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Cuenta Leonard Mlodinow en El andar del borracho, acerca de una reflexión del Premio Nobel Daniel Kahneman. Dice el economista israelita que le llamaron para dar una charla a adiestradores de vuelo militares. Kahneman les explicó que, a la hora de enseñar, el premio era más efectivo que el castigo. Sorprendidos, los adiestradores le respondieron diciendo que esa no era su experiencia, que ellos comprobaban continuamente que una buena regañina a un piloto que había cometido errores funcionaba mucho mejor que la típica palmadita en la espalda después de un buen trabajo.  Entonces, Kahneman se puso a analizar por qué pasaba esto y llegó a una interesantísima conclusión. 

La curva de aprendizaje de los pilotos de combate suele ser lenta y progresiva, en la que los días que se hacen las cosas muy bien o muy mal son extraordinarios. Era muy habitual que a lo largo de un prolongado entrenamiento, todos los pilotos tuvieran algún día excepcional en el que volaban estupendamente, mientras que también tenían algún que otro día horrible en el que todo parecía salir mal (En la gráfica de abajo hemos simplificado la curva de aprendizaje como una progresión muy lineal. En el eje de abscisas estaría el tiempo de entrenamiento y en el de ordenadas la mejoría en la habilidad a evaluar). Kahneman se fijó en un fenómeno estadístico trivial llamado regresión a la media: cuando ocurre alguna desviación extraordinaria de la curva de aprendizaje promedio, lo habitual es que, rápidamente, se vuelva a la curva normal. Entonces, cuando un piloto tenía un día muy bueno (una desviación de la media para arriba) y su instructor le felicitaba, al día siguiente lo hacía peor (regresaba a la media); si, al contrario, el piloto lo hacía muy mal (una desviación de la media para abajo) y su instructor le reprendía, al día siguiente lo hacía mejor (regresaba a la media). Así se creaba la ilusión de que el castigo funcionaba mejor que el premio cuando, verdaderamente, ambos eran irrelevantes. 

Curva de aprendizaje

Conclusión: cuando me preguntan cuál es la conocimiento imprescindible que debemos enseñar para entender mejor el mundo, siempre respondo que la estadística. Es fundamental enseñar a pensar utilizándola y creo que gran parte de los errores que muchísimos analistas cometen es por no saber o, directamente, por pasar olímpicamente de la estadística. De hecho, siempre hablo de pensar bayesianamente, de realizar predicciones basadas en nuestros conocimientos, pero ir modificándolas continuamente en virtud de la nueva información recibida. Creo que es la forma más racional de tomar decisiones.  

Viendo este magnífico vídeo uno entiende el neoplatonismo de Bertrand Russell o de Roger Penrose ¿Quién se atrevería a decir que todas las reglas que dominan el funcionamiento de estos números son una construcción social o histórica? ¿Quién se atrevería a decir que dichas reglas podrían ser diferentes? No, esas reglas son las que son y no podrían ser de otra manera con total y absoluta independencia de que el hombre existiera o no. Y si existen con independencia del sujeto habría que determinar qué tipo de entidad tienen ¿Son materiales? Si así lo fueran podríamos ubicar, por ejemplo, el número siete, en un lugar determinado del espacio, ya que la ubicación espacial parece ser uno de los rasgos más característicos de lo material. Sin embargo, el número siete no parece estar en ningún lado concreto. Tiene, por así decirlo, en don de aparecer allá donde se lo necesita cada vez que alguien lo utiliza para hacer una operación aritmética. Entonces habría que postular algún tipo de existencia diferente a la puramente material para estos mathematas. Platón no era imbécil, desde luego.

Un dato que sale en el vídeo y que me ha dejado perplejo ha sido cuando dice que 1 es igual a 0,9 periódico ¿Cómo? No puede ser. Lo lógico sería pensar que 0,9 periódico está siempre a punto de llegar a 1 pero nunca lo consigue. Pues no, queridos amigos, y la demostración es, además, trivial. Declaremos una variable N que vale 0,9999999999… Ahora la multiplicamos por 10 de modo que 10N = 9,999999999… Ahora, sencillamente, restémosle N a 10N:

Nos da que 9N = 9. Despejamos La N y 9 entre 9 da 1, quod erat demostrandum. Increíble. Pero pensémoslo de otra manera. Sabemos que entre dos números cualquiera siempre podemos meter infinitos números racionales, por lo que, tal y como se afirmaba en la paradoja de Aquiles y la tortuga, hay infinitos números entre cualquier par de números que escojamos por muy «cerca» que pensemos que están. Por ejemplo, entre el 1,3 y el 1,4 podemos meter el 1,31, el 1,32, el 1,33… y luego seguir con el 1,311, el 1,312, el 1,313, etc. ad infinitum. Pero si hacemos lo mismo entre el 1 y el 0,9 periódico… ¿Qué número podemos meter en medio? ¡Ninguno! ¡Intentadlo! No cabe absolutamente nada entre ambos, precisamente porque son el mismo y único número.

Y por si nos hemos quedado con ganas de más, vamos a contar otra demostración que, en el momento en el que la conocí, me dejó absolutamente perplejo. Si comparamos el conjunto de los números naturales y el de los números enteros, el más sano sentido común nos dice que hay más números enteros que naturales…

¿Parece obvio, no? Pues no, porque puede establecerse, trivialmente, una relación biunívoca entre ambos conjuntos de números, es decir, podemos emparejar cada número natural con un número entero de forma que haya la misma cantidad de números. Para hacerlo podemos comenzar emparejando el 0 con el 1, y luego generamos los enteros positivos emparejándolos con los naturales pares y los enteros negativos con los naturales impares. Ya está, podemos seguir hasta el infinito por arriba y por abajo y… ¡siempre tendremos el mismo número de elementos a ambos lados!

