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Voy a insistir en una idea que me sigue pareciendo completamente revolucionaria, y que, como suelo leer en muchos lugares, no parece quedar lo suficientemente clara a pesar de ser la consecuencia más poderosa de la teoría de la evolución biológica.

Tesis principal: no estamos diseñados por la evolución para percibir/conocer el mundo real tal y como es (de hecho, la misma idea de mundo real tal y como es, es un sinsentido), sino para aumentar nuestro fitness (probabilidades de supervivencia y reproducción). Esta tesis, aparentemente muy simple, es auténtica dinamita, e invito al lector a que reflexione profundamente sobre ella.

Posible consecuencia: Por tanto, de la teoría de la evolución darwiniana (o, si se quiere, de la teoría sintética de la evolución) parece que no podemos deducir el realismo científico que suele acompañar al naturalismo, fisicismo, cientificismo o positivismo, tan propios de la filosofía analítica. Si no podemos percibir y conocer el mundo tal cual es, lo percibido y conocido serán una ficción, por lo que no queda otra que caer en el relativismo y/o en el escepticismo.

Argumentación que intenta refutar esta consecuencia:

Hace años escribí esta entrada en donde comparaba la belleza de Monica Bellucci con la de una drosophila. Con ella quería defender la idea de que no existe una belleza en sí, la idea platónica de belleza como algo externo y diferente a los sujetos que la perciben o inteligen. Lo que verdaderamente hay son unos sensores diseñados para percibir como atractivas ciertas formas/texturas/colores propias de nuestra especie en función de sus devenires evolutivos. Así, a una drosophila, Monica Bellucci le parecería igual de atractiva que a nosotros la misma drosophila. Pero, la cuestión es: ¿Al no existir una idea universal de belleza compartida por todos los seres bellos no caemos en un relativismo que, a la postre, nos puede llevar al escepticismo? No.

Que a la drosophila, a un oso hormiguero o a un salmonete de roca, Monica Bellucci no les resulte bella no quita realidad al hecho de que a mí sí me lo resulte. Monica es bella para mí, pero el que solo lo sea para mí no implica que esa belleza no tenga realidad y que a partir de ella pueda escribir maravillosos poemas o hacer magníficas películas. Thomas Henry Huxley, el celebérrimo bulldog de Darwin, lo explica mejor que yo:

Pero ¿es verdad que el poeta, el filósofo o el artista cuyo genio es la gloria de una época queden degradados de su altura por la indubitable probabilidad histórica (por no llamarla certeza) de ser descendiente directo de algún antiguo, desnudo y bestial salvaje cuya inteligencia bastaba apenas para hacerle un poco más astuto que un zorro y algo más peligroso que el tigre? ¿O acaso el poeta se siente obligado a andar a cuatro patas por el hecho indiscutido de que al comienzo de su existencia fue un huevo imposible de distinguir del de un perro por ningún poder ordinario de discriminación? ¿O acaso el filántropo o el santo deben abandonar sus esfuerzos por vivir una vida noble a causa de que el estudio moral del hombre revela fácilmente que en su naturaleza se dan cita todas las pasiones egoístas y todos los fieros apetitos del cuadrúpedo? ¿Es vil amor materno por el hecho de que lo manifieste una gallina? ¿Es indigna la lealtad por el hecho de la manifieste un perro?

T. H. Huxley citado por L. W. H. Hull en Historia y Filosofía de la Ciencia.

Apliquemos esto al conocimiento: si no percibo la realidad tal y como es, ¿Qué validez tiene mi conocimiento? Todo ¿Por qué? Porque entender el conocimiento como el de la realidad tal como es no tiene sentido, es entender el conocimiento sin conocedor, sin sujeto cognoscente. No se introduce en la ecuación una parte elemental del proceso de conocer. Y es que algo solo es verdadero o falso, significativo o absurdo, para un sujeto con una determinada estructura cognitiva. Algo no puede ser verdadero o falso en sí mismo, sino que es verdadero o falso para alguien para el que tenga sentido hablar de verdades o falsedades.

Un ejemplo. Tenemos a dos interlocutores charlando mientras la drosophila revolotea a su alrededor. Entonces uno de los interlocutores dice «Deva Cassel es hija de Monica Bellucci». Esta proposición es un enunciado declarativo que puede fácilmente verificarse y, de hecho, es verdadero; pero, ¿Verdadero para quién? Obviamente, para la drosophila no. Ella no entiende el lenguaje humano, no sabe nada de sus estructuras sintácticas, semánticas o pragmáticas; por lo tanto la proposición no es universalmente significativa, sino que solo lo es en un contexto muy concreto: para dos interlocutores de la misma especie que comparten el mismo idioma y los mínimos culturales necesarios para hacer posible la comunicación. Sin embargo, esto no quita que la proposición sea completamente verdadera para ambos interlocutores y que no tiene ningún sentido «ir más allá» buscando una verdad metafísica más profunda sobre el tema.

¿Esto implica que no existe un mundo real diferente al sujeto de modo que todo lo que entendemos por realidad es una construcción del sujeto? No. Existe un mundo real diferente al sujeto, solo que intentar comprenderlo en sí mismo es absurdo. Lo que entendemos por realidad sí que es una construcción, pero no solo es producto del sujeto, sino más bien es un producto de la acción del sujeto en la misma realidad. Yo percibo/construyo unas determinadas formas/texturas/colores en Monica Bellucci porque gracias a ello tengo más probabilidades de pasar mis genes a la siguiente generación. Esas formas/texturas/colores son una construcción tanto de las propiedades del objeto Monica Bellucci como por las cualidades de mi sistema perceptivo y cognitivo, no teniendo ningún sentido preguntarse qué son más allá de esa relación.

Creo que la principal consecuencia del darwinismo es el antiplatonismo: no hay unas verdades universales existentes con independencia del sujeto. No hay belleza, verdad, bondad en sí mismas, sino solo para el sujeto. El darwinismo, en muchos sentidos, encajaría muy bien con la gnoseología kantiana.

P. D.: Esta entrada es solo un aperitivo para la conferencia que daré a principios de septiembre para el curso de verano de la SEMF, hablando de todo lo que significa la revolución darwiniana para el pensamiento contemporáneo porque, insisto, creo que todavía, en agosto de 2021, no nos hemos tomado suficientemente en serio a Darwin.

zenobia

Uno de los grandes errores de la modernidad fue la búsqueda obsesiva de un fundamento irrefutable. Se buscaba una verdad, un primer principio que sirviera como base sólida para construir el gran edificio del saber. Realmente, ese fue el gran error de Descartes. Era una misión imposible, un imperdonable acto de arrogancia humana, y cualquier pretencioso intento de encontrar tal arkhé indestructible fue fácilmente desmontado por los grandes críticos de la Edad Moderna ¿Qué quedó entonces? La nada, el último hombre que diría Nietzsche, el nihilismo, el pesimismo existencial. Dios había muerto, por lo que nada tenía sentido.

Muchos se han quedado a vivir aquí, lamentándose eternamente de los fracasos de la razón humana, atrapados en una autodestructiva tragedia byroniana. Otros, sin embargo, han querido salir del abismo entrando en lo que se ha llamado la época o edad postmetafísica. Veamos este fragmento del precioso Las ciudades invisibles de Italo Calvino:

Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de administrable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes,  y las casas son de bambú y zinc, con muchas galerías y balcones, situadas a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de mano y aceras colgantes, coronadas por miradores abiertos de tejados cónicos, depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas.

