite de velocidad en las suyas, y no parece que les vaya mucho peor que a nosotros en cuanto a número de accidentes y, en consecuencia, rebelarme contra la ley e incumplirla ¿Sería razonable vivir en un mundo en el que cada cual se salta continuamente las leyes en función de sus creencias?

Si queremos que España llegue a ser una república, lo que hay que hacer es intentar conseguirlo mediante las vías legales y democráticas vigentes. Lo que hay que hacer es convencer al amplio sector de la población que todavía cree en la monarquía, que una república sería un mejor sistema. Ese es el único camino. Punto.

Y otra distinción a tener muy en cuenta está entre el vulgar insulto y la crítica racional. Yo, la verdad, no entiendo qué se aporta al mundo insultando a quien sea, sea el rey o sea Perico el de los palotes. Y en eso creo que la democracia española lo tiene claro. No he visto a ningún autor detenido ni censurado por hacer críticas argumentadas contra el sistema monárquico ni contra la institución. Yo mismo soy abiertamente republicano y nunca me he visto censurado ni amenazado por la policía por serlo. En este sentido, afirmar que España es un país donde no se respeta la libertad de expresión es una gran mentira (Eso sí, Facebook tiene vetado mi blog, pero eso creo que se debe más a la imbecilidad algorítmica y/o ingenieril de los de Facebook, que a ninguna censura oculta).

La libertad de expresión es un bien tan sagrado, que deberíamos pensarnos muchísimo cuándo y cómo lo limitamos. Por eso creo que, en cualquier caso, hay que intentar que los excesos sean castigados en las menos ocasiones posibles. Es decir, es mucho mejor tolerar que se pase de la raya, que pasarnos de estrictos en la legislación y su cumplimiento.

Recuerdo hace ya más de diez años el famoso caso de la campaña de Dawkins con sus autobuses ateos. Las asociaciones religiosas contraatacaron con otra cuyo lema era «Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si naces mujer, seguirás siéndolo». Esto causó un gran revuelo entre todas las asociaciones LGTBI, sindicatos, partidos de izquierda, etc. muchos de los cuales intentaron por todos los medios que se prohibiera la circulación del autobús. A pesar de lo lamentable que pueda parecernos un mensaje así, la libertad de expresión consiste en tolerar lo que nos disgusta. Así, en ese momento, yo defendí que el autobús transfóbico debía de seguir transitando porque esto debería ser una oportunidad para la reflexión, más que para la prohibición.

Y es que creo que las políticas de la prohibición, que ahora se llama eufemísticamente de la cancelación, no son un buen camino. Yo no quiero que mis hijos desconozcan lo que yo considero que es malo, sino que lo conozcan y que tengan herramientas racionales para aceptarlo o rechazarlo. A mí lo que me gustaría es que nos topáramos con el autobús y mis hijos me preguntaran qué significa y entonces yo les explicaría, y debatiríamos y reflexionaríamos sobre su mensaje. Hace unos días tuve noticias del historiador de Princeton, Dan-el Padilla, abogando por una cancelación de los clásicos greco-latinos debido a que en ellos puede verse racismo, machismo, justificación de la esclavitud, etc… O sea que como Aristóteles era machista y xenófobo, ya no hay que estudiarlo… Tales disparates son fruto de una mirada única tan miope como peligrosa. Hace poco también me llegó la noticia de la eliminación del nombre David Hume con el que se denominaba a una torre de la Universidad de Edimburgo, a causa de las relaciones que tuvo este filósofo con la esclavitud ¿En serio? ¿No estamos ante una broma?

Por eso la idea de pin parental con la que Vox ha roto su apoyo al PP en Andalucía es pasmosamente mala. No podemos entender que proteger a nuestros hijos sea librarlos de escuchar a cualquier persona que les diga algo contrario a nuestras ideas. Estaremos educando a niños dentro de burbujas de pensamiento único que, a la postre, serán terriblemente intransigentes con una diferencia a la que no estarán acostumbrados. No, hay que educar a nuestros hijos en el contraste, en la diversidad. Tienen que aprender a enfrentarse y a convivir con lo radicalmente otro, y eso, desde luego, no se hace poniendo vendas en los ojos.

Recomendación final: hay que leer Sobre la libertad de John Stuart Mill.

Collages de Deborah Stevenson.

Unas cuantas cositas que he leído estos aciagos días: el célebre gurú de la izquiera, Slavoj Zizek dice, sin inmutarse, que la crisis del coronavirus nos llevará a una nueva especie de neocomunismo maravilloso… Byung-Chul Han, muy guay también, dice que estamos ante el fin de la privacidad y la llegada del autoritarismo. He leído que nuestra cultura mediterránea quedará muy dañada y nos vamos a ir orientalizando, es decir, que ya no saldremos tanto a la calle a disfrutar de nuestro sol sino que nos gustará más quedarnos en casa a ver anime y a jugar a videojuegos. Otros van diciendo que esto está favorenciendo los lazos familiares, que estamos aprendiendo a valorar lo realmente importante, y que, por supuesto, de aquí saldremos mejores y el mundo será más bonito.Y, desde la visión opuesta, no ha faltado en mis lecturas el catastrofismo clásico hacia el futuro económico: una nueva crisis que será varios órdenes de magnitud más dura que la anterior, lo que traerá la enésima reformulación o refundación del capitalismo…Todo esto dicho por reputados analistas e intelectuales que pueblan las cátedras de las universidades y las asesorías de nuestros políticos… ¡Bravo!

Pues ahora yo, en un ejercicio de arrogancia sin parangón, y a sabiendas que me contradigo, os voy a decir lo que va a pasar de verdad: no mucho o, si me he pasado de frenada, desde luego no tanto. A ver. Pidiendo disculpas muy sinceras a todo el que pierda un familiar querido (yo estoy bastante preocupado por los míos. Crucemos los dedos), esto no va a durar mucho más de dos meses. Y dos meses de confinamiento no dan para tanto. Cuando esto termine volveremos a nuestras vidas como siempre. Es cierto que vendrá una nueva crisis económica, pero será parecida a las anteriores, es decir, tocará apretarse un poco más el cinturón. Unos sectores saldrán más perjudicados que otros y la desigualdad aumentará un poquito más. Los ricos serán un poquito más ricos y los pobres un poquito más pobres. Nada nuevo bajo el sol. Esta crisis no es, ni de lejos, lo suficientemente fuerte para provocar ni un cambio de mentalidad ni una carestía material que posibilitaran un cambio socio-económico de calado. Aparte que no hay ninguna opción viable alternativa al capitalismo. La gente no va a renunciar a sus smartphones ni a Netflix por ninguna promesa de emancipación eco-feminista. Y, no, tampoco vamos a volver a ninguna forma de autoritarismo comunistoide por mucho que pueda mostrarse eficaz en tiempos de crisis.

Ahora unos cuantos dardos:

  1. Me ha resultado extraña la falta de liderazgo mundial ante la crisis. No hemos visto reuniones del G-7 cruciales en la que se marque el paso… Cada país ha tomado las medidas a su ritmo haciendo más o menos caso a la OMS y punto. Estados Unidos, que podría haberse valido como primera potencia mundial, ha sido completamente irrelevante. Cuando habla Trump nadie espera más que la sandez de turno. China, por el contrario, parece haber ganado la partida.
  2. Esta falta de liderazgo también está salpicando a la Unión Europea. La negativa a los «Coronabonos» por parte de Alemania y Holanda da ganas de hacer un Brexit express. No puede ser que cada vez que pasa lo que sea, aquí sálvese quién pueda y yo a mirar por lo mío. Siempre se hace lo que Alemania dice, y lo que Alemania dice es lo que a Alemania le viene económicamente bien. Ya sucedió esto de forma muy marcada en la crisis de 2008.
  3. No se le está dando demasiada relevancia a un hecho importante: el falseamiento de datos. Y no solo apunto a China, la que ha falseado lo que habrá querido y más, sino de países occidentales tan «democráticos y transparentes» como Alemania, Inglaterra, Estados Unidos… A los enfermos que pasan asintomáticos o que se quedan en casa «pasando un resfriado», se suman los fallecidos por complicaciones con patologías previas a los que se computa como muertos por esas patologías sin contar la intervención del coronavirus. Es muy fácil no hacer casi ningún test y solo contar como infectados los que están ingresados graves. La guerra de los datos está, como siempre y como era de esperar, en pleno apogeo.
  4. Me pregunto por qué los ultraliberales no dicen en estos momentos que el estado no intervenga absolutamente en nada, que se deje que la economía sea más libre aún y que así se regule ella solita… ¿Nos damos cuenta ya que la mano invisible de Smith es una patraña? Me gustaría debatir con mi liberal favorito, el brillante Robert Nozick, si un estado mínimo que exclusivamente garantiza la propiedad privada podría hacer frente a una pandemia como ésta.
  5. El dilema ético es espectacular: ¿dejamos morir a los ancianos o salvamos la economía? Dan Patrick, vicegobernador de Texas, abuelete ya, negaba que se tomaran medidas de cuarentena diciendo que estaba dispuesto a sacrificarse por el futuro económico del país. Aunque pudiesen parecer las declaraciones de un viejo senil del Tea Party, no son tan absurdas. Podría ser muy loable sacrificarse en pro de que nuestros hijos y nietos tengan un futuro mejor. Pero aquí nos encontramos con el muro de nuestra ignorancia: ¿hasta qué punto paralizar económicamente un país va a causar un malestar tal en nuestros descendientes que justifique dejar morir a los ancianos? ¿Cómo diablos calcular eso? Difícil, pero ya os digo yo la solución: no compensa de ningún modo. Por muy terrible que sea la crisis que nos espera, no será tan mala como para justificar éticamente el hecho de condenar a muerte a nuestro abuelo. Si dejamos morir a nuestros ancianos por salvar la economía, engrosaremos con un capítulo más el libro de la historia de la infamia.
  6. Es lamentable que los políticos estén utilizando la gestión de la crisis como arma política. Evidentemente, ha podido hacerse mejor o peor, y seguramente, hemos reaccionado algo tarde, pero en un asunto así deberíamos dejar esta repugnante politización de todo para ser leales al gobierno central. Por si alguien sospecha de que aquí mantengo un sesgo izquierdista, diré en mi defensa que si recuerdan la catástrofe ecológica del Prestige, pienso que fue una de las manipulaciones mediáticas de la izquierda más mezquinas, y electoralmente eficaces, que se han hecho en la historia de nuestra democracia. De un posible error en una decisión técnica (Acercar o alejar el petrolero de la costa) se proclamó el celebérrimo «Nunca mais» y todos los personajetes guays de la izquierda española fueron a la costa gallega a hacerse la fotito con la pala y el chapapote.
  7. En esas críticas al gobierno me causó mucha inquietud cuando Pablo Casado dijo que «Sánchez se estaba parapetando detrás de la ciencia»… ¿De verdad que eso es malo señor Casado? ¿En dónde debería parapetarse si no? ¿A qué tipo de asesor debería consultar un político para tomar decisiones en el caso de una pandemia? Todo lo contrario: los políticos deberían incorporar mucho más conocimiento científico en todos los niveles de la toma de decisiones.
  8. Una moraleja que me gustaría que quedara grabada a fuego en el cerebro de todos, pero que no quedará, es algo que Nassim Taleb lleva tiempo diciendo: la realidad es mucho mas impredecible de lo que parece y sucesos improbables ocurren por doquier: ¿qué gobierno hubiese predicho que en marzo de 2020 medio mundo estaría encerrado en su casa? Lo importante es que aprendamos humildad epistemológica: el mundo es caótico y la incertidumbre reina por doquier. Es muy difícil predecir lo que va a pasar y los políticos, incluso si se parapetan detrás de la ciencia, tienen complicado acertar. Desde luego a mí no me gustaría estar en el pellejo del ministro de sanidad en estos momentos. A toro pasado, nadie va a tener la consideración de pensar que se tuvieron que tomar decisiones en muy poco tiempo y con muy poco conocimiento de las consecuencias.
  9. Pensemos en, por ejemplo, la estrategia inicial de Gran Bretaña: buscar la inmunidad del rebaño. A todas luces parece un suicidio, pero, si lo miramos a nivel de evidencia científica, tampoco parece tan, tan mala idea ¿Qué hacer? Si ni a nivel de evidencia científica tenemos acuerdo…
  10. Da qué pensar que el sistema económico pueda derrumbarse por dos meses de parada ¿De verdad que dos meses de parón en el que se aplazan hipotecas, pagos a proveedores y demás, se hunde irremisiblemente? Entiendo que sufra daños, pero no me creo que sea tan grave. Y si fuera así es para mirárselo, porque en un mundo globalizado e hiperconectado como lo es ya desde hace mucho tiempo el nuestro, serán cada vez más comunes interferencias del tipo más diverso. Sería muy conveniente aprovechar el momento para pensar mecanismos que pudiesen robustecer el sistema ante estas eventualidades cada vez más habituales.
  11. Algo que si me ha gustado mucho es el auge de la literatura distópica que todo esto conlleva. Sí, amigos, hay que leer La carretera de McCarthy, a Dick, a Vonnegut, a Ballard, a Bradbury… será muchísimo menos aburrido que seguir la actualidad del coronavirus en las noticias. Lo garantizo.

La historia no tiene ningún significado. La «historia», en el sentido en que la entiende la mayoría de la gente, simplemente no existe: y ésta es por lo menos una de las razones por las cuales afirmo que no tiene significado. […] Lo que la gente piensa habla de la historia de la humanidad es, más bien, la historia de los imperios egipcio, babilonio, persa, macedonio, griego, romano, etc.,  hasta nuestros días. En otras palabras: hablan de la historia de la humanidad, pero lo que quieren decir con ello, lo que han aprendido en la escuela, es la historia del poder político. No hay una historia de la humanidad, sino un número indefinido de historias de toda suerte de aspectos de la vida humana. Y uno de ellos es la historia del poder político, la cual ha sido elevada a categoría de historia universal. Pero esto es, creo, una ofensa contra cualquier concepción decente del género humano y equivale casi a tratar la historia del peculado, del robo o del envenenamiento, como la historia de la humanidad. En efecto, la historia del poder político no es sino la historia de la delincuencia internacional y del asesinato en masa (incluyendo, sin embargo, algunas de las tentativas para suprimirlo). Esta historia se enseña en las escuelas y se exalta a algunos de los mayores criminales como sus héroes. […] Insisto en que la historia no tiene significado. Pero esta afirmación no significa que todo lo que nos queda por hacer sea mirar horrorizados la historia del poder político, o que hayamos de considerarla una broma cruel. En efecto, es posible interpretarla con la vista puesta en aquellos problemas del poder político cuya solución nos parezca necesario intentar en nuestro tiempo. Es posible interpretar la historia del poder político desde el punta de vista de nuestra lucha por la sociedad abierta, por la primacía de la razón, de la justicia, de la libertad, de la igualdad y por el control de la delincuencia internacional. Si bien la historia carece de fines, podemos imponérselos; y, si bien la historia no tiene significado, nosotros podemos darle uno.»

Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, pp. 269-270 y 278, citado por Margarita Boladeras en su monográfico sobre Popper en Ediciones del Orto.

Este fragmento siempre me ha parecido precioso, ya que da profundamente en el clavo en una de las ideas más terroríficas que se han pensado: la Gran Historia. Existe un proceso, una dirección, un destino, hacia el que la historia transcurre y que, además, es el auténtico sentido de todo. Así, el deber del hombre es contribuir a que tal destino se cumpla. Dicho de este modo parece un pensamiento inocuo, pero se agrava cuando ese destino está por encima de los individuos, de modo que se antojan como sacrificables en pos de ese glorioso fin. Ejemplo claro de esta ida de Gran Historia ha sido el concepto de Nación, que surge cuando el sentido de la historia universal se particulariza en un pueblo concreto. Tenemos el bíblico pueblo elegido que, con el nacimiento del Estado Moderno en el epílogo de la Edad Media, se extendió a las diferentes naciones europeas: Francia, Gran Bretaña, España, Alemania, Rusia… Tu nación, tu patria, tiene la historia más gloriosa de todas y es tu deber sacrificarlo todo por devolverle su grandeza (curiosamente, para la idea de Nación, el presente siempre es decadente después de un pasado dorado) ¡Hay que volver a hacer América grande! – repite el señor Trump. Esa fue la única forma de conseguir que millones de soldados se suicidaran voluntariamente en los campos de batalla de dos guerras mundiales cuando cualquier hijo de vecino con dos dedos de frente podría ver la absurda barbarie de tan descabellada empresa.