Por si nos hemos quedado con ganas, el señor Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor va a demostrar de una forma tan sencilla como genial que los números reales (todos los números que existen) no son numerables. Operando por reducción al absurdo, va a suponer lo contrario. Que una lista de elementos sea numerable quiere decir que podemos contarlos, es decir, que como pasaba con los números enteros, podemos emparejarlos con la lista de todos los números naturales. Vamos a intentar hacerlo. Si yo empiezo por el natural 1 y lo emparejo con el real 0,1… ¿con cuál emparejo el 2? Pues con el 0,11 por ejemplo ¿Y el 3? Con el 0,111… Pero, ya nos hemos atascado. Podemos seguir añadiendo unos y jamás llegaremos al 0,2… ¿Cómo lo hacemos? ¡Es muy difícil hacer una lista de números reales cuando podemos meter infinitos entre cada par de números! Cantor nos dice que no vayamos por ahí. Simplemente nos hace falta suponer que todos los números reales pueden ponerse en una tabla y emparejarse con los naturales, por ejemplo, así…

La primera columna representa todos los números naturales y las siguientes representarían todas las posibles combinaciones numéricas de números reales declaradas con la variable a, un índice para el número de fila y un subíndice para el número de columna. La tabla puede extenderse hasta el infinito hacia la derecha y hacia abajo, de modo que da igual lo largo que fuera el número o, incluso, que fuera infinito.

Entonces parecería que da igual cómo ordenemos los números o si tuvieran infinitos decimales. Cualquier número que imaginemos podría ponerse en esta lista y emparejarse con un natural, por lo que habríamos demostrado que los números reales son numerables… No tan deprisa que viene el ingenio de Cantor. Vamos a sumar la unidad a todo número cuyo número de fila y de columna coincidan, trazando así una infinita diagonal que atraviese toda nuestra tabla. El número resultante siempre diferirá en una unidad de cualquier número que esté en la tabla, de modo que existirá, al menos un número, que no hayamos emparejado con un número natural, es decir, que existirá algún número que no hemos contado. Conclusión, los números reales no son numerables ¡Ya está! ¡Así de simple! Pero, ¿a quién se le habría ocurrido hacer una demostración así?

Pero es que no solo existirá un número que no está en la lista. Sencillamente, en vez de sumar la unidad, sumemos dos a cada elemento de la diagonal… y luego 3, 4, 5 y así ad infinitum… ¡Hay infinitos números que no están en la lista y que, por tanto, no hemos contado!

Es un tópico decir que la filosofía surge del asombro. El universo genera en el filósofo una especie de pasmo ante su insondable misterio. El filósofo se queda profundamente asombrado cuando mira el cielo estrellado y piensa en lo increíblemente vacío que es el cosmos. Millones y millones de años luz de distancia en los que no hay absolutamente nada ¿Por qué? Asombro. El buen filósofo, además, es aquel que consigue asombrarse no ya de los sublimes sucesos cósmicos, sino de lo más cotidiano. Por ejemplo, el buen filósofo ve como incuestionablemente extraordinario el hecho de que alguien sea capaz de hablar ¿Por qué? Porque si abandonamos esa familiaridad de lo ordinario y profundizamos, el hecho de que en el cerebro de alguien se den una serie de sucesos, llamemoslos «mentales», que den lugar, de un modo todavía muy misterioso para la ciencia, a un montón de reacciones electro-químicas, que terminen por mover los músculos de la lengua y hacer vibrar el aire hasta el oído de otra persona que, de la misma forma misteriosa, capta esas vibraciones y las convierta en nuevos «sucesos mentales», es una cosa digna del mayor de los asombros.

Pero a mí, desde que tengo recuerdo, el sentimiento que me genera el universo no es tanto asombro como  extrañeza. Sí, el mundo es un lugar muy extraño, raro. Concedo que la extrañeza tiene cierta semejanza con el asombro: hay un reconocimiento de lo extraordinario, y se lo reconoce, igualmente, en lo ordinario, pero difiere en que introduce en el estado de ánimo cierta inquietud, cierta perplejidad negativa, cierta idea de que algo no va bien, de que las cosas no son como deberían. Quizá lo negativo viene porque reconocer lo extraño implica aceptar que nuestras teorías, nuestros esquemas cognitivos para comprender la realidad, fallan y, horror de los horrores, quizá no podamos arreglarlos. Quizá lo extraño quede extraño para siempre. No obstante, la extrañeza no deja estupefacto ni consternado, no te deja boquiabierto ni ojiplático, no te idiotiza ni te deja con cara de imbécil, todo lo contrario: la extrañeza es el sentimiento que hace sospechar al detective de que ese testigo está mintiendo. La extrañeza es, por excelencia, muy buena afiladora del ingenio.

A mí, que el universo esté absolutamente vacío me indica que algo se ha hecho mal ¿Por qué tal ineficiencia, tal desparrame de medios? ¿A qué clase de dios chiflado se le ocurriría crear un universo así? Pero como digo, no hace falta irse a las inmensidades del cosmos para sentir extrañeza, sino que basta con entrecerrar un poco los ojos para mirar con más atención lo que nos rodea para darse cuenta de que el mundo no es normal (a veces, para el escarnio de su creador, es incluso muy subnormal) y que lo extraño, más que la excepción, es la regla. Voy a traer al caso unos ejemplos matemáticos muy triviales que acabo de leer estos días.

Con las matemáticas es muy fácil conseguir extrañeza. No hay más que ponerse en el lugar de los pitagóricos cuando Hipaso de Metaponto descubrió los números irracionales ¿Cómo es posible que existan números que no pueden representarse mediante una fracción? ¿Cómo es posible que exista un número que sigue y sigue creciendo hasta el infinito sin ninguna periodicidad? Hipaso estaba demostrando algo muy extraño, es decir, que algo no funcionaba como debiera en el universo. Tuvieron que matarlo. Y es que hay que tener cuidado porque la extrañeza puede llevar al asesinato.

El famoso matemático Ian Stewart nos propone analizar una sencilla sucesión numérica: 2x²-1. Partimos con el valor inicial de x=0,54321. El siguiente valor de x será el resultado que nos da hacer la operación (-0,409845892), el siguiente tomará como x el resultado de la anterior, y así sucesivamente. Observemos la gráfica de lo que ocurre:

Como era de esperar, el resultado nunca supera ni el 1 ni el -1, sino que va oscilando entre ambos. Pero lo que resulta muy extraño es la aleatoriedad que se genera. He utilizado Excel para iterar los 200 primeros resultados y todos son números completamente aleatorios sin ninguna repetición. Con una fórmula sumamente trivial y una hoja de cálculo acabo de generar desorden puro en mi ordenador portátil. De hecho aquí tendríamos un buen generador de números aleatorios. Bastaría coger, por ejemplo, el primer dígito a partir de la coma de cada resultado y nos saldría:  461985372846285… completamente imposible predecir cuál va a ser el siguiente número.

