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Una perspectiva en el desarrollo de máquinas conscientes (o con mente, si equiparamos ambos conceptos) es construir artefactos con capacidad de representarse a sí mismos. A priori, podría parecer una perspectiva errónea ya que cuando somos conscientes de algo no necesariamente nos representamos a nosotros mismos. Si yo soy consciente del color rojo de una amapola, la amapola no forma parte de mí mismo. Consciencia y autorepresentación podrían no tener demasiado que ver. Sin embargo, no siendo demasiado quisquillosos, podríamos conceder que, aunque parezca empezar a construir la casa desde el tejado (ya que la autoconsciencia parece algo posterior a la consciencia), autoconsciencia sí que implica autorrepresentación. Si yo soy consciente del color de la piel de mi mano, estoy representando mi mano mentalmente. Quizá podamos descubrir algo por ahí.

Un segundo problema está en establecer los límites del mí-mismo, es decir, encontrar la frontera entre lo que consideramos parte de nosotros mismos y lo que no. Si miramos la imagen de arriba (Transfer, de William Anastasi, 1968), observamos una videocámara que enfoca su fuente de alimentación y la muestra por el monitor. Si entendemos el conjunto cámara, monitor y cable de enchufe como un «individuo», tendríamos una cierta autorrepresentación. El monitor ofrece información del cable, una parte de nuestro individuo monitoriza otra parte (Aunque siendo puntillosos, verdaderamente no hay ninguna autorrepresentación, ya que los que ven la imagen del monitor son los observadores, y no la propia máquina). Empero, ¿con qué criterio definimos a este individuo como formado por monitor, cámara y cable de enchufe? ¿Por qué, por ejemplo, no le añadimos el enchufe de la pared o parte del cableado eléctrico que va por detrás del muro? También podríamos definir como dos individuos diferentes a la cámara y al monitor… ¿Qué es lo que hace de algo un ente individual? ¿Cuál es el principio de individuación?

Precisamente, una posible respuesta es la consciencia. Pensemos en nosotros mismos: ¿dónde está nuestra frontera? Yo sé, por ejemplo, que no soy el teclado del ordenador (aunque sea una propiedad mía, yo no soy lo que poseo), pero sí que hago mías mis manos ¿Por qué? Porque cuando me pinchan en ellas me duele, tengo consciencia de mi dolor. Así, todo mi cuerpo, en tanto que sujeto paciente de sensaciones, es un individuo.  Y eso es lo que nos diferencia de los objetos: hemos definido la cámara, el monitor y el cable como un individuo porque nos ha dado la real gana, de una forma completamente convencional o arbitraria, ya que podríamos haber elegido cualquier otra configuración de elementos. Sin embargo, eso mismo no lo podemos hacer con una persona. No podemos decirle: tu cabeza, tu torso y tu brazo izquierdo forman parte de ti, pero tus dos piernas y tu brazo derecho no.

Entonces tenemos la clave: la parte de la máquina monitorizada por la propia máquina será el individuo. En el caso de la obra de Anastasi, podríamos decir que la zona en la que el cable está enchufado a la pared es el individuo, ya que esa esa la parte «sentida»; la parte en la que si ocurre algo, el resto de la máquina «se da cuenta», ya que se visualizará en la pantalla. No tan deprisa, nos hemos topado con el nudo gordiano: ¿qué quiere decir exactamente que la máquina sea capaz de sentir algo? Pues, lamentablemente, algo muy distinto a que el sistema tenga información de su entorno. Un micrófono no es consciente del sonido que recibe y una cámara tampoco es consciente de la luz que entra a través de sus lentes. Y es que tener información o conocimiento sobre algo no es lo mismo que ser consciente de algo. Yo, ahora mismo, no soy consciente de todo el conocimiento que tengo almacenado en mi cerebro. Yo puedo no ser consciente ahora mismo de la aseveración «Londres es la capital de Inglaterra», pero tengo ese conocimiento. Si alguien me preguntara cuál es la capital de Inglaterra yo haría consciente ese conocimiento en ese instante. El conocimiento puede ser consciente o inconsciente, mientras que la consciencia siempre alberga algún conocimiento. No puede existir una consciencia de nada (de aquí el concepto de intencionalidad de Brentano).

¿Y qué es lo que hace consciente la posesión de una determinada información? Esa es la pregunta millón amigos. No lo sabemos bien, pero aquí la tradición filosófica habla del tan famoso como misterioso concepto de yo, entendido, al menos, como un sujeto paciente (capaz de padecer) de sensaciones. El argumento central es: ¿sería posible la existencia de la sensación de dolor sin alguien que lo sufriera? ¿Es posible un dolor que no duela a nadie? No, toda percepción consciente va asociada a un yo, tiene un sujeto. Nuestra cámara-monitor, por mucho que pudiera tener una cierta autorrepresentación, no tiene yo, por lo que no tiene ninguna experiencia subjetiva.  Ahora, el enigma está en comprender qué es ese rarísimo yo ¿Qué es ese ente capaz de percibir contenidos como sentidos, sufridos, padecidos?

Entonces el gran problema que tenemos si queremos implementar consciencia en máquinas es que hay que construir yoes, y de momento, nadie tiene ni la más remota idea de cómo hacer algo así. Queridos amigos, los grandes modelos de lenguaje no son conscientes en absoluto, ni hay visos de que vayan a serlo en breve. En esto, la IA está tan verde como lo estaba en tiempos de Turing. Que no os vendan humo.

Cuando Descartes abre la Edad Moderna con su cogito ergo sum, nos viene a decir que el único punto indestructible, el único cimiento lo suficientemente sólido para construir el gran edificio del saber es el «Yo», entendido como la totalidad del mundo psíquico de una persona. Todo lo que pienso puede ser falso, pero el hecho de que pienso es indudable, una verdad claradistinta.

Esta idea se ha tendido a interpretar, demasiadas veces, como que, aunque no tengamos certeza ni siquiera de la existencia de los objetos percibidos, sí que la tenemos con respecto de sus cualidades subjetivas, es decir, de lo que «aparece en mi mente» cuando yo percibo el objeto. Es posible que la manzana que percibo como roja no sea realmente roja, pero «la rojez» que yo percibo es absolutamente real y nadie podría negarme que, al menos en mi representación mental, la manzana es indudablemente roja. Sería posible que en el universo no hubiera nada rojo, pero yo estoy completamente seguro de que «en algún lugar de mi mente» yo estoy viendo algo rojo. En consecuencia, los informes introspectivos que un sujeto hace sobre sus representaciones mentales, sobre su mundo subjetivo, solían considerarse como infalibles. Nada más lejos de la realidad o, como mínimo, tendría que decirse que los informes introspectivos son tan dudosos como los informes del mundo exterior. No hay ninguna razón para darles esa primacía epistemológica. Hagamos un pequeño experimento.

El ángulo de nuestro foco de atención visual es muy pequeño. Fije el lector la vista en la letra X del centro de la tabla. Ahora intente identificar las letras que hay alrededor sin mover los ojos. Lo normal será que no pueda pasar de las ocho letras inmediatamente circundantes a la X. El resto de la tabla queda completamente borrosa.

Ahora apliquemos este pequeño descubrimiento a la percepción de una imagen real. Cuando observamos, por ejemplo, las Meninas de Velázquez, creemos que vemos algo así:

Cuando, verdaderamente, si nuestra atención se centra en la infanta Margarita, lo que vemos se parece más a esto:

Nuestro campo visual es mucho más borroso y desenfocado de lo que creemos experimentar y, por tanto, la cualidad de «claridad», «enfoque», «límite preciso» que parece tener nuestra experiencia visual, es tan solo una ilusión. Ergo, no podemos fiarnos, al menos siempre, de la veracidad de nuestras propias representaciones. Aunque parezca muy extraño, es posible no percatarse de lo que uno cree que se está percatando.