Pero, si prescindimos del concepto de Nación ¿renunciamos a nuestra historia? ¿Renunciamos a las grandes cosas que hicieron nuestros antepasados? No necesariamente. Lo que hay que cambiar es esa historia que nos enseñaron en la escuela, esa historia del «peculado, del robo y del envenenamiento» de la que escribe Popper que, además, se nos ha vendido como la única historia y de la que, para colmo, debemos sentir orgullo y admiración, es decir, que debe servir como ejemplo para las nuevas generaciones. Evidentemente, si mis ejemplos han de ser Viriato, el Cid Campeador, el Gran Capitán y Blas de Lezo, no esperemos un futuro diferente al Somne o a Stalingrado. Habría que destacar, desde luego no a los grandes expertos en matar, ni a los que hicieron grandes hazañas solo y únicamente por su ambición personal, sin contribución alguna al bien común (Aquí pienso en Julio Cesar o Napoleón… ¿Qué aportaron a la humanidad para merecer un puesto tan relevante en los libros de historia?), sino a los que han hecho aportaciones a la humanidad en su conjunto: científicos, intelectuales, artistas, o políticos en esa línea. Entiendan, no digo que no deba estudiarse esa gran historia, solo que debe invertirse el juicio moral que hacemos de ella: no vender a Julio Cesar como un héroe, sino más bien como un villano, y fomentar mucho más la presencia de héroes éticos como Gandhi, Luther King o Bartolomé de las Casas. Pero, sobre todo, la idea central es que no hay ningún destino universal hacia el que todo tienda, ni siquiera el progreso o el avance del humanismo. Si en nuestro país se vive mejor que hace cien años no es debido a un proceso inexorable, sino al trabajo contingente de muchísimas personas que han considerado que es algo bueno mejorar el mundo. Ese es el sentido, siempre precario, falible y a posteriori, surgido quizá ad horror, que nosotros podemos darle a nuestra historia.

En nuestros sistemas liberales, la mayoría de la gente (exceptuando a los igualitaristas más radicales) está dispuesta a aceptar cierto nivel de desigualdad social o económica, siempre que se parta del principio de igualdad de oportunidades. Robert Nozick lo explicaba muy bien con su famoso argumento de Wilt Chamberlain. Supongamos que nos gusta mucho el baloncesto y estamos dispuestos a pagar cierto dinero por ir a ver a jugar a los Lakers. Supongamos también que el beneficio de esas entradas se reparte equitativamente entre todos los jugadores. Sin embargo, Wilt Chamberlain es excepcionalmente bueno, por lo que él propone que si queremos verlo jugar, paguemos un pequeño extra en nuestras entradas que iría íntegramente para su bolsillo. A la mayoría de la gente le parece un buen trato, ya que ver a Chamberlain jugar es todo un espectáculo por el que merece la pena pagar un poco más de dinero. Entonces, Chamberlain gana más dinero que sus compañeros de equipo, se ha generado una desigualdad económica, pero en ella no parece haber nada éticamente reprobable: el público eligió libremente pagar una entrada más cara por ver a Chamberlain, y podríamos decir que Chamberlain merece más dinero ya que su talento y dedicación al equipo es mayor que el del resto de los jugadores. Además, se respetó perfectamente el principio de igualdad de oportunidades: todos los jugadores de los Lakers compitieron en igualdad para ser los mejores del equipo y Chamberlain lo consiguió sin ninguna duda.

El argumento de Nozick es muy ilustrativo para explicar por qué en nuestras sociedades alguien como Leonel Messi, que lo único que hace, aunque lo haga excepcionalmente bien, es darle patadas a un balón, cobre muchísimo más que un científico que está investigando la cura contra el cáncer. Parece algo muy injusto pero, realmente, no lo es: nosotros, al poner el partido en la tele, comprar su camiseta o ir al estadio a verlo, estamos eligiendo democráticamente que merece más la pena ver jugar a Messi que invertir en investigación para la cura de enfermedades. Si somos imbéciles, al menos, nadie nos está obligando a serlo. Nozick defiende el derecho a decidir por encima de la obligación moral de ayudar a los otros. Nos merecemos, con total justicia, la sociedad que tenemos pero, al menos, la habríamos elegido nosotros.

Pero la idea a la que queremos llegar es esta: ¿es cierta, o al menos posible o deseable, la igualdad de oportunidades? Si echamos un somero vistazo a la realidad social que nos rodea vemos que, con total contundencia, la igualdad de oportunidades no existe. Un chico proveniente de una familia rica y culta que le proporciona todas las facilidades para que estudie, no parte en igualdad de condiciones que otro de familia humilde, que comparte su minúscula habitación con otros tres hermanos, que no tiene ni siquiera un buen escritorio donde estudiar, y al que su padre le repite una y otra vez que no pierda el tiempo con los libros y que se ponga ya a trabajar y a ganar dinero.

¿Cómo podríamos solucionar algo así? Completamente imposible: habría que aislar a todo recién nacido de sus influencias familiares, educándolo estatalmente en una especie de comuna tal y como soñaba Platón, lo cual no parece para nada deseable. A mí me gusta muchísimo más una sociedad con una gran diversidad de familias que inculquen a sus hijos los más distintos valores y objetivos vitales, que otra en la que todos los niños sean educados por igual en la competencia por maximizar el éxito socio-económico.

Pero es que ni aún así habría igualdad de oportunidades porque, de nuevo, cada niño no partiría desde la misma posición. A día de hoy tenemos cada vez más evidencias que relacionan el cociente intelectual o la capacidad de esfuerzo de una persona con sus genes. Entonces, cuando una persona nace con unos genes que le dan un CI más alto que el de sus competidores, ya no parte desde la misma línea de salida, sino que tiene una ventaja crucial. Yo, como profesor, me encuentro constantemente ante la injusticia de tener que poner buena nota a alumnos vagos pero muy inteligentes, mientras que suspendo a otros que trabajan mucho más que ellos, pero que están menos dotados intelectualmente. Tener o no talento es consecuencia de la lotería genética, y no hay nada más injusto que la lotería.

Segundo mito del liberalismo: la meritocracia. De nuevo, parece razonable aceptar desigualdades siempre y cuando el que recibe más lo haga en función de su mérito. Solo nos parecería injusto el hecho de que alguien obtenga más que los demás si no lo merece. Echemos, de nuevo, un vistazo a nuestra sociedad: ¿se da una clara meritocracia? De nuevo, parece que no ¿Por qué? El fallo reside aquí en las diferencias de remuneración: no existe una correspondencia entre la distribución de los beneficios y el mérito.

Un ejemplo: Messi cobra unos 40 millones de euros, mientras que el sueldo anual de un médico en España puede rondar los 30.000 euros. Hacemos el sencillo cociente y comprobamos que Messi cobra 1.300 veces más que un médico. Es difícil cuantificar el mérito de lo que hace un futbolista de élite pero por mucho que le demos vueltas, no creo que tenga 1.300 veces más mérito que lo que hace un médico. En nuestro mundo la distribución de la riqueza es, claramente, injusta y no obedece a criterios de mérito (seguramente, influye muchísimo más la suerte que el talento como sostiene este estudio). Esta página te ofrece ver en qué posición estás con respecto al resto del mundo en función de tus ingresos (curioso que si eres un mileurista en España estás dentro del 7% de las personas más ricas del planeta).

La igualdad de oportunidades y la meritocracia, dos principios básicos sin los cuales nadie aceptaría el liberalismo como sistema de distribución de bienes sociales y económicos son mitos. Y, evidentemente, la idea de que se autorregulan de alguna manera sin la injerencia de los estados mediante la mano invisible de Adam Smith es, igualmente, un mito.

