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La ciencia en cuestión

En vista de la reciente publicación del libro de Antonio Diéguez La Ciencia en Cuestión (libro que aún no he leído pero que está ya encargado), vamos a hablar un poco de Filosofía de la Ciencia, tema que hace mucho que no tocábamos en el blog. Además, vamos a entrar por la puerta grande con la nada pretenciosa intención de intentar definir la ciencia, asunto que, como no podía ser de otro modo, ha sido central en la disciplina. Y es que cuando la Filosofía se encarga de un campo concreto de estudio, la definición de dicho campo se convierte automáticamente en irresoluble objeto de controversia.

Usualmente, la ciencia ha sido definida (solo a nivel epistemológico, no hablaremos aquí de la ciencia como institución) como un modo de obtención de conocimiento que, prácticamente, equivalía al método científico, siendo éste, esencialmente, el método de la Física. En este sentido, se ligó la ciencia al concepto de ley física en su sentido más básico: enunciado general inferido a través de una colección de datos particulares (es decir, como inducción). Esta concepción, propia del Círculo de Viena, trajo consigo el problema de la demarcación, cuyas conclusiones fueron muy claras: la dificultad de establecer una frontera rígida entre lo que es ciencia y lo que no es, es insalvable (Incluso para algunos como Larry Laudan, es un muy poco fructífero pseudoproblema). Si aplicamos un criterio de verificación estricto, dejamos fuera de la ciencia una gran cantidad de conocimiento asumido tradicionalmente como ciencia de pleno derecho; y si lo abrimos demasiado, se nos puede colar como ciencia mucho contenido que, igualmente, no muchos estarían dispuestos a aceptar como científico.

Situar como ideal, como canon a seguir, el método de la Física, dejaba en serios problemas a un montón de disciplinas cuyo quehacer habitual distaba mucho del de la investigación física. Entre las ciencias naturales clásicas, la Biología se pone en duda al carecer de un corpus legal tan sólido como el de la Física, lo cual no deja de ser paradójico: la Biología, después de triunfar atronadoramente en los últimos siglos, primero con la teoría de la evolución y, segundo, con la genética, se pone en duda como ciencia.

Del mismo modo, se ahonda la brecha entre ciencias y letras, cuando, evidentemente, los saberes humanísticos no usan una metodología que tenga parecido alguno a lo que se hace en un laboratorio de física. Entonces, ¿es la Historia una pseudociencia, es decir, pura y dura charlatanería? ¿La Filología, el Arte, la Filosofía? Y lo que es más grave, si no existe criterio de demarcación alguna llegamos a un todo vale en el que cualquier pseudociencia puede colarse como ciencia auténtica, no ya fuera del campo académico (como puede ser la homeopatía o la astrología), sino dentro de la misma universidad, tal y como evidenciaron Sokal y Bricmont y que, afortunadamente, llevó a un profundo debate sobre el tema.

Creo que hay una forma de aproximarse a este problema, definiendo la ciencia y no aludiendo al método científico, que además nos llevaría a una interminable discusión acerca de en qué consiste ese método (que podría hacernos llegar incluso a la postura radical de Feyerabend: no existe ningún método científico), sino aludiendo a algo más abierto: establecer una serie de criterios, protocolos, prácticas o directrices que consideraríamos deseables para considerar una teoría científica. Sería establecer una serie de ítems de forma bastante débil: ninguno de ellos va a ser una condición necesaria ni suficiente para determinar de modo inexorable la cientificidad de una teoría, pero que, en su conjunto, pueden llevarnos a apostar por ello o, como mínimo, a ponderar de modo razonable la cientificidad de una teoría.

Hay que entender que decir que algo es ciencia, no es más que hacer una valoración, un juicio axiológico, porque los ítems que vamos a proponer no son más que valores cognoscitivos, es decir, una serie de cualidades que, si son poseídas por una teoría, la consideramos valiosa. Nada más. No hay nada en estas valoraciones que nos diga que estamos ante la verdad absoluta ni que hayamos captado el ser o la auténtica realidad en sentido metafísico. Solo estaríamos aceptando la validez de una implicación: si aceptamos como valiosos una serie de valores cognitivos (propios de la tradición occidental como veremos a continuación), y una teoría los posee, entonces dicha teoría será valiosa, es decir, científica.