Pero podemos indagar un poco más. No solo ocurre que no puedo estar seguro de que veo lo que veo, sino que el informe lingüístico que hago cuando hablo de ello tiene serias limitaciones. Es lo que los filósofos de la mente llaman la inefabilidad de los qualia. Fíjese el lector en la siguiente escala de azules. En general, podemos distinguir bien unos tonos de otros.

Sin embargo, si queremos explicar a otra persona la diferencia entre unos colores u otros, pronto nos encontramos con que nuestro lenguaje es paupérrimo para esta tarea. Solamente se nos ocurre decir que unos colores son levemente más claros que otros o, en el caso de este ejemplo, podríamos referirnos a otros colores, diciendo que tal o cual azul tiene un toque más verdoso o más violeta. Ya está, no hay más palabras ¿Es nuestra ignorancia a nivel pictórico la causante de esta pobreza léxica? No, un profesional del color tampoco tiene muchas más expresiones que nosotros. Y es que la única forma de saber qué es un color (a nivel fenomenológico) es percibirlo directamente, porque sus propiedades son inefables. El ejemplo que siempre se utiliza por su calidad ilustrativa es que no podemos enseñarle a un ciego de nacimiento qué es el color azul. Imagine el lector cómo podríamos explicarle las diferencias entre los distintos tonos de azul ¡Imposible!

Una de las razones de ello es que las diferentes modalidades sensoriales (vista, olfato, tacto, etc.) son absolutamente irreductibles las unas a las otras. A no ser que seamos sinestésicos, no podemos explicar una experiencia sonora en términos de colores, sabores u olores. Solo podemos hablar de cada modalidad sensorial apelando a elementos dentro de la propia modalidad: puedo hablarle a alguien de un grupo de música que me gusta, refiriendo a la música de otros grupos musicales parecidos, pero no de otra manera.

Según un, ya clásico, estudio de Hasley y Chapanis de 1951, los humanos somos capaces de discriminar  unos 150 tonos de color subjetivamente diferenciados entre los 430 y los 650 nanómetros. Sin embargo, si se nos pide identificarlos con precisión, solo somos capaces de hacerlo con unos 15 tonos. Por ejemplo, si miramos la escala de azules somos perfectamente capaces de distinguir unos tonos de otros. Pero si se nos pidiera que seleccionáramos un color (por ejemplo el PMS 293) y después se nos mostrara otra escala con muchos otros tonos de color azul desordenados con ese color entre ellos, nos resultaría difícil encontrarlo. De la misma manera pasa con el sonido: un oyente promedio es capaz de discriminar unas 1.400 variaciones de tono, pero solo puede reconocer de forma aislada unas 80. Somos muchísimo mejores diferenciando colores o tonos musicales que reconociéndolos. En la percepción hay mucho de lo que no sabemos, o no podemos, hablar.

El problema de la inefabilidad supone un gran desafío a la ciencia. Si solo tenemos acceso a nuestros estados subjetivos mediante la introspección, y si tanto ésta puede ser engañosa (El filósofo Daniel Dennett compara la consciencia con un hábil ilusionista), como nuestro lenguaje incapaz de hablar de ella, tendremos serios problemas para generar conocimiento de algo que, curiosamente, es lo más cercano e inmediato que tenemos.

Una de los dogmas más típicos del ethos cognitivo del científico es el realismo. La mayoría de los científicos con quienes debatas tendrán una concepción realista del conocimiento. Será común que sostengan, con más o menos matices, que el mundo objetivo es real y que, nosotros, mediante el método científico, tenemos acceso a esa realidad. Es posible un conocimiento objetivo del mundo y la ciencia es el camino adecuado para conseguirlo.

De la misma forma, cualquier científico que se precie aceptara, sin lugar a dudas, la teoría de la evolución darwiniana. Aplicándola a la percepción de la realidad, es bastante lógico pensar que la selección natural premiaría el realismo, ya que un organismo incapaz de percibir dónde está, realmente, el alimento, la pareja o un posible depredador, tendría pocas probabilidades de sobrevivir. Siguiendo el recto gradualismo darwiano, sistemas perceptivos tan sofisticados como el de un ave rapaz, serían fruto de pequeñas variaciones que irían progresivamente dando al pájaro una visión cada vez más aproximada a la auténtica realidad.

Entonces llega el psicólogo cognitivo de la Universidad de California, Irvine, Donald Hoffman y lo pone todo patas arriba. Hoffman va a llevar a sus máximas consecuencias una determinada idea que parece innegable para cualquier darwinista: un organismo no necesita percibir toda la realidad tal cuál es, solo la que necesite para aumentar sus posibilidades de supervivencia y reproducción (se usa el término fitness). Si la selección natural premia mucho la economía de medios, percibirlo todo es un derroche absurdo. Pero es más, no hace falta siquiera percibir una sección de realidad, sino solo un esquema, un indicador, una señal que nos sirva para tomar la decisión que aumente nuestro fitness. Pongamos un ejemplo (que no es de Hoffman pero creo que es más ilustrativo). Vamos conduciendo y tenemos que pasar por un cruce muy peligroso. La carretera que tenemos que cruzar tiene cinco carriles repletos de coches pasando a toda velocidad. Ver cuando no viene ningún coche, y calcular que nos dé tiempo a cruzar antes de que aparezca el siguiente, es una tarea compleja. No obstante, para eso se inventó el semáforo. Cuando llego al cruce no tengo que percibir todo el tráfico, solo con fijarme en una sola señal, un solo estímulo, la luz del semáforo, ya puedo cruzar sin peligro alguno. En cierto sentido, la luz del semáforo está resumiendo, simplificando toda la complejidad del tráfico a una combinación binaria: verde no pasan coches, rojo sí pasan.  Pensemos el ahorro de recursos perceptivos que supone el semáforo que, sin duda, sería elegido por la selección natural si tuviese que «diseñar» un organismo cruzador de carreteras.

Pero es más, contra toda intuición, nuestro organismo bi-perceptor no percibiría absolutamente nada que tuviese que ver con la realidad. En la carretera no hay nada como luces rojas o verdes, y una luz roja o verde no se parece en nada a un denso flujo de automóviles. Nuestro organismo estaría utilizando lo que Hoffman denomina interfaz, que es algo muy parecido al escritorio de tu ordenador. Cuando hacemos clic en el icono del reproductor de vídeo para ver una película, el icono no tiene ningún parecido al complejo sistema de circuitos, voltajes y magnetismos que se activa para que veamos la película. Lo realmente inquietante es que esto implica que, lo más probable, es que vivamos completamente ciegos a la auténtica realidad y que la «pantalla de nuestra consciencia» nos ofrezca un juego de símbolos que nada tienen que ver con lo que exista allí fuera.

Y más aún, no es que no percibamos cualidades objetivas, sino que la función de fitness es una relación entre el mundo, las cualidades del organismo en cuestión y su estado actual; por lo que la información que recibimos no es del estado del mundo, sino del estado de dicha relación. Por ejemplo, si nuestro organismo necesitara un determinado nutriente con mucha urgencia, es posible que mostrara una interfaz diferente a si lo necesita con menos premura. O, podría ser que nuestra interfaz mostrara con especial intensidad «situaciones» en las que las posibilidades de aumentar el fitness son muy altas o muy bajas, pero ignorara todas las demás.

