Autopoiesis o la obstinación de seguir siendo lo mismo

Publicado: 30 octubre 2012 en Evolución
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¿Qué es un ser vivo? ¿Qué diferencia establece la barrera entre lo vivo y lo inerte? Pregunta del millón. La respuesta tradicional que todos aprendimos en la escuela se queda ridículamente corta: un ser vivo nace (¿es nacer reproducirse por mitosis o partición? ¿Los virus nacen?), crece (los seres unicelulares se mantienen durante toda su corta existencia más o menos con el mismo tamaño), se reproduce (esta es la que más se acerca) y muere (para contradecirlo tenemos el caso de la inmortal Turritopsis Nutrícola).

¿Por qué definimos entonces a un ser vivo? La mejor definición que he leído hasta la fecha se inspira en la del genial Aristóteles, teniendo unos veinticuatro siglos de antigüedad. Un ser vivo actúa siguiendo un propósito, una finalidad. El estagirita pensaba que ésto era aplicable a todo el universo, y no sólo a los seres vivos, concibiendo un cosmos teleológico en donde todo, desde las piedras hasta las sociedades humanas, funcionaban según una naturaleza intrínseca. Ese fue su error. Ahora pensamos que el mundo inerte no sigue propósito alguno. Los planetas no giran en torno al sol porque lleven a cabo algún plan, sino que giran porque, simplemente, cumplen una serie de normas o leyes naturales que afectan a todos los cuerpos con masa. Los únicos seres que operan siguiendo fines son los vivos (y las máquinas hechas por el hombre).

Pero, ¿qué fin persiguen? ¿Cuál es el propósito de su existencia? Cabría hablar de dos niveles de teleología:

1. Los seres vivos operan para mantener una determinada estructura interna. Una célula realiza una amplia gama de intercambios con su medio en busca de mantenerse siempre igual. Es un sistema homeostático, una máquina que busca autorregularse, mantener un equilibrio interno (que, curiosamente, es un desequilibrio termoquímico). Estar vivo consiste en estar en desequilibrio, en conservar en el tiempo una estructura dinámica, un proceso. ¿Pero qué estructura es esa? Maturana y Varela la han bautizado como autopoiesis: producirse a sí mismos. Así es: la célula está constantemente regenerándose, reparándose, reconstruyéndose una y otra vez, formando un sistema cerrado que cambia de componentes pero no de estructura. La célula eucariota como componente fundamental de los seres vivos constituye una identidad autónoma, una estructura cerrada como un uroboros, como una serpiente que gira sobre sí misma protegiendo siempre su forma de anillo.

2. ¿Y qué sentido tiene mantener esta costosa estructura? También tenemos la respuesta: pasar la información genética a la siguiente generación. La estructura autopoiética encontró la forma de superar la muerte: repetirse lo más posible. Desde el comienzo de la vida en las profundidades de esos océanos inhóspitos en un planeta sin oxígeno en la atmósfera, la vida se las ha arreglado para construir sofisticadísimos sistemas autopoiéticos que tienen la gran virtud de repetirse indefinidamente de modo continuo.

Pensemos el calado profundo de estos dos niveles de finalismo: el único fin de la maquinaria biológica es seguir siendo. La naturaleza viva está tan obstinada en seguir siendo que ha dispuesto que todo su ser sea ese: seguir siendo. Pero, ¿para qué? ¿Por qué perdurar, repetirse hasta la saciedad? La respuesta tradicional desde el darwinismo es que la explicación está en la casualidad: hay una lucha por la supervivencia en la que las estructuras que, por la razón que fuera, consiguen variaciones que les otorgan ventaja, sobreviven más que otras. Si encajamos esto con la autopoiesis podemos decir que la competencia era tal que sólo los organismos que dedicaron toda su estructura a «seguir siendo» fueron los supervivientes, los que vencieron. Tuvo que haber un momento en la historia biológica en la que aparecieron estructuras autopoieticas y, no pudo ser de otra forma, consiguieron un gran éxito en la carrera por la supervivencia.  Lo difícil de explicar, y aquí es donde quiere investigar más profundamente Varela, es este salto que tiene que suceder para dar el paso de organismos ateleológicos a organismos dotados de autopoiesis. La cuestión estará, como siempre, en intentar comprender cómo surgen propiedades emergentes, en cómo de piezas sueltas y caóticas surge algo sistemático, organizado, en cómo pasar del caos al orden, de lo múltiple a lo uno.

