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El poder en el mundo se encuentra muy descentralizado. Ya no existen, como en tiempos pasados, monarcas absolutos que sólo rendían cuentas ante Dios de sus omnipotentes decisiones. Lo que existe es una amplia variedad de grupos de presión, de grupos de intereses de diversa índole e influencia, que pujan por conseguir que se haga lo que ellos desean. Tenemos políticos, sindicatos, lobbies que representan diferentes intereses de grupos empresariales muchas veces enfrentados, asociaciones  que representan sectores de la sociedad civil (feministas, homosexuales, consumidores, grupos religiosos, etc.), el imperio de la ley (decisiones judiciales constituidas desde un poder legislativo que también obedece a muchas influencias), la ciudadanía entendida como colectivo de votantes y consumidores, etc. Existen un montón de grupos de influencia que dispersan y descentralizan el poder. Por eso gobernar es muy complicado y en muchísimas ocasiones se toman decisiones no del todo correctas.

Eso no tiene por qué ser malo del todo. Pensemos que la mayoría de las atrocidades que se han cometido a lo largo de la historia han sido fruto de que una persona o un pequeño grupo de ellas han atesorado todo el poder. Un poder más descentralizado evita que alguien lo consiga todo y lo use para el mal. La división de poderes que Montesquieu pensó para la política se extiende positivamente a todos los ámbitos de la sociedad. Nadie tiene todo el poder por lo que el mal que pueda hacerse se reduce a la parcela que cada uno ostente.

Sin embargo, sí que es malo en un amplio sentido. Cuando una sociedad con un poder muy descentralizado se enfrenta a amenazas globales, le es muy difícil reunir e integrar todo el poder necesario para hacerlas frente. Es el caso de la crisis económica y medioambiental. Pero, sobretodo, y esto es lo que quiero resaltar en este artículo, cuando la lógica de actuación de cada agente social es lo que los economistas llaman acción racional, las consecuencias pueden ser desastrosas.

A lo largo del siglo XX, matemáticos y economistas tuvieron una genial idea. De la mano de Von Neumann estudiaron lo que se ha llamado teoría de juegos. Investigaron acerca de cuáles serían las estrategias de actuación idóneas si se quería ganar jugando a cualquier cosa, incluidos juegos tan aparentemente carentes de estrategia a seguir como los juegos de azar. Von Neumman descubrió su famoso teorema del minimax: calcular cómo maximizar beneficios y minimizar pérdidas sabiendo que tu rival elegirá lo mejor para él y lo peor para ti. Cuando estos avances se incorporaron a la política y a la economía, el optimismo reinaba por doquier. ¿Qué mejor que actuar de esa manera, qué mejor que ser absolutamente racionales en la toma de decisiones, maximizando beneficios y minimizando pérdidas? Además, este enfoque permitía estudiar el comportamiento de los agentes sociales y poder predecirlo pues, ¿no actúa la mayoría de la gente de ese modo? ¿No sería estúpido no hacerlo así? A pesar de las múltiples críticas que recibió pues, aunque parezca mentira (o no tanto), la gente no suele actuar tan racionalmente como pudiera suponerse, sigue siendo un buen modo de entender gran parte del funcionamiento de nuestras sociedades.

¿Dónde está el problema entonces? En que sólo actuando exclusivamente de este modo estamos avocados al desastre. Los autores de la Escuela de Franckfurt vieron muy bien el problema, llamando a esta lógica razón instrumental: aquella que sólo busca los medios más eficientes para conseguir un fin dado sin cuestionarse nada más. El ejemplo claro está en la venta fraudulenta de bonos preferentes por parte de nuestros maravillosos bancos. El vendedor hace todo lo posible por vender, ignorando deliberadamente que su producto es una estafa. Sabe que cumple órdenes y que la responsabilidad final no caerá sobre él. Cuando se descubra el timo, quizá él ya no esté en la empresa o haya ascendido a otro puesto que nada tenga que ver  con el turbio asunto. Del mismo modo, los directivos de nuestras solventes y poderosas cajas, obraban con una perfecta razón instrumental cuando arruinaban a sus entidades con arriesgadas decisiones a sabiendas que si les salía mal se iban a su casa con cuantiosas indemnizaciones. Mucho que ganar y nada que perder. Sería irracional no hacerlo así. Es un minimax perfecto del que Von Neumann estaría orgulloso.