Para fundamentar su tesis con más fuerza, Hoffman se basa en una serie de simulaciones informáticas en las que se ponen a competir diferentes estrategias perceptivas para conseguir optimizar su función de fitness. En las simulaciones realizadas por el discípulo de Hoffman, J.T. Mark, las estrategias de interfaz eran muy superiores a las realistas, más cuando se aumentaba la complejidad de las simulaciones, ya que esto producía que las estrategias realistas tuviesen que almacenar cada vez más información irrelevante. Basándose en ello, Hoffman llega a la controvertida afirmación de que el realismo es, evolutivamente, tan malo que.. ¡con total seguridad, la selección natural jamás lo eligió!

Pero, ¿no caeríamos de nuevo en la falacia del homúnculo? ¿Para que querría la evolución una «pantalla de la consciencia» en donde la información se transmitiera de forma simplificada o esquematizada? ¿Quién es el que está viendo este escritorio de ordenador lleno de iconos útiles para sobrevivir? La teoría de Hoffman no soluciona el problema del por qué de la consciencia pero sí que sortea el problema del homúnculo. La información no se repite de nuevo en una «pantalla de cine», sino que se modifica para hacerse operativa. Si pensamos en nuestra mente como un conjunto de módulos funcionales, podemos pensar que tenemos módulos encargados de tomar decisiones de alto nivel a los que les viene muy bien recibir la información cocinada  para ser operativa. Nuestro módulo-consciente estaría encargado de tomar ciertas decisiones basándose en la información recibida por los sentidos. Lo que recibiría en su interfaz sería un conjunto de esquemas, resúmenes, iconos, desarrollados específicamente para ser utilizados de la forma más eficiente posible. Es como si fueran los instrumentos de vuelo de la cabina de un avión, ergonómicamente diseñados para ser utilizados lo más eficazmente por el piloto. Por ejemplo, la palanca que da potencia a los motores está perfectamente diseñada para ser agarrada con fuerza por una mano humana; igualmente, los iconos de nuestro «escritorio-consciencia» estarían diseñados para ser «agarrables» por nuestro sistema de toma de decisiones.

Objeciones: muchas, pero una especialmente hiriente. A todas las teorías que dicen que no podemos percibir la auténtica realidad se les puede aplicar la vieja paradoja de Epiménides. Se cuenta que Epiménides, un cretense, decía que todos los cretenses eran unos mentirosos, lo cual, evidentemente, nos lleva a una insalvable paradoja. Análogamente, si Hoffman dice que todo lo que percibimos es una interfaz que no representa la auténtica realidad, la propia teoría de la interfaz sería también una nueva interfaz que no describe el auténtico funcionamiento de la cognición. Hoffman debería explicarnos por qué él no es un cretense.

Otra, que a mí se me antoja más interesante, es que Hoffman presupone que percibir la auténtica realidad es costoso, por lo que hace falta hacer esquemas. Esto puede ser cierto en muchas ocasiones, pero en otras no. Podría darse el caso de que percibir ciertos elementos de la realidad tal como es fuera, incluso, menos costoso que tener que crear un icono en el escritorio de la consciencia. Es más, podríamos objetar que la hipótesis de que siempre fuese así no está refutada: ¿Y si, siempre, construir iconos en la mente fuera más caro que percibir la realidad tal y como es? A fin de cuentas, crear un icono es realizar un paso más que percibir la «realidad pura», a saber, transformarla en icono ¿Y si esa transformación fuese muy cara? Hoffman debería idear un sistema de costos para evaluar lo que cuesta el realismo en comparación con la creación de su interfaz.

A esta multimodal user interface (MUI), Hoffman va a añadir una teoría aún más controversial si cabe: el Realismo Consciente, que viene a decir que lo único ontológicamente existente son los agentes conscientes, siendo la materia una mera creación de la consciencia. El argumento fundamental en el que se basa es sostener que todos los intentos de explicar la consciencia a partir de la materia han sido, hasta la fecha, baldíos (lo cual es completamente cierto), mientras que el camino inverso, explicar cómo la mente construye sus percepciones de la materia, ha sido más exitoso (lo cual no veo yo tan claro). De esta forma, siendo estrictamente científicos, parecería más lógico defender este idealismo que no el materialismo tradicional de la ciencia. Para Hoffman no habría problema alguno en invertir el orden causal de toda la neurociencia moderna, solo habría que cambiar el orden de las palabras: en vez de decir que clusters de neuronas causan estados mentales, tendríamos que decir que estados mentales causan clusters de neuronas, sin cambiar nada más.

En cualquier caso, aceptemos todo o nada de lo que dicen, las ideas de Hoffman suponen una fuerte apuesta por llevar a sus máximas consecuencias una epistemología radicalmente evolucionista que pone en la palestra un montón de cuestiones filosóficas que parecen, muchas veces, en la periferia del debate científico cuando, realmente, deberían estar en el centro. Os dejo su famosa Ted Talk (tenéis subtítulos en castellano):

 

Addendum 22-4-2020: Hice el TFM para el Máster en Ciencias Cognitivas de la Universidad de Málaga sobre Hoffman. Para que mi trabajo pueda ser de provecho para alguien y no quede en la carpeta del olvido para siempre, lo subo aquí. Creo que no existe ningún trabajo específico sobre Hoffman en castellano, así que es posible que a alguien pueda interesarle.

PROYECTO FIN DE MASTER

Hay algo muy siniestro en estas imágenes. Y no es que me quiera poner tecnófobo pero a mí, el hecho de que estas caras no representen a nadie, que sean un retrato hiperrealista de… absolutamente nadie, me da un poco de repelús. El efecto del valle inquietante se me antoja muy fuerte en ellas. Resulta muy difícil hacerle creer a mi cerebro que esas personas no existen, y todo esto me hace plantearme si, en un futuro, nos será cómodo relacionarnos con inteligencias artificiales visualmente indistinguibles de un humano real. No sé, poniéndome muy sci-fi, pienso en estos rostros como los de los nuevos seres que vienen a sustituirnos… ¡Qué miedo!

Bobadas de nerd. Terminaremos por adaptarnos a ellas sin el más mínimo problema, igual que mi hija se ha adaptado muy bien (quizá demasiado) a que el móvil hable o a que seres animados obedezcan a sus dedos en una pantalla táctil. Somos una especie sumamente adaptable a nuevas realidades y relacionarnos con máquinas indistinguibles de humanos no supondrá nada diferente. Al igual que hoy en día no existe demasiado problema en no saber la tendencia sexual de alguien solo con verlo, podría llegar el momento en el que no pase nada por no saber si con quien hablas es una IA o un humano. A lo mejor llegamos a un futuro en el que se estipule el derecho de las IA a no tener que definir su verdadera naturaleza para no ser discriminadas ¿Quién sabe?

Volvamos a la realidad: ¿Cómo las han hecho? Los ingenieros de NVDIA han utilizado las redes generativas adversarias (GAN) de Ian Goodfellow. Tenemos dos redes de-convolucionales (redes convolucionales invertidas), que juegan al ratón y al gato. Una genera rostros y la otra juzga la calidad de éstos, de modo que la primera intenta, a cada iteración, que la segunda no sea capaz de discernir si el rostro es real o no, mientras que la segunda es, a cada iteración, «mejor policía» identificando rostros falsos. Al final de esa competición tenemos rostros sumamente realistas que pasarían, como podemos ver, el Test de Turing de los rostros sin el mayor problema( Aquí nos explican muy bien cómo funcionan).


