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Una de las concepciones más clásicas, y comentadas, del conocimiento es la expuesta por Platón en el Teeteto. Allí define conocimiento como «una creencia verdadera con un logos«, o traducido al cristiano, «una creencia verdadera justificada mediante razones». Expresado en forma lógica tendría esta forma:

Un individuo S conoce la proposición P si y solo si:

  1. P es verdadera.
  2. S cree que P.
  3. La creencia de S en P está justificada.

Parece algo muy razonable. Si quitamos cualquiera de estas condiciones el asunto se queda muy cojo. Si quitamos 1, no estaríamos ante conocimiento sino solo ante la opinión de P. Si quitamos 2 estaríamos ante el absurdo de que S tiene razones para creer en P y aún así no cree en ella (lo cual, si lo pensamos bien, quizá nos pasa muy a menudo pues solemos ser más dogmáticos de lo que creemos). Y si quitamos 3, estaríamos ante actos de fe: creer sin ninguna justificación, lo cual tampoco es conocimiento ¿Añadiríamos o quitaríamos alguna condición? Parece que no.

Pues la cosa puede complicarse, y mucho. En 1963, el filósofo norteamericano Edmund Gettier publicó un artículo de apenas tres páginas titulado «Is Justified True Belief Knowledge?» que puso todo patas arriba. Allí nos pone varios contraejemplos en los que se cumplen con claridad las tres condiciones, pero que nadie describiría como auténtico conocimiento. Veamos el primer ejemplo:

Smith y Jones son dos candidatos a un puesto de trabajo. Smith tiene evidencia de la siguiente proposición:

«Jones es el hombre que obtendrá el empleo, y Jones tiene diez monedas en su bolsillo».

Smith cuenta con dos evidencias: habló con el director de la empresa y éste le dijo que, finalmente, Jones obtendría el puesto de trabajo; y el propio Smith había contado las monedas del bolsillo de Jones. Haciendo una inferencia lógica impecable podemos deducir:

«El hombre que obtendrá el empleo tiene diez monedas en su bolsillo».

Pero resulta que, al final, es Smith el que consigue el puesto de trabajo y, por pura causalidad, cuenta las monedas que tiene en el bolsillo y resulta que tenía exactamente diez. Y a pesar de este cambio repentino la proposición anterior sigue siendo completamente verdadera. Entonces, se cumplen todas las condiciones clásicas de Platón pero, ¿diríamos que estamos ante auténtico conocimiento? La proposición es cierta pero por razones equivocadas… ¡Nadie diría que un resultado cierto al que se llega por mera suerte es auténtico conocimiento!

Vamos al segundo ejemplo que da Gettier en su breve artículo. De nuevo, Smith tiene evidencias a favor de esta proposición:

«Jones es propietario de un Ford».

Supongamos que lo ha visto siempre conduciendo ese coche. Entonces, Smith infiere, de nuevo impecablemente, lo siguiente:

«O Jones es propietario de un Ford o Brown está en Brest-Litovsk».

Smith no tiene ni la más remota idea de donde está su otro amigo Brown, pero supone que no estará en Bielorrusia.  Así, esta nueva proposición cumple todas las condiciones de Platón, por lo que parece que estamos ante conocimiento genuino. Sin embargo, resulta que Smith estaba equivocado ya que el Ford de Jones es alquilado y que, además, casualidad de las casualidades, Brown está verdaderamente en Brest-Litovsk (en la actualidad se llama solo Brest). Igual que en el caso anterior, la proposición es cierta pero por razones equivocadas…

Es relativamente fácil inventar nuevos «problemas de Gettier». Chisholm ideó otro muy ilustrativo. Un hombre está observando el horizonte y cree ver una oveja. Así, la proposición «Hay una oveja en la pradera» cumple las condiciones de Platón. Sin embargo, resulta no ser una oveja sino un perro que un pastor camuflaba como si fuera una oveja, a la vez que, en otro nuevo giro de guión, una auténtica oveja permanecía en la pradera oculta al observador por una valla. 

Voy a inventarme yo uno. Observo mi biblioteca y veo que la República de Platón está en una de mis estanterías.  Veo que junto a la República de Platón está la Física de Aristóteles. De aquí puedo deducir que «la Física de Aristóteles está en una estantería de mi biblioteca» cumple las condiciones y, por tanto, es conocimiento. Sin embargo, ocurre lo de siempre: afino más la vista y me doy cuenta de que al lado de la República no está la Física sino la Metafísica de Aristóteles. La Física está en otro anaquel.  

Otro más peliculero. Me presento en la oficina y mato a mi jefe de un disparo con un revolver. Entonces la proposición «Un hombre blanco y con el pelo oscuro es el asesino del jefe» será auténtico conocimiento, ya que yo soy blanco y tengo el pelo oscuro. Pero resulta que cuando yo disparé mi revólver se encasquilló y la bala no llegó a salir, mientras que otro empleado, también blanco y con el pelo oscuro como yo, disparó en ese mismo instante contra nuestro jefe (Ahora que lo releo, me suena que quizá esto lo he leído yo en otro lugar, así que disculpadme si este ejemplo realmente no es de mi autoría. La memoria juega estas pasadas y ¿Quién sabe si todo lo que escribimos no es más que repetir algo que ya leímos pero que no recordamos haber leído?). 

Bien, ¿y cómo solucionamos el problema? Una primera salida es la pragmática: no es tan grave. Los problemas de Gettier son excepcionales, siendo la definición de conocimiento de Platón completamente válida en la inmensa mayoría de los casos. Tengamos en cuenta que las definiciones no son dogmas inamovibles, ni capturas de esencias, sino etiquetas que nos permiten pensar. El hecho de que esta definición de para todo el debate que ha dado, ya la da por bastante satisfactoria como «bomba de intuición» que diría Dennett. Vale, pero eso no es causa suficiente para no buscar una mejor solución al problema. Estamos de acuerdo en que la definición es valiosa y funcione casi siempre, pero eso no quita para que no intentemos buscar algo mejor.