Protocolos o valores cognoscitivos:

  1. Contacto con la realidad. Evidentemente, es el protocolo más importante, en el sentido de que su incumplimiento total invalidaría cualquier otro (¿para qué querríamos una teoría que no habla de la realidad por muy original o matemáticamente elegante que fuera?), sin embargo, establecer en qué consiste se antoja problemático ya que el mismo concepto de realidad lo es, siendo este tema uno de los centrales en la historia de la filosofía. Reconociendo el problema estableceremos (tal y como hizo Popper) que el contacto con la realidad de una teoría se puede abordar como una cuestión de grado, midiendo una serie de indicadores que puedan decirnos el contenido empírico de una teoría. Dentro de este protocolo vemos significativos otros dos más:

            – Metrización y medición de la realidad: una ciencia ha de ser capaz de delimitar con la mayor precisión posible su objeto de estudio e intentar establecer instrumentos que permitan obtener de él la mayor cantidad y calidad de conocimiento posible. En este sentido se considerará muy valioso que una teoría sea capaz de medir aspectos de la realidad que no hayan sido medidos. Se entenderá una de las conquistas de la ciencia como una progresiva metrización de la realidad. La creación de nuevas unidades de medida y su integración coherente con los sistemas de medición ya conocidos será considerado como muy valioso. Del mismo sentido y como veremos más adelante (en el protocolo 9) la teoría debería permitir o favorecer el descubrimiento de nuevos fenómenos, es decir, estar abierta a la novedad, en vez de cerrada o completa.

            – Preocupación por los instrumentos de observación y medición: una disciplina que se precie de científica debería tener una subdisciplina dedicada a sus propios instrumentos  y herramientas orientada en dos sentidos: uno positivo como una mejora de los instrumentos y otro negativo como un cuestionamiento de la validez obtenida a través de susodichas herramientas. El filósofo de la ciencia canadiense Ian Hacking subraya que la historia de la ciencia no suele caer en la cuenta de la importancia de los instrumentos, entendiendo él que todas las revoluciones de la ciencia han sido, esencialmente, revoluciones en los instrumentos de observación. Es más, sostiene que la propia observación está cargada de práctica competente, es decir, de buen uso en la fabricación y uso de los medios de observación.