Sigamos. Si en vez de utilizar 2 como coeficiente de la ecuación, utilizamos K, siendo K cualquier número, surgen una serie de comportamientos que acrecientan la extrañeza. Por ejemplo, para K = 1,4 la gráfica da una sucesión que se aproxima cíclicamente a unos 16 resultados diferentes:

¿Por qué? ¿Por qué para K=2 tenemos desorden y en K=1,4 tenemos un patrón ordenado? Si vamos probando valores de K, al subir de 1,4 a 1,5 llega de nuevo el desorden con una configuración similar a K=2. Si seguimos subiendo continua el desorden hasta que, de repente, llegamos a 1,75:

Vemos como, al principio, hay cierto desorden pero, a partir del resultado 84, se vuelve muy regular, haciendo un ciclo continuo entre tres valores: de 0,744 a -0,030 y a -0,998 ¿Por qué diablos hace algo así? ¿De dónde sale ese orden? ¿A cuento de qué? Esto es lo que se llama un sistema autoorganizativo, porque el orden no procede de ninguna causa externa sino que parece emerger de dentro de él mismo, lo cual es muy raro. Si el orden no procede de nada externo… ¿estamos creando orden de la nada? ¿Estamos violando del principio de razón suficiente? En mi humilde opinión: no. Lo que aquí se está evidenciando no es que el orden se genere de la nada, sino que se generará desde otro nivel que aún no conocemos. Como escribí hace tiempo, decir que el orden emerge de la propia organización o complejidad de un sistema sin decir nada más, no es decir absolutamente nada. Lo que hay que hacer es reconocer la ignorancia y seguir investigando.

Y como la extrañeza agudiza el ingenio, pronto se creó la ciencia del caos para intentar comprender estos sucesos emergentes. De hecho, se ha conseguido demostrar que nuestro primer experimento con k=2 no da como resultado desorden puro, sino un cierto tipo de orden llamado atractor extraño (¡No podía llamarse de otro modo!).

Un libro fantástico que, necesariamente, ha de estar en tu biblioteca es Razón, dulce razón. Una guía de campo de la lógica moderna de Tom Tymoczko y Jim Henle. Yo lo encontré por casualidad y muy barato, en un puestecillo de libros, y desde entonces no paro de volver a él una y otra vez. Es, desde luego, una auténtica tabla de salvación en estos días de confinamiento. Básicamente, consiste en un compendio de curiosidades lógicas: adivinanzas, retos, ejercicios… que de una manera muy entretenida y divertida (pero no por ello fácil. No es un libro básico), te enseñan sobre todos los vericuetos de la lógica moderna: formalización, lógica informal, autómatas, incompletitud, infinitos, etc. Es, por decirlo de alguna manera, una serie de golosinas hard para mentes inquietas. 

Hoy os traigo de allí una paradoja que no es demasiado conocida (yo, al menos, nunca la había oído), y que ilustra muy bien lo que es el problema de la parada de Turing, y que se parece mucho a otras paradojas como la del barbero de Russell o la de Jules Richard. Lo que me gusta de ella es que me parece aún más intuitiva y fácil de entender que las otras. Timoczko y Henle nos cuentan que su creador fue Bill Zwicker sobre los años 80 del siglo pasado.

Definamos juego finito como aquel que termina siempre después de un número finito de movimientos. El ajedrez, por ejemplo, parece un claro juego finito ¿Seguro? No tanto. Si jugamos una partida sin límite de tiempo, uno de los jugadores podría estar infinito tiempo pensando en la próxima jugada, por lo que no estaríamos ante un juego finito. El ajedrez, para ser finito, debe añadir un límite de tiempo. Entonces habría que especificar: el ajedrez relámpago o blitz, en el que cada jugador suele tener un máximo de diez minutos para realizar todas sus jugadas antes de que caiga la bandera y pierda, sí sería un juego finito. No obstante, por mor de la argumentación, aceptaremos como juego finito, aquel que tenga una naturaleza algorítmica, es decir, que suela resolverse en un número finito de pasos en un tiempo polinómico (razonablemente corto). El ajedrez, las damas, el parchís, el poker, etc. serían juegos finitos.

Vale, ahora definimos hiperjuego: es aquel juego entre dos jugadores que consiste en el que el primer jugador comienza eligiendo un juego finito. Entonces, ambos jugadores se ponen a jugar a ese juego hasta que se acaba. El primer movimiento del hiperjuego sería la elección del juego, el segundo sería el primer movimiento del juego finito, el tercero el segundo del juego finito, y así sucesivamente. Entonces el hiperjuego tiene siempre un movimiento más que cualquier juego finito posible ¿Todo claro? Sigamos.

¿Es el hiperjuego un juego finito? Claramente sí. Acabamos de decir que tiene un paso más que cualquier juego finito, y un juego finito más un paso, sigue siendo un juego finito, ergo, el hiperjuego es un juego finito.

¿Seguro? Esperad un momento. Supongamos que en el paso uno del hiperjuego, el primer jugador elije jugar al hiperjuego. Entonces, el segundo jugador tiene que realizar el primer paso del hiperjuego, es decir, de nuevo elegir juego. Supongamos que elije el hiperjuego. Entonces, cansinamente, el primer jugador debe otra vez elegir juego, y elije el hiperjuego, y así ad infinitum. Este caso sería un ejemplo de hiperjuego infinito, ergo el hiperjuego no es un juego finito como habíamos demostrado antes… ¡Paradoja al canto!

Feliz cuarentena máquinas. Intentaré escribir con más asiduidad aquí para intentar haceos más llevadero este aislamiento.

Hay una ley en la lógica tal que así: (¬p→p)→p. Es extraña,  pero muy fácil de demostrar:

¬p→p     Premisa

¬p         Negamos la conclusión para operar por reductio ad absurdum

p          Sacamos la p del condicional por modus ponens

p&¬p      Unimos la p con su negación con la conjunción obteniendo una contradicción

¬¬p      Usamos la contradicción para introducir la negación sobre ¬p

p          Eliminamos la doble negación y obtenemos la conclusión deseada: p, Q.E.D.

En cristiano: si algo es tan fuerte que se implica de su negación, entonces es. Un buen ejemplo podría ser el siguiente: si para negar la Filosofía hace falta filosofía, entonces Filosofía. Muy bonito. Y es así: los que desprecian la Filosofía tienen, necesariamente, que hacer filosofía para sustentar de alguna manera su desprecio. Entonces caen siempre en una contradicción de términos, por lo que la Filosofía queda a salvo.