Otras salidas consisten en ir añadiendo una cuarta condición que salve los bártulos. Una idea es apelar al fuerte indeflectismo, a la certeza más absoluta. Si analizamos los ejemplos, vemos que fallan porque hay un error en las premisas: Jones no consigue el empleo, no es el auténtico dueño del Ford, confundo la Física con la Metafísica de Aristóteles, no me fijo bien en que la oveja es realmente un perro, no me doy cuenta de que se me encasquilla la pistola… Si hubiéramos verificado mejor estas afirmaciones no habría ningún problema. Sí, pero, ¿hasta qué límite verificamos? Hasta que no quepa ninguna duda, hasta que estemos, en términos cartesianos, ante ideas claras y distintas. De acuerdo, pero no sé si vamos a peor: no podemos tener certeza absoluta de casi nada, por lo que gran parte de lo que hoy consideraríamos ciencia no pasaría la criba. La jugada sale demasiado cara.

Una propuesta ciertamente ingeniosa es la de Alvin Goldman. Desde su teoría causal de la justificación se nos indica que tiene que darse un patrón de relación adecuado entre lo que causa el conocimiento y la justificación del conocimiento, cosa que no se da de en los casos de Gettier. Por ejemplo, si yo veo una manzana con mis ojos, esa observación causa que yo afirme «Aquí hay una manzana» y la confiabilidad que yo tengo hacia mis sentidos justifica mi creencia. En el primer ejemplo de Gettier, los factores que hacen que se crea en la proposición «El hombre que obtendrá el empleo tiene diez monedas en su bolsillo», a saber, haber hablado con el jefe y haber contando las monedas del bolsillo de Jones, no tienen nada que ver con las razones que la hacen verdadera al final: comprobar que Jones obtiene el trabajo y comprobar que tengo diez monedas en mi bolsillo. Hay entonces una relación extraña, anormal, entre la causa de la creencia y su justificación.

Otros intentos han ido en la línea de eliminar el factor azar. Si observamos todos los ejemplo siempre aparece un factor azaroso que hace que la predicción sea verdadera. El problema, claro está, es que eliminar por completo la suerte nos llevaría a una nueva versión del indeflectismo y, de nuevo, estaríamos pagando un precio demasiado alto. Además, también tenemos el problema de definir o comprender bien qué es el «azar», si bien, al menos a mí, me parece sumamente interesante como investigación filosófica: ¿qué relación existe entre el azar y el conocimiento?

Otra idea que me evoca la suerte epistémica es pensar en cuántas veces tenemos explicaciones que parecen casar perfectamente con los hechos, pero que son erróneas. Dicho de otro modo: ¿cuántas veces obtenemos el resultado correcto a partir de una interpretación equivocada? Por ejemplo, en el campo de la inteligencia artificial tenemos programas que juegan al ajedrez y que, sin la menor duda desde hace ya muchas décadas, pasarían un test de Turing ajedrecístico. Podríamos decir que ya que tenemos programas indistinguibles de un humano jugando al ajedrez (tenemos el resultado correcto), hemos descubierto los auténticos procesos cognitivos que utiliza un humano cuando juega (tenemos una teoría correcta). Obviamente, nada más lejos de la realidad. Y es que tener el resultado correcto no es sinónimo de tener la verdad. Mensaje curioso, desde luego.

Pare el que quiera indagar un poquito más, aquí tiene un artículo más amplio.

Viendo este magnífico vídeo uno entiende el neoplatonismo de Bertrand Russell o de Roger Penrose ¿Quién se atrevería a decir que todas las reglas que dominan el funcionamiento de estos números son una construcción social o histórica? ¿Quién se atrevería a decir que dichas reglas podrían ser diferentes? No, esas reglas son las que son y no podrían ser de otra manera con total y absoluta independencia de que el hombre existiera o no. Y si existen con independencia del sujeto habría que determinar qué tipo de entidad tienen ¿Son materiales? Si así lo fueran podríamos ubicar, por ejemplo, el número siete, en un lugar determinado del espacio, ya que la ubicación espacial parece ser uno de los rasgos más característicos de lo material. Sin embargo, el número siete no parece estar en ningún lado concreto. Tiene, por así decirlo, en don de aparecer allá donde se lo necesita cada vez que alguien lo utiliza para hacer una operación aritmética. Entonces habría que postular algún tipo de existencia diferente a la puramente material para estos mathematas. Platón no era imbécil, desde luego.

Un dato que sale en el vídeo y que me ha dejado perplejo ha sido cuando dice que 1 es igual a 0,9 periódico ¿Cómo? No puede ser. Lo lógico sería pensar que 0,9 periódico está siempre a punto de llegar a 1 pero nunca lo consigue. Pues no, queridos amigos, y la demostración es, además, trivial. Declaremos una variable N que vale 0,9999999999… Ahora la multiplicamos por 10 de modo que 10N = 9,999999999… Ahora, sencillamente, restémosle N a 10N:

Nos da que 9N = 9. Despejamos La N y 9 entre 9 da 1, quod erat demostrandum. Increíble. Pero pensémoslo de otra manera. Sabemos que entre dos números cualquiera siempre podemos meter infinitos números racionales, por lo que, tal y como se afirmaba en la paradoja de Aquiles y la tortuga, hay infinitos números entre cualquier par de números que escojamos por muy «cerca» que pensemos que están. Por ejemplo, entre el 1,3 y el 1,4 podemos meter el 1,31, el 1,32, el 1,33… y luego seguir con el 1,311, el 1,312, el 1,313, etc. ad infinitum. Pero si hacemos lo mismo entre el 1 y el 0,9 periódico… ¿Qué número podemos meter en medio? ¡Ninguno! ¡Intentadlo! No cabe absolutamente nada entre ambos, precisamente porque son el mismo y único número.