Somos excepcionalmente buenos reconociendo rostros. Igual que nuestra memoria para recordar los nombres de las personas que acabamos de conocer es muy mala, la de reconocer sus caras es excelente. Así, aunque no sepamos el nombre de alguien sí que solemos decir «su cara me suena».

Durante mucho tiempo se pensó en la hipótesis de la célula de la abuela (también llamada neurona de Jennifer Aniston tras los estudios de Rodrigo Quiroga), sosteniendo que teníamos una neurona especializada en el reconocimiento de cada rostro que conocíamos. Tendríamos una neurona sólo para reconocer a Justin Bieber a Cristiano Ronaldo, a cada uno de nuestros amigos y, por supuesto, para nuestra abuelita. Pero la solución parecía poco elegante: ¿disponemos de un «almacén» de neuronas «vírgenes» a la espera de cada rostro que, potencialmente, pueda conocer en mi vida? Parece muy poco elegante aunque hay evidencia a favor (véanse los experimentos del equipo de Christof Koch, mentor de Quiroga), pero quizá se pueden ver las cosas de otra forma…

Los biólogos del Caltech Doris Tsao y Steven Le Chang establecieron un espacio de cincuenta dimensiones al que llamaron «espacio facial». De esas cincuenta, destinaron la mitad a parámetros longitudinales de la cara (distancia entre los ojos, anchura de la nariz, etc.), y la otra a aspectos cualitativos (colores, texturas, etc.). Con ellos se pueden describir potencialmente cualquier nuevo rostro que uno pueda conocer. Por así decirlo, este espacio es una excelente «gramática generativa de rostros». Para trabajar con un espacio así solo se necesita una red neuronal artificial de poco más de doscientas neuronas (concretamente 205)… y, ¡tachán, tachán! los resultados fueron bastante espectaculares.

Se monitorizó la actividad eléctrica de las áreas faciales de macacos mientras contemplaban imágenes de rostros y a partir de ella y con su «espacio facial», el equipo de Tsao podía predecir el rostro que veía el mono con una gran precisión; incluso lo podía reconstruir hasta hacerlo indistinguible del original. Así, las neuronas no codificarían cada rostro, ni siquiera un rasgo concreto de cada rostro, sino solo un vector en ese espacio de cincuenta dimensiones. En la imagen vemos la enorme precisión de la predicción. Es, sin duda, un nuevo logro de la IA conexionista y, a nivel más general, de la teoría computacional de la mente. Aunque, poniéndonos en el peor de los casos, estuviésemos ante una caso de infradeterminación de teorías, es decir, que obtenemos los mismos resultados que la realidad utilizando un modelo erróneo, diferente al real, sería muy absurdo pensar que la realidad funciona de un modo radicalmente diferente a nuestro modelo. En el peor de los casos, por ahí deben ir los tiros. A día de hoy, negar que el cerebro procesa información va siendo cada vez más difícil. Nota final: y si generar caras mediante IA parece fascinante, Microsoft ya tiene lista una herramienta que genera imágenes de cualquier tipo a partir de instrucciones de texto:

Quizá el primer problema de la historia de la filosofía occidental haya sido este: si Heráclito decía que la esencia del mundo es estar en continuo devenir, es decir, en constante y fluido cambio, y Platón afirmaba que solo es posible conocer lo que no cambia… ¿cómo es posible conocer la realidad? Platón tuvo que inventarse otro mundo estático e inmutable fuera del mundo natural, tal como, sorprendentemente (al menos para mí), hizo Popper ya bien metidos en el siglo XX, junto con muchos otros neoplatónicos actuales.

Pero, ¿permanece algo en el cambio? Parece que sí. Cuando miro a mi alrededor el mundo parece bastante estable y los objetos permanecen, al menos, tiempos razonables dada mi escala de medición humana… Si nos centramos en el presente, casi todo sigue igual y solo algunas cosas cambian. Ahora mismo estoy sentado enfrente de mi ordenador, mientras mi hija recorta papeles de colores en mi misma mesa. Al fondo, la tele está encendida. Si hago un cómputo entre lo que cambia y lo que no, la estabilidad gana por goleada: las paredes, los muebles, el suelo (el fondo de mi campo perceptivo), los colores, la luz permanece completamente invariable. Solo mi mente pensando, mis manos tecleando, las letras apareciendo en la pantalla, los movimientos de mi inquieta hija y el sonido de fondo de la televisión son cambiantes. Y dentro de eso que cambia, también hay cierta permanencia. Mis pensamientos parecen seguir siendo míos, siendo, de algún modo coherentes con los anteriores; las teclas siguen estando en su sitio, las letras permanecen escritas tal y como las escribo; mi hija sigue siendo ella y el sonido de la tele suena tan común y corriente como siempre lo ha hecho. Ahora mismo mi realidad sucede tranquila, predecible, controlable, apacible, cómoda…

Pero, si por ejemplo, los físicos nos dicen que los objetos están compuestos por partículas que están en continuo movimiento, si los objetos cambian de posición, salen y entran de mi campo de visión… ¿cómo sé que son los mismos y no otros diferentes? Si hay millones de fotones que bombardean a cada segundo todo mi cambio de visión, haciéndolo cada vez en cantidades variables, rebotando y chocando con todo… ¿cómo percibo colores e iluminaciones tan estables? Lo lógico sería pensar en una realidad caótica, confusa, vibrante… como el cuadro de Jackson Pollock que vemos arriba.

Bien, hagamos un experimento. El psicólogo cognitivo Roger Shepard y su discípulo Sherryl Judd, enseñaban a varios sujetos un conjunto de las doce pares de formas tridimensionales de la imagen de abajo. Como vemos, son dos formas idénticas cuya relación se va modificando en función de unas sencillas reglas de transformación: traslación en un plano bidimensional, rotación, traslación en profundidad (o cambio de escala), o rotación del propio plano (en g, h, i y l) .

Después, Shepard y Juud preguntaban que, suponiendo que las dos figuras del par fueran la misma, qué tipo de transformación había sufrido la primera para llegar a la posición de la segunda. En el caso del par a, la explicación parece clara e indiscutible: la figura se ha movido a la derecha por un plano. Sin embargo, en b caben dos explicaciones posibles: o el objeto ha aumentado su tamaño, o se ha acercado al observador partiendo de un plano tridimensional.  Del mismo modo, por ejemplo en h, puede decirse que la figura se ha contraído o que ha rotado sobre sí misma. La mayoría de los observadores elegían la explicación que no implicara cambiar la forma o el tamaño del objeto, prefiriendo añadir una tercera dimensión con tal de no modificarla. Es decir, ante dos explicaciones igualmente válidas, se elige la que mantiene estable el objeto (en la imagen, lo escrito encima del par de formas es la explicación que modifica la forma, y lo escrito debajo la explicación que no), lo que viene a demostrar que tenemos una tendencia innata a estabilizar la realidad. A esto lo llamo Shepard invariante (término tomado de James Gibson). En una sucesión temporal, nuestro cerebro intenta maximizar lo invariante de una realidad siempre cambiante. Pero lo invariante no es, desde luego, ninguna propiedad esencial o forma aristotélica que el sujeto abstrae del objeto, sino todo lo que sea posible percibir que me permita seguir identificando el objeto como el mismo en el momento siguiente.