No se recuerda qué necesidad u orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron  satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y ya indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si al que vive en Zenobia se le pide describa como sería para él una vida feliz, la que imagina es siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas flotantes, una Zenobia tal vez totalmente distinta, con estandartes y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo.

Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella.

Los habitantes de Zenobia ignoran el fundamento, el propósito que dio forma a su ciudad. Sin embargo, eso no les impide vivir ni afecta en nada a su bienestar o felicidad. El hecho de desconocer el origen de sus deseos no impide que no deseen. Los habitantes de Zenobia viven sin fundamento (como todos nosotros y como, prácticamente, todos los hombres de la historia de la humanidad) y viven bien. El peligro está cuando llega ese fundamento, cuando llega un deseo que, como nos dice Calvino en el último párrafo, puede llegar a borrar la ciudad o ser borrado por ella.

El peligro estriba en cuando llega un deseo intemporal, descontextualizado y, por lo tanto, totalizador (y totalitario: hablamos de Zenobia pero podríamos hablar de Berlín). Cuando, por ejemplo, llega alguien que quiere una Zenobia absolutamente diferente a la que hay, sin ningún pilote, una Zenobia a ras de suelo. Sería un Descartes que, viendo que Zenobia no tiene fundamento, la desecha y funda otra, radicalmente nueva, desde cero. Aquí solo podrían pasar dos cosas: o el deseo cartesiano destruiría Zenobia o la propia Zenobia destruiría a Descartes. El sueño de Descartes sería un goyesco sueño de la razón que terminaría, sin duda, en pesadilla.

Por eso, vivir sin fundamento, es decir, vivir sin dogmatismos, teniendo muy claro que nuestro conocimiento es rudimentario, provisional, precario y completamente falible, es el mejor antídoto contra cualquier pretensión totalizadora.  Pero vivir sin fundamento no nos debe llevar, desde luego, a ningún tipo de pesimismo o nihilismo, tan propios del siglo XX o del pensamiento postmoderno; ni siquiera a un pensamiento débil (del que tanto se ha abusado). No debemos caer ni en el nada vale ni en el todo vale, porque no es cierto. No hay más que mirar a nuestro alrededor: el mundo, Zenobia, funciona.  Y en él, desde luego hay verdades, reglas, principios que viven bastante ajenos a cualquier absurdo vacío existencial.

Dibujo de Mauricio Pettinaroli.

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Antes de nada, tenemos tres posturas sobre el origen evolutivo de la mente:

  1. La mente como fruto de la evolución constituye una adaptación al medio. Grave problema: podemos explicar nuestro conocimiento y forma de actuar ordinarias, pero nos sería muy difícil explicar el conocimiento avanzado (el científico) ¿Descubrir las ondas gravitacionales es algo que va a aumentar claramente la eficacia biológica de sus investigadores? Tener un gran conocimiento del mundo a escala mesoscópica parece una gran adaptación pero, ¿para qué a escala cósmica o microscópica? En fin, que si parece que es más fácil y económico conseguir el éxito reproductivo en una discoteca que en un acelerador de partículas… ¿para qué un acelerador de partículas?
  2. La mente es un efecto colateral o epifenómeno de otras adaptaciones al medio. Problema: parece que gran parte de las habilidades cognitivas de un sujeto sí que son adaptaciones… ¿no sería un tanto extraño que la evolución hubiera premiado tanto tener un cerebro tan grande si no tuviera utilidad adaptativa alguna?
  3. La mente es algo bastante complejo y chapucero (realmente son muchas cosas) por lo que contendrá adaptaciones y efectos colaterales de esas adaptaciones y de otras que no tendrán nada que ver con la mente. Problema: es muy difícil diferenciar qué es una adaptación, qué lo fue y ya no lo es, qué lo fue pero ahora lo sigue siendo aunque para otra cosa, etc, etc. No obstante, es el camino a seguir. Ingeniería inversa, historia biológica y adelante.

Aceptando 3, llegamos a tres nuevas posturas con respecto al conocimiento:

  1. Realismo: La mente como fruto de la evolución nos proporciona un conocimiento, cómo mínimo, lo suficientemente válido para que hayamos podido sobrevivir. El argumento clásico a favor es decir que si no conociéramos correctamente el mundo no hubiéramos sobrevivido como especie. Parece evidente que si confundes un depredador con una presa, poco durarás en la lucha por la supervivencia. Además, habría cierta evidencia empírica a favor, a saber, comprobar que, en general, tanto nuestros sistemas perceptivos como de toma de decisiones (tanto a nivel consciente como inconsciente) suelen acertar. A pesar de cometer errores, solemos movernos bastante bien en nuestro entorno. Problema: realmente, para sobrevivir, no hace falta tener una información ni completa ni siquiera fidedigna de la realidad (ahora veremos en qué sentido), tan solo la que sea útil para sobrevivir.
  2. Ficcionalismo: La mente como fruto de la evolución nos proporciona un conocimiento fundamentalmente falso acerca de la realidad porque, en general, la mentira es más rentable que la verdad.  Por ejemplo, suele argüirse que las religiones o los patriotismos nacionalistas son teorías falsas que sirven muy bien para cohesionar un grupo y, en consecuencia, mejorar las posibilidades de supervivencia de sus miembros. Problema: la evidencia parece ir al lado contrario: a pesar de que la mentira pudiese ser rentable en casos puntuales, más rentable será la verdad.  No obstante, entendiendo el ficcionalismo tal y como lo entiende Nietzsche, en el sentido de que el conocimiento no es verdadero ni falso, sino como algo diferente, un instrumento al servicio de la vida, es decir, una especie de ficción útil, la cosa no va tan desencaminada y nos lleva a una tercera opción…
  3. Pragmatismo: La mente como fruto de la evolución nos proporciona un conocimiento, únicamente, útil para sobrevivir. Parece una imperdonable pérdida de recursos diseñar organismos para conocer toda la realidad. Y, en este sentido, parece más económico hacer un sistema simbólico que impulse a pautas de acción adecuadas para la supervivencia que un sistema que replique la totalidad de lo real. Por ejemplo, parece más barato tener una luz roja que se encienda cuando hay peligro, como puede ser el dolor de garganta ante una infección vírica, que no  un informe detallado de todos y cada uno de los millones de virus presentes en la faringe. El dolor no tiene ninguna similitud, no tiene parecido alguno a un virus y, sin embargo, de un modo biológicamente barato (no hay un gran procesamiento de información) me informa de la presencia del patógeno (o, al menos, de que algo va mal) y, además, me impulsa con mucha urgencia a hacer lo posible por reducirlo.

El pragmatismo, no obstante, tiene que hacer cierta concesión al realismo. Si seguimos con el ejemplo del dolor de garganta, el símbolo «dolor» debe activarse tras la detección veraz de la amenaza, es decir, realmente deben existir virus en mi garganta. Mi organismo, en un principio, debe percibir correctamente lo que le pasa para que «la transformación simbólica» tenga sentido evolutivo.  Aunque a mi consciencia solo llegue un símbolo sin relación alguna con la realidad, mi organismo tiene que «conocer» o interactuar de algún modo con lo real para que tenga sentido mandar la información simbólica.

Objeción: ¿no parece que la cantidad de información que manejamos es muchísimo más alta que la necesaria para la eficacia biológica? El impresionante detalle con la que se nos presenta la información visual… ¿para qué tanta? ¿No hay una enorme inflación informacional?