Y por si nos hemos quedado con ganas de más, vamos a contar otra demostración que, en el momento en el que la conocí, me dejó absolutamente perplejo. Si comparamos el conjunto de los números naturales y el de los números enteros, el más sano sentido común nos dice que hay más números enteros que naturales…

¿Parece obvio, no? Pues no, porque puede establecerse, trivialmente, una relación biunívoca entre ambos conjuntos de números, es decir, podemos emparejar cada número natural con un número entero de forma que haya la misma cantidad de números. Para hacerlo podemos comenzar emparejando el 0 con el 1, y luego generamos los enteros positivos emparejándolos con los naturales pares y los enteros negativos con los naturales impares. Ya está, podemos seguir hasta el infinito por arriba y por abajo y… ¡siempre tendremos el mismo número de elementos a ambos lados!

Por si nos hemos quedado con ganas, el señor Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor va a demostrar de una forma tan sencilla como genial que los números reales (todos los números que existen) no son numerables. Operando por reducción al absurdo, va a suponer lo contrario. Que una lista de elementos sea numerable quiere decir que podemos contarlos, es decir, que como pasaba con los números enteros, podemos emparejarlos con la lista de todos los números naturales. Vamos a intentar hacerlo. Si yo empiezo por el natural 1 y lo emparejo con el real 0,1… ¿con cuál emparejo el 2? Pues con el 0,11 por ejemplo ¿Y el 3? Con el 0,111… Pero, ya nos hemos atascado. Podemos seguir añadiendo unos y jamás llegaremos al 0,2… ¿Cómo lo hacemos? ¡Es muy difícil hacer una lista de números reales cuando podemos meter infinitos entre cada par de números! Cantor nos dice que no vayamos por ahí. Simplemente nos hace falta suponer que todos los números reales pueden ponerse en una tabla y emparejarse con los naturales, por ejemplo, así…

La primera columna representa todos los números naturales y las siguientes representarían todas las posibles combinaciones numéricas de números reales declaradas con la variable a, un índice para el número de fila y un subíndice para el número de columna. La tabla puede extenderse hasta el infinito hacia la derecha y hacia abajo, de modo que da igual lo largo que fuera el número o, incluso, que fuera infinito.

Entonces parecería que da igual cómo ordenemos los números o si tuvieran infinitos decimales. Cualquier número que imaginemos podría ponerse en esta lista y emparejarse con un natural, por lo que habríamos demostrado que los números reales son numerables… No tan deprisa que viene el ingenio de Cantor. Vamos a sumar la unidad a todo número cuyo número de fila y de columna coincidan, trazando así una infinita diagonal que atraviese toda nuestra tabla. El número resultante siempre diferirá en una unidad de cualquier número que esté en la tabla, de modo que existirá, al menos un número, que no hayamos emparejado con un número natural, es decir, que existirá algún número que no hemos contado. Conclusión, los números reales no son numerables ¡Ya está! ¡Así de simple! Pero, ¿a quién se le habría ocurrido hacer una demostración así?

Pero es que no solo existirá un número que no está en la lista. Sencillamente, en vez de sumar la unidad, sumemos dos a cada elemento de la diagonal… y luego 3, 4, 5 y así ad infinitum… ¡Hay infinitos números que no están en la lista y que, por tanto, no hemos contado!

Quizá el primer problema de la historia de la filosofía occidental haya sido este: si Heráclito decía que la esencia del mundo es estar en continuo devenir, es decir, en constante y fluido cambio, y Platón afirmaba que solo es posible conocer lo que no cambia… ¿cómo es posible conocer la realidad? Platón tuvo que inventarse otro mundo estático e inmutable fuera del mundo natural, tal como, sorprendentemente (al menos para mí), hizo Popper ya bien metidos en el siglo XX, junto con muchos otros neoplatónicos actuales.

Pero, ¿permanece algo en el cambio? Parece que sí. Cuando miro a mi alrededor el mundo parece bastante estable y los objetos permanecen, al menos, tiempos razonables dada mi escala de medición humana… Si nos centramos en el presente, casi todo sigue igual y solo algunas cosas cambian. Ahora mismo estoy sentado enfrente de mi ordenador, mientras mi hija recorta papeles de colores en mi misma mesa. Al fondo, la tele está encendida. Si hago un cómputo entre lo que cambia y lo que no, la estabilidad gana por goleada: las paredes, los muebles, el suelo (el fondo de mi campo perceptivo), los colores, la luz permanece completamente invariable. Solo mi mente pensando, mis manos tecleando, las letras apareciendo en la pantalla, los movimientos de mi inquieta hija y el sonido de fondo de la televisión son cambiantes. Y dentro de eso que cambia, también hay cierta permanencia. Mis pensamientos parecen seguir siendo míos, siendo, de algún modo coherentes con los anteriores; las teclas siguen estando en su sitio, las letras permanecen escritas tal y como las escribo; mi hija sigue siendo ella y el sonido de la tele suena tan común y corriente como siempre lo ha hecho. Ahora mismo mi realidad sucede tranquila, predecible, controlable, apacible, cómoda…

Pero, si por ejemplo, los físicos nos dicen que los objetos están compuestos por partículas que están en continuo movimiento, si los objetos cambian de posición, salen y entran de mi campo de visión… ¿cómo sé que son los mismos y no otros diferentes? Si hay millones de fotones que bombardean a cada segundo todo mi cambio de visión, haciéndolo cada vez en cantidades variables, rebotando y chocando con todo… ¿cómo percibo colores e iluminaciones tan estables? Lo lógico sería pensar en una realidad caótica, confusa, vibrante… como el cuadro de Jackson Pollock que vemos arriba.

