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Desde cierta perspectiva ideológica se entiende el entramado tecno-científico  como un instrumento al servicio del malvado capitalismo (tecnoliberalismo he leído). Las grandes corporaciones que dominan el mundo desde la sombra, utilizan la tecnología, esencialmente, contra el ciudadano de a pie (es decir, contra el lector promedio de noticias de esa temática ¿Qué iban a tener mejor que hacer los dueños de las multinacionales?), intentando controlarle, mantenerle alienado, en un estado de esclavitud inconsciente.

Las máquinas, asociadas a la revolución industrial y, por lo tanto, a la explotación de la clase obrera, se ven como la máxima expresión de lo inhumano. Si el sistema capitalista ya es inhumano, sus frutos mecánicos no podrían ser menos: los robots son entes fríos gobernados por despiadadas almas de metal, seres amorales que, como tantas veces pronostica la literatura y el cine, terminaran por aniquilarnos. HAL 9000, Proteus, Skynet… todas las versiones cinematográficas en las que se habla de inteligencias artificiales es, siempre, para reinterpretar una y otra vez el mito de Frankenstein: humanos jugando a ser dioses («jugar a ser dioses» es un mantra repetido ad nauseam que no significa absolutamente nada) a los que su creación se les va de las manos y termina por volverse contra ellos.

Recientemente apareció en la prensa la noticia de dos programas de IA de Facebook, diseñados para establecer negociaciones, que habían creado un lenguaje propio aparentemente ininteligible. Asustados por el descontrol, aseguraban los periodistas,  los programadores desconectaron los programas (como si los programas estuviesen vivos siempre en funcionamiento y no se desconectaran cada vez que no se estuviesen ejecutando, es decir, como mínimo cuando los programadores se fueran a dormir a casa y apagaran sus ordenadores). La prensa amarilla vendió el asunto como si los programas se estuviesen escapando de las manos de sus creadores y los ingenieros de Facebook, realmente, hubiesen sentido miedo ante las posibles consecuencias de dejar funcionando algo sí. En ciertos medios (que no citaré para no darles publicidad) se dijo, alegremente, que esto demostraba que el estado de la IA actual ya había superado al hombre, y sugerían un escenario apocalíptico de lucha entre humanos y máquinas. Lamentable: la prensa, como tantas veces, desinformando.

La realidad es que, a mi pesar, la IA está a años luz de conseguir lo que sería una IAG (Inteligencia Artificial General) equiparable al ser humano, hacia la que tuviésemos que empezar a mostrar algo de preocupación. Se han dado excelentes progresos en reconocimiento visual o comprensión del lenguaje natural a través de modelos de redes neuronales artificiales, además de que con la actual capacidad de computación, podemos diseñar redes que aprenden rápido (y por sí solas) a través de ingentes cantidades de datos. Sin embargo, todavía son máquinas demasiado especializadas en una tarea concreta para poder enfrentarse a la inabarcable complejidad que parece necesitarse para operar competentemente en el mundo real. Es posible que en un futuro, más lejano que cercano, lo conseguirán, pero creo que, de momento, tenemos preocupaciones más apremiantes que las IA asesinas pretendiendo dominar la Tierra.

Y si nos vamos a las ciencias de la vida, el asunto no hace más que empeorar. Ya sabemos como en temas de nutrición, hay que comer alimentos sanos, es decir, naturales. Todo lo «químico», lo «artificial» es, casi a priori, tóxico. Los defensores de lo natural parecen desconocer que todo lo que existe (o, como mínimo, lo que comemos) está compuesto de elementos químicos presentes en la tabla periódica (todo es químico). Si contraargumentan que químico significa que ha sido sintetizado en un laboratorio, habría que preguntarles qué tiene de malo que algo se procese en un laboratorio, cuando, precisamente, los laboratorios han de pasar por una infinidad de controles para poder sacar un producto al mercado, mientras que algo que no procede de ningún laboratorio es lo que puede escapar más fácilmente al control.