Posible respuesta 1 : en la clásica carrera armamentística entre organismos luchando por sobrevivir, se perfeccionaron los sistemas perceptivo-cognitivos mucho más de lo que, a priori, pueda parecernos necesario. Si quiero transmitir mis genes, compito con otros, por lo que tanto al combatir con ellos como al competir por pareja he de ser el mejor, por lo que no hay techo en la mejora de cualquiera de mis facultades.

Pero no nos convence: ¿realmente otorga ventaja con mis competidores la nitidez  y riqueza de detalles con la que contemplo la realidad? ¿Qué ventaja me da ante otro tipo con el que me peleo por una hembra distinguir tres tonos de rosa más que él? Está muy bien saber calcular un poquito para sobrevivir pero… ¿para qué sistemas de ecuaciones no lineales? Está muy bien tener visión espacial pero… ¿resolver un cubo de Rubik? Está muy bien tener buena memoria pero… ¿memorizar más de cien mil dígitos de pi?

Posible respuesta 2: Como dijimos al principio de la entrada, mucho de este excedente podría deberse a efectos secundarios de adaptaciones. Por ejemplo, si tengo facultad para imaginar diversos futuros alternativos para escoger la mejor planificación de una acción determinada, también podré imaginar mundos fantásticos sin ninguna utilidad.

Algo mejor pero nos sigue rechinado: parece que en algunos caso podría ser esa la causa pero parece mucha causalidad que, prácticamente, todas nuestras capacidades cognitivas sean muchísimo más avanzadas que lo necesario para sobrevivir y reproducirse: demasiado léxico, demasiada gramática, demasiado cálculo, demasiada imaginación, demasiada cultura…

Creo que la psicología evolucionista todavía no tiene una explicación sólida al excedente de facultades cognitivas propio del ser humano. Recuerdo una entrada en la que hablábamos de cómo el psicólogo Geoffrey Miller intentaba explicar el tema referido al lenguaje humano, y que, al igual que ahora, no nos terminamos de convencer.

Este vínculo entre la acción y la percepción ha quedado especialmente claro en la última década con el descubrimiento en los lóbulos frontales de una nueva clase de neuronas denominadas canónicas. En algunos aspectos, estas neuronas se parecen a las neuronas espejo […] Como las neuronas espejo, cada neurona canónica se activa durante la ejecución de una acción específica, como extender el brazo para coger una ramita o una manzana. Pero la misma neurona se activará también ante la «visión» de una manzana o una ramita. En otras palabras, es como si la propiedad abstracta de la «agarrabilidad» estuviera siendo codificada como un aspecto visual del objeto. En nuestro lenguaje corriente existe la distinción entre percepción y acción, pero se trata de una distinción que según parece el cerebro no siempre respeta.

V. S. Ramachandran, Lo que el cerebro nos dice

Hay que descartar de una vez por todas la idea de que la percepción consiste en hacer una simple fotografía realista de lo que tenemos delante de nuestros ojos. Existen múltiples factores que inciden en la percepción de un objeto que van más allá de la clásica impresión de formas y colores. Si pensamos en el ejemplo de Ramachandran, cuando vemos una manzana, rápidamente, la percibimos como «agarrable», una propiedad pragmática no presente ni en el objeto ni en el sujeto, sino en la relación entre ambos. Seguramente que también la percibimos como «comible», «lanzable», «pateable», «rompible»… es decir, percibiremos muchas de las posibilidades de acción que podemos realizar con el objeto en cuestión. Pero, es más, esta percepción lleva emparejado también un impulso a la acción. Cuando vemos una manzana colgando de la rama de un árbol… ¿quién no siente el impulso de arrancarla de la rama? Lo mismo nos pasa cuando vemos un botón cualquiera… ¿quién no desea pulsarlo?

Evolucionamos para manipular el entorno para sobrevivir en él. Así, la idea de manipulación, de manejar el entorno y de moverse en él, debe ser central a la hora de entender la percepción.  Además, no puede entenderse de modo aislado como si de una cámara de fotos se tratase. Percibimos a la vez que nos movemos en un entorno cambiante de luz y objetos, según una serie de objetivos: obtener alimento, huir de un depredador, etc. La percepción ha de estar integrada en este sistema de acciones y no verse como algo aislado.

Veamos un ejemplo con una curiosa ilusión óptica que nos ofrece Ramachandran.

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Al observar estas circunferencias coloreadas siguiendo una gradación perfecta del blanco al negro ocurre un hecho muy interesante. Si nos fijamos, nuestro cerebro interpreta unas circunferencias como cóncavas (como huecos) y otras convexas (como salientes) ¿Qué criterio utiliza para decir que unas son de una manera y otras de otras? Si el lector voltea la pantalla de su ordenador de modo que gire la imagen 180 grados (o, menos bruto, que copie la imagen y la gire en el visor de imágenes de Windows), comprobará que los círculos convexos ahora son cóncavos y viceversa. La interpretación de la imagen se ha invertido completamente ¿Por qué?

Porque nuestro cerebro tiende a interpretar las imágenes como si el foco de luz siempre estuviese arriba. Si ahora volvemos a mirar la imagen comprobamos que los círculos con la parte blanca arriba son siempre interpretados como convexos, mientras que los que tienen la parte blanca abajo lo son como cóncavos. Nuestro cerebro evolucionó durante cientos de miles de años en entornos en los que la gran mayoría del tiempo la luz provenía del astro rey, es decir, de arriba, por lo que es más probable acertar si siempre interpretas cualquier fenómeno dudoso como iluminado desde encima de ti.

Este ejemplo sirve muy bien para ilustrar cómo es imposible entender la percepción sin nuestro pasado evolutivo, o sin comprender la función perceptiva en ese mismo marco. En cualquier fenómeno biológico, origen, estructura y función son tres aspectos completamente inseparables.

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Escribí hace tiempo sobre la problemática filosófica en torno a la causalidad. Hoy quiero profundizar un poquito más. Voy a autocitarme para empezar a partir del ejemplo que puse en aquella ocasión.

El martes por la noche me preparo un té respetando escrupulosamente la nimia cantidad de calorías diarias que el régimen permite. Como tengo la nariz taponada no me doy cuenta que, cuando retiro la tetera, me dejo el gas encendido. Abro mi libro mientras me siento cómodamente en el sofá. Estoy leyendo la interesantísima última encíclica de Benedicto XVI: Caritas in Veritate. Leer algo tan magnífico me provoca un mono terrible y, como mi fuerza de voluntad es muy débil, claudico y enciendo un cigarrillo. La llama del mechero prende el gas y mi casa salta por los aires. Mi triste final me pilló leyendo una encíclica… quizá esto haga que San Pedro me deje entrar en el cielo.

¿Cuál fue la causa de la explosión? La respuesta más habitual sería apelar al gas y al cigarro encendido. Pero si pensamos un poquito más encontramos múltiples causas: si yo no hubiera tenido alergia habría podido oler el gas y quizá lo habría apagado a tiempo, por lo que la alergia también sería una causa; si yo hubiera conseguido dejar de fumar no habría encendido el pitillo, así que mi débil fuerza de voluntad también sería causa; si no estuviera dieta no me hubiera hecho un té y quizá habría comido un helado y no hubiera encendido el gas; y si no me gustara leer, en vez de sentarme en el sofá y encenderme un cigarro, quizá hubiera salido a dar una vuelta por el parque y nada de este trágico suceso habría ocurrido. Es más, rizando el rizo, podríamos decir que la causa es que el Papa hubiera escrito la encíclica, ya que si no lo hubiera hecho, quizá no me habría puesto a leer y no habría encendido el cigarro… ¡Ratzinger es el culpable de mi muerte! ¡Lo sabía!