Bien, hagamos un experimento. El psicólogo cognitivo Roger Shepard y su discípulo Sherryl Judd, enseñaban a varios sujetos un conjunto de las doce pares de formas tridimensionales de la imagen de abajo. Como vemos, son dos formas idénticas cuya relación se va modificando en función de unas sencillas reglas de transformación: traslación en un plano bidimensional, rotación, traslación en profundidad (o cambio de escala), o rotación del propio plano (en g, h, i y l) .

Después, Shepard y Juud preguntaban que, suponiendo que las dos figuras del par fueran la misma, qué tipo de transformación había sufrido la primera para llegar a la posición de la segunda. En el caso del par a, la explicación parece clara e indiscutible: la figura se ha movido a la derecha por un plano. Sin embargo, en b caben dos explicaciones posibles: o el objeto ha aumentado su tamaño, o se ha acercado al observador partiendo de un plano tridimensional.  Del mismo modo, por ejemplo en h, puede decirse que la figura se ha contraído o que ha rotado sobre sí misma. La mayoría de los observadores elegían la explicación que no implicara cambiar la forma o el tamaño del objeto, prefiriendo añadir una tercera dimensión con tal de no modificarla. Es decir, ante dos explicaciones igualmente válidas, se elige la que mantiene estable el objeto (en la imagen, lo escrito encima del par de formas es la explicación que modifica la forma, y lo escrito debajo la explicación que no), lo que viene a demostrar que tenemos una tendencia innata a estabilizar la realidad. A esto lo llamo Shepard invariante (término tomado de James Gibson). En una sucesión temporal, nuestro cerebro intenta maximizar lo invariante de una realidad siempre cambiante. Pero lo invariante no es, desde luego, ninguna propiedad esencial o forma aristotélica que el sujeto abstrae del objeto, sino todo lo que sea posible percibir que me permita seguir identificando el objeto como el mismo en el momento siguiente.

Unas investigaciones muy relevantes (muy potentes al respecto son las de Hubel y Wiesel, por las que ganaron un Premio Nobel) demostraron como nuestra percepción visual es especialmente buena detectando los bordes de los objetos ¿Por qué? Para mantener la identidad de lo observado, dejando muy clara la frontera entre lo que es y no es el objeto (cuando, realmente, los objetos tienen bordes mucho más borrosos de como los percibimos). Los bordes nos dan información más relevante sobre la estructura invariante del objeto que cualquier otra región visual del mismo. A nivel físico, pueden describirse como un cambio brusco en los niveles de luminancia, que es además resaltada por la inhibición lateral de los fotorreceptores de la retina. La demostración es muy espectacular con las bandas de Mach:

Al observarlas nos da la impresión de que los límites entre las bandas tienen un cierto relieve, pareciendo sobresalir hacia nosotros y creando la ilusión óptica de cierta concavidad en cada banda. La ilusión se produce porque nuestro cerebro clarea u oscurece de más los límites entre cada banda para resaltar el contraste y diferenciar mejor unas de otras. Los bordes son un invariante que nuestra cognición trata de mantener a toda costa, incluso falseando la misma realidad.

 

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Observamos una manzana ¿Qué quiere decir que tenemos conocimiento de esa manzana? Podríamos empezar por sus características externas: color,forma, longitudes… Sí, nadie dudaría en decir que estos datos son conocimiento pero, en general, es un conocimiento poco interesante. Si introdujéramos la imagen de la manzana en una malla cuadriculada en la que en cada celda indicamos con una numeración el tono de cada color, tendríamos una matriz numérica que correlacionaría cada color con su posición. Sería una representación muy clásica y, desde cierta perspectiva antigua, muy realista. No obstante, si no somos ingenieros de visión artificial, esta correlación nos importa poco. La verdad, la realidad, el auténtico conocimiento, no puede ser solo eso, tiene que ser algo que esté detrás, que está por debajo de la superficie. Los griegos ya opusieron realidad a apariencias. Curioso, opusieron la realidad a lo que se aparece, es decir, a lo que tienes delante de los ojos. Lo que ves, precisamente, no es lo real. Hay que excavar en la realidad, atravesar la piel de su superficie para adentrarnos en sus profundidades. Allí es donde está la auténtica verdad.

Pero es que no hace falta irse a perspectivas anti-empiristas para afirmar lo mismo. Para el físico actual, científico de los científicos, la verdad sigue estando por debajo de las apariencias. Existe un orden oculto tras lo que observamos: unas leyes fundamentales ¿Alguien ha visto alguna vez la ley de gravitación universal? No, solo observamos colores y formas en movimiento que pueden comportarse siguiendo ciertas regularidades, que repiten su conducta en el tiempo. La lógica, el patrón de esa regularidad es lo que puede traducirse a una fórmula. Entonces no nos interesa su presencia actual, lo que ahora mismo es delante de mí, sino su historia, lo que ahora no es pero fue. El físico no es más que un historiador de la materia.

Per ¿por qué la auténtica realidad está bajo la superficie o en la historia del objeto y no en la observación pura del mismo? ¿No podríamos decir que ya está, que con saber el color y la forma de la manzana ya sabemos lo que tenemos que saber de la manzana? ¿Por qué la apariencia externa no podría ser el auténtico conocimiento y lo profundo no ser interesante? ¿Por qué un genio maligno quiso complicarnos las cosas? Para el conocimiento científico la respuesta es evidente: hemos de adentrarnos en las profundidades si queremos saber el comportamiento de un objeto y, lo que para la ciencia es lo mismo, poder predecirlo. De la mera observación externa actual sin más no puedo sacar predicción alguna. El porqué de una conducta siempre se encuentra bajo la superficie ¿Seguro? ¿Es correcto todo lo que estamos diciendo? NO.

