Posts etiquetados ‘Elección racional’

Hace tiempo que renuncié a la ilusa idea de llevar una vida plenamente racional. Renuncié a la posibilidad de hacer todas las cosas siguiendo un plan que maximice beneficios y minimice pérdidas. En primer lugar porque es imposible estar constantemente analizando todo para después actuar. Lleva demasiado tiempo, de modo que, al final, aparte de ser algo agotador, no llega a ser práctico. En muchas ocasiones, resulta más rentable ser algo más impulsivo y lanzarse al vacío partiendo de información parcial o insuficiente, que estar demasiado tiempo reuniendo toda la información necesaria, evaluarla y planificar la acción. Y, en segundo lugar, porque a uno no siempre le gusta hacer las cosas del modo más racional posible. A uno le gusta, muchas veces, hacer las cosas, a «su manera» aunque esa manera no sea la mejor. A mí, por ejemplo, me gusta quedarme leyendo por la noche hasta bien pasada la madrugada. Al día siguiente tengo que levantarme temprano por lo que duermo poco y cuando suena el despertador pienso seriamente en el suicidio. Me convendría más desplazar esas horas de lectura a otro momento del día y acostarme más temprano. Pero no, no lo hago ni lo haré. Esa es mi manera de hacer las cosas a pesar de ser un poco irracional.

Sin embargo, esto no implica que uno deba llevar una vida absurda sin ningún tipo de planificación. El economista norteamericano Thomas Schelling nos ofrece una buena estrategia de actuación conocida como quemar las naves en honor a la decisión de Hernán Cortés durante la conquista de México. Schelling publicó su famoso libro La estrategia del conflicto con el fin de aplicar la teoría de juegos a los enfrentamientos entre países en el marco de la Guerra Fría. Una nación en guerra tiene varias opciones estratégicas para atacar a su enemigo. Quemar las naves significa eliminar alguna de ellas para reforzar la posición de las otras. Cortés barrenó sus barcos haciendo imposible que sus soldados pudieran desertar, dejando como única opción seguirle hasta el final en su rebelión contra la corona española.

Schelling llevó más lejos su estudio trascendiendo los análisis bélicos hacia situaciones de la vida cotidiana. Tal y como estudió el psicólogo Kurt Lewin, los individuos están continuamente teniendo que enfrentarse a conflictos interiores: ¿hago dieta y cuido de mi salud o me como otro bocado de este jugoso pastel? ¿Elijo a Claudia, que es muy atractiva pero tiene muy mal genio, o a Lucía, que no es tan atractiva pero es muy inteligente? ¿Dejo de fumar o me tomo otro apetecible cigarrillo con el café? No saber qué hacer o elegir siempre la peor opción genera frustración y baja la autoestima.

¿Cómo aplicar la estrategia de Schelling a nuestra vida? Eliminando opciones. Si quiero hacer dieta será buena estrategia no tener pasteles en el frigorífico de casa, si Claudia no me conviene puedo borrar su número de mi móvil o no comprar tabaco ni salir a tomar café pueden ser buenas opciones para evitar la tentación de fumar. Me gusta esta estrategia porque tiene muy en cuenta el hecho de que hay fuerzas que dominan nuestra conducta más que nuestra racionalidad. No siempre somos dueños de nosotros mismos y, muchas veces, elegimos la peor opción aún a sabiendas de que lo es. Contra esto mejor quemar las naves.

Tenemos una baraja en la que sólo existen las cuatro cartas que se ven abajo. En esta baraja, las cartas tienen tanto en sus caras como en sus dorsos o letras o números, cumpliéndose la regla de que si en una cara hay una letra, en el dorso habrá un número y viceversa. Por ejemplo, en el dorso de la primera carta (A) habrá necesariamente un número cualquiera mientras que en la carta tercera (4) habrá siempre una letra. Pues bien, si decimos que en esta baraja se cumple la regla: «Si una carta tiene una A en una cara entonces tendrá un 4 en la otra», ¿qué cartas hemos de levantar para verificar o falsar dicha regla?