El problema que planteaba era la dificultad decidir la causa que realmente había determinado el suceso o, en el fondo, la dificultad de definir correctamente la causalidad. En el resto del artículo critiqué la concepción de Hume, y expuse las teorías convencionalista y realista del tema. Al final, como en muchas ocasiones ya que soy un filósofo, dejé el asunto abierto. Aquí hoy voy a ser bueno y voy a dar una respuesta. Enumeremos de nuevo las propuestas:

  1. La concepción de Hume. El filósofo de Edimburgo entendía que decíamos que algo era causa de un efecto porque encontrábamos una proximidad temporal entre la causa el efecto, una prioridad temporal de la causa sobre el efecto y una unión constante. Sin embargo, tenemos excepciones para las tres condiciones: no tiene por qué haber proximidad temporal (causa y efecto pueden darse lejos en el tiempo), la causa no tiene por qué ir siempre antes que el efecto (puede ir a la vez o incluso después en los fenómenos de retrocausalidad) y la unión no tiene por qué ser constante (si encontramos un fenómeno que solo se da una vez en la historia del universo, no habría tal unión perpetua).
  2. La concepción convencionalista. Decidimos la causa a partir de un acuerdo o convención determinada por cada comunidad lingüística concreta. Si bien es cierto que hay algo de esto, la respuesta no es del todo concluyente porque resulta incompleta. Las convenciones lingüísticas no surgen de la nada, no están “flotando en el vacío” sin que nada las determine. Habrá causas de tales convenciones y, si no queremos caer en el relativismo lingüístico, tendremos que entender, al menos, por qué nuestra comunidad lingüística en concreto ha acordado definir causalidad de un determinado modo y no de otro. Lo haremos a continuación.
  3. La concepción realista. Decidimos la causa a partir de algo real que se transmite de la causa al efecto. Dada la física moderna, cuando se da un fenómeno causal se transmite energía y/o momentum. Desde una perspectiva puramente fisicalista de la realidad, como toda la naturaleza se reduce a materia y leyes físicas, esta definición sería muy adecuada. Sin embargo, ya sabéis que no soy muy amigo de los reduccionismos. Como dije en el artículo anterior si yo digo “Mi regalo causó mucha alegría a Laura”, explicar ese suceso desde la transmisión de energía parecería bastante incompleto e, incluso, algo absurdo.

Vamos ahora a ver otras dos nuevas concepciones de la causalidad. La última será la que defiende este humilde escritor:

  1. La concepción extra-ordinaria. Decidimos la causa cuando ésta nos parece sorprendente, es decir, cuando rompe el orden tradicional de los hechos, cuando encontramos un suceso anormal. Si pasa algo extraño, no previsto, decimos que es la causa. Así, no prestamos atención alguna a hechos tan cotidianos como que salga el sol todos los días, pero no pararemos de hablar de un terremoto sucedido en nuestra localidad. Esta explicación es bastante floja. Solo explicaría el acontecimiento psicológico de prestar mucha más atención a lo extraordinario que a lo ordinario. Sin embargo, si yo enciendo la lámpara de mi cuarto, tal y como hago cotidianamente todas las noches, diré igualmente que la luz se ha encendido porque yo he apretado el interruptor. Que una causa sea totalmente ordinaria y nada sorprendente, no quita que no sea una causa.
  2. La concepción pragmática. Solemos decidir que la causa de un fenómeno es aquella sobre la que tenemos algún tipo de control. Si pensamos en el ejemplo de la explosión del gas, nos parece que la causa primordial es que yo encendiera el cigarro ¿Por qué? Porque encender el cigarro es algo muy fácilmente controlable: yo podía haberlo encendido o no con el simple movimiento de apretar el botón del mechero. También sería una causa bastante válida decir que me dejé el gas abierto, ya que, igualmente, este olvido solo responde a abrir o cerrar la manilla del gas. Las demás causas como la presencia de oxígeno en la atmósfera, mi alergia, mi adicción al tabaco, mi dieta o mi gusto por el té son factores más imprecisos y menos controlables. Nunca solemos decir que un incendio se produce porque hay oxígeno en la atmósfera o porque las condiciones de temperatura y presión de la Tierra posibilitan la combustión. Son aspectos sobre los que no tenemos nada de control.

Evolucionamos para adaptarnos al medio y, por lo tanto, para percibir y comprender únicamente los fenómenos que podemos controlar. Sería un derroche de recursos que la evolución nos permitiera conocer perfectamente aspectos de la naturaleza con los que no podemos interactuar de ninguna manera. Así comprobamos como un científico, o mejor un ingeniero, expertos donde los hubiera en control de la realidad, nos pueden dar explicaciones causalmente mucho más ricas que las que podemos ofrecer las personas ordinarias. Cuando el motor de nuestro coche se avería, el mecánico nos puede dar una potente y precisa explicación causal: debido a que el circuito de refrigeración estaba sucio, el líquido refrigerante no llegó en suficiente cantidad al motor. La temperatura del cilindro ascendió muchísimo con lo que el pistón terminó por derretirse y soldarse con las paredes internas del cilindro. En cristiano, el coche ha gripado. Te va a costar una pasta.

Sería muy extraño que el mecánico te dijera que la causa está en que el etilenglicol (el componente fundamental del líquido de refrigeración) es un alcohol compuesto de hidrógeno y oxígeno, que son dos de los componentes más abundantes en el universo (sobre todo el primero). Si fueran más escasos, nuestro universo no existiría tal y como lo conocemos, por lo que jamás hubiésemos existido y nunca habríamos averiado nuestro coche. Esta explicación no sería causalmente muy válida ya que no tenemos control de ningún tipo sobre la presencia de elementos químicos del universo. El mecánico no puede hacer nada para arreglar nuestro coche a partir de esta explicación.

Entender bien la causalidad es mucho más importante de lo que, a priori, pudiese parecer. No se trata solo de una inútil cuestión filosófica. Es muy común ser muy malos a la hora de hacer atribuciones causales o, peor aún, jugar con su ambigüedad para engañar a un público. Por ejemplo, nos ahorraríamos mucho tiempo y dinero si nuestros políticos se ciñeran a explicaciones causales precisas y controlables al hablar de la realidad. Cuando para referirnos a las causas de la crisis hablamos de la codicia de los banqueros, del sistema capitalista, de la pérdida de valores morales de Occidente, de lo malvada o inepta que es la izquierda o la derecha política, no distamos mucho de la explicación absurda del mecánico con el etilenglicol. Si, por el contrario, hablásemos de causas precisas y controlables tendríamos el poder de modificar la realidad para solucionar nuestros problemas porque, precisamente, algo preciso y controlable es algo que se puede controlar con precisión.

Captura

Parece errado interpretar nuestra percepción según la metáfora de la cámara de fotos. Ya hace varios siglos que nos dimos cuenta que entender nuestros sentidos como un flujo de información que se transmite desde el exterior al interior, era incorrecto. Y tanto más incorrecto pensar que esa información se transmitía intacta en todo su recorrido, de modo que el exterior se plasmaba en el interior tal como era, es decir, que nuestra percepción era un acceso privilegiado al ser, a la realidad tal cual es.  Esta era la visión de Aristóteles: el sujeto abstraía, «cogía» algo del objeto y lo «introducía» en su entendimiento. Sus críticos la denominaron «realismo ingenuo».