Entonces, ¿ya está? ¿Nos lanzamos a las calles para destruir los cimientos de nuestro sistema? De ninguna manera. Que estos dos principios básicos sean imposibles, y ni siquiera deseables si los aplicáramos con todo su rigor, no implica que no puedan utilizarse como ideales regulativos. Lo explico: nunca los conseguiremos plenamente, pero eso no quita que tengamos que estar constantemente intentándolo ya que, dada cualquier situación concreta, será más justa si en ella se dan que si no. De hecho, no podemos renunciar a ellos porque nadie querría vivir en la plena injusticia. Imaginad un mundo en el que no exista en absoluto respeto por la igualdad ni por la meritocracia… ¡Sería algo así como volver al estado natural de Hobbes en donde homo homini lupus!

¿Y cuál es la forma de llevar esto a la práctica? Cuando se entra en discusiones en las que se defiende o ataca la educación pública, creo que el gran argumento a su favor está aquí: servir de trampolín socio-económico. La educación pública será el gran catalizador de la igualdad de oportunidades y de la meritocracia. Va a permitir que individuos mejoren su situación en base a su mérito y talento y, al fomentar esa movilidad social, sirve para reducir la desigualdad extrema. Sirve, en este sentido, como un re-distribuidor de riqueza y estatus social. Por eso es tan sumamente importante defender nuestros sistemas educativos, y no llego a entender la pequeña partida presupuestaria que un país como España les administra.

Con esto no estoy diciendo, huelga decir, que no debería existir la educación privada. Me parece totalmente saludable que exista, sobre todo porque es muy positivo que existan centros de enseñanza alternativos al modelo oficial del estado, de modo que se fomente la divergencia de formas de ser y pensar. Además, con ella se posibilita el derecho de los padres a elegir qué tipo de educación deben recibir sus hijos. No obstante, la educación privada debería ser minoritaria o, al menos menos importante que la pública, debido a que una sociedad donde la privada fuera mayoritaria la función esencial de trampolín social quedaría diluida.

Nozick defiende la idea de un estado mínimo que, por un lado parece muy aceptable pero por otro no. Sostiene que solo debe existir el estado necesario para mantener los derechos fundamentales (que para él, esencialmente, es el derecho a la propiedad). Estoy de acuerdo en que es cierto que el estado no debe engordarse innecesariamente (y de hecho sucede muchísimo, siendo un síntoma inequívoco de corrupción), pero difiero en lo que debe considerarse por «mínimo», porque para mí hay tres elementos que jamás podrían ser completamente privados: sanidad, educación y justicia. Nozick argumenta a favor de una sanidad y una educación completamente privadas, pero no consigue hacerlo con solvencia cuando nos referimos a la justicia. Y es que no hay por dónde cogerlo: ¿cómo sería posible una justicia privada? ¿Cómo podríamos tener un sistema de justicia privado que diera el mismo servicio a pobres y a ricos?

En el programa electoral de VOX no encontramos mucho más que una serie de soluciones simplistas, propias de una tertulia de bar después de un par de copas. Simplismos como eliminar el estado de las autonomías, poner un «muro infranqueable» en nuestras fronteras africanas, eliminar toda la ley LGTBI, etc. son clásicos eslóganes «todo o nada» que ignoran burdamente la enorme complejidad que representan los problemas de este país. Lo grave no es que sean soluciones de extrema derecha, sino que cuelen y reciban votos.

Cada partido político sabe muy bien las debilidades de sus contrincantes y los temas que hay que tocar. Así, el tema de la inmigración es un clásico de la derecha. Es muy fácil recurrir a unos sistemas límbicos diseñados para defender al igual y sospechar del diferente, para echar la culpa de todos nuestros males a los inmigrantes. Entonces se crea un muñeco de paja: la izquierda abre las fronteras de par en par creando un gran efecto llamada… Los inmigrantes nos quitan los puestos de trabajo, reciben más ayudas que nosotros, traen terrorismo y delincuencia, vienen aquí a hacer turismo sanitario, etc. Esa misma táctica la ha utilizado el independentismo y, en general, es usado por cualquier partido nacionalista o regionalista. Y lo triste es que funcione ¿Alguien cree, realmente, que los principales problemas sociales y económicos de este país se deban a la inmigración? De la misma forma, ¿algún catalán se cree que los principales problemas sociales y económicos de Cataluña se deban a su unión con el resto de España? Pues, lamentablemente, muchos parecen creérselo o, al menos, eso parecen decir las urnas. Y, quizá, lo más grave es que los mismos políticos que impulsan estas ideas se las crean. Yo prefiero que los de arriba me engañen a que sean imbéciles, pues temo más a estos últimos que a los mentirosos de toda la vida.

Son las Políticas de la Tribu: discursos que eluden nuestro neocórtex racional para ir, directamente, a nuestras entrañas paleomamíferas y reptilianas. A todos nos gusta sentirnos miembros de un grupo, hermanados con nuestros semejantes, nuestro pueblo, nuestra nación, los nuestros. Y también llevamos muy mal responsabilizarnos de nuestros fracasos si tenemos a nuestra disposición un chivo expiatorio: los otros (inmigrantes, golpistas, rojos, fachas, empresarios, mercados…). También tenemos una cierta tendencia innata a seguir a líderes carismáticos (es lo que Erich Fromm llamó miedo a la libertad), a la seguridad que nos da su fuerza, a preferir perder derechos a cambio de la supuesta  seguridad que prometen… Somos miedosos, se nos asusta fácilmente y cuando hay miedo nos agarramos a un clavo ardiendo, al primero, sea el que sea, que nos promete una solución fácil y rápida a ese sentimiento tan desagradable. Pensar es costoso y nos da pereza, por lo que preferimos que nos hablen en cristiano, de forma clara y sencilla (Solemos confundir simplicidad con franqueza y honestidad. Esa, quizá, es una de las claves del éxito de Trump) y sospechamos del lenguaje oscuro de los intelectuales (quizá por eso John Kerry perdió contra George W. Bush). Así, a nuestras entrañas les encantan políticos como Santiago Abascal o Vladimir Putin, les encantan estos machos alfa, guardianes de la manada, adalides de lo nuestro.

Es por eso muy importante el impulso de una vieja idea ya defendida hace unos años por Tony Blair: la Política Basada en Evidencias.  Muy sencillo: las políticas públicas han de estar basadas en estudios empíricos, o más técnico: hay que incorporar mucho más conocimiento a cada una de las fases de la decisión política. De este modo se quita peso a la ideología (es muy necesario matar las ideologías) y se intenta combatir esta epidemia de desinformación propia de opinólogos y tertulianos, de intelectuales orgánicos (véase el concepto de Gramsci) que defenderán contra viento y marea las decisiones del partido al que sirvan, de fake news, de eslóganes, de postverdades, y de amarillismo periodístico que asola nuestros medios.  Me encantaría que cada vez que alguien defiende tal o cual cosa, tuviera, necesariamente, que avalarlo con multitud de datos. Y es que, no entiendo muy bien por qué razón, damos valor a la mera opinión de alguien. No entiendo por qué alguien puede decir algo y avalarlo sólo con la justificación de que es su opinión. Además, y solo por eso, ¡debemos respetarla! Es decir, yo, sólo por el hecho de ser yo, tengo derecho a decir la estupidez que se me ocurra y todo el mundo tiene que respetar lo que digo. No, el derecho a la libertad de expresión y pensamiento conlleva la responsabilidad de no decir la primera ocurrencia que me venga a la cabeza, sino intentar que mi opinión se asemeje lo más posible a la verdad, es decir, que, al menos, esté bien informada.

Por poner un sencillo ejemplo, VOX habla de eliminar las autonomías no solo por contrarrestrar el independentismo, sino por la clásica tesis liberal de que hay que adelgazar al máximo el Estado: funcionarios, los mínimos posibles. Entonces se lanzan las típicas y tópicas soflamas: funcionarios vagos, ineficientes, enchufados, puestos a dedo… dibujando un país que sufre la costosa superinflación del sector público. Pues bien, si uno va a los datos ve que esto no se sostiene por ningún lado. Fuentes de la OECD nos dicen que el porcentaje de funcionarios con respecto a toda la población empleada en España es del 15,7%, en la misma línea de países tan liberales como Estados Unidos (un 15,3%) o Gran Bretaña (16,4%), y muy por debajo de las siempre ejemplares socialdemocracias nórdicas (Suecia 28,6%, Dinamarca 29,1% o Noruega 30%). Según los datos en España no hay un superávit de funcionarios.