La razón instrumental representa la ceguera de miras por excelencia. El PSOE, en sus años de gloria y alegría, conocía perfectamente el estado de la burbuja inmobiliaria. Sabía que tarde o temprano todo estallaría si bien no se conocían tan bien las consecuencias de tal explosión. Sin embargo no hizo nada más que disfrutar de ese precario pero fastuoso presente. Había dinero, las prestaciones sociales se mejoraban y la gente estaba contenta. ¿Por qué fastidiar ese momento tan rentable electoralmente en pro de una burbuja que sólo Dios sabe cuándo estallaría y qué consecuencias tendría? No sabemos dónde estaremos dentro de unos años, rentabilicemos a tope el presente. Ante la imposibilidad de una predicción precisa del futuro, la razón instrumental obliga a una actuación cortoplacista. Si jugando al ajedrez nuestra capacidad de cálculo nos impide predecir ciertas jugadas muy complejas, limitémonos a hacer jugadas pequeñas al alance de nuestra sesera.

En la actualidad la praxis política sigue la misma lógica. El PP se encuentra ante graves problemas que urge solucionar. Sabemos que nuestro sistema económico y productivo es insostenible, conlleva crisis cíclicas y a la postre va a llevar al desastre medioambiental. Pero eso da igual en términos de racionalidad instrumental porque realizar un cambio profundo en el sistema es mucho más arriesgado que jugar tus cartas dentro del propio sistema, aunque éste esté corrupto. Por eso las medidas van en la línea: eliminar prestaciones sociales y regresar al modelo económico del siglo XIX para volver a ser competitivos. Es decir, solucionar el problema con más de lo mismo y peor en vez de romper la baraja.

Y es que querer cambiar el sistema desde un poder descentralizado en el que sus agentes pujan por defender sus intereses es prácticamente imposible. Habría que conseguir que grupos que pierden más que ganan al cambiarlo todo, acepten ese cambio, lo cual es diametralmente opuesto a la lógica de la razón instrumental. Por eso me da mucho miedo cuando conceptos como racionalización del gasto y productividad llegan a nuestros sistemas educativos. Un profesor no produce nada claramente visible en estos términos. ¿Qué produce un profesor de griego que enseña la Odisea a sus alumnos? ¿Qué produce leer a Miguel Hernández o a Séneca? Nada susceptible a ser cuantificado con precisión a corto plazo. Si metemos a grupos de interés guiados por la mera razón instrumental en la educación sólo conseguiremos más de lo mismo y peor. De hecho, la simple cuestión de que existen dos grandes grupos de poder con intereses opuestos, el PP y el PSOE, que gobiernan cíclicamente, sólo ha conseguido el desaguisado que es hoy en día nuestra educación pública: planes de estudio, asignaturas, enfoques pedagógicos, regulaciones, etc. que cambian al ritmo de los vientos ideológicos y que hacen que sea imposible enseñar y aprender.

Solución: saber perder, jugar en pro de fines más grandes que el mero ganar en el juego de los intereses particulares. La idea es tan sencilla como buscar el bien común por encima de tus intereses propios. Una obviedad tan grande que todo el mundo la sabe desde su más tierna infancia. El gran problema está en quién va a ser el primer «tonto» que haga eso sabiendo que tienes unos rivales que no están dispuestos a hacer lo mismo. ¿Alguien quiere suicidarse en el juego político o económico? Lo vemos en nuestro día a día. Por ejemplo, cuando en educación nos planteamos hacer una huelga indefinida Von Neumann nos advierte: no es buena estrategia. El beneficio es incierto: ¿cambiarán nuestros políticos sus decisiones a pesar de que paralicemos el sistema educativo? Y las pérdidas grandes: pérdida de sueldo amén que demás sanciones administrativas. Además, estamos seguros que muchos docentes no secundarían la huelga, por lo que las condiciones de éxito se reducen aún más. ¿Algún «idiota» va a lanzarse en solitario a hacer una huelga indefinida sin consecuencia alguna más que pérdidas graves para él?