Hoy pensamos que el proceso direccional de la percepción sigue otros caminos. Imaginemos la conducta de un organismo primitivo, entendiéndola de un modo simple como un mecanismo de estímulos y respuestas. El organismo parte de unas características propias que lo definen en cuanto a tal. Así, cuando actúa en el entorno, recibe respuestas de éste. La selección natural entrará rápidamente en acción premiando las mejores actuaciones y extinguiendo las peores. Entonces tenemos individuos que «ponen las cartas sobre la mesa», es decir, que ponen todo su organismo en juego, y la selección escoge quién gana y quién pierde la partida. La dirección de la actuación va del organismo a su entorno, siendo devuelta por éste. Siendo la percepción un modo como otro cualquiera de actuar en el mundo, la dirección seguiría siendo la misma. El organismo tiene «un mundo interno» que lanza al exterior a la espera de respuesta.

Pero esto no tiene por qué llevarnos a la postura radicalmente opuesta al realismo aristotélico: el idealismo. Esta postura sostiene que todo nuestro mundo mental y perceptivo es una proyección exclusiva del sujeto, no teniendo «el mundo externo», ninguna intervención en nuestra mente. Es más, incluso se llega a dudar de la existencia de tal «mundo externo». No, nuestra mente (aunque mejor sería decir nuestro organismo al completo) es fruto de un intercambio entre el sujeto y el objeto. Es cierto que parte del sujeto, de nuestro «mundo interno», pero el «mundo externo» la moldea. El término correcto para hablar de esta relación es el de retroalimentación.

Pongamos un ejemplo muy ilustrativo sobre la neurobiología de la visión. La mayoría de la gente piensa que nuestra percepción visual es un proceso que comienza por un estímulo externo que es captado por los fotoreceptores del ojo y que viaja por el nervio óptico, pasando por diferentes partes del cerebro hasta terminar en algún profundo lugar del córtex visual. Falso: el estímulo nervioso no sigue una línea recta del ojo al córtex situado en la nuca, sino que en su procesamiento participan muchas partes del cerebro en el que la información va y viene, yendo en múltiples direcciones, e incluso volviendo hacia atrás muchas veces. Los neurólogos llaman a esto reentrada (Edelman insiste muchísimo en ello). La información hace bucles, recorridos de retroalimentación. Profundicemos en el ejemplo: cuando soñamos, se activan áreas cerebrales avanzadas en el procesamiento (como sería lógico) pero, curiosamente, también se activan áreas de visión primarias. Aquí la dirección va «marcha atrás», haciendo que zonas preparadas para la recepción inicial de información «generen alucinaciones» guiadas por zonas secundarias. ¿Qué diferenciaría entonces la alucinación de una percepción visual real? Nada, en un sentido mental: ambas son percibidas por el individuo de la misma manera (un enfermo mental que tiene alucinaciones no puede distinguir la realidad de la ficción), pero todo en un sentido pragmático: percibir que hay una pared delante de ti hace que no te choques con ella. Cuando nos chocamos, todo nuestro mecanismo de reentrada (o una parte de él) se reestructura, se moldea para que la próxima vez que nuestro organismo se encuentre con algo parecido sepa actuar.

Nuestra mente tiene la gran virtud de poder anticiparse al futuro, puede conjeturar hipótesis o expectativas de cómo se comporta la realidad. Funciona siguiendo un patrón hipotético-deductivo: partimos de una hipótesis inicial de cómo funciona el mundo, la verificamos mediante la acción, y si nuestra hipótesis es falsada, modificamos la hipótesis inicial y así sucesivamente hasta que la hipótesis funcione. De este modo, nuestra «imagen del mundo» no es plenamente objetiva, no es recibir información real del mundo y plasmarla en un teatro cartesiano. Nuestra «imagen del mundo» es una «invención de la mente» que se ha ido moldeando tras cientos de miles de años de selección natural. Es una «ficción útil» que no es fruto ni del individuo ni del mundo externo, sino de la interacción entre ambos. Cabría entender esta ficción como un sistema homeostático y autopoiético que lo que busca es adaptarse al entorno, siendo capaz de autoregularse y modificarse a sí mismo en pro de sus objetivos. Su mejor característica es su extrema flexibilidad para cambiar en virtud de los contratiempos del entorno.

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Creo sinceramente que esto de las etiquetas, las posiciones y demás poses intelectuales es una estupidez, cuando no algo nocivo. Ya comentábamos que posicionarse termina por convertirle a uno en dogmático. Decir que eres liberal, materialista, católico o feminista te convierte en un esclavo de tu posicionamiento. Desde ese momento, te deberás a algo, trabajaras y pensarás para ese algo, en vez de hacerlo libremente. Como decía Nietzsche, te convertirás en un mono de tus ideales.

Con ánimo de contradecirme un poco, voy a hacer un esfuerzo de explicar cuáles son las principales tesis filosóficas que defiendo o, más que defender, a las que he llegado, a día de hoy, tras tiempo de estudio y reflexión.  Reitero el día de hoy porque, lo mismo, mañana he modificado algunas; y así lo espero, porque el pensamiento no debe paralizarse ya que cuando se paraliza deja de ser pensamiento.

1. Naturalismo (epistemología). Reconozco que no es una tesis filosófica que tenga especialmente bien trenzada. No podría definir concluyentemente «naturaleza» o «causa natural». Más bien lo entiendo como una terapia epistemológica contra el «sobrenaturalismo» muy ligada al empirismo y a la navaja de Ockham: fiarse principalmente de los datos de la observación y no sobrecargar la teoría con demasiada metafísica. Es una cuestión de higiene metodológica más que una postura ontológica. Inspiración: Hume, Ockham.

2. N-alismo de propiedades (ontología). Mi «compromiso ontológico», que diría Quine, es utilizar una terminología que resulte económica, lo menos problemática posible, no-reduccionista y que me permita pensar con claridad. Por eso si me preguntan qué es lo que existe, nunca digo materia o átomos, sino prefiero hablar de sistemas o de redes de relaciones en las que los objetos son meramente nodos. Tiendo más hacia el holismo que hacia el reduccionismo, doy más realidad a las relaciones que a los objetos y creo que existen muchísimas cosas diferentes (n-alismo de propiedades) para que podamos encerrarlas todas bajo el misterioso concepto de materia. Inspiración: John Searle, Wittgenstein, Von Bertalanffy.

3. Determinismo (ontología). No creo que exista nada que pueda entenderse como «acto libre» en el sentido de ser independiente de causas anteriores. El Universo es una enorme red causal en el que, incluso si hubiese fenómenos realmente aleatorios, seguiría sin tener lugar para el libre albedrío. El determinismo tampoco implica la posibilidad de una predicción absoluta, al estilo del diablillo de Laplace. Es posible postular fenómenos totalmente determinados de imposible predicción. Inspiración: Lapalce, Spinoza, Ted Honderich.

4. Pragmatismo (Gnoseología). Conocer algo no es tener una representación mental en el que tenga que existir una similitud entre lo conocido y la representación. Conocer es una forma de interactuar con el mundo. Nuestros modelos de la realidad no tienen por qué parecerse a la realidad, tienen que funcionar eficazmente en ella. Inspiración: Peirce, Dewey, James, Rorty, Quine, Varela.