El osado de Mandelbrot lanzó una pregunta de difícil respuesta: ¿Cuánto mide la costa de Gran Bretaña? Una forma de medirla consiste en ir trazando rectas de, pongamos 200 km, que vayan desde los diferentes vértices que nos muestra el accidentado relieve de la costa. La suma de todas esas rectas nos dará una medida aproximada (unos 2.400 km.). Si queremos que la medida sea más precisa lo que tenemos que hacer es ir reduciendo el tamaño de las rectas que utilizamos. Si en vez de utilizar rectas de 200 km, utilizamos rectas de 50 km, la aproximación será más precisa y la media mayor (unos 3.400 km). Y así podemos seguir, utilizando rectas más y más pequeñas y consiguiendo resultados más precisos y mayores. Problema gravísimo: ¿Hasta cuando debemos seguir reduciendo el tamaño de las rectas para conseguir, no una aproximación, sino la medida real? Hasta el infinito (pues siempre podremos hacer una recta más corta que la anterior), por lo que la sorprendente respuesta a la pregunta de Mandelbrot es que la costa de Gran Bretaña mide infinitos kilómetros. No obstante, esto es un sofisma que se basa en que cualquier número es infinitamente divisible en nuevos números. Por este mismo razonamiento jamás puedo avanzar un metro ya que tal distancia es infinitamente divisible en otras medidas por lo que para recorrerlo tengo que atravesar una distancia infinita. Lo que hay que preguntarse es si la realidad, no las cantidades numéricas, es infinitamente divisible. Para ello hay que viajar al mundo cuántico y preguntarnos si hemos descubierto ya las partículas elementales, las partículas que no puedan dividirse en más, lo cual es complicado. Siempre que descubramos una nueva partícula no habrá nada en tal descubrimiento que nos diga que no puede existir otra partícula aún más diminuta. Por lo tanto, la respuesta a la cuestión de Mandelbrot no tiene solución a no ser que descubriéramos alguna ley o propiedad de la naturaleza que nos dijera que es imposible que exista algo más pequeño que la nueva partícula, algo que creo que aún no ha sucedido si bien animo a mis lectores físicos a que me ilustren si estoy equivocado.

Pero vayamos al contenido filosófico profundo que puede sacarse de este planteamiento. Pensemos en que mañana tenemos que subir a una montaña y queremos calcular la distancia que tendremos que recorrer para llegar arriba. Somos gente práctica así que no nos importa que no podamos calcular exactamente la medida, nos valdría con una buena aproximación. Así, cogemos un mapa y vamos trazando líneas rectas que vayan conectando las diferentes líneas de nivel buscando evitar cuestas demasiado abruptas y, realizando los cálculos pertinentes, llegamos a la conclusión de que para subir a la cima tendremos que recorrer 10 km. Si avanzamos a una media de 2 km por hora, calculamos que tardaremos cinco horas en llegar a la cima. Llega mañana y, benditas sean las matemáticas, tardamos aproximadamente cinco horas en llegar. Todo perfecto.

Sin embargo, pensemos ahora que somos una hormiga superinteligente y que nos hemos propuesto la misma misión: queremos llegar a la cima de la misma montaña. Entonces nos surgen nuevos problemas. Para un ser humano una piedra de 10 cm de altura no supone ningún escollo inevitable por lo que las piedras de esa altura no se tenían en cuenta para realizar las mediciones. Se las ignoraba por completo haciendo como si no existieran, fingiendo que una cuesta llena de piedras de esa medida era una recta sin más. Empero, siendo una hormiga, una piedra de 10 cm de altura es algo que, o bien hay que evitar rodeándola, o bien hay que escalarla, por lo que las mediciones de la hormiga han de ser mucho más precisas teniendo que utilizar rectas para medir muchísimo más cortas que las del humano. Siguiendo los designios de Mandelbrot, la distancia que ha de recorrer la hormiga es muchísimo mayor que la que tiene que recorrer el humano, por lo que, para llegar al mismo lugar, ha de recorrer una mayor distancia.

Tenemos entonces dos distancias diferentes para medir el mismo recorrido. ¿Cuál es la distancia real, la del humano o la de la hormiga? Pregunta sin sentido: no existe una medida universal absoluta válida para todos los agentes. En función de la escala del agente (de las medidas de su sistema de observación y locomoción) las medidas serán diferentes. Habrá una medida a escala humana y otra medida a escala hormiga, e incluso una medida a escala Godzila y otra a escala bacteria ¿Esto nos hace caer en un relativismo que imposibilita un conocimiento objetivo de la realidad? NO, ya hemos visto que, realizando los cálculos pertinentes, tenemos predicciones que se cumplen al ser verificadas. REALMENTE, llegamos a la cima en cinco horas.

El pragmatismo vuelve a tener razón: la validez de un conocimiento no se define en función a su ajuste a una verdad universal válida para todos los sujetos sino en función a un plan de acción trazado por un agente determinado. Que un conocimiento solo sea válido para mí, no quiere decir que no sea correcto.

El poder en el mundo se encuentra muy descentralizado. Ya no existen, como en tiempos pasados, monarcas absolutos que sólo rendían cuentas ante Dios de sus omnipotentes decisiones. Lo que existe es una amplia variedad de grupos de presión, de grupos de intereses de diversa índole e influencia, que pujan por conseguir que se haga lo que ellos desean. Tenemos políticos, sindicatos, lobbies que representan diferentes intereses de grupos empresariales muchas veces enfrentados, asociaciones  que representan sectores de la sociedad civil (feministas, homosexuales, consumidores, grupos religiosos, etc.), el imperio de la ley (decisiones judiciales constituidas desde un poder legislativo que también obedece a muchas influencias), la ciudadanía entendida como colectivo de votantes y consumidores, etc. Existen un montón de grupos de influencia que dispersan y descentralizan el poder. Por eso gobernar es muy complicado y en muchísimas ocasiones se toman decisiones no del todo correctas.

Eso no tiene por qué ser malo del todo. Pensemos que la mayoría de las atrocidades que se han cometido a lo largo de la historia han sido fruto de que una persona o un pequeño grupo de ellas han atesorado todo el poder. Un poder más descentralizado evita que alguien lo consiga todo y lo use para el mal. La división de poderes que Montesquieu pensó para la política se extiende positivamente a todos los ámbitos de la sociedad. Nadie tiene todo el poder por lo que el mal que pueda hacerse se reduce a la parcela que cada uno ostente.