Herencia parmenídea, esta ha sido la ontología básica desde la que nos hemos movido en Occidente. Y este legado nos ha llevado a cometer errores de cierta envergadura. Pensar que detrás de los acontecimientos existe un mundo paralelo en donde se encuentra la auténtica verdad puede hacernos caer, al menos, en dos:

  1. Cierto desprecio a la observación. Si la auténtica verdad no está en lo observable, sino «detrás», podemos no creer en lo que está delante de nuestros ojos en pro de algo que no podemos siquiera ver. Esto es peligroso: siendo fieles a cierta ideología, podríamos llegar a invalidar resultados experimentales o a dar demasiado crédito a entidades «que no se ven». Creo que es bastante saludable no saltarse, al menos, el juicio de la experiencia.
  2. Platonización de lo no observable. Nadie ha contemplado jamás la ley de la gravedad pero podemos caer en la trampa de hacerla real en el sentido de pensar que existe con independencia de los objetos sobre los que tiene efecto. Puede parecernos que «existe un lugar» en donde están cosas como el teorema de Pitágoras, las reglas del cálculo o la ley de Coulomb… En este error cayó Popper con su mundo 3. Además, agravamos el error al pensar que esos elementos del «otro mundo» son eternos e inmutables. Parece que la ley de la gravedad siempre operará de la misma forma sin cambiar en nada ¿Estamos seguros? ¿No podría ser que las leyes cambiaran o evolucionaran?

No amigos, el hecho de que la ley de la gravedad no sea visible pero, de algún modo, sea real, no quiere decir que exista en un mundo aparte. Realmente, lo que observamos son objetos que se comportan de un determinado modo. De las regularidades de su comportamiento deducimos fórmulas que nos permiten predecir su conducta. Parece ser que los objetos se comportan según determinados hábitos o costumbres. A estos hábitos los llamamos leyes, pero eso no quiere decir que esas leyes existan «fuera» de los objetos.

Si lo pensamos con un ejemplo lo veremos muy claro: yo tengo la costumbre de leer siempre en la cama antes de dormir. Si un científico de la conducta me estudiara podría matematizar mi conducta y predecir que, dada una serie de condiciones iniciales, yo leeré siempre antes de dormirme ¿De aquí podríamos deducir que «leer en la cama antes de dormir» es una ley que existe con independencia de mí mismo y de mi cama en el mundo de las ideas de Platón?  No, una ley de la naturaleza no es más que el registro de regularidades en la naturaleza, nada ontológicamente real.

Creo que la verdad está en la superficie, no en ninguna profundidad. Sin embargo, eso no quiere decir que la verdad sea superficial en el sentido peyorativo del término, ni si quiera que sea fácil encontrarla. Predecir y comprender el funcionamiento de la realidad es muy, muy difícil, por mucho que pueda encontrarse delante de nuestros ojos. Dicho de otro modo: la superficie es bastante profunda.

Glaucón, comentarista habitual de los diálogos platónicos, cuenta en el II libro de la República una versión del mito del anillo de Giges. En él, Giges, un pastor del rey de Lidia, se adentra en una grieta causada por un terremoto y encuentra un caballo de bronce en el que hay un cadáver de un gigante con un anillo de oro. El pastor se queda con el anillo y pronto se da cuenta de que, al girarlo, el anillo otorga la invisibilidad a su poseedor. Entonces, utilizará el anillo para ir al palacio del rey, seducir a la reina y, con su auxilio, asesinar al regente y hacerse con el trono. Y Glaucón concluye:

Ahora bien; si existiesen dos anillos de esta especie, y se diesen uno a un hombre de bien y otro a uno malo, no se encontraría probablemente un hombre de un carácter bastante firme para perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar a los bienes ajenos, cuando impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las casas, abusar de toda clase de personas, matar a unos, libertar de las cadenas a otros, y hacer todo lo que quisiera con un poder igual al de los dioses. No haría más que seguir en esto el ejemplo de hombre malo; ambos tenderían al mismo fin y nada probaría mejor que ninguno es justo por voluntad, sino por necesidad, y que serlo no es un bien en sí, puesto que el hombre se hace injusto tan pronto como cree poderlo ser sin temor.

La conclusión es terrible: los hombres sólo obramos bien por necesidad, porque las circunstancias nos obligan a ello, por temor al castigo que hobbestianamente mantiene el orden social. Pero en el momento en que un hombre puede hacer lo que le place con total impunidad, el mal está servido. Conclusiones similares pueden sacarse de las versiones modernas de este mito que constituyen los famosos experimentos de Stanley Milgram o de Philip Zimbardo. En un determinado contexto social, dándose una serie de condiciones, el hombre aparentemente más bondadoso, puede cometer actos terribles. Para Zimbardo la solución estribaría en diseños de ingeniería social muy cuidadosamente planeados para reducir la posibilidad de malas acciones. Para la psicología de corte ambientalista, hay que fabricar entornos moralmente favorables, hay que sujetar «desde fuera» la maldad que el individuo tiene potencialmente dentro. Yo también añadiría el factor «interno». Para que un hombre no haga el mal también es importante una educación, la voz interior de la conciencia que ponga trabas, que cause remordimiento ante la mala acción. Conjugando ambos factores podríamos mejorarnos moralmente.

Pero volvamos a la idea clave: la impunidad. Glaucón insiste en que incluso un hombre bueno caería en la senda del mal siempre que se concediera impunidad a sus actos. Apliquemos esta condición a nuestra realidad política. Tenemos un contexto social reglamentado de tal modo que nuestros dirigentes tienen una fuerte sensación de impunidad en sus actuaciones. De todos los políticos imputados judicialmente sólo una ridícula minoría acaban entre rejas; la división de poderes es precaria, teniendo a jueces que toman decisiones en base a presiones partidistas; no existe responsabilidad política alguna: puedes arruinar cajas de ahorros (que previamente te has repartido con tus compañeros de partido), tener intereses privados que mejoran con tu vida política, colocar a amigos y familiares en puestos públicos; y un largo etcétera de abusos que una alta cuota de poder te da la posibilidad de hacer sin que aparentemente te pase nada. Al final, con independencia de lo bien o lo mal que lo hicieras, te retiras con una buena pensión pública para, aún así, seguir trabajando de consejero en una gran multinacional.