5. Darwinismo heterodoxo. La revolución darwiniana ha cambiado profundamente nuestra forma de entender el ser humano, más que cualquier otro descubrimiento científico. Los seres humanos somos fruto de la evolución y eso hay que entenderlo con todas sus consecuencias (cosa que creo que hoy en día no se ha conseguido plenamente). Sin embargo, no tengo problemas para aceptar otras fuentes de cambio evolutivo diferentes o que maticen la clásica selección natural darwiniana (endosimbiogénesis, deriva génica, epigenética, transmisión horizontal de genes, etc.). Inspiración: Jay Gould, Michael Ruse, Elliot Sober, Lynn Margulis, Dan Dennett.

6. Criptoateismo (teología). Creo que todas las religiones históricas son fundamentalmente falsas, sin embargo, reconozco no poder negar taxativamente la existencia de algún tipo de «deidad». No sé si somos el experimento de una raza extraterrestre, la perversión un genio maligno o el capricho de Zeus crónida. Por eso la postura más honesta me parece el agnosticismo que acaba por terminar en un criptoateismo: el agnóstico, en su día a día, vive como un ateo. Inspiración: Bertrand Russell, Thomas Henry Huxley.

7. Falibilismo (epistemología). No hay ninguna certeza, no hay ningún conocimiento tan sólido que no admita la duda. Nuestras teorías científicas más contrastadas no superan el rango de hipótesis plausibles. La auténtica actitud del científico consistirá en trabajar contra sí mismo, es decir, someter a dura crítica una y otra vez sus propias creencias. Inspiración: Karl Popper.

8. Evolucionismo multilineal (antropología). Las culturas no evolucionan siguiendo una misma dirección (salvajismo, barbarie, civilización) tal como pensaba la antropología evolucionista del siglo XIX. Cada cultura puede evolucionar hacia una infinidad de direcciones, pero eso no imposibilita el juicio crítico de unas culturas sobre otras.  El evolucionismo multilineal constituye una solución al relativismo cultural de Franz Boas, que acaba por llevarnos a un relativismo absoluto incapacitado para juzgar cualquier violación de los derechos humanos. Inspiración: Leslie White, Roy Rappaport.

9. Relativismo ético (ética). El origen de la moral está en la evolución natural, relacionada con las emociones (emotivismo) y con la normatividad propia del funcionamiento de cualquier grupo social. Por eso no existe realmente «lo bueno» como idea platónica a la que llegar mediante la razón. La equidad y la reciprocidad como principios básicos de la moral vienen originados por nuestras necesidades evolutivas, las cuales, si fueran diferentes hubieran dado a códigos éticos distintos. Inspiración: Hume, Peter Singer, Moore, Frans de Waal.

10. Socialdemocracia (filosofía política). A pesar de que he coqueteado mucho con diversas ingenierías sociales más revolucionarias (durante un tiempo me tentó bastante lo que se llama socialismo descentralizado), hoy me inclino por formas más realistas. Entiendo que el modelo imperante en los países del norte de Europa constituye un ideal a seguir. La socialdemocracia sueca, noruega, danesa u holandesa, con todos sus problemas, me parecen sistemas bastante aceptables. Me gustaría vivir en un país con unos servicios sociales  públicos muy amplios y de calidad, con una democracia poderosa basada en una activa sociedad civil. No estoy en contra de la economía capitalista, pero entiendo que debe estar fuertemente fiscalizada por los poderes públicos. Del mismo modo, deben existir múltiples mecanismos de control, dispersión y descentralización de tales poderes.  Inspiración: Bernstein, Giddens, Habermas, Chomsky, Giovanni Sartori.

11. Crítica al nacionalismo y cosmopolitismo (filosofía política): la idea de nación siempre ha sido un artificio al servicio del interés de unos pocos; un artificio que no representa nada real. Además, el nacionalismo ha tenido unas desastrosas consecuencias históricas como demuestra con claridad el siglo XX. Ante esto mucho mejor una actitud cosmopolita y universalista que focalice las emociones ligadas a la comunidad a la defensa de derechos y libertades fundamentales (Patriotismo constitucional). Inspiración: Habermas, Séneca, Montaigne, Escuela de Franckfurt.

12. Crítica a la IA fuerte (filosofía de la mente). Hay un entusiasmo desorbitado en torno a las posibilidades a corto plazo de la IA. Nuestra mente no puede ser únicamente un flujo de información y no tenemos ni la más remota idea de como generar consciencia, emociones o deseos en una máquina. El cerebro no es únicamente un computador en el sentido en que no solo manipula símbolos. Inspiración: John Searle, Jack Copeland, Margaret Boden, Pamela McCorduck, Richard Rorty, Marvin Minsky, Igor Aleksander.

13. Crítica al pensamiento postmoderno. Una buena parte de los postmodernos son charlatanes puros y duros. Deleuze, Guattari o Lacan están entre mis favoritos. Utilizan una inflación terminológica inaceptable, no mantienen tesis claras (o peor cuando las mantienen), son pretendidamente ambiguos y oscuros (y con ello esconden su mediocridad) y, en general, son, en gran parte, responsables de la crisis actual de las humanidades. Inspiración: Sokal & Bricmont, Mario Bunge.

14. Consilience. Necesitamos una Tercera Cultura que rompa de una vez por todas el divorcio entre ciencias y letras. Creo que la unión entre disciplinas dispares es causa de grandes avances y que los grandes problemas que asedian nuestros días solo serán abordables desde perspectivas multidisciplinares. Inspiración: Edward Wilson, Pinker, el movimiento Edge.

15. Transhumanismo (antropología). La naturaleza humana es fruto del azar genético, por lo que no le debemos nada. Si mediante la ingeniería genética conseguimos modificarla para mejor, bienvenido sea. Quizá la auténtica solución a los grandes problemas del hombre tras el fracaso de la utopía marxista pase por cambiar la naturaleza humana. Si ni mediante la educación ni la política podemos conseguir un mundo mejor, probemos a cambiar al propio hombre. Inspiración: Kurzweil, Stanislaw Lem, Asimov.

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Si soy el Dios de la selección natural tengo ciertas restricciones para crear. Solo puedo hacerlo con una serie de recursos limitados, con lo que hay. Si quiero construir un sistema perceptivo eficaz para sobrevivir tengo que tener en cuenta que hacer algo que tenga una percepción absolutamente real y perfecta del mundo externo puede ser muy costoso. Pensemos que el organismo en el que trabajo tiene que cruzar una carretera con un tráfico muy fluido. Mi objetivo es que no le atropelle ningún vehículo. Supongamos que construyo un sistema de «videocámaras computerizadas» que reconozcan todas las formas, colores, movimientos… absolutamente toda la información que la tecnología biológica disponible pueda captar. Después, mediante un potente computador, hago que toda esa información sea procesada de modo que mi organismo se haga un mapa mental, una re-presentación absolutamente idéntica a ese mundo real que percibe mediante sus videocámaras. Efectivamente, cuando lo pongo en funcionamiento, mi organismo cruza la carretera sin problemas, evitando todo peligro. Pero, ¿he sido eficiente en mi labor de ingeniero? Evidentemente, no.

¿Cómo podría obtener los mismos resultados a mucho menor coste? De primeras, no necesito toda la información, no necesito construir un mapa total de la realidad en la mente del ser vivo. Solo me hace falta la información relevante para la tarea a realizar. Y de segundas, ¿por qué representar de nuevo la realidad en esa mente? ¿Para qué me vale duplicar la información que ya está ahí fuera? Eso es muy costoso. ¿No podríamos hacer lo mismo sin la necesidad de representación? Seguro que hay forma.