Sin embargo, sí que es malo en un amplio sentido. Cuando una sociedad con un poder muy descentralizado se enfrenta a amenazas globales, le es muy difícil reunir e integrar todo el poder necesario para hacerlas frente. Es el caso de la crisis económica y medioambiental. Pero, sobretodo, y esto es lo que quiero resaltar en este artículo, cuando la lógica de actuación de cada agente social es lo que los economistas llaman acción racional, las consecuencias pueden ser desastrosas.

A lo largo del siglo XX, matemáticos y economistas tuvieron una genial idea. De la mano de Von Neumann estudiaron lo que se ha llamado teoría de juegos. Investigaron acerca de cuáles serían las estrategias de actuación idóneas si se quería ganar jugando a cualquier cosa, incluidos juegos tan aparentemente carentes de estrategia a seguir como los juegos de azar. Von Neumman descubrió su famoso teorema del minimax: calcular cómo maximizar beneficios y minimizar pérdidas sabiendo que tu rival elegirá lo mejor para él y lo peor para ti. Cuando estos avances se incorporaron a la política y a la economía, el optimismo reinaba por doquier. ¿Qué mejor que actuar de esa manera, qué mejor que ser absolutamente racionales en la toma de decisiones, maximizando beneficios y minimizando pérdidas? Además, este enfoque permitía estudiar el comportamiento de los agentes sociales y poder predecirlo pues, ¿no actúa la mayoría de la gente de ese modo? ¿No sería estúpido no hacerlo así? A pesar de las múltiples críticas que recibió pues, aunque parezca mentira (o no tanto), la gente no suele actuar tan racionalmente como pudiera suponerse, sigue siendo un buen modo de entender gran parte del funcionamiento de nuestras sociedades.

¿Dónde está el problema entonces? En que sólo actuando exclusivamente de este modo estamos avocados al desastre. Los autores de la Escuela de Franckfurt vieron muy bien el problema, llamando a esta lógica razón instrumental: aquella que sólo busca los medios más eficientes para conseguir un fin dado sin cuestionarse nada más. El ejemplo claro está en la venta fraudulenta de bonos preferentes por parte de nuestros maravillosos bancos. El vendedor hace todo lo posible por vender, ignorando deliberadamente que su producto es una estafa. Sabe que cumple órdenes y que la responsabilidad final no caerá sobre él. Cuando se descubra el timo, quizá él ya no esté en la empresa o haya ascendido a otro puesto que nada tenga que ver  con el turbio asunto. Del mismo modo, los directivos de nuestras solventes y poderosas cajas, obraban con una perfecta razón instrumental cuando arruinaban a sus entidades con arriesgadas decisiones a sabiendas que si les salía mal se iban a su casa con cuantiosas indemnizaciones. Mucho que ganar y nada que perder. Sería irracional no hacerlo así. Es un minimax perfecto del que Von Neumann estaría orgulloso.

La razón instrumental representa la ceguera de miras por excelencia. El PSOE, en sus años de gloria y alegría, conocía perfectamente el estado de la burbuja inmobiliaria. Sabía que tarde o temprano todo estallaría si bien no se conocían tan bien las consecuencias de tal explosión. Sin embargo no hizo nada más que disfrutar de ese precario pero fastuoso presente. Había dinero, las prestaciones sociales se mejoraban y la gente estaba contenta. ¿Por qué fastidiar ese momento tan rentable electoralmente en pro de una burbuja que sólo Dios sabe cuándo estallaría y qué consecuencias tendría? No sabemos dónde estaremos dentro de unos años, rentabilicemos a tope el presente. Ante la imposibilidad de una predicción precisa del futuro, la razón instrumental obliga a una actuación cortoplacista. Si jugando al ajedrez nuestra capacidad de cálculo nos impide predecir ciertas jugadas muy complejas, limitémonos a hacer jugadas pequeñas al alance de nuestra sesera.

En la actualidad la praxis política sigue la misma lógica. El PP se encuentra ante graves problemas que urge solucionar. Sabemos que nuestro sistema económico y productivo es insostenible, conlleva crisis cíclicas y a la postre va a llevar al desastre medioambiental. Pero eso da igual en términos de racionalidad instrumental porque realizar un cambio profundo en el sistema es mucho más arriesgado que jugar tus cartas dentro del propio sistema, aunque éste esté corrupto. Por eso las medidas van en la línea: eliminar prestaciones sociales y regresar al modelo económico del siglo XIX para volver a ser competitivos. Es decir, solucionar el problema con más de lo mismo y peor en vez de romper la baraja.

Y es que querer cambiar el sistema desde un poder descentralizado en el que sus agentes pujan por defender sus intereses es prácticamente imposible. Habría que conseguir que grupos que pierden más que ganan al cambiarlo todo, acepten ese cambio, lo cual es diametralmente opuesto a la lógica de la razón instrumental. Por eso me da mucho miedo cuando conceptos como racionalización del gasto y productividad llegan a nuestros sistemas educativos. Un profesor no produce nada claramente visible en estos términos. ¿Qué produce un profesor de griego que enseña la Odisea a sus alumnos? ¿Qué produce leer a Miguel Hernández o a Séneca? Nada susceptible a ser cuantificado con precisión a corto plazo. Si metemos a grupos de interés guiados por la mera razón instrumental en la educación sólo conseguiremos más de lo mismo y peor. De hecho, la simple cuestión de que existen dos grandes grupos de poder con intereses opuestos, el PP y el PSOE, que gobiernan cíclicamente, sólo ha conseguido el desaguisado que es hoy en día nuestra educación pública: planes de estudio, asignaturas, enfoques pedagógicos, regulaciones, etc. que cambian al ritmo de los vientos ideológicos y que hacen que sea imposible enseñar y aprender.

Solución: saber perder, jugar en pro de fines más grandes que el mero ganar en el juego de los intereses particulares. La idea es tan sencilla como buscar el bien común por encima de tus intereses propios. Una obviedad tan grande que todo el mundo la sabe desde su más tierna infancia. El gran problema está en quién va a ser el primer «tonto» que haga eso sabiendo que tienes unos rivales que no están dispuestos a hacer lo mismo. ¿Alguien quiere suicidarse en el juego político o económico? Lo vemos en nuestro día a día. Por ejemplo, cuando en educación nos planteamos hacer una huelga indefinida Von Neumann nos advierte: no es buena estrategia. El beneficio es incierto: ¿cambiarán nuestros políticos sus decisiones a pesar de que paralicemos el sistema educativo? Y las pérdidas grandes: pérdida de sueldo amén que demás sanciones administrativas. Además, estamos seguros que muchos docentes no secundarían la huelga, por lo que las condiciones de éxito se reducen aún más. ¿Algún «idiota» va a lanzarse en solitario a hacer una huelga indefinida sin consecuencia alguna más que pérdidas graves para él?