Y también hay que tomar clara consciencia de que no hay soluciones fáciles ni simples para ningún problema ¿O es que si fuera así no se habrían solucionado ya? Hay que tener en cuenta que cualquier decisión política genera una cascada de consecuencias que son, muchas veces, muy difíciles de predecir. De la misma forma, problemas como el desempleo, el fracaso escolar, la precariedad laboral, etc. no tienen una clara y única causa, sino que son problemas multicausales que, consecuentemente, necesitan soluciones a muy diversos niveles. A mí me hace gracia como en mi entorno laboral, el educativo, se intentan solucionar todos los problemas solo a golpe de reforma educativa, solo mediante una nueva y, supuestamente milagrosa, ley. No, el problema de la educación solo puede solucionarse desde muchos niveles pues es un problema que supera, con mucho, el poder de maestros y profesores. El problema de la educación es un problema social, económico, cultural, etc. que tiene que afrontarse conjuntamente desde todos esos niveles a la vez. Tendemos a caer en un cierto solucionismo político, creyendo que los políticos son omnipotentes y que pueden solucionarlo todo por si solos (y que cuando no lo hacen es porque no quieren, ya que siguen otros intereses ocultos). No, los políticos solo pueden hacer leyes y las leyes tienen su poder, pero no pueden resolverlo todo. De hecho, de nada vale una ley si no hay una voluntad clara de cumplirse ni unas autoridades con las herramientas necesarias para hacer que se cumpla, sancionando su incumplimiento, que es lo que ocurre en España cuando el poder judicial trabaja con medios precarios.

La izquierda, desgraciadamente, ha dejado completamente estas directrices, alejándose de lo empírico para situarse casi en su opuesto dialéctico: la débil posmodernidad incapaz de cualquier respuesta firme a, prácticamente, todo, lo cual lleva, necesariamente, al neoconservadurismo que ya denunció hace tiempo Habermas. Y es que si los referentes intelectuales de la izquierda son gente como Zizek o Biung-Chul Han, mal andamos ¿De verdad que no se cansan siempre de la misma historia? No puedo entender como a estas alturas pueden defenderse planteamientos como los de Lacan, Deleuze, Althusser… retornar a postulados freudianos… y, por supuesto, renunciar a toda validación científica ya que la tecno-ciencia se considera como instrumento y parte del alienador sistema capitalista.

Por eso hace falta que la izquierda (y la derecha también) vuelva a los antiguos valores de la Ilustración de donde, supuestamente, nació el Estado Liberal de Derecho que todos disfrutamos. Coincido completamente con el espíritu de Steven Pinker en su última obra (con todos los matices a su interpretación histórica que quieran hacerse). Una buena noticia sería ver a nuestros políticos dar pasos en esa dirección y no al contrario. En el tema de Cataluña estaría muy claro: la Ilustración defendió un ideal cosmopolita alejado de los ideales nacionalistas que llegarán en el XIX y que nos llevarán a Auschwitz. Ante el independentismo no nacionalismo sino universalismo. La izquierda debería combatir con firmeza el nacionalismo ya que, precisamente, éste nació del Romanticismo, es decir, del movimiento contrailustrado por excelencia.

La derecha, en vez de radicalizarse hacia el ultrapatriotismo, debería volver a sus orígenes: el liberalismo clásico, es decir, a la defensa de la libertad del mercado y de las libertades individuales. UPyD fue un partido interesante en esa línea y, desgraciadamente, Ciudadanos podría haber sido un partido auténticamente liberal si no se hubiera escorado hacia ese nacionalismo que, paradójicamente, es idéntico al que pretende combatir. Sería muy positivo que la derecha ensayara lo que Anthony Giddens denominó la Tercera Vía, en vez de coquetear con el extremismo con tal de arañar votos.

 

 

Os dejo el vídeo de la mesa de debate que hicimos en el edificio de Elzaburu en Madrid. Cuando lo he vuelto a ver me ha parecido más interesante aún que cuando estuve allí. Y es que el plantel de expertos es bastante bueno… y si estoy ya es insuperable 😉

La idea que defendí es una de las tesis centrales de Harari en Homo Deus: el fin del liberalismo a manos de las nuevas tecnologías. El fin de nuestro sistema económico-político no va a venir de la mano de los críticos del sistema. El marxismo, con todas sus matizaciones, con todas sus variantes y reformulaciones no ha podido hacer, ni hará, ni cosquillas, al neoliberalismo. El fin de nuestro sistema vendrá por otro lado: de la mano de la revolución tecnológica ¿Cómo?

El liberalismo moderno está basado en la idea de la sacralización del individuo. Y la cualidad más esencial, y por lo tanto valiosa, de ese individuo es su capacidad de elección libre. Entonces, dicho individuo tiene que vivir en un sistema democrático (ya que ha tener la libertad de autogobernarse a sí mismo, tachando de dictatorial cualquier forma de gobierno que sacrifique al individuo en pro de alguna causa mayor como, por ejemplo, el nacionalismo en sus diferentes estilos. Curioso que hoy en día las posturas nacionalistas tengan cierta fuerza) y en un sistema capitalista (tiene que tener libertad para producir pero, sobre todo, para consumir). Por lo tanto, el sistema se fundamenta en la libertad de votantes y consumidores, y si esa desaparece el sistema se derrumba ¿Está desapareciendo?

Nosotros aceptamos que los políticos nos mientan. No nos gusta, de hecho, nos asquea profundamente y gran parte de la apatía política que hoy existe viene de ese desencanto hacia esos mentirosos profesionales que, constantemente, dicen y se desdicen en un bucle patético. Sin embargo, lo aceptamos porque pensamos que el sistema democrático nos trae una serie de ventajas que compensan, con creces, este defecto. Para mí, la principal virtud es que la democracia facilita un mecanismo no violento de alcanzar el poder. En cualquier época histórica no democrática (es decir, en casi toda la historia de la humanidad) si querías gobernar debías quitar por la fuerza al gobernador vigente, y así la historia de nuestra especie es una historia de guerras y guerras y más guerras. La democracia minimiza esto y ya por eso merece, con mucho, la pena.

Sin embargo, nuevas tecnologías están dañando la idea de libertad del sujeto. Bueno, la libertad del sujeto está ya bastante dañada, sencillamente, porque el sujeto no es, para nada, libre, como ya hemos argumentado en muchas ocasiones. No obstante, por mor de la argumentación, vamos a aceptar que el sujeto elige libremente pero que puede ser manipulado, y que un alto nivel de manipulación invalida la libre elección. Entonces, aceptamos un «poquito» de manipulación (la que hacen los políticos), pero demasiada ya no sería aceptable ya que eso significaría que el individuo ha sido engañado y que su voto, en cierto sentido, no ha sido libre ¿Y cómo daña las nuevas tecnologías esto? Aquí entra Cambridge Analytica.

Christopher Wiley,  que parece sacado de un comic cyberpunk (la realidad siempre supera a la ficción), nos ha contado estos días como se elevaba el arte de la manipulación a niveles jamás vistos. Usando el enorme agujero en la seguridad de protección de datos de Fabebook, el análisis de la personalidad a partir de los likes de Facebook iniciado por Kosinski y Stillwell en Cambridge, y técnicas de microtargeting publicitario, la empresa Cambridge Analytica manipuló a más de ochenta millones de personas para votar a favor de Donald Trump o del Brexit (todo mejor explicado en mi ponencia que empieza a partir del minuto 23).  Según sostiene el mismo Wiley, sin la actuación de Cambridge Analytica la victoria de Trump y del Brexit no hubiesen sido tales… entonces, ¿no estamos hablando de fraude electoral en toda regla? ¿Qué legitimidad tienen esos resultados electorales? Pero, fijaos en el asunto porque es muy diferente a otros tipos de tongo electoral: aquí no se ha hecho trampas en el sentido clásico del término: no se obligo a nadie a votar nada en contra de su voluntad ni se falsificaron papeletas ni nada por el estilo. La gente votó felizmente, pensando en que lo hacían libremente. Entonces estamos hablando de un fraude electoral en unas elecciones en las que los votantes votaron libremente… ¿qué diablos significa eso? Que la libertad, fundamento básico del liberalismo, se cae y con ella se cae todo.