Es lo que pasa con la medicina natural. Un medicamento convencional requiere una altísima inversión por parte de la empresa farmacéutica que va desde la investigación hasta que el medicamento es aprobado y sale al mercado (igualmente pasando por una gran cantidad de protocolos y controles sanitarios). Por el contrario, el medicamento natural, se ahorra absolutamente todo: ni investigación (¿para qué demostrar que el medicamento es eficaz o no, o qué efectos secundarios tiene, si mi cuñada dice que le fue genial?) ni ningún tipo de control ¡Vaya chollazo! Es curioso que los críticos con las farmacéuticas ven en ellas el feo negocio de la salud (muchas veces con razón), pero no lo vean en los suculentos beneficios de las empresas de lo natural.

Si por natural entienden lo orgánico como referencia a la química orgánica o del carbono, deberían saber que el petróleo y sus derivados plásticos son compuestos tan orgánicos (tan compuestos por carbono) como su zumo de aloe vera. Es más, su coliflor ecológica, tan sana en comparación con la peligrosísima coliflor transgénica, es fruto de milenios de selección artificial de genes, sin ningún estudio de su peligrosidad más que comerla y ver qué pasa. La coliflor, y todas las frutas, verduras, hortalizas y legumbres que cultives «naturalmente» en tu huerto ecológico, provienen de ancestros completamente diferentes (la coliflor viene de una insustancial especie de mostaza silvestre)  que fueron seleccionándose en función de las propiedades que se querían potenciar, es decir, que se escogieron genes y se desecharon otros durante miles de generaciones. Todo tu huerto está formado por especies diseñadas por el hombre: es, por entero, artificial.

Desde obras como Brave New World de Huxley, inspiradora directa de la Gattaca (1997) de Niccol, se ha criticado cualquier forma de eugenesia apelando, fundamentalmente, a que crear niños a la carta (por muy buenas virtudes que les demos y por muchas enfermedades de las que les libremos) les privaría de cierta libertad, dando lugar a un mundo demasiado ordenado y regular, demasiado perfecto. En Gattaca se ataca directamente el determinismo genético (el que, erróneamente, tanto se ha atribuido a Dawkins) afirmando, en lenguaje cinematográfico, que no todo está en los genes, sino que el hombre tiene algo valioso en su interior, una especie de esencia, que le permite vencer incluso a su propio genoma.

En la misma línea, repitiendo el jugar a ser dioses, se ha argumentado que modificar genéticamente al ser humano no puede dar lugar a otra cosa que no sean monstruos que, al final, se volverán de algún modo contra nosotros (Véase la película Splice, 2009) . Nuestra naturaleza humana es la que nos hace ser lo que somos, de modo que cambiarla nos deshumanizaría o, peor aún, inhumanizaría.  Todo esto se enmarca siempre con menciones a los programas eugenésicos de los nazis (no suele mencionarse que esos mismos programas se estaban dando, igualmente, en los países aliados, notablemente en Estados Unidos, uno de los países más racistas del mundo) o al darwinismo social (que tantas veces se confunde con el darwinismo o con la misma teoría de la evolución).

Los errores son evidentes:

  1. Modificar los genes de un embrión para darle ciertas características no le resta ningún tipo de libertad que antes tuviera, ¿o es que alguien ha elegido sus genes antes de nacer? El ser humano genéticamente modificado será tan libre de elegir su futuro como cualquiera de nosotros.
  2. Decir que mejorar genéticamente al ser humano va dar lugar a un mundo enrarecido demasiado perfecto, es una afirmación gratuita: ¿por qué? Con total seguridad, a pesar de dotar a los seres humanos de mejores cualidades, estaremos lejos de crear un mundo perfecto. Lamentablemente, los problemas y las injusticias seguirán existiendo. Yo solo creo que con mejores seres humanos sería más probable conseguir un mundo mejor, pero de ninguna manera perfecto.
  3. Nadie defiende hoy en día el determinismo genético. Somos fruto de nuestros genes, pero también del ambiente y del azar. El niño modificado tendrá una vida entera por delante en la que sus experiencias vitales configurarán su personalidad igual que la de cualquier otro hijo de vecino. Lo que sí está claro es que no tenemos ninguna esencia interior, ninguna fuerza mágica que haga que podamos vencer a nuestra biología. Lo sentimos mucho pero el cáncer no puede curarse con meditación ni buena voluntad.
  4. No existe una naturaleza humana sagrada, dada para siempre. El ser humano es una especie como cualquier otra y, en cuanto a tal, sigue evolucionando por lo que, queramos o no, se modificará ¿No será mejor que nosotros controlemos nuestra propia evolución antes de que lo haga el mero azar?
  5. Que los nazis tuvieran programas eugenésicos no implica que la eugenesia sea mala. Estoy seguro de que muchos nazis eran hábiles reposteros de apfelstrudel (pastel de manzana, postre típico austriaco, muy común en Alemania), ¿por eso cocinar pastel de manzana va a ser malo?
  6. Nadie defiende ningún tipo de darwinismo social. Que alguien tenga cualidades genéticas mejores que otro no quiere decir que haya que marginar o discriminar a nadie. Por esa regla de tres, si me encuentro con otra persona menos inteligente que yo, ¿ya tengo derecho a tratarla mal? Y, en el peor de los casos, la jerarquización social que podría llegar a darse no sería muy diferente a la actual. Los más inteligentes, trabajadores, atractivos, etc. tienden a copar los mejores puestos socio-económicos… ¿qué es lo que iba a cambiar?

Evidentemente, el control ético de todo avance en el que estén inmiscuidos seres humanos debe ser extremo y no debe darse ningún paso sin garantizar, al menos de un modo razonable, que nadie va a sufrir ningún tipo de daño. Nadie está hablando de hacer experimentos genéticos al estilo de La Isla del Doctor Moreau ni de nada por el estilo, se está hablando de dar mejores cualidades, lo cual, probablemente aunque no necesariamente, hará un mundo mejor, lo cual, probablemente aunque no necesariamente, evitará mucho sufrimiento futuro.

Hagamos un último experimento mental. Supongamos que en un futuro próximo el mundo se ha unificado políticamente, de modo que toda la población vota a un presidente mundial. Tenemos dos candidatos:

a) Un ciudadano cualquiera del que no sabemos nada de sus genes.

b) Un ciudadano que fue modificado genéticamente para ser muy inteligente y voluntarioso, a parte de bondadoso, generoso, idealista, honesto…

¿A cuál votaríamos? ¿Con cuál sería más probable que el mundo fuese mejor? Y podríamos añadir una tercera opción:

c) Una inteligencia artificial con capacidades cognitivas sobrehumanas programada para buscar el bien y la felicidad del ser humano, y para ser totalmente incapaz de hacer daño a nadie.

Yo, siendo políticamente incorrecto, creo que la apuesta más segura para un mundo mejor es la c.

Desgraciadamente, toda esta distorsionada y, a todas luces, equívoca forma de entender la realidad domina en gran parte de las universidades y, sobre todo, en la izquierda política. Y es una verdadera lástima porque sería necesaria una izquierda ilustrada que entendiera que una de las mejores formas de conseguir que las clases bajas mejoren su situación es a través del desarrollo científico y tecnológico. No estamos hablando de caer en un optimismo ingenuo hacia las posibilidades de la ciencia, ni en el torpe solucionismo tecnológico (creer que todo lo va a solucionar el avance tecnológico). Este artículo, publicado en el New York Times, nos dejaba claro lo lejos que aún estamos de hacer seres humanos a la carta (fijaos en el dato de que en, solamente, una cualidad como la altura intervienen unas 93.000 variaciones genéticas). Sin embargo hay que cambiar, radicalmente, esta visión-actitud hacia las nuevas tecnologías. Es, sin duda, el tema de nuestro tiempo.

El siempre supravalorado Aldous Huxley escribía en el icono hippie Las puertas de la percepción, que la consciencia era una especie de «cuello de botella» que solo dejaba ver un pequeño «hilo de realidad». Nuestra consciencia, debido a nuestras limitaciones como especie, solo podría prestar atención a una serie limitada de estímulos. Drogas como el LSD podrían «abrir» las «puertas de la percepción» y darnos acceso a partes de la realidad a las que nuestra consciencia serial, lineal y limitada no podía acceder de normal. Es más para Huxley el uso de psicotrópicos podía llevarnos al ser puro, a contemplar la realidad-en-sí.