Un dato interesante de la teoría de Varela es que él cree que nuestro sistema inmunitario es un sistema autopoiético independiente que vive, por decirlo de alguna manera, en relación simbiótica con nosotros. Tesis controvertida sin duda, pero que nos hace repensar en los límites de nuestra identidad. ¿Yo soy una unidad autopoiética o un conjunto de diversos sistemas también autopoiéticos que pueden ser más grandes que yo como individuo? ¿Formo parte de un ecosistema del que sólo soy una parte funcional? ¿Soy un órgano dentro de un organismo que, al igual que yo, lucha por seguir siendo él mismo?

comentarios
  1. miquel dice:

    Creo que el concepto de autopoiesis puede considerarse como sucesor del concepto de «conatus» propuesto por Spinoza (esfuerzo, empeño, impulso, inclinación, tendencia): “…cada criatura, en la medida que puede por su propio poder, se esfuerza para preservar en su ser…”. “…el empeño mediante el que cada criatura se esfuerza para preservar en su ser no es otra cosa que la esencia real de la criatura.(Proposiciones 6, 7 y 8. Ética, parte III).

    Escribí hace tiempo algo al respecto titulado «El conatus o la voluntad de vivir». Por si alguien está interesado:
    http://memoriasdesoledad.blogspot.com.es/2011/07/el-conatus-o-la-voluntad-de-vivir.html

  2. José Manuel dice:

    La autopoiesis, el conatus, la voluntad de vivir, el seguir siendo lo mismo, etcétera, va en contra de la «ilusión del yo» y la no libre voluntad (sin matices), ¿no?

  3. José Manuel:

    Yo puedo diseñar una máquina que haga todo lo posible por seguir existiendo sin que tenga un «yo» de ningún tipo. Pero no hay que ir tan lejos, un glóbulo blanco como estructura autopoiética se desvive por seguir siendo y nadie diría que tiene un «yo».

    De todas formas, y si quieres por seguir la discusión del otro día, yo no niego que tengamos consciencia ni que tengamos experiencias subjetivas, lo que niego es que lo que representan tenga realidad en un sentido muy concreto. La ilusión es cierta en tanto que ilusión. No niego que sienta un «mí mismo», niego (o por lo menos pongo en duda o pongo la cuestión sobre la mesa) que exista ese «mí mismo» que siento.

  4. Rubén. dice:

    Me parece interesante retomar el tema de la «ilusión del yo» en el contexto de la definición del concepto de autopoiesis de Maturana y Varela. Porque el yo, esa unidad personal, por así decir, es como una actualización constante que se va consolidando en la medida que nos vamos diferenciando de los otros. El yo requiere integración, pero ya lo creo que esa integración existe y es real, aunque su estabilidad sea, como pasa con la vida en general, una estabilidad dinámica, que hay que renovar constantemente. No es solo que me sienta a mí mismo, es que existe ese «mí mismo» que no ese ni aquel. En la socialización aprendemos a coordinar nuestro comportamiento con el de otros, pero esa coordinación exige diferenciación, porque para realizar una determinada tarea, pongamos que estamos jugando al fútbol, tenemos que, por ejemplo, cambiar nuestra localización inicial con respecto a la persona para que esa persona pueda pasarnos la pelota. Con la práctica anticipamos sus movimientos y la otra persona anticipa los nuestros, al tiempo que ambos contamos con los movimientos de terceros. Esta articulación operatoria hace que tengamos conciencia de nosotros mismos, y no es falso conocimiento o ilusión. Eso no quita que el yo, entendido como un agente interno, un piloto, sea un mito. No existe algo como un yo interno reflexivo tomando decisiones. El yo solo tiene sentido articulado en operaciones prácticas donde compartimos o disputamos con otros. Lo que ensucia todo, a mi modo de ver, es que hemos sustituido la mente espiritual por el cerebro pensante o el cerebro máquina (la máquina, se quiera o no, siempre remite a un diseñador). Así dejamos de partir de donde necesariamente tenemos que partir, de un cuerpo (no de una parte suya, el cerebro) con alma aristotélica, es decir, haciendo, operando, actuando. Ese es su alma, su hacer, su trato dinámico con el entorno.