Siempre pienso en eso cuando reflexiono acerca del sinsentido de las guerras. Cuando en la Primera Guerra Mundial centenares de miles de soldados morían por ganar unos metros de tierra en Verdún, hubiese bastado con que se pusieran de acuerdo en no hacerlo, más cuando era manifiesto el absurdo de malgastar tu vida así. Pero aquí radicaba el problema. Von Neumann de nuevo. El castigo por deserción era el fusilamiento y dado que la mayoría de tus compañeros no iban a rebelarse por temor a ese castigo, era absurdo rebelarte tú solo para ser fusilado sin más. Al final, era más rentable combatir con la esperanza de sobrevivir a la batalla.

No hay más: nos encontramos encarcelados en un complejo dilema del prisionero sin que nadie tenga las agallas y la amplitud de miras para ver más allá de su despiadada lógica. Vamos a pique.

Roger Penrose dedicó bastante más tinta en defender  los argumentos de Shadows of Mind que en escribir dicha obra. En una de sus contrarréplicas, publicada en la revista Psyche (Enero, 1996), nos ofrece una de las versiones más claras de su famoso argumento.

Supongamos que todos los métodos de razonamiento matemático humanamente asequibles válidos para la demostración de cualquier tesis están contenidos en el conjunto F. Es más, en F no sólo introducimos lo que entenderíamos como lógica matemática (axiomas y reglas de inferencia) sino todo lo matemáticamente posible para tener un modelo matemático del cerebro que utiliza esa lógica (todos los algoritmos necesarios para simular un cerebro). F es, entonces, el modelo soñado por cualquier ingeniero de AI: un modelo del cerebro y su capacidad para realizar todo cálculo lógico imaginable para el hombre. Y, precisamente, ese es el modelo soñado porque la AI Fuerte piensa que eso es un ser humano inteligente. Así, cabe preguntarse: ¿Soy F? Y parece que todos contestaríamos, a priori, que sí.

Sin embargo, Roger Penrose, piensa que no, y para demostrarlo utiliza el celebérrimo teorema de Gödel, que venimos a recordar a muy grosso modo: un sistema axiomático es incompleto si contiene enunciados que el sistema no puede demostrar ni refutar (en lógica se llaman enunciados indecidibles). Según el teorema de incompletitud, todo sistema axiomático consistente y recursivo para la aritmética tiene enunciados indecidibles. Concretamente, si los axiomas del sistema son verdaderos, puede exhibirse un enunciado verdadero y no decidible dentro del sistema.

Si yo soy F, como soy un conjunto de algoritmos (basados en sistemas axiomáticos consistentes y recursivos), contendré algún teorema (proposiciones que se infieren de los axiomas de mi sistema) que es indecidible. Los seres humanos nos damos cuenta, somos conscientes de que ese teorema es indecidible. De repente nos encontraríamos con algo dentro de nosotros mismos con lo que no sabríamos qué hacer. Pero en esto hay una contradicción con ser F, porque F, al ser un conjunto de algoritmos, no sería capaz de demostrar la indecibilidad de ninguno de sus teoremas por lo dicho por Gödel… Una máquina nunca podría darse cuenta de que está ante un teorema indecidible. Ergo, si nosotros somos capaces de descubrir teoremas indecidibles es porque, algunas veces, actuamos mediante algo diferente a un algoritmo: no sólo somos lógica matemática.

Vale, ¿y qué consecuencias tiene eso? Para la AI muy graves. Penrose piensa no sólo que no somos computadores sino que ni siquiera podemos tener un computador que pueda simular matemáticamente nuestros procesos mentales. Con esto Penrose no está diciendo que en múltiples ocasiones no utilicemos algoritmos (o no seamos algoritmos) cuando pensemos, sólo dice (lo cual es más que suficiente) que, habrá al menos algunas ocasiones, en las que no utilizamos algoritmos o, dicho de otro modo, hay algún componente en nuestra mente del cual no podemos hacer un modelo matemático, qué menos que replicarlo computacionalmente en un ordenador.

Además el asunto se hace más curioso cuanto más te adentras en él. ¿Cuáles podrían ser esos elementos no computables de nuestra mente? La respuesta ha de ser un rotundo no tenemos ni idea, porque no hay forma alguna de crear un método matemático para saber qué elementos de un sistema serán los indecidibles. Esto lo explicaba muy bien Turing con el famoso problema de la parada: si tenemos un ordenador que está procesando un problema matemático y vemos que no se para, es decir, que tarda un tiempo en resolverlo, no hay manera de saber si llegará un momento en el que se parará o si seguirá eternamente funcionando (y tendremos que darle al reset para que termine). Si programamos una máquina para que vaya sacando decimales a pi, no hay forma de saber si pi tiene una cantidad de decimales tal que nuestra máquina tardará una semana, seis meses o millones de años en sacarlos todos o si los decimales de pi son infinitos. De esta misma forma, no podemos saber, por definición, qué elementos de nuestra mente son no computables. A pesar de ello, Penrose insiste en que lo no computable en nuestra mente es, nada más y nada menos, que la conciencia, ya que, explica él, mediante ella percibimos la indecibilidad de los teoremas. Es posible, ya que, aunque a priori no pudiéramos saber qué elementos no son decidibles, podríamos encontrarnos casualmente con alguno de ellos y podría ser que fuera la conciencia. Pero, ¿cómo es posible que nuestro cerebro genere conciencia siendo el cerebro algo aparentemente sujeto a computación? Penrose tiene que irse al mundo cuántico, en el que casi todo lo extraño sucede, para encontrar fenómenos no modelizables por las matemáticas y, de paso, resolver el problema del origen físico de la conciencia.