Unas investigaciones muy relevantes (muy potentes al respecto son las de Hubel y Wiesel, por las que ganaron un Premio Nobel) demostraron como nuestra percepción visual es especialmente buena detectando los bordes de los objetos ¿Por qué? Para mantener la identidad de lo observado, dejando muy clara la frontera entre lo que es y no es el objeto (cuando, realmente, los objetos tienen bordes mucho más borrosos de como los percibimos). Los bordes nos dan información más relevante sobre la estructura invariante del objeto que cualquier otra región visual del mismo. A nivel físico, pueden describirse como un cambio brusco en los niveles de luminancia, que es además resaltada por la inhibición lateral de los fotorreceptores de la retina. La demostración es muy espectacular con las bandas de Mach:

Al observarlas nos da la impresión de que los límites entre las bandas tienen un cierto relieve, pareciendo sobresalir hacia nosotros y creando la ilusión óptica de cierta concavidad en cada banda. La ilusión se produce porque nuestro cerebro clarea u oscurece de más los límites entre cada banda para resaltar el contraste y diferenciar mejor unas de otras. Los bordes son un invariante que nuestra cognición trata de mantener a toda costa, incluso falseando la misma realidad.

 

Cuenta Oliver Sacks en Un antropólogo en Marte la historia de un pintor que, debido a una lesión cerebral, sufre una acromatopsia muy limpia (sin verse interferida por otros trastornos). Su área cerebral V4, del tamaño de una judía, había sido dañada, por lo que había perdido toda visión del color. Sin embargo, en contra de lo que podría pensarse, este desafortunado pintor (hay que tener mala suerte de dedicarte a los colores y sufrir, precisamente, este rarísimo trastorno), no veía simplemente en blanco y negro, o en tonos de gris, sino de una forma mucho más extraña.

Si nos vamos a la teoría física del color, descubrimos que los objetos absorben la luz que les llega según su cambiante longitud de onda. Un objeto, por ejemplo, de color rojo, absorbe toda la luz menos la que le llega con una longitud de onda de alrededor de 650 nanómetros, la cual es reflejada, rebota en la superficie del objeto y llega a nuestra retina. Debido a los constantes cambios de luminosidad (diferentes tipos de luz, momentos del día, sombras y reflejos proyectados sobre el objeto, movimiento…) la longitud de onda que nos llega de un mismo objeto es muy variable. Sin embargo, nosotros, seguimos percibiendo el mismo objeto a pesar de ser cambiante. Es lo que se llama constancia del color: para que la realidad sea coherente, comprensible, simple, re-pintamos los colores haciéndolos más estables de lo que realmente son.

En la celebérrima ilusión óptica del tablero de Adelson, las casillas A y B son exactamente del mismo color a pesar de que todos apostaríamos hasta nuestro último céntimo de euro a que son diferentes. Al ser del mismo color, en condiciones de luminosidad normales, nuestro cerebro las recibe con la misma longitud de onda. Sin embargo, las interpreta, las colorea,  de forma diferente porque quiere que la imagen sea coherente y comprensible. Así, sigue la lógica del tablero de ajedrez (toda casilla rodeada de casillas oscuras será más clara) y de la sombra que proyecta el cilindro (la sombra oscurece unos tonos la casilla clara). Nuestra percepción no es un fotómetro pasivo, sino que reconstruye lo que ve en función del contexto, de las expectativas y de la experiencia pasada del sujeto.

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El paciente de Sacks relataba que tenía enormes problemas para conducir porque confundía sombras proyectadas en la calzada con grietas. Había perdido toda su constancia perceptiva, por lo que su mundo se volvía mucho más inestable, cambiante, porque cualquier cambio de luminosidad implicaba un cambio en el objeto o en la situación a percibir. Según Sacks, su percepción visual estaba atrapada fundamentalmente en la corteza visual primaria (V1), en un mundo precromático (del que quizá no podía decirse ni que estaba coloreado ni que estaba sin colorear), una realidad que los que vemos con normalidad no podemos imaginar (al igual que a un ciego de nacimiento le es imposible imaginar cualquier color). Por eso el pintor no era capaz de describirlo con exactitud, no tenía palabras para hacerlo, y esa incomprensión lo frustraba aún más.

El señor Jonathan I. (seudónimo para respetar la privacidad del paciente) hablaba de un mundo de pesadilla. Los tonos claros eran vistos como blancos sucios, enfermizos, mortecinos (de hecho tenía muchos problemas para comer porque el aspecto de los alimentos le daba asco). Los blancos eran demasiado deslumbrantes pero descoloridos, color hueso, y los negros eran cavernosos. Experimentaba un excesivo contraste y una falta de sensibilidad a variaciones tonales sutiles, lo que causaba que, a veces, viera un objeto solamente como una mera silueta oscura dentro de la que no podía distinguir nada, en un fuerte contraste con un fondo claro. Además, todo estaba envuelto en una neblina grisácea… todo parecía falso, postizo, antinatural… Incluso las personas le parecían «estatuas grises y animadas» y el color carne se le antojaba «color rata». Por buscar analogías para hacerse comprender, Jonathan hablaba de que su realidad estaba iluminada por una lámpara de sodio (que suele eliminar color y sutileza tonal) o como si fuera una foto hecha por un carrete Kodak Tri-X con la velocidad de obturación forzada como la que sigue.

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La fotografía vista desde la distancia de nuestro mundo en color es bonita, pero piense el lector en vivir atrapado en una realidad así, en la que el rostro de la señorita tiene siempre esas tonalidades… Creo, dentro de lo posible, entender la pesadilla que estaba viviendo Jonathan I.

Pero lo sumamente interesante de este caso es que, según Sacks entiende, Jonathan percibía, por así decirlo, longitudes de onda puras, es decir, una realidad menos construida, menos interpretada o procesada (y, por lo tanto, falseada), la de la corteza visual primaria. Colorear la realidad, tal y como hace el área cerebral V4 es reconstruirla para hacerla más estable y coherente, pero al hacerlo se la falsea al igual que pasa con el escaque B del tablero de Adelson. Podría entonces decirse que Jonathan I. estaba más cerca de la realidad en sí, del mundo «sin añadidos humanos» (sin categorías kantianas) que estamos los que vemos en color. Empero, ¿había accedido Jonathan a un conocimiento superior, más verdadero y revelador que el que tenemos los demás? Rotundamente no.

Simplemente, Jonathan I. cambió de mundo perceptivo, no llegó a otro mejor. Sacks nos cuenta que, después de una primera época de rechazo y depresión, terminó por acostumbrarse e, incluso, por ver esa forma diferente de contemplarlo todo como un don del que ya no estaba dispuesto a renunciar. Comenzó a pensar que los colores (que terminó por olvidar por completo) eran un estorbo que impedían la observación de ciertas texturas y estructuras sutiles que solo ahora podía contemplar. Se volvió noctámbulo y afirmaba disfrutar del mundo de los bares o restaurantes nocturnos, de como «la oscuridad entraba en ellos». El plástico cerebro de Jonathan se adaptó a su nueva circunstancia.

Fotografía de Ofri Wolfus

Now

La sensación subjetiva del paso del tiempo es variable. Todos hemos sentido ese rato de espera interminable o ese atasco de tráfico desesperantemente largo, mientras que ese noche tan divertida entre amigos o esa magnífica clase de ese profesor tan bueno (como las que yo doy of course), duraron un suspiro ¿Por qué lo bueno dura poco y lo malo dura mucho?