Siempre pienso en eso cuando reflexiono acerca del sinsentido de las guerras. Cuando en la Primera Guerra Mundial centenares de miles de soldados morían por ganar unos metros de tierra en Verdún, hubiese bastado con que se pusieran de acuerdo en no hacerlo, más cuando era manifiesto el absurdo de malgastar tu vida así. Pero aquí radicaba el problema. Von Neumann de nuevo. El castigo por deserción era el fusilamiento y dado que la mayoría de tus compañeros no iban a rebelarse por temor a ese castigo, era absurdo rebelarte tú solo para ser fusilado sin más. Al final, era más rentable combatir con la esperanza de sobrevivir a la batalla.

No hay más: nos encontramos encarcelados en un complejo dilema del prisionero sin que nadie tenga las agallas y la amplitud de miras para ver más allá de su despiadada lógica. Vamos a pique.

Von Neumann era un verdadero genio, el único que he conocido en toda mi vida. He conocido a Einstein y a Oppenheimer y a Teller, ¿y quién es el genio chiflado del MIT? No me refiero a McCulloch, sino a un matemático. En cualquier caso, un buen puñado de esos otros tipos. Von Neumann fue el único genio que conocí jamás. Los otros eran superinteligencias… E importantes primadonnas. Pero la mente de Von Neumann era omniabarcante. Podía resolver problemas de cualquier campo… Y su mente estaba siempre trabajando, siempre inquieta. Una noche vino a mi casa, donde media docena de personas estaban tomando cócteles, y desapreció por una esquina y se quedó allí dándonos la espalda, con las manos cruzadas detrás, y después de unos minutos se volvió hacia mí y dijo: «Unos dos tercios de litro a la semana, Leon.» Y yo tuve que pensarlo durante tres o cuatro minutos, y finalmente dije: «Sí, Johnny, tienes razón.» Él se había acercado al acuario de peces tropicales de nueve galones que estaba encima de una mesa en la esquina, había observado la temperatura del agua, había calculado el área de la superficie, había visto la distancia que había entre la luz del techo y el cristal que impedía que los peces saltaran fuera, había hecho un cálculo de la velocidad de escape de las moléculas de agua, lo había combinado y había averiguado la cantidad de agua que había que añadir a la semana para mantener el acuario. Y acertó, con un margen mínimo de error. Ése es el tipo de cosas que hacía todo el tiempo. Otra por la que no es muy conocido es por su sentido del humor. Realmente le encantaban las quintillas jocosas un poco verdes. Y aunque nunca nos decíamos nada deliberadamente, ocurría que cada vez que nos juntábamos, ya fuera una hora o un mes más tarde, empezábamos a ver quién podía improvisar más rápidamente y decir la mayor cantidad posible de quintillas. Resultaba ser un juego muy divertido. Él tenía montones de ellas; era difícil mantenerse a su altura. Su memoria iba más allá de todo lo imaginable, una fotografía de cada cosa que había aprendido o visto. Una calculadora encendida y una cabeza lista para dispararse en cualquier momento: él combinaba todas esas cosas con un enorme talento creativo.

Leon Harmon, citado en Máquinas que piensan de Pamela McCorduck

Véase Lo que se dice genio y figura

Cerca del final de su vida, Alan Turing, escribió en una carta a su amigo Norman Routledge este terrible silogismo:

Turing cree que las máquinas piensan

Turing yace con hombres

Luego las máquinas no piensan

Aparte de que su homosexualidad fuera un pecado demasiado grande para ser perdonado por la religiosidad victoriana de la época (no es casual que Turing utilice la locución bíblica «yacer con»), la creencia en que lo exclusivamente humano pudiera ser extensible a seres de silicio era, y sigue siendo, una blasfemia que acabó tanto con su vida como con su legado (gran parte de sus ideas se las atribuyeron a nuestro Von Neumann).