Las neuronas no nos valen. Son demasiado grandes y pueden ser modelizadas por la mecánica clásica. Hace falta algo más pequeño, algo que, por su naturaleza, exprese la incomputabilidad de la conciencia. Penrose se fija en el citoesqueleto de las neuronas formado por unas estructuras llamadas microtúbulos. Este micronivel está empapado de fenómenos cuánticos no computables, siendo el funcionamiento a nivel neuronal, si acaso, una sombra amplificadora suya, un reflejo de la auténtica actividad generadora de conciencia. ¡Qué emocionante! Pero, ¿cómo generan estos microtúbulos empapados de efectos cuánticos la conciencia? Penrose dice que no lo sabe, que ya bastante ha dicho…

O sea señor Penrose, que después de todo el camino hecho, al final, estamos cómo al principio: no tenemos ni idea de qué es lo que genera la conciencia. Sólo hemos cambiado el problema de lugar. Si antes nos preguntábamos cómo cien mil millones de neuronas generaban conciencia, ahora nos preguntamos cómo los efectos cuánticos no computables generan conciencia. Penrose dice que habrá que esperar a que la mecánica cuántica se desarrolle más. Crick o Searle nos dicen que habrá que esperar a ver lo que nos dice la neurología… ¡Pero yo no puedo esperar!

Además, ¿no parece extraño que la conciencia tenga algo que ver con el citoesqueleto de las neuronas? La función del citoesqueleto celular suele ser sustentar la célula, hacerla estable en su locomoción… ¿qué tendrá que ver eso con ser consciente? Claro que en el estado actual de la ciencia igual podría decirse: ¿qué tendrá que ver la actividad eléctrica de cien mil millones de neuronas con que yo sienta que me duele una muela?

 

Ex contradictione quodlibet (de una contradicción se sigue cualquier cosa) es una regla derivada de lógica de enunciados cuya sencillez es más que trivial pero cuyas consecuencias no dejan de parecer extrañas para nuestro sentido común.  Su fórmula es esta:

AΛ¬A→B

Si en un discurso nos encontramos con una contradicción, de ella podemos derivar lo que nos plazca, cualquier cosa. En el siguiente pasaje el filósofo medieval Duns Scoto nos fundamenta este principio:

La consecuencia «Sócrates corre y Sócrates no corre; luego, tú estás en Roma» es formalmente correcta. De la conjunción «Sócrates corre y Sócrates no corre» se sigue en consecuencia formal tanto el enunciado «Sócrates corre» como el enunciado «Sócrates no corre». Del enunciado «Sócrates corre» se sigue de nuevo en consecuencia formal la disyunción «Sócrates corre o tú estás en Roma». De esta disyunción y de la negación del primero de sus miembros se infiere «Tú estás en Roma».

Dun Scoto, Quaestiones super Anal, Pr, II, 3.

Lo que Duns Scoto hace es una demostración muy sencilla:

-1.AΛ¬A                                   Sócrates corre y Sócrates no corre

2. A                       Aplicamos la regla de la simplificación o eliminación de la conjunción en 1. Sócrates corre

3. AVB                 Aplicamos la regla de la adición o introducción de la disyunción en 2. Sócrates corre o tú estás en Roma

4. ¬A                   De nuevo simplificación en 1. Sócrates no corre

5. B                      Aplicamos la regla  silogismo disyuntivo en 3 y 4 y ya está. Tú estás en Roma.

Parece extraño: Si Sócrates corre y no corre, tú estás en Roma o existen duendes verdes o Dios es uno y trino. Si lo pensamos bien y aplicamos este principio a todo nuestro discurso científico, en seguida se nos pone la carne de gallina. Si no queremos que de cualquier proposición científica se deriven todos los disparates imaginables, nuestro discurso ha de estar libre de cualquier tipo de contradicción, pues con que sólo exista una, de ella podrá derivarse absolutamente todo. La necesidad de coherencia se hace aquí más patente que nunca…

1. ¿Ha estado alguna vez el conocimiento científico absolutamente libre de contradicciones?

2. Situaciones como la dualidad onda-corpúsculo, el principio de incertidumbre, el efecto túnel o la superposición, entre tantos otros efectos cuánticos… ¿no estarían rayando la contradicción?

Insisto, con que exista una, una sola contradicción que se derive de cualquier tesis científica, todo nuestro conocimiento se va al garete mientras Feyerabend vuelve a enarbolar su célebre «En ciencia todo vale». No me extraña que a la regla Ex contradictione quodlibet también se la llame principio de explosión.

Ya comentamos cómo Turing define el concepto de algoritmo mediante las famosas máquinas que llevan su nombre. Así, habría Máquinas de Turing (MT) para encontrar el máximo común divisor entre dos números, resolver raíces cuadradas,ecuaciones de segundo grado… ¡para cualquier acción que pueda realizarse en un número finito de pasos! ¿Podría resolver alguno de los grandes enigmas de las matemáticas propuestos por Hilbert, tal como la peliaguda conjetura de Goldbach?

El genio de Turing se puso en acción: cualquier MT puede codificarse numéricamente. Simplemente se trata de establecer una función entre las instrucciones  de funcionamiento (lo que Turing llamaba la configuración-m) y números. Entonces cada MT tendrá un determinado número de identificación que la diferenciaría de las demás. A partir de aquí puede construirse una Máquina Universal de Turing, es decir, una máquina que pueda hacer lo que todas las demás MT hacen. Si cada MT tiene un código de identificación, podemos hacer una máquina tal que reciba como input tal código e, inmediatamente, devuelva lo que esa MT en concreto devuelve. Si, por ejemplo, le introducimos el código de identificación de la MT que genera la cadena de los números naturales, nuestra nueva máquina devolverá esa misma cadena de números. Esto es una Máquina Universal de Turing (MU), la cual, a su vez, tiene un número de identificación:

7244855335339317577198395039615711237952360672556559631108144796606505059404241090310483613

6323593656444434583822268832787676265561446928141177150178425517075540856576897533463569424

7848859704693472573998858228382779529468346052106116983594593879188554632644092552550582055

5989451890716537414896033096753020431553625034984529832320651583047664142130708819329717234

1505698026273468642992183817215733348282307345371342147505974034518437235959309064002432107

7342178851492760079759763441512307958639635449226915947965461471134570014504816733756217257

3446452273105448298078496512698878896456976090663420447798902191443793283001949357096392170

3904833270882596201301773727202718625919914428275437422351355675134084222299889374410534305

47104436869587640517812801194375308138706399427728231564252892375145654438990527807932411448

26142357286193118332610656122755531810207511085337633806031082361675045635852164214865423471

8742643754442879006248582709124042207653875426445413345174856629157429990950262300973373813