  1. Capacidad predictiva. Es una forma muy sugerente de escapar del problema de tener que definir contacto con la realidad, ya que podemos decir de modo muy razonable que si una teoría predice lo que va a ocurrir será porque, precisamente, habla de la realidad ¿Podríamos, no obstante, tener una teoría que pronosticara correctamente el futuro y que fuera falsa? Perfectamente: es el problema de la subdeterminación de teorías: hay infinitas teorías que pueden satisfacer cualquier serie de hechos (la creencia de Bacon de que la realidad nos daría sus fórmulas matemáticas con solo observarla y recoger datos inductivamente, es un mito), que además se complementa perfectamente con la infradeterminación de teorías de Duhem-Quine: cuando refutamos una hipótesis mediante verificación experimental no refutamos la hipótesis de un modo aislado, sino que también refutamos una serie de hipótesis auxiliares, de modo que siempre podemos mantener la hipótesis principal realizando modificaciones en las hipótesis auxiliares de forma indefinida. Sin embargo, la capacidad predictiva puede, al menos, dividir las teorías que la tienen de las que no. De nuevo, siguiendo a Popper, una teoría que dé lugar a hipótesis arriesgadas (con muchos falsadores posibles) pero verificadas experimentalmente, es un signo de que estamos ante una teoría científica. O, dicho de otro modo, parece deseable para una teoría tener una estructura que permita su falsación, es decir, que establezca con claridad qué condiciones deben darse para que la hipótesis sea considerada como falsa.
  2. Coherencia lógica: De forma muy patente, deberíamos descartar cualquier teoría de cuyas proposiciones pueda inferirse una contradicción. Del mismo modo, se buscará que la teoría sea, igualmente, coherente con otras ciencias cuyo estatuto científico ya haya sido validado. Una teoría aislada, incoherente con el resto de ciencias, será sospechosa de considerarse pseudociencia. Como magistralmente nos muestra Mario Bunge, eso ocurre con el psicoanálisis.
  3. Potencia explicativa: una teoría será tanto más científica cuanto más hechos describa o pronostique. Ha parecido siempre como objetivo del saber humano, desde sus inicios en la antigua Jonia, explicar toda la realidad a partir de un único principio, de una única explicación. Tales intentaba buscar el arkhé de la physis y, siguiendo ese mismo proyecto, Newton triunfó rotundamente al explicar todo el movimiento del universo (a escala cósmica) a partir de una única ley, la de gravitación.
  4. Elegancia matemática: una teoría será tanto más científica cuanto más simple sea en el sentido ockhamista del término: entia non sunt multiplicanda praeter necesitatem. Igual que es deseable el alto contenido empírico, en el campo teórico pasa lo contrario: es deseable el máximo adelgazamiento.
  5. Acumulación de conocimiento. Consideraremos positivo para un cuórum teórico el hecho de que los conocimientos anteriores en el tiempo, perduren con el mismo grado de validez que los nuevos conocimientos. No sería aceptable la constancia plena de provisionalidad en el sentido expresado por la visión del avance científico de la obra de Kuhn. Si el conocimiento científico es un conjunto de paradigmas inconmensurables que se suceden en el tiempo, caemos en un inaceptable relativismo histórico que invalidaría automáticamente cualquier adquisición de nuevo conocimiento. A fortiori, parece absurdo aceptar como verdadero un conocimiento que sabemos, a ciencia cierta, que va a ser sustituido por otro diferente (radicalmente diferente, inconmensurable).
  6. Capacidad crítica. Es muy deseable que una teoría tenga mecanismos de revisión que permitan una constante alerta ante el error, ya sea a nivel epistemológico como a nivel institucional (por ejemplo, la clásica revisión por pares de las ciencias naturales, a pesar de sus problemas, constituye el ejemplo por antonomasia). Así, consideraríamos como más científica una teoría que posee mecanismos de autorrevisión y corrección.
  7. Aplicabilidad técnica: una teoría será más científica cuántas más cosas puedan hacerse con ella, o dicho de otro modo, cuantas más aplicaciones técnicas o tecnológicas puedan desarrollarse a partir de ella; y, lógicamente, cuántas más de esas aplicaciones sean verdaderamente útiles para los fines de nuestra sociedad. Nótese que aquí estoy menoscabando la ciencia base o la ciencia más teórica, sí, pero es que me parece obvio que una ciencia es más valiosa si nos vale para algo. No será lo mismo una demostración matemática que resuelve un enigma lógico casi como por divertimento, como podría ser refutar una variante de una apertura de ajedrez, que una investigación para la cura de una determinada enfermedad.
  8. Proyección futura: siguiendo la visión del progreso científico de Lakatos, un ítem de cientificidad podría ser establecer si la teoría constituye un programa de investigación progresivo o degenerativo. Un programa progresivo será el que es capaz de proporcionar una heurística positiva y negativa, en el sentido en que permita nuevos descubrimientos proporcionando unas directrices de lo que se debe o no hacer, de qué caminos hay que seguir y qué caminos parece que están agotados.

Creo que, aunque si somos sutiles, podríamos encontrar teorías científicas que puntuaran muy bajo en este conjunto de ítems, su aplicación serviría para diferenciar con claridad meridiana la ciencia de las clásicas pseudociencias: creo que la astrología, frenología, numerología, quiropráctica, iridología, ufología, etc. se diferenciarían muy bien de las ciencias clásicas.

Por otro lado, las humanidades no deberían, en términos generales, ser examinadas con estos ítems porque muchas de las disciplinas tradicionalmente clasificadas como «de letras» no son ciencias, sin que esto les quite un ápice de valor. Por ejemplo, las artes no pueden ser evaluadas como ciencias porque no tienen nada que ver con ellas: ¿Hay algo de aplicabilidad técnica, coherencia lógica o capacidad predictiva en una sinfonía de Bach o en un cuadro de Velázquez? ¿Y eso les resta valor?

Cartel ciencia

Cuando comienzas una discusión con un buen filósofo sobre, pongamos por ejemplo algo que está muy de moda en estos días como es la libertad, más pronto que tarde, te pedirá que se la definas. Y es que los filósofos saben que gran parte de los malentendidos vienen de no tener clara la definición del concepto en liza ¿Libertad de qué? ¿De poder tomarnos unas cañas, de poder cambiarnos de sexo o de poder pagar a nuestros empleados el sueldo que se nos antoje?