John Wearden, de la Universidad de Keele (Reino Unido) sostiene que cuando el tiempo pasa rápido es en situaciones en las que hemos estado tan concentrados en lo que sucedía que en ningún momento nos hemos puesto a pensar en el paso del tiempo. Habitualmente tienen que ser indicadores externos los que nos informen de ello: cierran la discoteca, se hace de noche de repente  o nos llaman por teléfono para decirnos que nos hemos entretenido y que llegamos tarde. Cuando el tiempo pasa rápido siempre nos percatamos después de una inferencia a posteriori, nunca en el mismo momento en que el tiempo pasa. En cambio, cuando notamos que el tiempo pasa lento es siempre en circunstancias en las que no tenemos ninguna actividad en mente, momentos de aburrimiento. Solo entonces sentimos el lento pasar del tiempo en vivo y en directo.

¿Qué podemos deducir de aquí?

  1. Tenemos un «sensor» o un «sentido interno» para captar (o construir) el paso del tiempo. Wearden se queja de que en los manuales de psicología de la percepción se dedican muchísimas páginas a la percepción visual o auditiva, mientras que, casi siempre, no hay nada acerca de la percepción temporal. La razón es que no es evidente la existencia de un sentido para el tiempo, de modo tan patente como en los sentidos tradicionales: ojo, nariz, oído, piel… El sentido que capta el tiempo está en el cerebro y cada vez vamos sabiendo mejor dónde: ganglios basales, cerebelo, hipotálamo y córtex frontal intervienen en nuestra percepción temporal.
  2. Decir que «me doy cuenta de que el tiempo pasa despacio» no es más que una forma ilusoria de decir «no hay cambios a mi alrededor». Percatarse de la lentitud del paso del tiempo podría ser, sencillamente, una muestra de aburrimiento ante la ausencia de una novedad importantísima para el aprendizaje y desarrollo humanos. Solemos estar siempre ávidos de novedades, sedientos de que pase algo diferente, por lo que la percepción del tiempo subjetivo podría ser solamente la expresión de esta necesidad y no una medición objetiva de lo que está pasando. Realmente, el tiempo a escala humana no se acelera ni se desacelera de modo perceptible (ya que no viajamos a velocidades cercanas a la luz), de modo que esa sensación de paso rápido o lento, es ficticia.
  3. Esto no quiere decir que el tiempo objetivo no exista (si bien filósofos como Kant o, actualmente, físicos como Julian Barbour, así lo han sostenido) ni que no captemos realmente su paso. Este sensor ligado a los acontecimientos no es el único reloj del que disponemos. Se han realizado multitud de experimentos en los que se estudiaba la precisión con la que individuos calculaban el paso del tiempo (por ejemplo, una duración de tres minutos) y, los resultados concluían que somos bastante buenos haciéndolo (el promedio de error rondaba los pocos segundos para sujetos jóvenes), lo cual, necesariamente indica la existencia de relojes internos bien diseñados para su función. Además, si pensamos en la práctica de ciertas actividades, necesitamos relojes muy precisos que funcionen al orden de milisegundos. Cuando hablamos o escuchamos música, tenemos que ser capaces de diferenciar sonidos o fonemas de  cortísima duración que se suceden a un ritmo frenético. Así mismo, cuando practicamos un deporte y, por ejemplo, interceptamos una pelota, la velocidad de la acción implica toma de decisiones (casi siempre cuasi-inconscientes) igualmente rápidas, surgidas de mediciones muy exactas. Nuestra mente tiene muchos relojes para diferentes funciones que pueden incluso interferirse y contradecirse. Podemos sentir que las horas se hacen larguísimas pero los días o los años pasan muy rápido. En la medición del tiempo vivencias, emociones y experiencias, se mezclan con diversos cronómetros corporales que, a la vez, utilizan indicadores internos (químicos) y externos para orientarse. De nuevo, una función mental es mucho más compleja  de lo que parecía.

 

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Los antiguos establecieron la triada presente, pasado y futuro para describir el tiempo como algo que fluye, un río que avanza sin que nadie pueda detenerlo. Quizá la inexorabilidad de su paso es lo que más se haya repetido en la literatura occidental: no podemos parar el tiempo por mucho que lo hayamos deseado. El pasado queda atrás inamovible, con todos nuestros grandes errores allí sin que podamos hacer nada para que jamás hubieran ocurrido; el presente se disuelve, pasa efímero y se nos escapa de las manos como un puñado de arena entre los dedos; y llega el futuro, siempre impredecible y aterrador, destino último de todo, en dónde para colmo, nos espera la vejez y la muerte.

El tiempo se ha entendido como un presente móvil, que transcurre a un ritmo regular, tan regular que todos los seres humanos (y no humanos) parece que vivimos exactamente en el mismo momento del presente. Percibimos una absoluta sincronicidad temporal entre todos los objetos del universo ¿Por qué? Una excelente cuestión filosófica es preguntarse: ¿cómo es posible que toda la diversidad de organismos que vivimos en el universo (al menos los que tenemos noción del tiempo) percibimos el ahora exactamente en el mismo momento?

La respuesta tradicional la encontramos en la física newtoniana: es que el tiempo es algo real, externo a nosotros y objetivo, un horizonte universal en donde todo sucede. La flecha del tiempo es ontológicamente real. Para Newton, si hay dos entidades inmutables e inmóviles son el espacio y el tiempo. Ambos serían los continentes del universo y todos los objetos del universo su contenido.

Sin embargo, ya muchos sospecharon de que algo no funcionaba bien en esta visión. En primer lugar, el tiempo es algo de lo que empíricamente no tenemos constancia alguna: no se ve, ni se huele, ni se oye ni se puede tocar… Lo único que podemos percibir con su paso son los procesos físico-químicos que observamos en la naturaleza. Yo observo a un ser humano envejecer y, al hacerlo, observo una infinidad de procesos biológicos pero… ¿observo el tiempo mismo por algún lado? No, ¿y si realmente todo esto es una ilusión?

La relatividad de Einstein lo dejó claro: esa sincronicidad temporal sí era una ilusión. El tiempo pasa más rápido o más lento en función del movimiento que realice el objeto. El tiempo puede estirarse y contraerse y no para todo el mundo de la misma manera sino de forma diferente para todos. Esta idea es de las más contraintuitivas que jamás se han propuesto: ¿cómo es posible que mi presente sea diferente al de cualquier otra persona? ¿Cómo podemos vivir en tiempos diferentes si, claramente, veo que vivimos en el mismo? Pero, ¿qué es el presente? ¿Cuánto dura?

En un interesante, y muy divulgado, experimento de los investigadores del MIT Jason Fischer y David Whitney, sometieron a un grupo de sujetos a la visualización de varias series de parches de Gabor. Se les mostraban las imágenes durante medio segundo y se les pedía que describieran los ángulos de inclinación. El experimento concluía que los resultados de las visualizaciones anteriores interferían en los resultados de las siguientes. Por ejemplo, si se mostraba un grupo de líneas paralelas en horizontal y, a los pocos segundos, otro de líneas paralelas en vertical, el sujeto concluía que las segundas no eran totalmente verticales sino que estaban inclinadas.

Los efectos de la distorsión disminuían cuando, entre la visualización de ambas imágenes, pasaban más de quince segundos. De aquí concluyeron Fischer y Whitney que nuestro presente es algo así como el promedio de los últimos quince segundos. Pero, ¿por qué hace esto nuestra mente? Porque, en general, nuestro mundo tiene una cierta estabilidad, por lo que si pretendes acertar haciendo predicciones muy rápidas, parece una excelente estrategia apostar por cierta estabilidad, porque las cosas no cambien en un corto periodo de tiempo. A este intervalo lo han llamado «campo de continuidad», es decir, el lapso de tiempo en el que la realidad nos parece continua porque conectamos, ya sea correcta o erróneamente, los eventos que en ella suceden.