7724162172747723610206786854002893566085696822620141982486216989026091309402985706001743006

70086896759034473417412787425581201549366393899690581773859165405535670409281332221631410978

7108145997866959970450968184190629944365601514549048809220844800348224920773040304318842989

93931355266882349662101947161910701461968523192847482034495897709553561107027581748733327296

6789987984732840981907648512726310017401667873634776058572450369644348979920344899974556624

02937487668839751404451665707750060513883991668814072545544665222050724262392379211525318162

51253630509317286314220040645713052758023076651833519956891397481375049264296050100136519801

86945639498

Este es el número U según nos lo ofrece Roger Penrose en La nueva mente del emperador . Tiene 1.653 dígitos y, a priori, prometía ser la leche: en él, de algún modo, se encuentra la solución a todos los problemas matemáticos en tanto que todos los problemas matemáticos tengan solución en una serie de pasos finitos. Y, a pesar de lo que ahora veremos, lo fue: el ordenador desde el que estás leyendo esto es una muy refinada MU (No deja de ser fascinante que lo que en otras épocas fueron descubrimientos que sólo invitaban a soñar, son ahora realidades ordinarias).

Turing utiliza la MU para afrontar el gran problema de la decibilidad de las proposiciones de la matemática (el problema matemático de todos los problemas, el Entscheidungsproblem ): dado una proposición matemática cualquiera, ¿existe un método que nos digera si esa proposición es demostrable dentro del propio sistema? O dicho de otro modo: ¿existe un método que nos digera si la conjetura de Goldbach es demostrable? Turing fabula con la idea de que fuéramos introduciendo en la MU todas las cadenas numéricas posibles (ya que cada una de ellas representaría una MT concreta, aunque, lógicamente la inmensa mayoría darían máquinas absurdas que no funcionan o cuyo funcionamiento es circular). ¿Sería posible diseñar una nueva máquina que, dada una cadena numérica cualquiera, pudiera decidir si la MT que la genera no es circular, es decir, que es una MT perfectamente funcional? Turing llama a esta máquina D (MD). Si esta máquina fuera posible, el problema de la decibilidad (también llamado en este caso «problema de la parada») se resolvería: la MD sería ese método para decidir, dada una proposición matemática cualquiera, si es demostrable dentro del propio sistema. ¡Las matemáticas serían completas y Hilbert sonreiría de felicidad! Todos los teoremas de las matemáticas estarían allí, como en un mundo platónico, esperando tranquilamente a que una nueva generación de matemáticos los resuelva…  ¡Todos los problemas matemáticos estarían dentro de U!

Pero nuestro gozo en un pozo: no es posible construir MD. Turing da dos pruebas: la primera se basa en la ingeniosa diagonalización de Cantor. Podemos ir agrupando en una tabla con filas y columnas toda la serie de cadenas numéricas que devuelve nuestra MU «cargada» con todas las MT concretas posibles que han sido seleccionadas como válidas por MD. Por ejemplo, tendríamos la secuencia de la MT que genera una serie infinita de unos, la que genera toda la serie de números naturales, etc. como mostramos en la tabla de aquí abajo. Podemos entonces dibujar una diagonal seleccionando el número que hay en la primera casilla de la primera fila, en la segunda casilla de la segunda, en la tercera de la tercera, etc. (en la tabla la marcamos en negrita).

1 1 1 1 1 1 1 1 etc
0 1 0 1 0 1 0 1 etc
1 2 3 4 5 6 7 8 etc
1 3 4 7 9 11 13 15 etc
2 4 6 8 10 12 14 16 etc
3 6 12 24 48 96 192 348 etc
2 3 5 7 11 13 17 19 etc
0 1 8 27 64 125 216 343 etc
1 4 9 16 25 36 49 64 etc

 

Podemos después agrupar los números de nuestra diagonal y hacer una nueva fila en la que, a cada número, le sumamos la unidad:

2 2 4 8 11 97 18 344 Etc+1

 

Realizar esta acción es un algoritmo, ya que seleccionar estas casillas y sumarles la unidad es un proceso que hemos hecho en un número finito de pasos (además corto, por lo que la MT necesaria para hacerla es trivial). Entonces, esta secuencia debería ser generada por nuestra MU «cargada» con todas las MT elegidas como correctas por MD, pero… ¡es imposible que la MU nos de esta secuencia! ¿Por qué? Porque al sumarle uno a una casilla de cada fila, todas las cadenas generadas diferirán en alguna de sus casillas, en una unidad con respecto a esta cadena. Es decir, nuestra MU podrá generar todas las cadenas correctas verificadas por MD, menos, como mínimo ésta… ¡Hay al menos, una cadena que no es decidible desde MU! ¡Se le ha escapado un preso a nuestro robótico vigilante de la corrección! Hilbert saca un pañuelo y se pone a llorar. La MD podría no reconocer la MT que resolviera la conjetura de Goldbach.

La segunda prueba (que a Turing le gusta más que la primera) se basa en la idea de que pudiéramos construir una máquina híbrida: una MU y una MD en la misma máquina (DU). Esta máquina se encontraría como input con una cadena cualquiera que la parte MD verificaría como correcta o no. Si fuera correcta, la parte MU replicaría el funcionamiento de la MT codificada y devolvería la cadena que la MT concreta devuelve. Bien, parece que no hay problema. Pero, ¿qué pasaría si le pasamos como input el mismo número de identificación de la propia DU? MD la verificaría como correcta y la pasaría a MU para que replicara su función, a saber, de nuevo verificar mediante DU si es circular para pasarla luego a MU, la cual activaría otra vez DU, que pasaría la cadena otra vez a MU… así sucesivamente hasta el infinito… ¡Al introducir su código en si misma DU se vuelve circular! ¿Pero no habíamos dicho que DU no era circular al pasar por la verificación de MD? ¿Qué pasa aquí? Una paradoja no muy diferente a la de Epiménides y los cretenses. Definitivamente, hay procesos algorítmicos indecidibles, como ya había mostrado Alonzo Church unos años antes que Turing. Pero no nos pongamos a llorar tan rápido, hay que tener en cuenta que Turing sólo había demostrado la indecibilidad de las matemáticas, no su incoherencia . Como el matemático André Weil dijo:

Dios existe, ya que las matemáticas son consistentes; el demonio también, ya que no podemos demostrarlo.

Si te ha gustado lee también sus precuelas: II y I.