Sin embargo, es muy curioso, cuando no un total escándalo, que si nos adentramos en las principales disciplinas académicas, nos encontramos con que en, prácticamente ningún concepto fundamental, hay acuerdo alguno. Si nos vamos a la biología no hay definiciones consensuadas de vida, adaptación, gen, especie, raza… ¡Conceptos cruciales sobre los que se sustenta toda la biología! En la física igual: materia, tiempo, espacio, partícula, energía… Puede haber modelos matemáticos que permiten precisas predicciones, pero definiciones en román paladino no hay en las que todos confluyan. Y si ya nos vamos a disciplinas cuyo objeto es menos tangible como la psicología, la disparidad se multiplica: ¿Qué es la mente, la inteligencia, la personalidad? ¿Qué es enfermedad mental y qué no lo es? Nos encontraremos con tantas definiciones como escuelas, corrientes o incluso psicólogos particulares. Imagine el lector en el campo en el que yo ahora investigo, la consciencia, el número de definiciones distintas y la confusión que generan.

Desde luego, esto daría para caer en un escepticismo duro, concluyendo que nuestras ciencias son un desastre mayúsculo y que jamás llegaremos a ningún conocimiento certero sobre la realidad ¿Cómo los científicos pueden decirnos algo con sentido si no pueden definir de lo que nos hablan? No tan rápido. Me gusta citar una anécdota que no recuerdo donde leí pero que dice así: estaba Francis Crick dando una larga conferencia sobre el ADN cuando un oyente le espetó: «Profesor Crick, lleva usted varias horas hablando de seres vivos pero no nos ha definido en ningún momento qué es la vida». Crick respondió: «Dejemos las cuestiones de higiene semántica para los filósofos». Moraleja: un eminente científico podía hacer avanzar la ciencia, tanto como para descubrir la estructura del ADN, sin tener una definición clara y precisa de su objeto de estudio.

Vamos a aproximarnos un poco a lo que entendemos por definición. Definir algo no consiste en captar su esencia, en descubrir un «secreto» que el objeto a definir guardaba «dentro». Definir algo es, sencillamente, distinguirlo de cualquier otra cosa. Así, cuando defino «silla» lo que pretendo es que mi interlocutor no confunda en su mente una silla con una mesa o con un sofá. La RAE la define como «Asiento con respaldo, generalmente de cuatro patas, en el que solo cabe una persona». A bote pronto, parece una definición bastante aceptable. Al decir que «generalmente tiene cuatro patas» seguimos entendiendo como sillas aquellas de diseño que puedan tener, por ejemplo, solo tres patas. Sin embargo, me parece que el punto débil de la definición está en la parte final: «…en el que solo cabe una persona». Si en una supuesta silla se sientan dos niños… ¿deja de ser una silla? O si en ella no cabe una persona obesa… También podemos pensar en una silla en miniatura de una maqueta… ¿no es una silla?

Aquí entran las tareas de «higiene semántica» de los filósofos a las que se refería Crick. Estos tipos raros dedicarán horas y horas a intentar encontrar definiciones más precisas. Sin embargo, pensemos que aunque nuestra definición de silla no sea perfecta, la mayoría de la gente comprende perfectamente qué es una silla y la distingue muy bien de cualquier otro objeto. Solo en poquísimos casos limítrofes nos encontraríamos con objetos que no sabríamos decir si son sillas o no. Incluso en el caso de una silla en miniatura, cuando se incumple claramente la tercera cláusula de la definición, todo el mundo la sigue llamando silla sin ningún atisbo de duda. Las definiciones funcionan muy bien aunque no sean perfectas. Incluso solemos saber identificar y distinguir muy bien los objetos sin tener siquiera una definición elaborada lingüísticamente en nuestra mente. Por ejemplo, si me preguntan ahora qué es un tigre, tendré que estar un rato pensando qué cualidades lo distinguen de otros seres, y quizá no llegue a ninguna buena definición; empero, habitualmente, puedo diferenciar a un tigre de cualquier otro ser con bastante competencia.