Pensemos en los murciélagos. Casi ciegos, su forma de percibir la realidad es mediante la ecolocalización. El murciélago calcula la posición de un objeto lanzando un sonido hacia él. Según el tiempo que el sonido tarde en volver sabe si está cerca o lejos. ¿Percibe el murciélago algo de información del objeto que pretende localizar? No, lo único que recibe es el rebote de un sonido que él mismo ha emitido. La ecolocalización sería un sistema muchísimo más barato que el de «videocámaras computerizadas» y no requiere de ningún tipo de representación: ¿qué mapa mental va a hacer el murciélago de un objeto del que no tiene información alguna? A lo sumo puede tener un «esquema de indicadores» que le permita hacer un extraño «mapa de distancias sonoras» para recordar el lugar de cada objeto en un entorno complejo. El murciélago no percibe la realidad pero puede moverse en ella con suma eficiencia.

Tenemos que comprender nuestra relación con el mundo de un modo completamente diferente. Sigamos con las metáforas automovilísticas. Pensemos ahora en que circulamos con nuestro coche por la ciudad. Con la finalidad de no tener accidentes existe un sencillo código de señales viales que nos guía en la conducción. Llegamos a un cruce regido por un semáforo. El código es trivial: verde pasas, rojo paras. Supongamos que nuestro sistema perceptivo es absolutamente ciego a todo menos a las luces del semáforo. Aún así, atravesaría el cruce sin ningún percance y ¡con una economía de medios asombrosa! ¡Solo dos bits! Al igual que el murciélago, puede operar bien en la realidad sin percibirla en absoluto. ¿Qué tiene que ver el verde o el rojo del semáforo con la realidad de un cruce lleno de automóviles? El color de la luz no tiene similitud alguna con lo que pretende representar. Ninguna conexión entre la «imagen mental» y la referencia real.

Un último ejemplo: un sujeto sufre una extraña enfermedad de nacimiento que deja inútil todo su aparato perceptivo menos los receptores nerviosos del dolor. Es sordo, mudo, ciego, etc. Solo capta cuando alguien le hace daño. Cogemos una aguja, se la clavamos en el dedo y siente dolor. ¿Tiene algo que ver la sensación de dolor con alguna característica de la aguja? ¿Nos transmite el dolor algo de su color, textura, dimensiones…? No, en la sensación de dolor no hay relación entre referencia y significado. Nuestro pobre enfermo viviría en un horrible mundo en el que únicamente habría sufrimiento y, quizá, podría aprender de alguna forma a evitar ciertos dolores, es decir, vive en un mundo totalmente irreal pero quizá podría moverse con cierta eficacia en él.

Que la selección natural sea un proceso que busca la economía de medios nos lleva a concluir que el diseño de aparatos perceptivos no ha seguido la línea de crear sistemas «realistas» debido a su elevado coste, sino más bien algo más parecido a los antes descritos. Lo que nos lleva inevitablemente a sospechar de la realidad: ¿Y si todo lo que yo creo que es real tal y como lo percibo no es únicamente un conjunto de «señales»o «esquemas de indicadores» que me sirven para sobrevivir? Colores, formas, dimensiones, incluso el espacio y el tiempo… podrían no existir realmente. Nuestra realidad podría ser únicamente una ficción útil.

En este momento los malvados constructivistas se frotan las manos. La realidad es una construcción del sujeto. Ese conjunto de señales e indicadores son creadas por el individuo ansioso de sobrevivir, un individuo solipsista, cuya realidad es solo un reflejo de lo que él mismo crea. Mal, error grave. Aunque no exista semejanza entre el mundo «real» y las señales que pudiéramos percibir, dichas señales no son arbitrarias ni proceden enteramente del sujeto. El enfermo que sufre dolor no crea sin más ese dolor. El dolor es el indicador de que está siendo pinchado por una aguja real. Por lo tanto, nuestra percepción de la realidad es una construcción sí, pero una construcción en la que la realidad interviene. Cabría hablar de una relación, una dialéctica o incluso, pedanteando un rato, de co-emergencia o sinergia entre sujeto y objeto.

Lo que sí que hay que abandonar es la visión realista en el sentido de pensar que el conocimiento consiste en que en nuestra mente albergue una copia, cuanto más exacta mejor, del mundo que existe ahí fuera, como si el mundo se mirara en un espejo. No, nuestra mente no está diseñada para conocer la realidad, sino para moverse con eficacia dentro de ella. Hay que romper con la teoría representacionista del conocimiento, hay que romper el espejo. Conocer no es copiar o reflejar, conocer es actuar, es ser más apto.

El osado de Mandelbrot lanzó una pregunta de difícil respuesta: ¿Cuánto mide la costa de Gran Bretaña? Una forma de medirla consiste en ir trazando rectas de, pongamos 200 km, que vayan desde los diferentes vértices que nos muestra el accidentado relieve de la costa. La suma de todas esas rectas nos dará una medida aproximada (unos 2.400 km.). Si queremos que la medida sea más precisa lo que tenemos que hacer es ir reduciendo el tamaño de las rectas que utilizamos. Si en vez de utilizar rectas de 200 km, utilizamos rectas de 50 km, la aproximación será más precisa y la media mayor (unos 3.400 km). Y así podemos seguir, utilizando rectas más y más pequeñas y consiguiendo resultados más precisos y mayores. Problema gravísimo: ¿Hasta cuando debemos seguir reduciendo el tamaño de las rectas para conseguir, no una aproximación, sino la medida real? Hasta el infinito (pues siempre podremos hacer una recta más corta que la anterior), por lo que la sorprendente respuesta a la pregunta de Mandelbrot es que la costa de Gran Bretaña mide infinitos kilómetros. No obstante, esto es un sofisma que se basa en que cualquier número es infinitamente divisible en nuevos números. Por este mismo razonamiento jamás puedo avanzar un metro ya que tal distancia es infinitamente divisible en otras medidas por lo que para recorrerlo tengo que atravesar una distancia infinita. Lo que hay que preguntarse es si la realidad, no las cantidades numéricas, es infinitamente divisible. Para ello hay que viajar al mundo cuántico y preguntarnos si hemos descubierto ya las partículas elementales, las partículas que no puedan dividirse en más, lo cual es complicado. Siempre que descubramos una nueva partícula no habrá nada en tal descubrimiento que nos diga que no puede existir otra partícula aún más diminuta. Por lo tanto, la respuesta a la cuestión de Mandelbrot no tiene solución a no ser que descubriéramos alguna ley o propiedad de la naturaleza que nos dijera que es imposible que exista algo más pequeño que la nueva partícula, algo que creo que aún no ha sucedido si bien animo a mis lectores físicos a que me ilustren si estoy equivocado.

Pero vayamos al contenido filosófico profundo que puede sacarse de este planteamiento. Pensemos en que mañana tenemos que subir a una montaña y queremos calcular la distancia que tendremos que recorrer para llegar arriba. Somos gente práctica así que no nos importa que no podamos calcular exactamente la medida, nos valdría con una buena aproximación. Así, cogemos un mapa y vamos trazando líneas rectas que vayan conectando las diferentes líneas de nivel buscando evitar cuestas demasiado abruptas y, realizando los cálculos pertinentes, llegamos a la conclusión de que para subir a la cima tendremos que recorrer 10 km. Si avanzamos a una media de 2 km por hora, calculamos que tardaremos cinco horas en llegar a la cima. Llega mañana y, benditas sean las matemáticas, tardamos aproximadamente cinco horas en llegar. Todo perfecto.