Estas ideas encajan muy bien con las de Tononi o Dehaene acerca de la consciencia. Estos dos conocidos neurocientíficos piensan que la consciencia de algo surge cuando hay una alta integración de información de diversas fuentes. Cuando yo percibo un suceso integro mucha información sensorial (veo muchas formas y colores, oigo, toco, huelo…) de modo que la unifico en una representación consciente. El «campo de continuidad» es una forma de integración de información, es una forma de hacer coherente un caos de estímulos perceptuales, para poder intervenir en la realidad de la forma más eficaz posible.

Otros experimentos realizados por el famoso Benjamin Libet (descritos en su libro Mind Time: The temporal factor in consciousness. Por supuesto, no traducido al castellano) nos muestran el tiempo mínimo para que algo sea captado a nivel consciente. Situando electrodos en la corteza somatosensorial del cerebro de los sujetos experimentales, Libet comprobó que si aplicaba pequeñas descargar eléctricas de menos de 500 milésimas de duración, dichos sujetos no percibían nada a nivel consciente (ya ves tú que experimento más complejo). No podemos captar conscientemente nada que dure menos de medio segundo (esta cifra ha sido corroborada también con experimentos del equipo de Dehaene). A nivel inconsciente somos mucho más rápidos, del orden de milisegundos. Téngase en cuenta que siempre tardamos algo de tiempo en procesar la información recibida, de modo que desde que un estímulo visual golpea nuestra retina hasta que esta información es procesada en diversas partes de nuestro cerebro hasta hacerla consciente, pasa tiempo. Vivimos siempre con algo de lag, siendo conscientes de la realidad con un pequeño retraso con respecto al presente. Evidentemente, en términos evolutivos, ese retraso ha de ser el menor posible si queremos sobrevivir por lo que, al menos a nuestra escala (comparados con competidores biológicos), no somos demasiado lentos: podemos cazar moscas.

En esta línea parece justificado identificar la consciencia con la memoria a corto plazo (MCP) y con mi sensación de presente. La MCP es como una especie de memoria RAM o de trabajo (hay psicólogos que distinguen MCP de memoria de trabajo, pero a mí no me convence la distinción) que utiliza mi mente para afrontar las situaciones cotidianas de modo eficiente. Si la consciencia tiene algo que ver con la integración de información en un determinado momento del tiempo (llamémosle presente) para hacerla útil, parece que hablar de consciencia, MCP y sensación de presente es básicamente lo mismo.

Otro experimento, igualmente muy divulgado, lo llevó a cabo la psicóloga del desarrollo de la Universidad de Dundee, Emese Nagy. En él, sencillamente, se medía la duración de los abrazos que atletas olímpicos se daban después de cada competición. Se estudió la duración de 188 abrazos entre jugadores de 21 deportes distintos y de 32 países diferentes. Había abrazos más largos (a sus entrenadores) y más cortos (a sus rivales), pero el promedio rondaba los tres segundos. Nagy piensa que esta cifra es extensible de los abrazos a otras muchas acciones cotidianas, de modo que tres segundos puede representar la duración del «presente psicológico» o «sentimiento del ahora» de nuestra especie.

Un estudio anterior realizado por Geoffrey Gerstner y Louis Goldberg, extendía esos tres segundos a seis especies de mamíferos no-primates (canguros, corzos, jirafas, mapaches, okapis y osos panda). Se observó el tiempo que tardaban en realizar diversos eventos modelo de movimiento (masticar, defecar, manipular u observar algo, etc.) y, si bien la duración era variable, el promedio daba el mismo número mágico: tres segundos. Gernstner y Goldberg concluían que esta constante común a diversos órdenes de mamíferos puede representar algún mecanismo neural ancestral. Parece que nuestra concepción del tiempo viene de mucho tiempo atrás.

P.D.1: En el campo de la física, un contraste de ideas muy interesante sobre la existencia real o no del tiempo, la tuvieron Julian Barbour y Lee Smolin. Hablaremos algún día de ello.

P.D.2:  Estoy preparando un artículo mucho más largo y profundo que éste (que es una mera chuchería) para Xataka que en breve saldrá publicado. Ya os avisaré.

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Los psicólogos de la Gestalt utilizaban el término insight para referirse al momento en el cual nuestro sistema cognitivo dota de sentido una imagen percibida, cuando «descubre la figura oculta». Tras un breve rato observando la imagen a nuestro cerebro se le enciende la bombilla y descubre al dálmata olisqueando el suelo. El todo (la gestalten) no es solo una suma de propiedades sensibles de una imagen, sino algo más: el sujeto descubre o pone en la realidad algo diferente a los meros colores y formas (en función de que enfaticemos «descubrir» o, en cambio, «poner» seremos realistas o constructivistas): una estructura, un patrón, un objeto ¿Por qué? ¿Por qué distinguimos la «figura-dálmata» de entre esa aparentemente caótica amalgama de manchas negras, y no cualquier otra cosa?

Leamos este texto de Derek Denton en El despertar de la consciencia hablando de las teorías del psicólogo norteamericano Homer Smith:

Homer Smith creía que [la consciencia] se había desarrollado progresivamente en el reino animal en relación con la movilidad del organismo, a las necesidades de ir de un lugar a otro. Cree que todos los animales dependen de plantas y de otros animales para alimentarse. La evolución del reino animal ha presentado un espectáculo de depredador y presa: ¡comer o ser comido! Ese fue el origen de la evolución de la consciencia.

El hábito de depredador móvil requirió que el animal con éxito resolviera el problema cartesiano de los cuerpos que se mueven, pero en cuatro dimensiones. El espacio y la sincronización precisa eran una condición sine qua non. La sincronización precisa requería la integración de acontecimientos del pasado reciente con los del momento presente, lo que permitía la extrapolación hacia el futuro. Smith proponía que dada la corta duración de los acontecimientos neurales individuales en la periferia, los problemas de ir de aquí a allí sólo podían resolverse mediante fusión de eventos neurales rápidos en una imagen continua o persistente en que el tiempo trascurrido aparece como una dimensión. Considera que esta fusión neurofisiológica es la esencia de la consciencia.

Si partimos de la tesis de que la consciencia no tiene un origen sobrenatural, no es una fuerza vital ni un espíritu inmaterial, su origen tiene que ser tan intrascendente como el de cualquier otro órgano o función del organismo. Parece razonable partir, tal y como dice Searle, de la idea de que la consciencia es un fenómeno biológico tal y como lo son la digestión o la fotosíntesis. Según Homer Smith, en un ámbito tan mamífero como el de presa-depredador, tuvo que ser crucial tener un buen instrumento para predecir la trayectoria de los movimientos de tu rival. La consciencia, en tanto que capaz de integrar los sucesos del pasado con los del futuro en un falso continuo, tuvo que evolucionar en esa dirección. La consciencia fue la capacidad de retener algo lo suficientemente en la memoria para poder efectuar una predicción efectiva de un próximo movimiento.