Este simple experimento utilizó el psicólogo P. C. Wason (1966) para mostrar que los individuos no somos demasiado lógicos a la hora de tomar decisiones. Muchas personas se equivocan a la hora de elegir qué cartas levantar aún cuando para tomar la decisión simplemente hay que utilizar unas simples reglas de inferencia que usamos constantemente para hacer el más nimio razonamiento de nuestro día a día.

Algunos levantaban la carta dos (B) cuando es absolutamente irrelevante para verificar nada. Que detrás de ella haya un 4 no afecta para nada la regla ya que ésta te dice que si hay una A habrá un 4 pero esto no prohíbe que puedan haber cuatros detrás de cualquier otra letra.

Mucha gente levantaba la tercera carta cometiendo un grave error lógico. Solían pensar que detrás de ese 4 debería haber una A para que se cumpliera la regla. ¡No! La regla te dice que si hay una A entonces habrá un 4 pero no dice nada de que si hay un 4 tenga que haber una A. Aquí se está confundiendo el condicional con el bicondicional. Mucha gente no cae en la cuenta de que si A es condición para 4, 4 no tiene por qué ser condición para A.

Y lo que es muy curioso es que casi nadie levantaba la cuarta carta (7), cuando ésta es claramente necesaria. Si detrás del 7 hubiera una A, la regla quedaría falsada pues ella nos dice que, siempre, detrás de una A tendrá que haber un 4. Estamos ante un típico modus tollens.

La solución, como todos habréis deducido ya, mínimamente por eliminación, está en levantar la primera y la última cartas. La primera es la más evidente (y la que más gente acertaba) ya que, necesariamente, detrás de esa A tiene que haber un 4 (es aplicar un modus ponens). Wason viene a demostrar que no siempre nos regimos por la lógica deductiva a la hora de tomar decisiones. Esto tampoco quiere decir que decidamos irracional o estúpidamente, sino que tenemos en cuenta otros elementos o que utilizamos mecanismos de elección extralógicos.

Otro ejemplo que me llama la atención a la hora de criticar las teorías de elección racional es cuando razones secundarias usurpan la primera fila y se hacen definitorias para tomar una determinada decisión. Esto suele ocurrir cuando no tenemos suficiente información para elegir racionalmente entre dos opciones. Pensemos, por ejemplo, que tenemos que elegir la universidad en la que queremos estudiar. Las dos opciones son la universidad de Albacete o la universidad de Santander. Para tomar una decisión racional deberíamos saber datos como el plan de estudios de cada facultad o qué profesores imparten clase allí. Sin embargo, no sabemos absolutamente nada. ¿Cómo elegir? Razones secundarias toman el mando. Por ejemplo, si somos de Cuenca podemos pensar que elegir Albacete será mejor porque está más cerca de casa y así el viaje será más corto. ¿Garantiza esta razón que mi decisión será la más acertada? Para nada, la universidad de Albacete podría ser malísima y habrías cometido un gran error. Sin embargo, en este caso la decisión es totalmente racional dada la información que tenemos. Curioso, una decisión racional que me garantiza el éxito tanto como el lanzamiento aleatorio de una moneda.

En estos días, paradójicos donde los haya, en los que miles de personas en las calles exigen más democracia a la vez que la derecha se hace con un poder omnímodo, bien estaría enriquecer la comprensión y la reflexión de lo que realmente es un sistema democrático. Por eso voy a hacer una serie de entradas dedicadas a mostrar algunas de las problemáticas más interesantes en torno a esta forma de gobierno.