Si bien es cierto que alterar nuestra consciencia de la realidad puede hacernos percibir el mundo de otra manera y eso puede llevarnos a grandes resultados creativos, nada hay de verdadero en que lleguemos a algo que podamos considerar como la realidad-en-sí. En general, el uso de sustancias psicotrópicas distorsiona la visión funcional de la realidad, es decir, empeora tu percepción más que abrirte las puertas a mejores lugares. Siempre me ha parecido muy erróneo, cuando no dañino, entender el uso de las drogas de modo espiritual o cuasi-religioso. No amigos, el ácido lisérgico no te va a llevar a descubrir tu «yo interior» (¿qué diablos es el yo interior?), ni va a suponer una fase más en un camino de autorealización personal. El ácido te hará pasar un buen rato teniendo alucinaciones y sintiéndote eufórico (o todo lo contrario si te da un bad trip), pero poco más.

Suena un tanto extraño que el ser humano no hubiese podido llegar a la plenitud de su existencia espiritual hasta que  Albert Hofmann  sintetizará el LSD en 1938 ¿Nuestro organismo habría sido diseñado por eones de selección natural para crear un sistema nervioso adecuado para que el ácido nos llevará a la visión deifica? No, nuestro cerebro no está diseñado ni para conocer la realidad en sí misma, ni mucho menos para llegar a contactar con dioses ni espíritus interiores. Nuestro cerebro está diseñado originariamente para sobrevivir en determinados entornos (fundamentalmente, para moverse eficazmente en ellos). Y, como vamos a ver, para ello no hace falta abrir las puertas de la percepción para conocer la realidad en su totalidad, sino más bien todo lo contrario.

El cerebelo es la parte del encéfalo encargado de la coordinación de los movimientos. Es por ello que cuando se le daña, el sujeto no pierde la capacidad de moverse, sino que sus movimientos se descontrolan, se hacen torpes y desequilibrados, teniendo problemas para realizar cualquier acción motora. Para realizar esta tarea directora el cerebelo distingue muy bien entre movimientos previsibles e imprevisibles (¿No será nuestra capacidad de prever el futuro una evolución posterior de la función cerebelar?).  Cuando alargamos un brazo para coger una taza de café, sentimos, por ejemplo, el tacto de nuestra camisa rozando nuestra piel. Esta sensación no es relevante, no es importante en la ejecución de la acción, por lo que el cerebelo «la resta» de nuestro foco de atención. El cerebelo recibe toda la información y diferencia la que es totalmente predecible y prescindible, de la necesaria para llevar a cabo correctamente la acción. Es por eso que no podemos hacernos cosquillas a nosotros mismos. El cerebelo predice donde pondremos las manos, por lo que no hay sorpresa y el hilarante resultado del ataque de cosquillas no se produce.

El neurocientífico británico Daniel Wolpert realizó unas investigaciones en las que monitorizó a una serie de individuos mediante IFRM (Resonancia magnética funcional) mientras les hacían cosquillas. En el escáner aparecía una fuerte activación de la corteza somatosensorial, pero el cerebelo permanecía silencioso. Después se pidió a los sujetos que intentarán hacerse cosquillas a ellos mismos en las partes del cuerpo donde antes las habían recibido. El resultado se invirtió: poca actividad en la corteza somatosensorial y mayor actividad en el cerebelo. Explicación: el cerebelo envió mensajes inhibidores  a la corteza cuando previó el movimiento del ataque de cosquillas, discriminando entre el movimiento auto-generado y álter-generado  (¿Origen de la diferenciación entre el yo y los otros?).