Volvamos a la imagen del dálmata. Supongamos que somos una nerviosa liebre escondida entre los matorrales huyendo del sabueso. Si queremos sobrevivir, en primer lugar, tenemos que tener un buen mecanismo de detección de nuestro depredador. Entre la incalculable cantidad de estímulos que golpean nuestra retina tendremos mucha urgencia en detectar las que representan a nuestro potencial depredador. He aquí el insight, la localización de una figura concreta sobre el fondo. También habría que mencionar todos los medidas que los depredadores tomaron a lo largo de toda la historia biológica para evitar los insights de las presas: el camuflaje. Y también habría que mencionar algo aún más interesante: este es el posible origen del concepto de identidad: ¿qué es un sujeto, un objeto, una cosa, una entidad? Aquello que mi aparato cognitivo es capaz de reconocer como predador o presa o, más originariamente, como comida ¿Y cómo definimos los objetos? Por su perímetro, por sus contornos. Un objeto siempre se presenta cerrado (según la ley de cierre de la Gestalt): su perímetro siempre está completo (y si no nuestro cerebro se lo inventa). Curiosa definición: un objeto es algo que se nos presenta rodeado por una línea más oscura que nos permite diferenciarlo de un fondo. Y si queremos seguir dando definiciones, un sujeto o agente, será aquel conjunto de propiedades sensibles que se mueven sin perder su unidad estructural (el patrón que nos permitía identificarlo en todo momento). La consciencia será ese espacio de trabajo en donde se integra esa información para posibilitar la predicción futura.

Expliquemos mejor esto último. Pensemos en el mínimo necesario de imágenes que tenemos que percibir para poder predecir un movimiento: mínimo dos. Si solo percibimos la imagen estática de un objeto jamás podremos predecir la dirección en la que va. Necesitamos al menos dos para trazar una línea entre la posición inicial y la siguiente, y calcular, a partir del tiempo que ha tardado en recorrerla, la posible posición futura. Por eso es necesaria una memoria a corto plazo o de trabajo (que podríamos, a grosso modo, identificarla con la consciencia) que dure lo suficiente como para establecer la predicción.

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Seguramente, la selección natural premió a las memorias de trabajo que podían retener un mayor número de posiciones el tiempo suficiente para poder ir realizando predicciones más precisas y sofisticadas. Así, la duración de nuestra MCP se iría prolongando, nuestro presente se hizo más largo. Sería interesante hacer experimentos para comprobar si puede establecerse una correlación entre la duración de esta memoria y el tiempo necesario para poder predecir con cierta efectividad el comportamiento de un depredador o presa habitual de nuestra especie.

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Observamos una manzana ¿Qué quiere decir que tenemos conocimiento de esa manzana? Podríamos empezar por sus características externas: color,forma, longitudes… Sí, nadie dudaría en decir que estos datos son conocimiento pero, en general, es un conocimiento poco interesante. Si introdujéramos la imagen de la manzana en una malla cuadriculada en la que en cada celda indicamos con una numeración el tono de cada color, tendríamos una matriz numérica que correlacionaría cada color con su posición. Sería una representación muy clásica y, desde cierta perspectiva antigua, muy realista. No obstante, si no somos ingenieros de visión artificial, esta correlación nos importa poco. La verdad, la realidad, el auténtico conocimiento, no puede ser solo eso, tiene que ser algo que esté detrás, que está por debajo de la superficie. Los griegos ya opusieron realidad a apariencias. Curioso, opusieron la realidad a lo que se aparece, es decir, a lo que tienes delante de los ojos. Lo que ves, precisamente, no es lo real. Hay que excavar en la realidad, atravesar la piel de su superficie para adentrarnos en sus profundidades. Allí es donde está la auténtica verdad.

Pero es que no hace falta irse a perspectivas anti-empiristas para afirmar lo mismo. Para el físico actual, científico de los científicos, la verdad sigue estando por debajo de las apariencias. Existe un orden oculto tras lo que observamos: unas leyes fundamentales ¿Alguien ha visto alguna vez la ley de gravitación universal? No, solo observamos colores y formas en movimiento que pueden comportarse siguiendo ciertas regularidades, que repiten su conducta en el tiempo. La lógica, el patrón de esa regularidad es lo que puede traducirse a una fórmula. Entonces no nos interesa su presencia actual, lo que ahora mismo es delante de mí, sino su historia, lo que ahora no es pero fue. El físico no es más que un historiador de la materia.

Per ¿por qué la auténtica realidad está bajo la superficie o en la historia del objeto y no en la observación pura del mismo? ¿No podríamos decir que ya está, que con saber el color y la forma de la manzana ya sabemos lo que tenemos que saber de la manzana? ¿Por qué la apariencia externa no podría ser el auténtico conocimiento y lo profundo no ser interesante? ¿Por qué un genio maligno quiso complicarnos las cosas? Para el conocimiento científico la respuesta es evidente: hemos de adentrarnos en las profundidades si queremos saber el comportamiento de un objeto y, lo que para la ciencia es lo mismo, poder predecirlo. De la mera observación externa actual sin más no puedo sacar predicción alguna. El porqué de una conducta siempre se encuentra bajo la superficie ¿Seguro? ¿Es correcto todo lo que estamos diciendo? NO.

Herencia parmenídea, esta ha sido la ontología básica desde la que nos hemos movido en Occidente. Y este legado nos ha llevado a cometer errores de cierta envergadura. Pensar que detrás de los acontecimientos existe un mundo paralelo en donde se encuentra la auténtica verdad puede hacernos caer, al menos, en dos:

  1. Cierto desprecio a la observación. Si la auténtica verdad no está en lo observable, sino «detrás», podemos no creer en lo que está delante de nuestros ojos en pro de algo que no podemos siquiera ver. Esto es peligroso: siendo fieles a cierta ideología, podríamos llegar a invalidar resultados experimentales o a dar demasiado crédito a entidades «que no se ven». Creo que es bastante saludable no saltarse, al menos, el juicio de la experiencia.
  2. Platonización de lo no observable. Nadie ha contemplado jamás la ley de la gravedad pero podemos caer en la trampa de hacerla real en el sentido de pensar que existe con independencia de los objetos sobre los que tiene efecto. Puede parecernos que «existe un lugar» en donde están cosas como el teorema de Pitágoras, las reglas del cálculo o la ley de Coulomb… En este error cayó Popper con su mundo 3. Además, agravamos el error al pensar que esos elementos del «otro mundo» son eternos e inmutables. Parece que la ley de la gravedad siempre operará de la misma forma sin cambiar en nada ¿Estamos seguros? ¿No podría ser que las leyes cambiaran o evolucionaran?

No amigos, el hecho de que la ley de la gravedad no sea visible pero, de algún modo, sea real, no quiere decir que exista en un mundo aparte. Realmente, lo que observamos son objetos que se comportan de un determinado modo. De las regularidades de su comportamiento deducimos fórmulas que nos permiten predecir su conducta. Parece ser que los objetos se comportan según determinados hábitos o costumbres. A estos hábitos los llamamos leyes, pero eso no quiere decir que esas leyes existan «fuera» de los objetos.

Si lo pensamos con un ejemplo lo veremos muy claro: yo tengo la costumbre de leer siempre en la cama antes de dormir. Si un científico de la conducta me estudiara podría matematizar mi conducta y predecir que, dada una serie de condiciones iniciales, yo leeré siempre antes de dormirme ¿De aquí podríamos deducir que «leer en la cama antes de dormir» es una ley que existe con independencia de mí mismo y de mi cama en el mundo de las ideas de Platón?  No, una ley de la naturaleza no es más que el registro de regularidades en la naturaleza, nada ontológicamente real.

Creo que la verdad está en la superficie, no en ninguna profundidad. Sin embargo, eso no quiere decir que la verdad sea superficial en el sentido peyorativo del término, ni si quiera que sea fácil encontrarla. Predecir y comprender el funcionamiento de la realidad es muy, muy difícil, por mucho que pueda encontrarse delante de nuestros ojos. Dicho de otro modo: la superficie es bastante profunda.