  5. Rubén:

    Pensemos de la siguiente manera: yo sin oxígeno no puedo existir, como tampoco sin gravedad. En este sentido, sin atmósfera moriría y sin gravedad me desparramaría por el espacio. ¿Dónde están entonces los límites de mi identidad? ¿Soy la atmósfera o las leyes del Universo? Aunque sea una estructura autopoyética (en el sentido en que mi piel me separa de mi entorno) necesito un montón de intercambios con el exterior para seguir manteniéndome idéntico. Además, si formo parte de un ecosistema, pongamos como Lovelock toda la biosfera, formo parte de una identidad autopoyética mucho mayor que yo, soy un órgano, una funcionalidad más dentro de un todo inmenso. O no nos vayamos tan lejos. Por ejemplo, en mi trabajo soy una pieza indispensable para llevar a cabo una tarea. El instituto en donde trabajo también puede entenderse como una unidad autopoiética que sin mí vería resentida su identidad. ¿Soy mi instituto? ¿Dónde queda entonces mi identidad? En una convención, en un «acuerdo funcional» que me es muy útil para operar en el medio. Pero eso, y esta es mi idea de la negación del yo, quiere decir que esa identidad no existe ontológicamente, no obedece a nada que exista sustancialmente. Pensar que tengo un yo diferente del mundo es algo útil, práctico, porque hace que pueda operar entre la inconmensurable complejidad de lo real. No es más que una simplificación, un esquema operativo, una etiqueta como el precio de un producto o un índice bursátil.

  6. Masgüel dice:

    «Pero eso, y esta es mi idea de la negación del yo, quiere decir que esa identidad no existe ontológicamente, no obedece a nada que exista sustancialmente. Pensar que tengo un yo diferente del mundo es algo útil, práctico, porque hace que pueda operar entre la inconmensurable complejidad de lo real. No es más que una simplificación, un esquema operativo, una etiqueta como el precio de un producto o un índice bursátil.»

    ¿Y qué es existir sustancialmente?. ¿Indivisiblemente?. ¿En qué sentido existe más un átomo que una bacteria, un ladrillo que una casa o la chicha del cráneo que la afición al cine?. Para salir del charco dualista que distingue entre corporal y mental, te metes en otro, tan dualista como el anterior, que distingue sustancias y etiquetas.

  7. Masgüel dice:

    Si me pongo el sombrero naturalista (lo de ponerse sombreros teóricos era un juego de Varela), en lugar de hablar de ilusiones y epifenómenos (y seguir en la trampa dualista), me parece mucho más aprovechable hablar de la ficción como una emergencia natural en el ámbito de las relaciones sociales de al menos una especie animal, que opera en un ámbito propio y característico (la experiencia subjetiva), para el que hay que añadir al catálogo de la naturaleza todo un capítulo de nuevas regularidades y relaciones causales. Aún más importante. Cuanto más complejo es la evolución de un sistema natural (disipativo, autopoiético, autocatalítico o pintado al óleo), más diversa es la gama de respuestas que presenta al entorno. Y las culturas humanas forman el sistema natural más complejo que conocemos. La ficción (del que no salimos ni dormidos ni despiertos) es el ámbito natual en que la diversidad de respuestas abre en un abanico potencialmente infinito.