No obstante, creo que Wiley exagera un poco. No creo que las herramientas de las que dispuso Cambridge Analytica sean tan potentes a la hora de influenciar en el electorado y que, por tanto, hayan sido tan determinantes en las elecciones donde se utilizaron. Pero eso no quita que en un futuro, bastante próximo, este tipo de técnicas se vayan perfeccionando hasta llegar a niveles de manipulación del votante que nadie estaría dispuesto a aceptar. Véase en el vídeo cuando expongo la «hipótesis de la corbata amarilla» (a partir del minuto 33).

¿Soluciones? Lamentablemente, las medidas legales siempre van muy detrás de los rapidísimos avances tecnológicos (más con la habitual ineptitud de la clase política). El nuevo reglamento europeo (el latoso RGPD) ha mejorado el control de los usuarios sobre sus datos pero todavía se queda muy corto en muchos aspectos y, muy pronto, veremos ya las argucias de las empresas para saltárselo. Como bien subrayaba Elena Gil es muy importante formar en una ética del diseño (que no aparece ni lo más mínimo en ningún plan de estudios de ingeniería), y como bien subrayaba Marlon Molina, una petición de responsabilidades bien delimitada por capas parece una idea muy sensata para afrontar la dificultad que supone la dispersión de la responsabilidad en grandes proyectos empresariales. De la misma forma, que la actividad del programador informático estuviese colegiada tampoco sería una mala propuesta. En el fondo estamos como siempre: un liberalismo económico voraz y descontrolado que pide a gritos una regulación.

Me lleva llamando mucho tiempo la atención la falta de ética generalizada en el sector ingenieril. Recuerdo una vez, discutiendo con un neoliberal, que cuando le hablaba de que la economía debería estar supervisada por la ética me respondió que si yo pretendía convertir la economía en una sharia. O sea, que si hablamos de ética ya somos una especie de… ¡fundamentalistas religiosos!  Y es que los ingenieros están imbuidos en el ethos del mundo empresarial, el cual, como todos sabemos, es de todo menos ético. Así que ingenieros del mundo, por favor, a ver si somos un poquitín más buena gente, y vamos diseñando cosas no tanto para forrarnos como para hacer del mundo un lugar algo mejor. Simon Roses… ¡No trabajes más para DARPA!

Algo de activismo majo al respecto: Tristan Harris, antiguo responsable de diseño ético de Google que se fue de allí espantado viendo lo que realmente había, y otros desertores del sistema, han fundado el Center of Human Technology. Algo es algo.

Vamos a hacer un poquito de ejercicio. Mis conocimientos en las ciencias del deporte son más bien precarios, así que decido bajarme una aplicación a mi móvil que me proponga un plan de entrenamiento efectivo. Si la aplicación es de calidad, en ella estarán concretados los mejores conocimientos acerca de cuál es el mejor plan para una persona de mis características y, por tanto, será eficaz. Entonces yo confío en la aplicación y la pongo al mando, es decir, dejo que ella decida por mí qué es lo que tengo que hacer. En ese momento estoy dejando que un algoritmo gobierne una parcela de mi vida ¿Estoy haciendo algo malo? No, precisamente porque ese algoritmo es mejor gobernando esa parcela de mi vida que yo mismo. Es totalmente razonable confiar en esa máquina si, realmente, queremos adelgazar.

Damos un paso más. Hoy es día de elecciones y como buen ciudadano voy a ir a votar. Desde siempre he votado al PSOE. Mi abuelo luchó en la guerra civil en el bando republicano e inculcó sus ideas políticas a mi padre, quien luego me las inculcó a mí. Soy socialista por tradición. Sin embargo, cuando voy a votar me encuentro con un viejo amigo comunista. Hablamos un rato, precisamente sobre política, y me hace pensar. Al final, por primera vez en mi vida, voto a Podemos. Pero después, mientras voy caminando de vuelta a casa, comienzo a sentirme mal. Me arrepiento de mi voto y pienso que he traicionado a mi familia por una conversación de última hora. Quisiera cambiar mi voto pero ya es demasiado tarde: yace en el fondo de la urna.

Rebobinamos. Supongamos otra vez la situación anterior pero introducimos un nuevo elemento: Cortana 2045, mi asistente virtual de última generación, cortesía de Microsoft. A partir de todos mis datos de internet y de acompañarme continuamente en todo mi quehacer cotidiano, sabe perfectamente mis preferencias políticas y también sabe lo voluble que puedo ser a la hora de tomar una decisión, sobre todo, a última hora. Ella sabe mejor que yo a quién quiero realmente votar y no va a dejarse llevar por sesgos ni cambios repentinos de opinión. Entonces, lo razonable sería dejar que Cortana votara por mí ¿Dejaremos entonces una decisión supuestamente tan importante como el voto a un conjunto de algoritmos automatizado?

¿Qué pasará cuando inteligencias artificiales sepan tomar nuestras decisiones mejor que nosotros mismos? Tendremos dos opciones: o preferimos seguir sintiéndonos libres y decidimos por nosotros mismos, o dejamos que las máquinas lo hagan y perdemos el mando. El problema estará en que los que pierdan el mando vencerán, ya que tomarán mejores decisiones que los libres, por lo que parece que por simple y pura lógica, cada vez más gente dejará la toma de decisiones a sus consejeros digitales.

Y pensemos las repercusiones de algo así: como apuntábamos en la entrada anterior, la base política, social y económica de nuestra sociedad es el liberalismo, y el liberalismo presupone como condición de posibilidad la existencia de un agente libre que vota, consume y delinque en virtud de susodicha libertad ¿Qué pasará cuándo esas decisiones las tomen máquinas? Podríamos llegar a un original pronóstico: el fin del liberalismo no será, desde luego, el marxismo ni sus diversas variantes, sino una tecnología: la IA.

Pero, y ésta creo que es la gran pregunta del futuro próximo: ¿Aceptará el arrogante ser humano la pérdida del protagonismo en la historia? ¿Aceptará pasar a un segundo plano? ¿Aceptará ser irrelevante?

 

zenobia

Uno de los grandes errores de la modernidad fue la búsqueda obsesiva de un fundamento irrefutable. Se buscaba una verdad, un primer principio que sirviera como base sólida para construir el gran edificio del saber. Realmente, ese fue el gran error de Descartes. Era una misión imposible, un imperdonable acto de arrogancia humana, y cualquier pretencioso intento de encontrar tal arkhé indestructible fue fácilmente desmontado por los grandes críticos de la Edad Moderna ¿Qué quedó entonces? La nada, el último hombre que diría Nietzsche, el nihilismo, el pesimismo existencial. Dios había muerto, por lo que nada tenía sentido.

Muchos se han quedado a vivir aquí, lamentándose eternamente de los fracasos de la razón humana, atrapados en una autodestructiva tragedia byroniana. Otros, sin embargo, han querido salir del abismo entrando en lo que se ha llamado la época o edad postmetafísica. Veamos este fragmento del precioso Las ciudades invisibles de Italo Calvino:

Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de administrable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes,  y las casas son de bambú y zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de mano y aceras colgantes, coronadas por miradores abiertos de tejados cónicos, depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.

No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron  satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y ya indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si al que vive en Zenobia se le pide describa como sería para él una vida feliz, la que imagina es siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas flotantes, una Zenobia tal vez totalmente distinta, con estandartes y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo.

Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella.

Los habitantes de Zenobia ignoran el fundamento, el propósito que dio forma a su ciudad. Sin embargo, eso no les impide vivir ni afecta en nada a su bienestar o felicidad. El hecho de desconocer el origen de sus deseos no impide que no deseen. Los habitantes de Zenobia viven sin fundamento (como todos nosotros y como, prácticamente, todos los hombres de la historia de la humanidad) y viven bien. El peligro está cuando llega ese fundamento, cuando llega un deseo que, como nos dice Calvino en el último párrafo, puede llegar a borrar la ciudad o ser borrado por ella.