Sin embargo, pensemos ahora que somos una hormiga superinteligente y que nos hemos propuesto la misma misión: queremos llegar a la cima de la misma montaña. Entonces nos surgen nuevos problemas. Para un ser humano una piedra de 10 cm de altura no supone ningún escollo inevitable por lo que las piedras de esa altura no se tenían en cuenta para realizar las mediciones. Se las ignoraba por completo haciendo como si no existieran, fingiendo que una cuesta llena de piedras de esa medida era una recta sin más. Empero, siendo una hormiga, una piedra de 10 cm de altura es algo que, o bien hay que evitar rodeándola, o bien hay que escalarla, por lo que las mediciones de la hormiga han de ser mucho más precisas teniendo que utilizar rectas para medir muchísimo más cortas que las del humano. Siguiendo los designios de Mandelbrot, la distancia que ha de recorrer la hormiga es muchísimo mayor que la que tiene que recorrer el humano, por lo que, para llegar al mismo lugar, ha de recorrer una mayor distancia.

Tenemos entonces dos distancias diferentes para medir el mismo recorrido. ¿Cuál es la distancia real, la del humano o la de la hormiga? Pregunta sin sentido: no existe una medida universal absoluta válida para todos los agentes. En función de la escala del agente (de las medidas de su sistema de observación y locomoción) las medidas serán diferentes. Habrá una medida a escala humana y otra medida a escala hormiga, e incluso una medida a escala Godzila y otra a escala bacteria ¿Esto nos hace caer en un relativismo que imposibilita un conocimiento objetivo de la realidad? NO, ya hemos visto que, realizando los cálculos pertinentes, tenemos predicciones que se cumplen al ser verificadas. REALMENTE, llegamos a la cima en cinco horas.

El pragmatismo vuelve a tener razón: la validez de un conocimiento no se define en función a su ajuste a una verdad universal válida para todos los sujetos sino en función a un plan de acción trazado por un agente determinado. Que un conocimiento solo sea válido para mí, no quiere decir que no sea correcto.

1. Cuando percibimos un objeto solemos decir que observamos en él propiedades. Percibimos, por ejemplo, el color y decimos, sin aparente problemática, que el color es una propiedad del objeto que nosotros observamos. Nuestra explicación no suele ir más allá. Los colores están allí, como si Dios los hubiera puesto para que nosotros los percibiéramos y nos maravilláramos ante la belleza de su magna obra. ¿Cuál es la función del color? ¿Por qué percibimos colores y no cualquier otra cosa imaginable? Nuestra explicación no sigue: los colores están allí y punto. Miremos de otro modo: según la psicología evolucionista todo rasgo fenotípico es una adaptación al medio. El ojo es fácilmente reconocible como una poderosa adaptación. Pero, ¿qué percibe el ojo? ¿La realidad en cuanto a tal o indicadores útiles para realizar su función? Parece más eficiente percibir solo lo necesario para la supervivencia. Lo percibido entonces no tiene por qué ser real, sino sólo un indicador, algo solamente útil para cumplir una función. Aquí es donde los psicólogos evolucionistas se meten en problemas queriendo conectar rápidamente el objeto a explicar y la eficacia biológica: ¿qué tiene que ver percibir el rojo con la supervivencia de los más aptos? Intentar responder a esta pregunta puede llevar a respuestas demasiado arriesgadas y especulativas tal y como haríamos si quisiéramos explicar la función «volar» de un avión únicamente a partir de la tuerca de una de sus ruedas. Conectar el color con el sexo es complicado y requiere mucha imaginación. Sin embargo, la cuestión puede plantearse mejor si metemos entidades intermedias entre el color y la eficacia biológica: ¿y si el color es un rasgo, epifenómeno, efecto colateral, parte integrante, exaptación, rudimento, etc. de un sistema que sí tiene eficacia biológica? La explicación puede mejorar.

2. El pragmatismo (cierta versión de él) define cualquier propiedad en los siguientes términos: oportunidad de acción o disposición conductual. El color está allí como un indicador para realizar cualquier acción, como una especie de posibilidad.  Nótese la diferencia crucial en el plano ontológico: las cosas son posibilidades no entes substantivos, no «objetos materiales» tal y como solemos entenderlos. Las cosas son utilidades, son útiles para, sólo existentes en la medida en que son piezas de un sistema al que sirven. Encuadremos esto en una teoría de la acción y pongamos un ejemplo. Observamos un objeto rojo. El color rojo y las dimensiones del objeto no «están ahí» sino que son partes, secuencias, funciones, posibilidades, ocasiones de nuestra acción. Si el objeto que percibimos es, por ejemplo, una manzana roja, de hecho no solo percibimos su color y volúmenes, sino que tenemos un montón de conocimiento más. Tenemos expectativas (la manzana no se mueve por si misma, no va a echar a volar ni me va a escupir veneno) y tenemos un montón de «propiedades pragmáticas»: la manzana es «agarrable», es «mordible», «saboreable», «pateable», etc. Si pensamos que, en el fondo, TODO el conocimiento de la manzana son propiedades pragmáticas (aunque no veamos en principio la utilidad de muchas de ellas) el mundo cambia completamente. Invito al lector a que mire a su alrededor e intente entender lo que percibe de modo pragmático: los colores, las formas… todo entendiéndose como parte de una acción. Es una revolución que obliga a repensarlo todo.

3.Tenemos un robot que está diseñado para alcanzar la salida de una habitación esquivando objetos. Para ello dispone de un sonar que le informa de la distancia de la que está cada objeto de él. ¿Qué es lo que realmente percibe el robot del mundo exterior? La distancia podríamos decir. No, la distancia es fruto de un cálculo posterior. Pues entonces percibe el ultrasonido que lanza el sonar en su regreso. Tampoco, el ultrasonido lo ha producido él, no es algo fruto de la realidad externa. Lo que realmente percibe es el lapso de tiempo que va desde que lanza el ultrasonido hasta que éste vuelve a su receptor. A partir de aquí, en función de la velocidad del ultrasonido y del tiempo de retorno, calcula la distancia. Estrictamente, percibe lapsos de tiempo y procesa (piensa, computa) distancias. No percibe ni colores ni sonidos ni nada más que lapsos de tiempo. Su mundo es ciego y sordo. Pero, aún más lejos: ¿existen realmente esos lapsos de tiempo como «entidades reales fuera de él»? NO. Es decir, nuestro robot no percibe ninguna propiedad del mundo exterior, sólo cronometra tiempos. Ni se representa la realidad ni la percibe realmente, sólo tiene una relación pragmática que, curiosamente, le permite interactuar con ella de forma satisfactoria en función de un propósito. Sin embargo, esto no debe llevarnos a pensar que la realidad en la que «vive» es una construcción creada por él, algo plenamente subjetivo o idealista. Nuestro robot no está encerrado en el solipsismo cartesiano. Su relación con el mundo no es arbitraria pues esos lapsos de tiempo «inexistentes» que percibe no son fruto del azar, sino que son fruto de una RELACIÓN REAL entre el sonar y los objetos de la sala. Si esa relación no tuviera conexión alguna con la realidad, nuestro robot se estrellaría, pero en la medida en que cumple su misión, tiene éxito en ella, verifica, demuestra que su «visión de la realidad» es correcta. En este sentido hay una relación pragmática, no representativa con la realidad. Conocer, para nuestro robot, no es tener un mapa de la realidad que un homúnculo interno visualiza, sino actuar en el mundo, relacionarse con él. Percibir, conocer es actuar.