  8. Masgüel:

    Es que cuando hablo de realidad o ficción quiero hacerlo en el sentido más campechano del término. No quiero entrar en la distinción metafísica entre noúmenos y fenómenos. A lo que me refiero cuando hablo de que el yo es una ficción me estoy refiriendo a algo tan sencillo como cuando digo que «El coche verde está en el garaje» y vamos al garaje y resulta que el coche verde no está allí, con todas las convenciones lingüísticas y culturales que quieras ver en tal afirmación.

    La etiqueta «coche» es comprensible aunque sea culturalmente construida o resulte, en términos metafísicos algo ficticio, por todo individuo occidental del siglo XXI venga de la escuela filosófica que venga. Pues la etiqueta «yo» resulta que remite a algo que no está en el garaje al igual que decimos que la etiqueta «Cíclope» tampoco está en el garaje. ¿Supongo que tú aceptarás, al menos, la distinción entre ficciones como «mi abuela» y ficciones como «un pegaso»?

    Es decir, estoy hablando en otros términos, no en los metafísicos sobre la distinción realidad / apariencias, ser / parecer. Estoy aceptando como algo dado, consabido por mis interlocutores, una cierta teoría de la verdad. Pero si quieres que sigamos discutiendo sobre su validez, es otro tema.

  9. Masgüel dice:

    El problema es que con el «sentido campechano» sustraes el mismo debate que planteas cuando dices que «esa identidad no existe ontológicamente, no obedece a nada que exista sustancialmente». O lo uno, o lo otro. Existir no equivale a ser almacenable en garajes. Si la ficción existe en tanto que ficción, ha de ser ontológicamente considerada. No hacerlo lleva a los fisicalistas a hablar de ilusiones o epifenómenos, precisamente como si no fuesen parte de la naturaleza (de la naturaleza misma que se hace la pregunta). El homúnculo cartesiano y el demonio laplaciano son cachorros de la misma camada.

  10. Ok: el yo existe ontológicamente en tanto que ficción lo que no es lo mismo que existir en tanto que no ficción (o ficción fruto de la observación empírica y verificación experimental).

  11. Rubén. dice:

    Santiago,

    Estoy de acuerdo que la conciencia de uno mismo no obedece a nada que exista sustancialmente, porque mi conciencia es una conciencia encarnada, no es algo externo al cuerpo, se determina a través de las acciones del cuerpo. En tanto que somos nuestro cuerpo podemos captar una lógica que no es ni convencional ni arbitraria por ejemplo atendiendo a nuestro sistema de referencia de orientación relativo: izquierda, derecha, delante, atrás, arriba, abajo… Estas palabras no son sólo palabras útiles, implican conocimiento (conciencia) del lugar que ocupamos y del lugar que ocupan otros o ciertos objetos con respecto a nosotros. Alguien o algo puede estar a nuestra izquierda, pero además tal persona o cosa puede pasar a estar a nuestra derecha si nos desplazamos a la izquierda. Adquirir esta destreza implica diferenciarnos de lo que nos rodea. Esto no significa que la conciencia de nosotros mismos pueda darse al margen del entorno, al contrario, solo puede construirse en el trato dinámico con el entorno, en un entorno además muy particular. Así las cosas el yo, si lo llamamos así, según el principio verum-factum no creo que pueda decirse que sea una ficción.

  12. Rúben:

    Me has puesto un ejemplo perfecto. Cuando decimos que algo está a nuestra izquierda, «la izquierda» no tiene una existencia ontológica tal que un objeto. «Estar a la izquierda» es un concepto operativo, funcional, de nuevo una etiqueta. La idea existe como tal en mi mente pero no como «algo real exterior a mí». Y sí, es conocimiento pero sólo en tanto que conocimiento útil. Aquí cabría la diferenciación entre «saber qué» y «saber cómo». Saber que algo está a mí izquierda es un «saber cómo», un conocimiento instrumental, operativo. Igual pasa con el «yo». Entenderme como una unidad en el espacio y en el tiempo me sirve para muchísimas cosas pero, realmente, no soy tal unidad.