Reiteremos la idea de Glaucón: si incluso un hombre bueno cae en el mal, ¿cuánto más caerá alguien a priori no tan bondadoso o incluso ya abyecto? La política se postula entonces como el entorno social predilecto para la inmoralidad. Pero lo interesante no es decir esto, algo muy consabido, sino hacer un ejercicio de autoreflexión. Solemos mirar a los demás con ojos muy críticos, atentos a sus errores y tropelías, ¿pero qué pasa cuando la mirada se vuelve hacia nosotros mismos? ¿Qué pasaría si cayera en nuestras propias manos el anillo de Giges? ¿Obraríamos bien a pesar de tener mucho poder y una impunidad absoluta?

Liberation (1955) es una de mis imágenes favoritas de Escher. Abajo, una serie de triángulos equiláteros perfectamente teselados que, progresivamente, van perdiendo su perfección para materializarse en objetos mundanos, en pájaros propios de nuestra realidad sensible. Es la escena del demiurgo platónico creando el universo. Tenemos el mundo de las ideas, el mundo de las formas geométricas eternas e inmutables sólo accesibles a nuestra alma racional. A mis alumnos, antes de empezar a explicarles a Platón, me gusta preguntarles: ¿Alguien ha visto alguna vez un triángulo? Sorprendidos y extrañados, todos contestan que sí, que hay triángulos por todas partes. No, les respondo, vosotros sólo podéis contemplar copias imperfectas de la idea de triángulo. Si miráis cualquier triángulo con una lupa, haciendo una especie de zoom en cualquier de sus lados, comprobaréis que las líneas que lo forman no son del todo rectas, tienen imperfecciones, son rugosas, sinuosas… de modo que el triángulo perfecto acaba por convertirse en algo irregular, en un objeto del mundo. Las montañas o las playas, como decía Mandelbrot, no son un conjunto de formas geométricas, no se ajustan para nada a las regularidades de nuestra representación euclídea. Nadie jamás ha visto un triángulo.

Así, nuestra realidad, el mundo sensible, es totalmente diferente a nuestros precisos modos de representarlo. Es desordenado, caótico, irregular y, sobre todo, dinámico. Los objetos se mueven, cambian, fluyen en el río de Heráclito. Por eso, para Platón, nuestro mundo es incognoscible: ¿Cómo voy a hacer geometría de un mundo en el que no hay triángulos? Por eso, el conocimiento no es cosa de este mundo, sino del otro. Para comprender hay que escapar de él, romper del velo de Maya de los sentidos, las apariencias de nuestros ojos engañados, liberarse de la esclavitud de la caverna para ver el mundo de las ideas en todo su esplendor.

Sin embargo, en la imagen de Escher, la dirección es opuesta. Los pájaros se liberan de su prisión geométrica y no al contrario. Al principio, parecen atrapados, apretados unos contra otras en la férrea teselación ideal. Cuando se transforman en pájaros abren huecos entre ellos y pueden volar. Al contrario de como pensaba Platón, para Escher el mundo de la libertad no es el de las ideas sino el de los sentidos.

Lo realmente interesante del planteamiento es la oposición entre ambos mundos, disyunción, casi siempre excluyente, que ha atravesado toda la historia del pensamiento. Nuestros científicos crean modelos matemáticos de la realidad buscando isomorfismos entre ambos mundos, buscando representaciones que sean reflejos perfectos de lo que pasa en el mundo sensible, pero muy a menudo, por no decir siempre, la realidad parece escaparse a esta rigidez geométrica. Da la impresión de que el genio maligno de Descartes nos tendió una fatídica trampa: creó un mundo fluido y caótico y nos limitó a pensar en él con estructuras estáticas e inflexibles. La tragedia de la condición humana.

Otro elemento que me gusta del dibujo de Escher es el aspecto de pergamino enrollado que se descubre en la parte inferior de la obra. Parece como si nos quisiera decir que el mundo de las ideas de Platón es mucho más que ese grupo de triángulos equiláteros. Si desenrrolláramos el papel, quizá encontraríamos más ideas platónicas: ¿Estarán allí las ideas de justicia, verdad y bondad, imposibles de dibujar? ¿O quizá Escher ha querido hacer otra referencia al infinito, a esos bucles que se repiten una y otra vez tan presentes en toda su obra? ¿O también a otra autorreferencia? Es posible que los triángulos no sean más que pájaros que han vuelto a ser confinados a su prisión geométrica en un bucle que se cierra sobre sí mismo de modo interminable. La asimetría entre mundos, el infinito, y la autorrefencia: Escher resume en este dibujo todos los límites del conocimiento humano.

Igual que a cualquier sistema de pensamiento, a la democracia se le pueden aplicar las clásicas paradojas de autorreferencia: ¿sería válido abolir el sistema democrático si todos votamos que así sea? ¿Podemos abolir la democracia democráticamente? ¿Es legítima una decisión que cambie las mismas reglas del juego democrático? Sería como cambiar las reglas del ajedrez mientras jugamos una partida. O, más interesantes aún son los problemas que surgen cuando nos acercamos a los límites de la democracia: ¿tiene alguno? ¿Podríamos votar democráticamente exterminar a los judíos, negar derechos a minorías étnicas o al género femenino? ¿Deben regirse democráticamente todos los ámbitos de toma de decisiones? ¿Una empresa o el ejército han de funcionar democráticamente?