¿Después de Copérnico, Darwin y Freud, será Turing el nuevo leñador que hará caer el maltrecho árbol del antropocentrismo?

PD: Por si acaso alguien no lo sabe el logo de Apple representa la manzana bañada en cianuro con la que Turing se suicidó (o eso creíamos. Véase la entrada de Friedrich más abajo).

«Von Neumann era siempre frío y racional, pero al mismo tiempo sociable, amable, cortés y abierto con todo el mundo. No era nada atlético y evitaba cualquier trabajo físico. Comía demasiado, y le encantaba la buena mesa y la cocina mexicana. Tenía un temperamento chispeante y desenfadado. Le gustaban los chistes verdes, sobre todo si rimaban. Le gustaba el sexo y las mujeres. Cuando entraba en una oficina, si había una secretaria atractiva, no vacilaba en inclinarse para tratar de mirar por debajo de su falda. Le gustaban las fiestas y trataba de organizar en su casa las más divertidas de la ciudad. De todos modos, si se alargaban demasiado, se retiraba un par de horas a su estudio a trabajar, pues en realidad lo que más le gustaba de todo era pensar, que es en lo que consistía su trabajo»

Leído en Los lógicos de Jesús Mosterín.

¿Es este brócoli una computadora?

Que algo sea computable quiere decir que podemos crear un modelo matemático, algorítmico de él. El crecimiento de un brócoli es fácilmente computado por un ordenador, sin embargo, eso no nos hace pensar que el brócoli mismo sea una computadora. Solemos entender que el computador es aquel que emula, del modo más realista posible, el comportamiento de algo real. Así, dividimos la realidad en dos, la platonizamos: lo real y su copia. Y así, nuestros ingenuos informáticos sólo pueden aspirar a diseñar buenas copias de la realidad, pero nunca «seres reales». Nuestras computadoras podrán pasar el test de Turing, pero eso nunca será «realmente» hablar. Dividimos entre hardware (lo físico, el cuerpo) y software (el programa, el alma), creando sustancias independientes que no nos es imposible volver a casar luego (véase el problema de la comunicación entre sustancias en que se vio envuelto todo el racionalismo moderno) . Sospecho que la arquitectura de computadoras,  la de nuestro querido Von Neumann, basada en estas nociones dualistas resultará, a la larga, infructuosa para construir inteligencia «real».

En primer lugar hay una objeción: si nuestras copias van siendo cada vez más y más realistas,  ¿no podría llegar el momento en el que el original y la copia sean indistinguibles? ¿No podríamos llegar a agotar la realidad mediante nuestros modelos? La respuesta es complicada, pero negarla implicaría aceptar que los originales tienen una propiedad metafísica que los diferencia de sus copias físicamente idénticas.

Y en segundo lugar, creo que se puede poner en duda la idea de que la realidad computada no sea realmente un computador. Si nos fijamos en nuestro ordenador, una serie de objetos físicos (microchips de silicio, circuitos integrados) hacen la función de puertas lógicas que sirven como base para las computaciones, es decir, que una serie de objetos físicos estructurados de una determinada manera producen cálculo. Asimismo, en el brócoli, al comprobar que el resultado de su crecimiento es una geometría fractal (un cálculo), podemos presuponer que, igualmente, posee una serie de objetos estructurados de una determinada manera tal que producen cálculo (a fin de cuentas, todos estamos formados por átomos). No habría entonces una diferencia sustancial, en este sentido, entre el helecho y el ordenador. La diferencia estaría en la versatilidad: mi ordenador es una Máquina Universal de Turing (capaz de realiza cualquier algoritmo según la tesis Church-Turing)  mientras que el brócoli sería una máquina de Turing particular, sólo capaz de realizar una única tarea.

Pero extendamos la metáfora a toda la realidad… ¿No nos llevaría esto a pensar que el universo podría ser una gran supercomputadora ? No nos haría falta ni demostrar que toda la realidad sea computable. Sólo con que gran parte de ella lo fuera (y creemos que así lo es), tendríamos un supercomputador cósmico.