  13. José Manuel dice:

    Santiago: a ver qué te parece la disquisición de A. Damasio. No nos perdamos en nomenclaturas.
    Vide: http://ahombrosdepequesgigans.blogspot.com.es/#!/2012/10/antonio-damasio-la-busqueda-por_24.html

  14. José Manuel:

    Muy interesante. Gracias por enlazarlo. Me gusta la afirmación de Damasio de que la conciencia no es el resultado final del cerebro sino una condición para muchas otras cosas. Así también lo creo y creo que coincide bastante bien con lo que piensa Stanislas Dehaene y de lo que hablé en una entrada hace tiempo.

    Dicho esto, yo no pongo en duda LA EXISTENCIA DE LA SENSACIÓN DE UNO MISMO. No niego que mi cerebro haga mapas, biografías o narraciones temporales de cualquier cosa que le sucede. No niego que cuando yo me como unas natillas de chocolate, sienta lo ricas que están. Lo que pongo en duda es la existencia del objeto de tal sensación, a saber, de un sujeto que, siendo siempre el mismo, idénticamente el mismo, esté allí, agazapado, escondido en algún lugar mágico, viendo la película de su vida y accionando palancas para tomar decisiones.

    Cuando observo una flor se dan en mi cerebro un montón de sensaciones que decimos que concuerdan de algún modo con lo que debe ser una flor. Las flores deben tener un tamaño tal, un volumen tal, están ahí en un momento del tiempo, tienen una serie de propiedades que puedo observar, que puede sentir, que me producen sensaciones. Pero….¿qué puedo decir de ese «sujeto» que dice ser dueño de ellas? NADA. ¿Sólo decir que es el sujeto? Lo único que tengo es la sensación de que lo es, esa extraña sensación de propiedad, de que las sensaciones son mías, todas las que han pasado por mi cerebro durante toda mi vida. No hay más. Pero creo que yo no he sido idéntico a mi mismo durante toda mi existencia. Yo no tengo nada que ver con aquel niño de diez años que se llamaba como yo y que fue desarrollándose hasta mi presente. Ese niño percibía, pensaba, sentía de un modo completamente diferente a como lo hago ahora. ¿Por qué afirmar entonces que ese niño era yo? Seguro que tengo más en común con cualquiera de vosotros que con él.

  15. Rubén. dice:

    Santiago, pero no es que entenderme como una unidad en el espacio y en el tiempo me sirva, es que si me sirve es porque puedo dar con ella. Si ese «conocimiento instrumental» es posible ¿cuales son los términos? Imaginemos que ayer hemos ligoteado con alguien en un chat ¿cómo sabemos que es la misma persona cuando hoy retomamos la conversación? Principalmente porque detectamos solución de continuidad entre lo hablado ayer y lo hablado hoy. Es absurdo negar esa continuidad. No es una ficción útil hecha por nuestra mente. Es útil porque no es una ficción, porque no es un invento.

  16. Yack dice:

    Tal vez la existencia real de algo se reduce a su persistencia a través del tiempo (lo que soñamos no es real porque despertamos) manteniendo la coherencia con nuestras predicciones sobre el mundo real (los Reyes Magos dejan de ser reales, que no régios, cuando quedan desenmascarados al enterarnos de que no nos traen los juguetes).

    Hay distintos tipos de entidades reales, aunque tenemos conciencia de su existencia sólo si existe una etiqueta o un símbolo en nuestra mente que podamos manejar interiormente.

    Da igual que sea un árbol, un interlocutor virtual o el concepto de número o de derecha e izquierda.

    La diferencia, en términos de consistencia real, entre estos elementos se reduce a las propiedades que ostentan en el interior de nuestra mente. Unos se puede ver y tocar, otros sólo ver, otros sirven para orientarse, etc. Y tal vez el Yo sea el símbolo de mayor rango, el centro y el origen de coordenadas en ese universo interior de cada uno.

    Saludos.

  17. Jose Arnedo dice:

    Espectacular blog, y en concreto, esta entrada. Espero tener más tiempo para hacer algún aporte más adelante; pero de momento me conformo con enviar mi enhorabuena.

    Un saludo,

    Jose.

  18. Gracias José. Esperando con impaciencia tus aportes.

    Un saludo.

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