La democracia dista mucho de ser un sistema perfecto, teniendo un montón de problemas de muy difícil, quizá imposible, solución; problemas además que, llevados a sus máximas consecuencias nos muestran lo paradójico del sistema: quizá el mejor de todos pero, a la vez, esencialmente imposible de llevar a cabo. Hoy mostraremos dos de estas cuestiones:

1. El problema de la representación. En España somos 47 millones de personas. Si partimos de que cada persona es única e irrepetible y que, por ende, su forma de pensar será igualmente exclusiva, para tener una total representación en el parlamento harían falta 47 millones de escaños, es decir, una democracia absolutamente directa. Las dificultades materiales de organizar algo así son más que obvias pero a ellas se les suma el hecho de que un sistema así sería prácticamente ingobernable. Pensemos en cómo poner de acuerdo a 47 millones de personas para sacar adelante unos presupuestos generales, teniendo en cuenta, además que la inmensa mayoría de esas personas no son especialistas en nada que tenga que ver con la economía. Parece muy lógico entonces delegar en representantes (viendo además que, en política, seguramente no hay 47 millones de formas de gobernar. Podemos resumir), pero el problema está en que, cuanto menor sea el número de ellos, tanta menor será la representación de la diversidad de opiniones de la totalidad de la población.  El extremo lo tenemos en el bipartidismo, cuando sólo dos ideologías, sólo dos formas de entender y de hacer política han de representar a 47 millones de ciudadanos. La representación en este caso es muy baja (lo cual es muy grave: nos gobierna gente que hace las cosas de un modo muy diferente a como las haríamos nosotros, ergo no nos gobernamos a nosotros mismos, ergo no hay democracia real). Pero, y aquí reside la paradoja, los sistemas bipartidistas son muy estables, son fáciles de gobernar ya que el ejecutivo mantiene una coherencia determinada y se le deja hacer políticas en esa línea. Un sistema más consultivo o asambleario sería mucho más incoherente e inestable.

Conclusión: cuanta más representación más ingobernabilidad y cuanto menos representación más gobernabilidad. Por eso cuando los acampados de Sol piden una democracia más directa o, por ejemplo, las famosas listas abiertas, conseguirían un sistema más representativo pero quizá menos gobernable.

2. El problema de los expertos. Así lo explico en clase: supongamos que se nos rompe el televisor y entre todos nosotros (somos treinta en clase) tenemos que decidir democráticamente qué es lo que le ha pasado. ¿Se ha roto la fuente de alimentación, el plasma, algún circuito interno…? Entre todos reflexionamos y luego votamos. La cuestión es: ¿No sería más sensato consultar a un experto, a un técnico en reparación de televisiones en este caso, que votarlo en asamblea? En quién confiaríamos más: ¿en una asamblea de diletantes que han votado o en un especialista? La respuesta parece fácil: así planteado un sistema tecnocrático sería superior a uno democrático. Podríamos objetar que los votantes pueden informarse, pueden consultar a especialistas antes de votar, de modo que una asamblea de votantes informados sería tan fiable como la opinión de un único especialista. Es cierto, y de aquí la imprescindible tesis de que un sistema democrático será tanto mejor cuanto más formados estén sus ciudadanos. Educación y democracia tienen que ir de la mano (Me preguntó qué tipo de democracia tenemos entonces en España con casi un 40% de fracaso escolar o qué tipos de democracia pueden surgir en países africanos con altísimos indices de analfabetismo). Sin embargo, y aquí reside la paradoja, aunque una asamblea informada pueda tomar decisiones tan fiables como las de los expertos, ¿por qué perder el tiempo realizando la votación? ¿Por qué no, simplemente, dejar todo en manos de expertos?

Además, el problema de los expertos puede conjugarse con el de la representación. Si pensamos que en una población dada el número de expertos constituye siempre una minoría, cuanta más representación tengamos menor importancia tendrá su voto (ya que se diluirá entre los de la mayoría de diletantes) y viceversa: cuanto mayor peso tenga la decisión de los expertos menor representación tendremos todos los demás. ¿Es compatible la democracia con la toma racional de decisiones? Pensemos en el ejemplo de estas elecciones: ¿ha sido racional castigar al PSOE con independencia de la calidad del gobierno en ayuntamientos y comunidades autónomas? ¿No nos hemos cargado a buenos alcaldes y concejales por el hecho de castigar a un partido por su mala gestión nacional? ¿No hubiera sido más lógico esperar a las nacionales para cambiar de gobierno? ¿Ha sido entonces racional el votante?