Además, y esto es lo importante, las definiciones evolucionan a lo largo de la investigación. Si, antes de comenzar a investigar, ya tenemos una definición definitiva… ¿Qué sentido tiene entonces la investigación? Pensemos en la historia de los átomos. Desde que los atomistas griegos los definieran como los últimos componentes de la materia (ἄτομος : «indivisible»), hasta la actualidad, su definición ha variado enormemente. Desde que Platón entendiera los átomos como sólidos regulares, pasando por Dalton, Thomson, Rutherford, Bohr o Schrödinger, ha llovido muchísimo. De hecho, la definición inicial ya no nos sirve para nada: los átomos no son los componentes últimos de la materia, ya que están divididos en muchas otras partículas más pequeñas. Ahora sabemos que los átomos y sus componentes tienen propiedades que antes desconocíamos y que podemos incluir en su definición. Sabemos que hay muchos tipos, tamaños, de diferente composición… Hablamos de masas, cargas, spines, fuerzas, enlaces… Nuestro conocimiento se ha ampliado con una gran riqueza de nuevas notas, y también de nuevos interrogantes ¡Eso es progreso científico!

Durante algún tiempo me preocupó mucho la ausencia de definiciones. Cuando analizaba el estado de las variadas ciencias y solo encontraba en ellas un maremágnum de discusiones, sin un atisbo de lo que Kuhn llamó «ciencia normal», entendía muy bien las razones del relativismo y del escepticismo. Si bien, por otro lado, me congratulaba maliciosamente de que las ciencias naturales se encontraran en dificultades no muy distintas a las clásicas de las ciencias humanas o sociales. Durante mucho tiempo también pensaba que la precisión y el rigor eran cualidades de las ciencias empíricas, mientras que las humanidades eran más chapuceras en este sentido… ¡Nada más lejos de la realidad! En ciencia hay tanto torticero como en cualquier otro lugar del mundo. El rigor está en manos del investigador en cuestión, no dependiendo, para nada, del campo en el que trabaje. Superados estos complejos, ahora ya no me preocupa tanto el problema de carecer de definiciones precisas. Las ciencias avanzan igualmente y estos desacuerdos enriquecen mucho más que oscurecen ¡Qué aburrido sería todo si el conocimiento fuera uniforme y estandarizado!

Otro apunte interesante con respecto a las definiciones es la problemática que aparece cuando queremos definir la totalidad de lo que existe. Por ejemplo, cuando defendemos el materialismo, entendiendo que todo lo que existe es materia, tenemos un serio problema: las definiciones distinguen nuestro objeto a definir de todos los demás objetos, pero si lo que pretendemos definir es el todo… ¿de qué distinguimos el objeto? Así, cuando decimos que todo es materia… ¿Cómo definimos materia si no podemos oponer la definición a otra cosa diferente, ya que no hay nada diferente? De hecho, aquí la definición de definición que hemos utilizado, valga la redundancia, perdería su sentido: definir como distinguir de otra cosa aquí no funciona ¡Tenemos que redefinir definir! Y es que de definición… ¡también hay muchas definiciones!

Supongamos que tenemos la siguiente secuencia numérica:

2 4 6 8

Con suma facilidad podemos encontrar la regla que la produce, a saber: números pares que se van incrementando de dos en dos. Parece que no hay ningún problema pero si pensamos, no hay ninguna garantía de que el siguiente número de la secuencia sea un 10 ni que esa regla sea válida. Supongamos que ahora nos dan más elementos:

2 4 6 8 3 2 4 6 8 3

Todo cambia drásticamente: ahora la regla de generación no tiene nada que ver con números pares ni con crecer de dos en dos, sino que consiste en cinco números que se repiten sin que encontremos relación alguna entre ellos (podrían bien ser fruto de una producción aleatoria).  ¿Qué quiere decir esto? Algo que decía Hegel hace muchos años: la verdad o está al final o no está. O dicho de otro modo: si no tenemos todos los elementos de una secuencia es imposible establecer con seguridad la regla que la genera.