El peligro estriba en cuando llega un deseo intemporal, descontextualizado y, por lo tanto, totalizador (y totalitario: hablamos de Zenobia pero podríamos hablar de Berlín). Cuando, por ejemplo, llega alguien que quiere una Zenobia absolutamente diferente a la que hay, sin ningún pilote, una Zenobia a ras de suelo. Sería un Descartes que, viendo que Zenobia no tiene fundamento, la desecha y funda otra, radicalmente nueva, desde cero. Aquí solo podrían pasar dos cosas: o el deseo cartesiano destruiría Zenobia o la propia Zenobia destruiría a Descartes. El sueño de Descartes sería un goyesco sueño de la razón que terminaría, sin duda, en pesadilla.

Por eso, vivir sin fundamento, es decir, vivir sin dogmatismos, teniendo muy claro que nuestro conocimiento es rudimentario, provisional, precario y completamente falible, es el mejor antídoto contra cualquier pretensión totalizadora.  Pero vivir sin fundamento no nos debe llevar, desde luego, a ningún tipo de pesimismo o nihilismo, tan propios del siglo XX o del pensamiento postmoderno; ni siquiera a un pensamiento débil (del que tanto se ha abusado). No debemos caer ni en el nada vale ni en el todo vale, porque no es cierto. No hay más que mirar a nuestro alrededor: el mundo, Zenobia, funciona.  Y en él, desde luego hay verdades, reglas, principios que viven bastante ajenos a cualquier absurdo vacío existencial.

Dibujo de Mauricio Pettinaroli.

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Piense el lector en cuántos rostros como el de la foto ha visto hoy en el mundo real (no en la tele ni en Internet, me refiero a rostros de carne y hueso) ¿Pocos verdad? A no ser que uno trabaje en una agencia de modelos (y ni aún así) en el mundo real no hay rostros así. Los labios son más grandes, rojos y jugosos que los que nos solemos encontrar; la piel es demasiado blanca y lisa, los ojos también son más grandes y de un azul mucho más intenso de lo común… ¡Nunca nos topamos con alguien en condiciones de luz tan idóneas! ¿Idóneas para qué? Para mostrarnos un rostro lo más atractivo posible. No conozco a ningún hombre heterosexual que piense que la chica de la foto no es altamente apetecible. Curioso: un rostro irreal, un rostro que no vamos a ver ni aunque nos encontráramos cara a cara con su dueña, nos resulta mucho más atractivo que cualquiera de los rostros reales que vemos cotidianamente ¿Por qué? Porque esta foto es, en su totalidad, lo que los psicólogos llaman estímulo supernormal.

Mi mejor lectura de este verano ha sido La historia de tu vida de Ted Chiang, potente colección de relatos de ciencia-ficción, de la que ya ha hecho cuenta Hollywood (La cinta llegará en septiembre de la mano de Denis Villeneuve). El último de los relatos trata sobre la posibilidad de la calignosia voluntaria, en cristiano, de la posibilidad de «desconectar» tu capacidad de evaluar la belleza física de tus congéneres. Para un calignósico no habría gente guapa ni fea, de modo que juzgaría a los demás solo apelando a sus cualidades personales, sin caer en el llamado aspectismo.

(A partir de aquí spoilers)

En el relato, una institución universitaria propone que todos sus alumnos se hagan calignósicos (mediante una técnica neurológica muy sencilla y reversible) en pro de luchar por una verdadera igualdad social. La propuesta va a someterse a votación, por lo que toda la narración discurre a base de entrevistas en las que diversos personajes dan argumentos a favor o en contra (en general, con argumentaciones bastante buenas). Las empresas de cosméticos son, evidentemente, las más interesadas en que las urnas no den la razón a los defensores de la calignosia, por lo que no dudan en jugar sucio: comienzan pagando a estudiantes para que hagan campaña en contra, usan de tapadera para sus proclamas anti-cali una organización llamada Ciudadanos para la Nanomedicina Ética (CNE), para terminar con una argucia electoral que les lleva a ganar.

La mayoría de los votantes sostenían que el discurso final  dado por la representante del lobby empresarial, Rebecca Boyer, había sido muy convincente y  les había influido mucho en la toma de la decisión. Unos hackers entran en los ordenadores de la corporación y sacan a la luz que en el discurso se habían dado diversas manipulaciones digitales…

Las discrepancias son fundamentalmente mejoras en la entonación vocal, la expresión facial y el lenguaje corporal de la señora Boyer. Los espectadores que ven la versión original opinan que la actuación de la señora Boyer es buena, mientras que los que ven la versión manipulada opinan que su actuación es excelente, describiéndola como extraordinariamente dinámica y persuasiva. Los Guerreros SemioTécnicos [los hackers] concluyen que Wyatt/Hayes [la corporación de empresas de cosméticos] ha desarrollado un nuevo software capaz de ajustar con precisión las señales paralingüísticas para maximizar la respuesta emocional que se desea evocar en los espectadores. Esto incrementa drásticamente la efectividad de un discurso grabado, especialmente cuando se ve por spex [una especie de gafas digitales], y su uso en la emisión del CNE probablemente hizo que muchos partidarios de la iniciativa de caliagnosia cambiasen el sentido de su voto.

Después, Walter Lambert,»presidente de la Asociación Nacional de Caliagnosia» reflexiona:

En toda mi carrera, solo he conocido a un par de personas que tienen el tipo de carisma que proporcionaron a la señora Boyer en este discurso. Esa clase de persona emite una especie de campo de distorsión de la realidad que le permite convencerle a uno de casi cualquier cosa. Uno se siente conmovido por su mera presencia, y está dispuesto a abrir la cartera o a acceder a cualquier cosa que pide. Luego uno recuerda todas las objeciones que tenía, pero para entonces, habitualmente, es demasiado tarde. Y estoy realmente asustado ante la idea de que las corporaciones sean capaces de generar este efecto con software.

[…]

Esto significa que una vez que el uso de este software se extienda, vamos a enfrentarnos a discursos extraordinariamente persuasivos por todas partes: anuncios, notas de prensa, evangelizadores… Oiremos las alocuciones más conmovedoras dadas por políticos o generales desde hace décadas. Incluso los activistas y los provocadores culturales los usarán, solo para seguir a la altura de los poderes establecidos. Una vez que el alcance de este software se haga suficientemente amplio, incluso las películas lo usarán: la habilidad de un actor dejará de importar, porque la actuación de todos será impresionante.

Pasará lo mismo que sucedió con la belleza: nuestro entorno se saturará de estímulos supernormales, y esto afectará nuestra interacción con la gente real. Cuando todos los presentadores de todos los programas tengan la presencia de Winston Churchill o Martin Luther King, comenzaremos a considerar que la gente normal, con su uso ordinario de señales paralingüísticas, es imprecisa y poco persuasiva. Nos sentiremos cada vez menos satisfechos con las personas con las que interactuamos en la vida real, porque no serán tan interesantes como las proyecciones que veremos por las spex.

Algunas cuestiones:

  1. Pensemos en la pornografía. Todo en ella son estímulos supernormales, todo es grande, desmesurado: pechos, piernas, curvas… incluso los ojos maquilladas o las uñas postizas son enormes ¿El uso generalizado de pornografía no estará generando insatisfacción en nuestra vida sexual?  ¿Cuantas instituciones (en el sentido amplio del término) tienen éxito en nuestras sociedades porque utilizan estímulos supernormales? Un show televisivo como Gran Hermano ¿no es elevar los estímulos sociales a nivel de estímulo supernormal?
  2. En este sentido, y como ya sabemos desde hace mucho, somos manipulados continuamente y, por muy listos e informados que estemos, cuando nuestra razón entra en juego ya suele ser demasiado tarde. Lo siento pero terminamos por comprar la marca de leche que el publicista quiere. Es imposible luchar contra nuestro cerebro reptiliano ¡Asúmelo!
  3. Supongamos que, en la realidad, alguien consigue crear ese software, lo usa y gana las elecciones ¿Fraude electoral o no? Diríamos que sí pero, a sabiendas de que en la actualidad los políticos ya usan herramientas de manipulación constantemente… ¿No estamos ya ante fraudes que deslegitimarían por completo nuestras instituciones democráticas? ¿Dónde está el límite entre utilizar un software infalible y usar unas determinadas palabras biensonantes en un discurso?
  4. ¿Estaría la solución, como bien argumentan algunos de los personajes de Chiang, en que nos auto-provocáramos diferentes tipos de agnosias que nos inmunizarán de la persuasión como la aprosodia (no distinguir el tono de las frases, solo percibiendo su significado) o la hipoemocionalidad visual (no ser afectado emocionalmente por lo que se ve), hasta llegar a percibir sola y exclusivamente las ideas puras del orador?
  5. Pero tanto si hablamos de aspectismo como de este nuevo persuasivismo: discriminar (al menos a nivel electoral) a aquellos que no nos persuaden eficazmente, creo que caemos en un cierto esencialismo: pensar que en nuestro «interior» existe «algo» muy valioso, una esencia maravillosa mucho más importante que nuestras «cualidades externas». Incluso quizá en cierto dualismo, al separar radicalmente cualidades físicas y mentales.
  6. Supongamos que con la caliagnosia ya no juzgaremos a las personas por su aspecto, lo cual nos parece justo pero, ¿por qué juzgarlos por otras cualidades va a ser más justo? Por ejemplo, si entonces valoráramos a la gente por su inteligencia, ¿no estaríamos discriminando a los tontos? Si solo nos centramos en las «cualidades internas», ¿no estamos discriminando a las personas poco carismáticas, poco graciosas, con mal carácter, etc.? Denunciar el aspectismo no es más que llevar al extremo un ideal igualitarista para nada deseable. Si seguimos su lógica, cualquier cualidad en la que un ser humano destaque sobre otra ya produce discriminación, por lo que habría que eliminar absolutamente todas las diferencias. Pensemos que nunca podríamos elegir pareja pues… ¿qué acto hay más discriminatorio que elegir una pareja, que elegir a una mujer entre todas las demás? ¡Sería mucho más justo ser un mujeriego!
  7. Mejor parece entonces dejar las cosas como están. De primeras, los observadores disfrutaríamos de la belleza de los otros y los que la posean de forma natural, disfrutarán de su influencia. A los feos no les quedará otra que intentar destacar en otras facetas personales del mismo modo que cualquiera que tenga algún tipo de carencia. Sin embargo, si surgiera ese software de Wyatt/Hayes, al igual que si surgiera un elixir del amor que provocara que nos enamoráramos locamente de alguien, si que parece problemático… ¿Qué deberíamos hacer?

Irina Bereznaya

En la foto Irina Berezhnaya, diputada ucraniana, un estímulo supernormal miembro del Party of Regions, por cierto, de centro y rusófilo.

Ines Arrimadas

Somos politólogos y estamos trabajando para asesorar a un prometedor líder político de un partido emergente. Como somos politólogos de verdad (y no freudo-marxistas ni post-estructuralistas), nos ponemos a analizar campañas y resultados electorales de los últimos años. Por gracia de las ciencias de la computación disponemos de una enorme base de datos en donde están recogidas todas las campañas políticas de todos los países en los últimos, pongamos, veinte años. Disponemos de todo: todas las características físicas y biográficas de los candidatos, todos sus discursos, mítines, apariciones en medios de comunicación… El nivel de detalle de nuestra base de datos es asombroso: tenemos incluso datos acerca de qué ropa llevaban cada día de campaña, todas y cada una de las palabras que dijeron, información acerca de sus expresiones faciales, frecuencias de sus voces… Tenemos una ingente cantidad de variables, teras y teras de información.

¿Qué hacemos con ella? Poner a trabajar a una IA. Disponemos de un veloz programa encargado de buscar correlaciones entre cualquier conjunto de variables y los resultados electores.  Es lo que se conoce como data mining: buscar patrones significativos entre grandes cantidades de datos ¿Qué tenían en común todos aquellos que alguna vez ganaron unas elecciones?

Pero antes una digresión. Uno de los resultados más sugerentes de los experimentos con cerebros escindidos de Michael Gazzaniga, es que tenemos la tendencia a justificar las causas de nuestras acciones a posteriori, prefiriendo dar una explicación cualquiera, aunque sea mentira, que quedarnos sin explicación. Hemos hablado ya muchas veces de estos experimentos pero no me canso de contarlos de nuevo ya que creo que aún no los hemos llevado a sus máximas consecuencias teóricas. En uno de ellos, al ojo izquierdo del paciente comisurotomizado (vaya palabrita) se le mostraban una serie de fotografías de mujeres desnudas. La información era recibida entonces únicamente por su hemisferio cerebral derecho, generando una respuesta: risita nerviosa. El hemisferio izquierdo captaba la risita pero no su causa. Cuando el investigador le preguntaba el porqué de la risa, el paciente se inventaba una explicación: «Me hace usted unas preguntas tan extrañas que me entra la risa».  Existen múltiples factores inconscientes que determinan nuestra conducta y que ignoramos completamente. Es más, nuestra parte consciente tiende a ocultarlos y a buscar, siempre que puede, explicaciones basadas en decisiones libres y conscientes.

Hemos encontrado correlaciones tales como que quien vive en el Estado de Virginia tiene más probabilidades de tener un nombre que empiece por «v» o que quien tiene un nombre que comienza por «d» tiene más probabilidades de ser dentista (según Pelham, Carvallo y Jones para Psychological Science, 2005). Por poner algunos ejemplo más (si bien el lector puede encontrar una abundantísima literatura al respecto), las personas tienden a elaborar juicios morales más severos  si en la habitación en la que reflexionan hay un ambiente cargado y maloliente  (Simone Schnall para Personality and Social Psichology Bulletin , 2008), o tienden a hacer menos trampas si se les dice que hay una presencia sobrenatural invisible que les observa (Jesse Bering, 2005). Cualquier persona que viva en Virginia y que haya puesto a su hija el nombre de «Victoria», siempre dirá que eligió ese nombre «porque de siempre le había gustado mucho» o «porque le recuerda algo bonito», nunca dirá nada relacionado con el nombre del Estado de Virginia. Igualmente nadie reconocerá que eligió ser dentista porque se llama «David», sino porque «siempre ha sentido esa vocación».

Volvemos a la politología. Exactamente igual, los votantes pueden tomar la decisión de votar a tal o cual candidato en función de motivaciones inconscientes que ignoran completamente, más cuando ya hemos mostrado lo realmente difícil que es hacer una votación plenamente racional.  Supongamos que, después de semanas de procesamiento de datos, nuestra IA encuentra una absurda pero fundamental correlación: sin excepción alguna, en todas las elecciones democráticas celebradas en el mundo en los últimos veinte años, el candidato que en algún momento de la campaña ha combinado una corbata verde con unos pantalones azul marengo, ha obtenido entre un 20 y un 25% más de votos que en elecciones anteriores. No tenemos ni idea de la causa (desconocemos muchísimo de cómo funciona nuestro inconsciente) pero no nos importa. Estamos trabajando para nuestro candidato y, aunque no sabemos si es una estupidez o no, no perdemos nada, así que le decimos que en el siguiente mitin se ponga la corbata y los pantalones del color correspondiente. Para nuestro regocijo, llega el día de la votación y los resultados se cumplen siguiendo la correlación marcada: conseguimos un 23,4% más de votos y ganamos las elecciones. Nuestro cabello se eriza y se nos seca la boca: ¡tenemos el arma electoral definitiva! Tenemos la clave para poner y quitar gobiernos en cualquier nación democrática…

Independientemente de todas las pegas y matizaciones que se puedan hacer a nuestro rocambolesco supuesto, sabemos que desde los orígenes de la democracia griega, se utilizan estrategias retóricas para convencer al electorado, estrategias que intentan evadir nuestra parte racional consciente para adentrarse en nuestras motivaciones inconscientes. Los actuales asesores de campaña de los políticos, sin utilizar todavía inteligencias artificiales en data mining (o seguro que ya sí) conocen un sinfín de parámetros que garantizan un mejor resultado o que llevan directamente al desastre, y los utilizan constantemente.

La cuestión es: si, entonces, la mayoría de las votaciones se realizan siguiendo motivaciones inconscientes tan esperpénticas como pudiese ser el color de una corbata y unos pantalones, ¿qué validez tendría la democracia? Si existen partidos que  poseen conocimiento tal que pueden obtener un significativo número de votos apelando a nuestros inconscientes, mientras que otros partidos no lo poseen, ¿no sería lícito hablar de fraude electoral?