Uno de los objetivos, si no el principal, de las asignaturas que imparto como profesor, es crear alumnos con capacidad de pensar por sí mismos, con sentido crítico. A mí me gusta decir que educo para crear una sociedad civil ingobernable. Educamos para la ingobernabilidad. Y así ocurre: hijos de las clases de filosofía de principios de siglo tenemos el 15-M, pero cuando se deciden a acampar en las calles realizando asambleas (ecos de la idolatrada ágora griega) no sabemos qué hacer con ellos. Después, cuando boicotean las investiduras de alcaldes y diputados decimos que hay líneas rojas que no se deben pasar. Estamos de nuevo ante una paradoja: ¿Quieren más democracia a la vez que atacan las instituciones democráticas? ¿Quieren más representación a la vez que increpan a los legítimos representantes? Claro, diríamos, pero es que precisamente los hemos educado para ello: si quieres rebelarte contra el sistema tendrás que atacarlo ¿Desde cuando las revueltas no molestan? Los políticos quieren que los movimientos críticos sean majetes con ellos y no hagan ruido alguno. Sí, critica lo que quieras sentado en tu placita debatiendo con tus amiguitos, que yo seguiré a lo mío. Es más, si me viene bien y queda popular, voy y muestro públicamente mi simpatía hacia ti. No queridos políticos, la desobediencia civil significa desobediencia, es decir, dar problemas.

Artur Mas dijo que costó mucha sangre erigir el parlamento catalán. Es cierto, las instituciones democráticas que tenemos son fruto de siglos de esfuerzos y, en gran parte gracias a ellas, gozamos de unas cuotas de bienestar inauditas en la historia. Pero, ¿qué pasa cuando políticos mancillan ese parlamento con sus corruptelas y demás bajezas? No les votes, diríamos. Pero, y aquí va otro de los grandes problemas de la democracia: ¿qué pasa si no podemos echar a esos políticos? El sistema democrático se da muy fácilmente a la manipulación, al engaño, a la retórica, al populismo sofista. Como ya denunciaron Platón o Aristóteles, la democracia degenera fácilmente en demagogia. Los políticos luchan por controlar los medios de comunicación, marcan las directrices de los informativos de las televisiones y las líneas editoriales de los periódicos. ¿Cómo entonces dar legitimidad absoluta a los resultados de las votaciones si pueden ser fruto de la manipulación? Resulta poco más que evidente como la atención mediática se centró primordialmente en los altercados violentos en el parlamento catalán y no dijo apenas nada de los duros recortes que se aprobaron en él ¿Es legítimo un gobierno erigido por una población manipulada?

Podríamos contestar que no y entonces sería lícito entrar en el Parlamento y tomarlo. ¡Peligrosísima solución! No, nuestra democracia tiene serios problemas a todos los niveles pero la solución no está en llevar su crítica al extremo de tener que cambiarla de raíz (esta es la simplista bipolarización en la que solemos caer muchas veces). La solución está en una regeneración, en cambios profundos, pero admitiendo y conservando los elementos positivos, que son muchísimos. Aquí el árbol no nos deja ver el bosque. Es curioso como cuando alguien se declara antisistema no duda en acudir a un hospital público para curarse los moratones que le han causado los antidisturbios como si el hospital no fuera parte del sistema. Supongo que tampoco le gustará el agua caliente que sale por las cañerías, la luz eléctrica o las carreteras por las que circula. O nuestro querido acampado al que la ha tocado la lotería… ¿No debería renunciar a un premio dado por un sistema tan corrupto?

Si algo se puede sacar de positivo de los disturbios en el parlamento catalán es que a los políticos se les ha dado un toque muy serio, se les ha asustado. Está bien (advierto que voy a decir una barbaridad) que los políticos no puedan tomar a la ligera decisiones tales como hacer recortes en sanidad, que sepan que no tienen impunidad total para hacerlo. Eso es lo único bueno que veo en unos altercados bochornosos a todas luces condenables e injustificables. Las grandes crisis llevan todo al extremo y ahora estamos viendo como todos nos estamos moviendo en los límites de la democracia, en los límites del sistema.

Véase Sobre demos y kratos

Quizá por mi mentalidad moderna no me cuesta demasiado comprender el universo como una enorme maquinaria. Es fácil imaginarse átomos moviéndose según una serie de leyes, engranajes y palancas, fuerzas y aceleraciones; y tener en el cerebro la representación mental similar a la del plano que hace un arquitecto o ingeniero: formas geométricas, esquemas, símbolos y fórmulas matemáticas. Es el cosmos que nos dejó la revolución científica en sus primeros siglos, el universo de James Watt y de Isaac Newton. Es el cosmos en el que nos han educado.

Sin embargo, y quizá por la misma razón, me cuesta muchísimo imaginarme el universo desde el paradigma previo al mecanicismo. Antes de que Copérnico y Galileo dieran a luz un mundo radicalmente nuevo, se entendía el cosmos como un gran ser vivo, como un organismo biológico. ¿Cómo es posible imaginarlo todo como algo viviente cuando, precisamente, andamos como locos buscando un resquicio de vida en la inmensidad de un espacio dominado por lo inerte? Platón nos ofrece un texto maravilloso en el Timeo donde aporta razones para defenderlo:

Y lo ha combinado así [su constructor], primero para que el Todo fuera en lo posible un viviente perfecto, formado por partes perfectas; en segundo lugar, para que fuera único, sin que fuera de él quedara nada de lo que pudiera nacer otro viviente de la misma clase; y finalmente, para que se viera libre de vejez [eterno] y enfermedad [incorruptible] […]. Ésta es la razón de que Dios haya formado el mundo en forma esférica y circular, siendo las distancias por todas partes iguales, desde el centro hasta los extremos. Ésta es la más perfecta de todas las figuras y la más completamente semejante a sí misma. Pues Dios pensó que lo semejante es mil veces más bello que lo desemejante. En cuanto a la totalidad de la superficie exterior, la ha pulido y redondeado exactamente, y esto por varias razones. En primer lugar, el mundo no tenía ninguna necesidad de ojos, ya que no quedaba nada visible fuera de él, ni de orejas, ya que tampoco quedaba nada audible. No lo rodeaba ninguna atmósfera que hubiera exigido una respiración. Tampoco tenía la necesidad de ningún órgano, bien fuera para absorber el alimento, bien para expeler lo que anteriormente hubiera asimilado. Pues nada podía salir de él por ninguna parte, y nada tampoco podía entrar en él, ya que fuera de él no había nada. En efecto, es el mundo mismo el que se da su propio alimento por su propia destrucción. Todas sus pasiones y todas sus operaciones se producen en él, por si mismo, de acuerdo con la intención de su autor. Pues el que lo construyó pensó que sería mejor si se bastaba a sí mismo que no si tenía la necesidad de alguna cosa. No tenían para él ninguna utilidad las manos, hechas para coger o apartar algo, y el artista pensó que no había necesidad de dotarle de estos miembros superfluos, ni le eran tampoco útiles nos pies, ni, en general, ningún órgano adaptado a la marcha […]. Por esa razón, imprimiendo sobre él una revolución uniforme en el mismo lugar, hizo que se moviera con una rotación circular.