Pensemos ahora estas secuencias en términos de historia de la ciencia. Cada número es una evidencia empírica, el resultado de un experimento. Las reglas de formación de la secuencia serían leyes científicas. Creo que la metáfora no es muy desacertada ya que los resultados experimentales siempre se cuantifican en magnitudes y las leyes científicas no son más que relaciones entre tales magnitudes. Si observamos la primera secuencia tendríamos tres leyes que nos servirían para predecir el próximo número. Pero al incorporar los nuevos números que da la segunda secuencia descubriríamos que las tres leyes son falsas, no nos sirven para establecer nuevas predicciones. Todo se pone patas arriba y hacen falta nuevas teorías para interpretar los nuevos hechos. Ahora la ley nos dice que la secuencia numérica se repite de cinco en cinco. En terminología de Kuhn podríamos hablar de que estamos ante un nuevo paradigma, una nueva forma radicalmente diferente de entender la realidad. Es posible que la ciencia avance así, aportando más evidencia empírica en virtud de nuevas observaciones que nos hace revisar nuestra antiguas leyes, estableciendo otras que se ajustan cada vez con más precisión a los nuevos datos. Eso sí, manteniendo siempre la máxima de que futuros datos puedan invalidar nuestras actuales leyes en un siempre inseguro e incierto camino. En ciencia no hay verdades absolutas.

Sigamos. Los nuevos datos nos dan la siguiente secuencia:

2 4 6 8 3 2 4 6 8 3 5 7 0 3 4 2 00 4 2 3 1 2 3 6 8 9

Siempre hemos vivido con una gran confianza en que el desarrollo de la ciencia nos llevaría a resolver todas las grandes cuestiones. Creemos que, tarde o temprano, la ciencia descubrirá la cura del cáncer o del Alzheimer, que conseguirá ingenios tecnológicos inimaginables sin que exista razón alguna para poner límites a este avance… Pero supongamos entonces que nuestra evidencia empírica es la de la anterior secuencia. Aparentemente no existe relación ninguna entre sus miembros, no hay ley alguna que pueda relacionar los datos. ¿No podría llegar el momento en que nos encontráramos con algo así? Nuestras mejores inteligencias podrían estar devanándose los sesos durante años sin encontrar nada (Más sabiendo que dada una secuencia de números no hay ningún mecanismo que nos diga si es aleatoria o sigue algún patrón). La búsqueda podría ser eterna pero podría llegar un momento en que nos diésemos por vencidos. ¿Podría existir tal fin de la ciencia? De momento, es muy alentador ver que no hay razones sólidas contra el desaliento (al menos en la actualidad). La electrodinámica cuántica consigue grados de precisión en sus predicciones de un promedio de doce decimales. Es la teoría más precisa jamás construida y, a día de hoy, lo más cerca que el hombre ha estado de una verdad absoluta.

Más cosas. Volvemos al principio. Tenemos la primera sucesión (2468). Ahora pensemos que tenemos una nueva tal que así:

3 5 7 9

Si se nos dice que está secuencia es un ejemplo de las reglas que generan la primera, nos vemos obligados a cancelar una de nuestras leyes (números pares) pero podemos mantener las otras dos (orden creciente de dos en dos). Ahora viene otro ejemplo:

4 7 9 13

Tenemos que romper otra de las leyes (de dos en dos) para quedarnos sólo con el orden creciente. La única regla de generación de esta cadena es que está formada por números en orden creciente. Lo interesante del tema es pensar en por qué, nada más ver la primera secuencia aplicamos reglas muy concretas para, sólo al final, mantener la más general cuando, de primeras, podríamos sólo haber mantenido esta última. Al ver 2468 podríamos únicamente haber dicho que son números en orden creciente pero, sin embargo, añadimos que crecían de dos en dos y que eran números pares. Además, ¿por qué establecer estas relaciones y no otras? Surge la necesidad de pensar que tenemos un «modo natural» de razonar, de establecer deducciones (que bien puede ser algo innato, inscrito en nuestros genes, o aprendido, o ambas cosas). Kant tiene mucha razón.

Además, reflexionemos sobre cómo hemos ido puliendo nuestras leyes en base a nuevas evidencias: si tras tener 2468, las siguientes secuencias hubieran sido:

12 14 16 18

o:

124 126 128 130

no hubiéramos aumentado nuestro conocimiento. Únicamente estaríamos más seguros, tendríamos algo más de certeza en que nuestras tres leyes iniciales están en lo cierto. Sin embargo, al encontrar las nuevas secuencias (2579 y 479 13) hemos ido puliendo nuestra teoría, hemos descartado leyes (siempre reducidas a meras hipótesis) para quedarnos con la última (orden creciente). Hemos operado por falsación (bendito Popper), descartando hipótesis en base a experimentos. Nuestro conocimiento ha avanzado, se ha modificado, a base de demostrar que estábamos equivocados. Si todas las nuevas secuencias hubieran verificado las tres leyes iniciales, nuestro conocimiento del mundo sería muy certero, muy avalado por la experiencia, pero no se hubiera modificado. La ciencia necesita del error para progresar.