Un segundo experimento volvía a mostrar lo mismo. Wolpert situó a dos sujetos en torno a una especie de pedal de bicicleta capaz de medir la fuerza con la que se lo presionaba. Un sujeto experimental ponía su dedo índice encima del pedal y otro lo sostenía con el mismo dedo por debajo, con la palma de la mano abierta. A ambos se les dio la instrucción de responder cualquier aumento de presión en el pedal con otro movimiento de exactamente la misma fuerza (Ninguno de los dos sabía que el otro había recibido la misma instrucción). El curioso resultado es que cuando los sujetos se turnaban pulsando, ante la presión ejercida por el otro, la respuesta intensificaba la fuerza de manera muy significativa. Ellos juraban y perjuraban que era el otro el que había apretado con mucha más fuerza, por lo que ellos, únicamente, habían intensificado la presión para igualarla. Así se producía una escala de represalias tantas veces vista en el patio de los colegios: cuando, jugando al fútbol, uno sufre una falta, es muy común que en la siguiente jugada se la devuelva al agresor, pero siempre con algo más de fuerza, lo que rápidamente genera una escala de represalias que, muchas veces, termina en pelea.

La explicación es la misma que con las cosquillas. El cerebelo recibe la orden de responder a la presión con la misma fuerza, pero, poco a poco, va restando parte de la sensación de fuerza esperada, por lo que el mensaje que llega a la corteza somatosensorial es de una fuerza menos intensa que la real. Para superar esta inhibición la corteza da la orden de subir la fuerza de la respuesta pero no lo hace en la medida correcta, por lo que se produce el desajuste y la posterior escalada. En este sentido es muy interesante comprobar como un mecanismo que funciona tan bien para coordinas movimientos tan sofisticados y complejos como los que realiza un gimnasta de élite, falla estrepitósamente en un mero intercambio de mediciones de fuerza. Y es que el cerebro dista mucho de ser una máquina perfecta.

Como contaba Borges en su tantas veces citado relato Funes el memorioso, nuestra selección restrictiva de información no es tanto una cuestión de limitación como de que, percibiendo toda la serie de estímulos que nos bombardean sin discriminación alguna, sería imposible cualquier acción mental. Pensemos qué sería percibir visualmente sin discriminar qué objetos son relevantes para lo que pretendemos hacer, qué figuras son obstáculos, amenazas, o ayudas para nuestros planes. Alguien que como el Funes de Borges tuviese una imagen especular del mundo metida en su cerebro, no podría pensar ni hacer maldita la cosa. Y es que conocer no es saberlo todo, no es tener una representación mental completamente idéntica a la realidad, conocer es saber separar el grano de la paja. Quizá entonces será mucho más importante la tarea de borrado, la tarea cerebelar de inhibir o restar toda la ingente cantidad de ruido que nos acecha para quedarnos sola y exclusivamente, con lo necesario. Conocer es, en gran medida, olvidar.

Os dejo una Ted talk de Daniel Wolpert donde se explica todo esto mucho mejor.

 

P.D.: Si os ha sabido todavía a poco, me acaban de publicar un extenso artículo en Xataka sobre el mito de la tabula rasa.

No soy demasiado franckfurtiano. No creo que detrás de nuestro orden social hay una mano negra dirigiendo todo desde la sombra ni que el capitalismo sea el causante de todos los males que nos acechan. No creo que los bancos o las multinacionales sean esencialmente malvadas y que los grandes directivos sean como el Ebenezer Scrooge de Dickens, como tampoco creo que fuerzas ocultas manipulen significativamente nuestra mente mediante la hipnopedia de Huxley. Pienso en la realidad como en un conjunto muy complejo de intereses entrecruzados en la que el poder se encuentra muy descentralizado. Creo que la realidad más que controlada desde la sombra está más bien bastante descontrolada.  Por ello, cuando pensaba en la crisis económica, aceptaba de algún modo que todos hemos contribuido a ella y que buscar culpables era más un ejercicio demagógico de descarga de responsabilidad que un análisis objetivo de la situación. Sin embargo, el otro día leí ESTO y, claro, uno empieza a vislumbrar que la responsabilidad sí que puede centralizarse en ciertas entidades, lo cual no deja de recordarme a Leopoldo Abadía y su teoría de la crisis NINJA:

¿Es ASÍ realmente como se ha desenvuelto la crisis? ¿Hay otras teorías alternativas?  ¿Tengo que pegarle fuego al banco que tengo enfrente de mi casa o el señor Abadía se equivoca? Por favor, economistas, ayudadme.

Léase también mi Historia de una bromilla.