Está claro: ¿para que iba a tener ojos, pies o manos el universo? ¿A dónde iba a ir, qué iba a coger o qué iba a ver si Él es todo lo que hay? ¿Y qué forma iba a tener sino la más bella de todas, la esfera, girando en movimiento rotatorio circular y uniforme? Platón también muestra un animal autosuficiente, enzarzado en un proceso cíclico de creación y destrucción… ¡un universo homeostático! ¿No se ve aquí, en el siglo VI a. C., la hipótesis de Gaia?

Dos ideas de raigambre platónica dominaban el panorama naturalista predarwinista: de lo más imperfecto es imposible que surja lo más perfecto y no es posible diseño sin inteligencia. Así, la scala naturae que gobernaba la visión del cosmos situaba en su cumbre a Dios, ente perfecto e inteligencia máxima por antonomasia, seguido en escala descendente por seres cada vez menos perfectos e inteligentes: ángeles, hombres, animales, vegetales, materia y, al final, la nada. Los entes medían su excelencia en función de su participación con Dios, de cuya excelencia se participaba en mayor o menor medida.

La revolución darwiniana romperá con ambas ideas. La selección natural es un simple mecanismo algorítmico (automático, no inteligente, no libre, «tonto») mediante el que Darwin demuestra que es posible generar diseño sin inteligencia. Darwin dice: Dadme una serie de entidades y mucho tiempo y yo os daré diseño. Nacen más individuos de los que pueden sobrevivir, y de entre ellos, los que, casualmente, tienen ventajas evolutivas, y no hay mejor ventaja evolutiva que un mecanismo que funcione precisamente para ser ventaja evolutiva (es decir, un diseño), sobreviven. Por acumulación de diseños, encontramos la gran complejidad de los ecosistemas terrestres. Un mecanismo idiota produce diseños de una complejidad todavía no comprensible en muchos casos. No nos hace falta una mente, entendida como tal, para diseñarlo todo, sólo hace falta mucho tiempo y selección.

Hay que tener cuidado en como entendemos el concepto de perfección. La única forma de hacerlo dentro del contexto biológico es como eficiencia (adecuación de objetivos a resultados) ya que si la entendemos como complejidad (tal como lo pensó Lamarck) caemos en el riesgo de que ambas pueden ser contradictorias (no hay nada tan eficiente como una bacteria ni nada tan poco complejo en comparación con un mamífero). Aplicando la idea de acumulación de diseños mediante selección natural, es una evidencia la mejora de la eficiencia de los diseños a lo largo de la historia biológica, es decir, un aumento de la perfección a partir de lo menos perfecto.

Este proceso ha dado lugar a la aparición de la mente humana (que nunca fue su final ni su conclusión. La evolución no es unidireccional ni ha terminado aún, es más, nunca termina estando siempre en un «en medio». La scala naturae debería dejar algún hueco encima del hombre pues éste seguirá evolucionando), que no es cumbre del diseño en muchos de sus aspectos a pesar de sí serlo en lo que se refiere a complejidad (entendida ésta de modo tosco como número de componentes e interrelaciones). La inversión de la revolución darwiniana, la peligrosa idea de Darwin, consiste en poner la inteligencia al final del proceso, no al principio. La mente es un resultado de la selección natural, no su causa. Cuando todos pensaban que un carro es tirado por caballos, Darwin nos dice que hay que poner los caballos detrás del auriga. Es una tesis compleja de asimilar y entender en todas sus consecuencias.

Y es que, ¿no resulta flagrantemente antropomórfico situar una inteligencia, por mucho que se enfatice que no es la humana y se la diferencie de ella, como la causa de todo lo que existe? La mera analogía del reloj de Paley no parece suficiente. En el presente estado del conocimiento biológico, ¿sigue siendo válida la comparación entre un reloj y un ser vivo? Pero es que la idea parece más básica. El mismo concepto de creación cósmica es absolutamente desconocido por la experiencia. Realmente, lo que nosotros conocemos son modificaciones de estados anteriores y nunca creaciones ex nihilo. Así, el encontrarnos con un reloj sólo podría llevarnos a pensar en un diseñador humano, nunca en una inteligencia divina que crea a partir de la nada.

No tenemos ni la más remota idea de qué «algo» pudo haber antes de que se generara el universo y la vida. Darwin no destruye la posibilidad de Dios, pero sí hace innecesaria la idea de Dios ingeniero, de inteligencia creadora. Uno de los argumentos más fuertes del teísmo, la idea de la ordenación teleológica del Cosmos como prueba de un Supremo Hacedor, salta en pedazos.

He metido a los que creo que son más importantes viendo sus descubrimientos e influencia histórica. No he metido artistas (pintores, arquitectos, escultores)  porque he pensado que al crear arte no crearon directamente teorías (si bien muchos de ellos lo hicieron) y aquí quiero preguntar por quién es el teórico más grande  de todos los tiempos. Perdonadme por las terribles omisiones que he cometido. Son todos los que están pero no están todos los que son.

La encuesta estará abierta hasta el 31 de Diciembre del 2011.