¿Nueva racionalidad o tomadura de pelo?

¿Es posible otra lógica diferente a la lógica matemática? ¿Es posible un discurso teórico válido como conocimiento y que no respete el principio de no contradicción? ¿Existen racionalidades diferentes a la racionalidad científica? Cuando criticamos la religión o determinados tipos de metafísica, las respuestas suelen ir en tres direcciones:

1. Atacar la racionalidad científica. Siempre se apela a Kuhn, Feyerabend, Lakatos, el Strong Program y demás escuelas de relativismo epistemológico. Lo que se dice es: «Sí, nuestro discurso es una castaña, pero es que el vuestro también». Así, al final, siendo todo una castaña, llegamos al feyerabendiano «Todo vale» y la religión sale dañada pero viva (realmente no le pasa nada. Si su ya de por sí escasa carga racional sale dañada no le importa tener alguna menos y algo más de fe).

2. Ampliar la racionalidad científica. Se dice que la ciencia está genial pero se la acusa de reduccionismo, de situarse como testaferro único de la verdad excluyendo todo lo demás. Se afirma que existen más tipos de racionalidad (razón poética, valorativa, intuitiva, sintiente, dialéctica, dialógica…) e incluso se afirman otros tipos de contrastación empírica (experiencia religiosa, verificar a Dios en la vida cotidiana…). Lo gracioso de hacer esto es que se agranda tanto la racionalidad, «se abre tanto la caja de Pandora» para que los absurdos de la religión entren dentro de ella, que nos quedamos sin criterios para determinar si la afirmación «He visto un burro volando» debería considerarse como un enunciado aceptable racionalmente.

3. Separar los ámbitos de la racionalidad. Ciencia y religión son dos cosas diferentes y como tales no pueden medirse ni compararse. Suele apelarse una determinada interpretación del segundo Wittgenstein, afirmando que cada discurso cobra su sentido sólo en su contexto. Un científico no tiene nada que decir en una Iglesia y un sacerdote no pinta mucho en un laboratorio. La ciencia nos dice qué es el cielo y la religión como se va al cielo. Postura protestante, fideísta por antonomasia. La religión queda blindada ante cualquier crítica racional ya que no forma parte de su ámbito.

¿Qué camino escoger de los tres? NINGUNO. Refutemos las tres opciones:

1. La crítica a la racionalidad científica es exagerada y equívoca. Que el método científico no sea tan estricto como los miembros del Círculo de Viena quisieran pensar o que el contexto de justificación y el de descubrimiento sean, en ocasiones contadas, difíciles de diferenciar, no nos lleva al anarquismo epistemológico de Feyerabend. A todos los relativistas y escépticos radicales les invitamos gentilmente a que vayan a un chamán en vez de a un médico ante un ataque de apendicitis.

2. Los nuevos ámbitos de la racionalidad son tremendamente «cutres». La dialéctica hegeliana, como ejemplo de lógica alternativa a la matemática, es, en palabras de Marvin Harris, «un montón de ruinas sin valor». Aquí queda muy bien el dicho «Por sus obras lo conoceréis». Metodologías alternativas al rigorismo formal y a la contrastación empírica como, por ejemplo, la fenomenología o la hermeneútica no han conseguido grandes logros… ¡No han conseguido ni siquiera una teoría más o menos sólida a lo largo del Siglo XX!

3. Si tienes contenido teórico, estás sujeto a la verificación. Las religiones o las teorías metafísicas, en cuanto a que tienen un corpus doctrinal o teórico, sus proposiciones están sujetas a ser mostradas como falsas. Por lo tanto, nada está blindado al análisis racional. Todo, en palabras kantianas, puede pasar por el gran tribunal de la razón. Los cristianos dicen que «Cristo resucitó», enunciado declarativo y, por lo tanto, verificable.

¿Con esto eliminamos toda filosofía? No, pero la lógica matemática y la contrastación empírica nos deben llevar siempre de la mano. No está mal especular, pero una especulación alejada completamente de cualquier tipo de contacto con la experiencia acabará por ser ridícula (como el Universo geométrico del joven Kepler) mientras que un conjunto de datos empíricos sin interpretación será algo tosco y pobre.